LUNAS DE HIEL (y V)
Leonard Cohen y Nico: una vela verde para derretir al ídolo
Críptica, sensual e inalcanzable como la luna, a Cohen le bastarían tres minutos de observarla en silencio para decidir que iba a ponerse voluntariamente enfermo de aquella mujer
Miguel Ángel Ortega Lucas 28/08/2019
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Existen enfermedades raras, casi absurdas, difíciles de clasificar entre las patologías pertenecientes a eso que solemos llamar pasión amorosa. Son hechizos salvajes, amarres narcóticos; fiebres negras, como virus de una sola víctima, en las que no podemos evitar caer, sabiendo perfectamente, al mismo tiempo, que convendría conjurarlas a toda leche –a riesgo de perder, antes que la salud, la dignidad–. Suelen manifestarse en alucinaciones con máscara de ángel, pero por debajo alienta el Caos. Solemos confundirlo con voces divinas: en realidad son puros aullidos del animal de la entrepierna, tentado por Satán en el desierto.
El profeta Leonard Cohen, judío errante por entre todos los misterios de la mística y la erótica, ya tenía bastante experiencia en desiertos y oasis y sirenas malditas del Egeo para cuando recaló en Nueva York, en el otoño de 1966, decidido a probar fortuna como cantor. “¿No eres un poco viejo para esto?”, le dijo alguien al llegar (tenía 32 años; el mundo era por entonces propiedad exclusiva de los genios, o impostores genialoides, de veinte años). Como “no conocía a nadie” en la ciudad por entonces, a pesar de haber publicado sus libros allí, al poco de llegar se encaminó a un club, llamado Max’s Kansas City, que era adonde se suponía iba todo el mundo, o todo el que podía interesarle.
Se acodó en la barra, sin intención de hablar con nadie, pero un joven se acercó a él: “¿Tú eres Leonard Cohen?”, le dijo. El muchacho, de 24 años, resultó llamarse Lou Reed, y resultó ser lector, entusiasta, de la última novela de Cohen, Beautiful losers. Así fue como éste fue a darse de bruces con la mesa en la que titilaban las (jovencísimas) estrellas más de moda del lugar: el propio Reed, Andy Warhol... Y Nico. La compañera vocalista de Reed en The Velvet Underground.
“Una mujer misteriosa. Intenté hablar con ella, pero no mostró interés”. Altiva, gutural, con ese aire de estatua consciente de su belleza y un poco aburrida ya de la cuestión, críptica, sensual e inalcanzable como la luna, a Cohen le bastarían un minuto, dos, tres, de observarla en silencio, en la penumbra, para decidir que iba a ponerse voluntariamente enfermo de aquella mujer. “Me quedé completamente prendado” –contaba décadas después a su biógrafa Silvie Simmons–. “Yo ya había pasado por la experiencia rubia. Aquello era una especie de repetición”. O de resonancia alterada, más bien: si alguien podía suponer el reverso exacto de la cálida Marianne, con quien Cohen había compartido los últimos años en Grecia, era aquella gélida deidad salida –la imagen es de él– de “un póster nazi”.
No es que perteneciera a las SS, pero sí era alemana, nacida en Colonia. Había trabajado como modelo en Berlín y como actriz en La dolce vita de Fellini. En aquel momento ocupaba el trono de la vanguardia neoyorkina merced al padrinazgo de Warhol –el Almodóvar del marketing de aquel barrio–. Tampoco había perdido el tiempo en el otro ámbito: tenía un hijo de una relación con Alain Delon (que éste no reconoció), había pasado por el abrazo equívoco de Bob Dylan, que escribió (cosa insólita) una canción ex profeso para que ella la interpretara, I’ll keep it with mine. Y por esos días repartía su cama entre Brian Jones, el guitarrista de los Rolling Stones, y un recién llegado Jackson Browne, ahora guitarrista también de su propiedad. Ése era el nivel, y el currículum, de aquel ídolo rubio, llamado en realidad Christa Päffgen. Nacida en 1938: es decir, cuatro años después de Cohen.
También ella pensó algo parecido a ¿No eres un poco viejo para esto? cuando el cortejo de aquél empezó a ser evidente. En algún momento le dejó caer que le gustaban más jóvenes, y no mentía; pero hacían falta argumentos mucho más poderosos para que el brujo de Montreal desistiera: si había caído como un colegial en aquella fascinación siniestra, también había sabido ya subyugar a otras vestales imposibles con un atractivo que iba mucho más allá de su físico (más parecido por entonces al Dustin Hoffman de El graduado que al Al Pacino de Esencia de mujer que resultaría luego). Su aplomo, su nobleza sincera, la profundidad insondable de su pensamiento, revelado en gemas verbales que se le desparramaban al hablar con la misma elegancia con que fumaba, le habían cincelado una apostura de caballero provenzal que podía resultar irresistible tanto para las princesa nórdicas de Hydra como para las rockeras perdidas del Chelsea Hotel, donde se hospedaría pronto (Janis Joplin, que los prefería “más guapos”, le dijo aquella noche célebre: “Contigo haré una excepción”).
Nico no estaba dispuesta a hacer excepciones. Con él, al menos. Pero Leonard ya era prisionero de la dictadura fatal de su indiferencia:
Soy el primero
en usar tus grilletes como si fueran pulseras,
espía y traidor número uno
en los campos del cuarto de la pensión
-–escribía por esos años, no sabemos si a cuento de ella; la sensación debía de parecérsele.
No podía hacer otra cosa: escribir para aliviarse de la seducción, vengarse de ella, o para tratar de devolverla en un espejo violento. Poemas para curarse del encantamiento o para multiplicarlo en una suerte de onda expansiva: que la poesía oficiara la magia de infiltrarse en el sueño de ella, como un íncubo nocturno, y le usurpara la voluntad igual que a él; que se levantara sonámbula una noche –soñaría el mujeriego cortés– y atravesara los pasillos del Chelsea hasta llamar vencida a su puerta... “Solía ir al club donde actuábamos”, el Dom –contaba Jackson Browne a Silvie Simmons, recordando aquel asedio silencioso–: “Se limitaba a sentarse allí, en la primera mesa, y escribía y la miraba”.
Pero lo cierto es que la relación no era en absoluto tan asimétrica como pretendía esa poética del perdedor. Danny Fields, el joven responsable de contratación de Elektra Records, el sello de la Velvet, dijo luego a Simmons: “Nico adoraba a Leonard. Solía decirle [imitando el acento alemán]: ‘Oh, Lennhaardddt, ¿qué opinas, Lennharrrrt?’. Pero sin duda era una muchacha de sentimientos encontrados”. O de gustos sexuales fijos: efectivamente, Jackson Browne tenía 18 años por entonces, diez menos que ella. También más jóvenes eran Jim Morrison, y Jimmy Hendrix, e Iggy Pop...
Recordaba Cohen, carcajeándose: “Fui con Nico a escuchar a Jim Morrison, que creo tocaba por primera vez en un club de N.Y., y apareció Hendrix, que estaba espléndido. Yo había ido con ella, así que cuando era hora de irse le dije: ‘Vámonos’. Y ella respondió: ‘Yo me quedo; vete tú’”... Después de esas cobras tan sutiles, Cohen –insólito pagafantas– regresaba derrotado a su habitación del hotel.
“Me entregué a la magia [cada vez más negra] de las velas, y me casé con aquellas velas de cera, y me casé con el humo de dos conos de sándalo e hice muchas prácticas extrañas y ocultas que no dieron ningún resultado en absoluto”.
Encendí una velita verde
para ponerte celosa...
Así comienza la canción que cerraría el primer álbum, atestado de joyas, de Leonard Cohen, terminado a finales de ese 1967 de persecución y furia en Nueva York. La tituló, cáusticamente, One of us cannot be wrong [Uno de los dos no puede estar equivocado: o eres tú o soy yo quien hace aquí el idiota...]. En ella ilustra el influjo devastador de esa mujer, contando cómo fue a un médico para curarse de ella y éste acabó enfermando de lo mismo; cómo un santo fracasó al tratar de olvidarla, suicidándose, y cómo hasta un esquimal fue capaz de morir de frío ante su imagen: “Supongo que se congeló / cuando el viento se llevó tu ropa, / y ya nunca volvió a entrar en calor...
Pero estás tan bien en tu ventisca de hielo.
Por favor, déjame entrar en la tormenta.
(Terminaba la canción, y de paso el álbum, dejando que el tarareo final degenerara casi en berreo infantil, como parodiando su propio patetismo.)
Pero todo era, de nuevo, cuestión de percepción. Según Browne, aun siendo “lunática y misteriosa”, “también tenía una risa infantil, como de niña pequeña, y pasaba casi todo el tiempo con su hijo”... Y resultaba que a ella también “le asustaba un poco” Leonard Cohen, aunque no lo dijera: “Se comportaba de un modo extraño conmigo. Creía que podía ser su novia ideal o algo así”.
Algún tiempo después de no verse, ambos enredados en sus compromisos artísticos, cenaron juntos en El Quijote, un restaurante aledaño al Chelsea Hotel. Después, subieron a la habitación de Cohen, de las más pequeñas por estar de paso. Estaban sentados uno junto a otro sobre la cama, conversando, cuando él puso de manera casual una mano sobre la de ella...: “Se apartó bruscamente. Me dio un golpe tan fuerte que me tiró de la cama y empezó a gritar. De pronto la puerta se vino abajo y entraron unos veinte policías”, de paso también por cualquier cuestión de drogas, crimen u ocio. “La otra brutalidad” de Nico, añadía Danny Fields, “la pasiva, consistía en hacer que nos preguntáramos qué estaba pensando, hasta el punto de que la gente se enamoraba de ella”.
Y ahí parece estar la clave, el grial (fantasmagórico) que pudiera buscar Cohen en aquella emperatriz helada. “Era muy rara. Intentaba hablarle y siempre me daba respuestas muy arcanas y misteriosas” –registró Alberto Manzano en su biografía sobre él–. Enigma mayor sobre el enigma de su belleza, podemos suponer; suficiente para volverle loco... Hasta que “un día me confesó que era sorda[de un oído]. Por eso tenía esa costumbre: contestaba a todo con cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. Eso explica su estilo especialmente extraño”.
Y también, aunque sólo en parte, que estuviera impedida para dejarse seducir por Leonard Cohen: si no por su perfil mediterráneo, cómo iba una mujer como aquélla –Juana de Arco impasible ante las llamas– a sentirse atraída por él, sin poder escuchar bien lo que el oráculo de fuego de su voz quería continuamente susurrarle al oído.
“Tu belleza te perdió a ti misma, / como perdida estaba para ellos”, le cantaba todavía en su álbum de 1974; perdido ya su culto, pero vivas aún las brasas:
Toma este anhelo de mi lengua,
todo lo inútil que han hecho estas manos.
Déjame ver tu belleza rendida.
Tal y como harías
por alguien que amaras.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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