LUNAS DE HIEL (III)
Dylan & Báez: falsos diamantes gemelos
Una noche, a principios de los ’70, Bob Dylan volvió a llamar a Joan Báez. Y ésta supo que la memoria sólo trae “diamantes y herrumbre”
Miguel Ángel Ortega Lucas 14/08/2019
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Estaré maldita;
aquí viene tu fantasma otra vez.
Pero eso no es infrecuente.
Es sólo que la luna está llena
y te ha dado por llamar.
La luna (ya no de miel, ni de hiel; sólo llena) se desliza con un puñal de luz por las ventanas de la cocina de la cantante Joan Báez, belleza oscura y treintañera en la penumbra del verano, madrugada de principios de los ’70 en algún lugar de las montañas de California.
Ha sonado el teléfono, se ha levantado de la cama, trastabillando sombras, y una voz que conoció un par de años luz atrás musita su nombre al otro lado de la línea.
–¿Desde dónde llamas?
–Una cabina en el Medio-Oeste.
Porque allí no es tan tarde aún, y quizás –pensó, distraído como siempre, en su universo paralelo, el muchacho de su misma edad que habla al otro lado de la línea–, quizás Joan estaría despierta aún, rasgueando la guitarra en la cocina con vino tinto, un par de velas, el silencio.
No era así, pero Joan se espabila rápido; y quizás sí se sirve ahora esa copa, al tomar asiento en una silla junto al cable del teléfono. Mientras la voz del joven balbucea, quizás, una disculpa –está algo bebido, o colocado, pero hace años que no sale de gira: no puede alegar que esté de fiesta después de un concierto–, ella vuelve a ver en la oscuridad sus ojos azules. Más azules que huevos de petirrojo, recuerda. Y recuerda inmediatamente esa risa atravesada de él, hace siglos: “Tu poesía es pésima”, solía decirle entonces.
Recuerda entonces, también, el bar en que se conocieron. “Vi a Bob Dylan por primera vez”, piensa mientras le escucha al otro lado del teléfono, “en 1961, en el Gerde’s Folk City”, Greenwich Village, Nueva York.
Era –sonríe para sí– “como un paleto de ciudad, con el pelo por las orejas y rizos en la frente. Tocaba una guitarra que le empequeñecía. Tenía mofletes de niño pero boca asesina: suave, sensual, infantil, nerviosa y reticente. Más que cantar, escupía las letras de las canciones. Era absurdo, era nuevo, e indescriptiblemente mugriento... Era indudable que era excepcional. Parecía muy pequeño y muy joven. Yo tenía seis meses más y me sentía como una madre”. Tenían 20 años exactos.
Hace diez años, piensa ella ahora, contestando distraída las preguntas triviales que él le hace desde la cabina remota; en realidad algunos más. Más de diez años. Aquel hotel horrendo de Washington Square, Nueva York, doce dólares la noche; yonquis, camellos, transexuales... A ella le hacía sentir una poeta beat; a él, como en su casa. Aquel traje que le compró, siendo aún mucho más próspera que él, y conocida; la emperatriz de la canción folk adoptando al vagabundo original del camino, duendecillo de Shakespeare criado en los bosques con Mark Twain. También le compró unos gemelos, recuerda; inverosímiles en aquella estampa de demonio adolescente...
“Ya me estaba enamorando. Yo era la mamá, pero también su hermana mística y compañera de protesta. Yo la reina; él, el paje. Vivíamos un mito”... –Pero hay que ver, piensa de golpe, casi furiosa con su propia ingenuidad: cómo trae la memoria, también, gemelos falsos como Judas. Diamantes falsos, como supernovas que brillan tanto, ahí a lo lejos, porque ya murieron hace mucho... Diamantes y herrumbre, piensa: eso trae la memoria. Buen título para una canción, por cierto.
Él escribía canciones como si la virgen de la poesía le estuviera dando de mamar día y noche, cuando ella no miraba. Se levantaba a veces, de madrugada, con euforia sonámbula, a martillear en la máquina de escribir tres versos, o trescientos, que le acababa de susurrar en sueños alguna ninfa salida de un cuadro de El Bosco. El pequeño genio cabrón...
...Y ahí te quedaste,
temporalmente perdido en el mar.
La madonna era tuya gratis.
Sí, la chica del medio caparazón
te mantendría ileso.
Puede verle ahora, como si lo tuviera delante, sonriéndole y fumando en la ventana; las hojas secas, la nieve; muertos de frío, haciendo dibujitos en el vaho de los cristales... “Por lo que a mí respecta”, piensa (¿o está escribiendo una canción mientras lo piensa?), “pudimos haber muerto allí, en aquel momento”. Porque lo cierto es que “después de aquel día del Village yo nunca volvería a sentir la sencilla satisfacción de estar con él sin más: el primer viento arrancaría su mano de la mía...”.
¿Recuerdas?, le pregunta ahora, interrumpiéndole; aquel hotel de mierda en el Village, cuando nos conocimos...
–Ya sabes que no soy nostálgico.
Ah, claro, le responde... “Pues dame otra palabra para esto, tú que eres tan bueno con ellas”. Y con hacerlo todo tan ambiguo, piensa también, pero se calla.
Porque Joan Báez sí recuerda bien (¿no será rencor lo que siente todavía...?) otra noche, quizás de 1964, en que “con una fiesta de fondo”, y una voz ebria muy parecida a la de ahora, acercándose ya a la cumbre de la leyenda a la que parecía propulsado como un meteoro, el pequeño Bobby Dylan, antaño Robert Zimmerman, le dijo por teléfono “no sé qué de matrimonio”. “Recuerdo perfectamente que yo contesté: ‘No’. Aquello no era una proposición, sino una desenfadada continuación de nuestras bromas... que bien hubiera podido conducir a un desenfadado matrimonio”. Aquel verano del ’64, en Woodstock: “Aunque nada más lejos de mi intención aferrarme a él”, admite sin remedio en su fuero interno, “mi afán de posesión era feroz”. Pero él ya hablaba con Sara. Y ella ignoraba que existiera la tal Sara.
Luego, ya, la distancia insalvable. “Pasaría a la historia como el líder del inconformismo y el cambio social, pero eso a él le traía sin cuidado... Eso es lo más extraño de todo: nunca tuvimos casi nada en común, salvo que era mi hermano espiritual. Habíamos sido dos almas unidas por la época y las circunstancias”. Y aquella gira de él por Inglaterra, primavera del ’65: ahí –continúa pensando en paralelo a la conversación telefónica–, ahí fue “cuando perdiste el contacto con la realidad. Perseguido por admiradoras histéricas, buscado por intelectuales, políticos y periodistas, adulado por pavas como yo... Creo que no llegaste a digerirlo. Suponía que me invitarías a cantar, como yo había hecho antes contigo...”. Pero eso tampoco llegó a suceder.
[“No se puede estar enamorado y pensar a la vez”, diría Dylan sobre el particular a Martin Scorsese, cuatro décadas después de esa gira. Y es posible que se refiriera a Sara, su mujer, no a Joan Báez. También es posible que el verso que el inalcanzable Dylan tuviera en la cabeza, al ir gradualmente separándose de Báez, perteneciera a Don’t think twice, it’s alright. Este verso: “Le di el corazón, pero ella quería mi alma”.]
...“No fue el amor lo que me convirtió en un incordio durante la gira, Bob; fue la desesperación. Por primera vez en mi corta pero triunfal carrera se me había arrinconado. No sabía más que remolonear y sufrir”.
Pero a él no le afectaba aquello. Al puto Bobby Dylan no le afecta nada: “A ti te afectó la muerte de Elvis”.
...Oye, le dice él ahora, al otro lado de la línea, después de un rato largo de chistes malos, comentarios absurdos, preguntas que en realidad no le interesan ni a él... He estado pensado en salir de gira de nuevo, dice. Pero no como las otras. Sería una especie de circo ambulante, ¿sabes? Con más gente en el espectáculo... Como tú, por ejemplo. ¿Querrías unirte?
Entonces, Joan Báez deja correr el silencio entre uno y otro lado de la línea telefónica, entre el silencio del Medio-Oeste y el silencio de California, entre la luna llena y Bob Dylan, ahí a lo lejos. Y termina de escribir mentalmente la canción que ha estado acechándole todo ese tiempo, sin apenas darse cuenta:
...Vuelve todo tan claramente.
Sí: te quise, cariño.
Y si lo que me ofreces es diamantes y herrumbre,
ya los pagué.
...................
Coda:
Joan Báez sí participó finalmente en la vuelta a los escenarios de Bob Dylan, con la gira Rolling Thunder Revue, en 1975. En el primer ensayo, ocurrió esto entre ambos:
–¿Vas a cantar esa canción de huevos de petirrojo y diamantes?
–¿Qué canción?
–Ésa de los ojos azules y los diamantes.
–Te refieres a ‘Diamonds and rust’,la canción que escribí para David, mi marido, cuando estaba en la cárcel.
–¿Para tu marido?
–Sí. Para quién si no.
–Ah...
–Bueno. La cantaré, si quieres.
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[Todos los diálogos, cursivas y entrecomillados usados para construir este divertimento literario pertenecen a la canción Diamonds and rust y al libro de memorias Y una voz para cantar,ambos de Joan Báez.]
La siguiente entrega, con Lorca y Dali como protagonistas, se publicará el 21 de agosto.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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