La memoria de Annual: una incierta gloria
La omisión, el silencio o el olvido de las atrocidades y las vergüenzas del Rif han falsificado impunemente la historia oficial. Sin embargo, aquella mortandad, aquellos miles y miles de jóvenes llevados al pudridero merecen un reconocimiento
Joan Palomés 24/09/2019
El general Berenguer y su Estado Mayor. Postal de la época. Colección particular.
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La patria está en peligro, dicen en el Congreso de los Diputados. Y esos mismos apelan a nostalgias nocturnales. Los Reyes Católicos velan las esencias y los redobles de los Tercios de Flandes apuran el sueño. La derecha se refuerza con espadones. Vox, por ejemplo, ha presentado cinco generales como cabezas de lista en las elecciones generales. La patria está en peligro…
La Ley de Memoria Histórica, tantas veces diferida, tantas veces cuestionada, es la bestia negra de una narrativa que dormitaba en el mausoleo del Valle desde la Transición y que resurge, ahora ya sin escrúpulos, para reivindicar la historia fascista plasmada en aquella parcial “Causa General instruida por el Ministerio Fiscal sobre la dominación roja en España” de 1940. Sólo existe una verdad, la de los vencedores –que todavía lo son– y que debiera quedar atada y bien atada. “Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado”, decía George Orwell.
España es tierra de excelsas impunidades y notables falsificaciones. El siglo XX, todo él, es una buena prueba de ello. Se consagran las gestas épicas y los contados héroes entorchados, pero se omiten las muchas vergüenzas y los numerosos descalabros con miles y miles de muertos a costa del pobrerío. Las guerras de Marruecos y la dolorosa aventura colonial española en África están trufadas de desastres silenciados y responsabilidades olvidadas. El Protectorado de Marruecos, al fin y al cabo, marcó las horas de la política española durante cincuenta años: 25.000 soldados muertos, la Semana Trágica y otras revueltas, las recurrentes crisis gubernamentales con 15 presidentes de Gobierno entre 1917 y 1923, el fin de la Restauración borbónica y el exilio de Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera, las tensiones en el seno del ejército entre africanistas y junteros… De Melilla salen las primeras tropas sublevadas contra la República y los generales africanistas son golpistas, salvo algunas excepciones que se mantuvieron fieles al gobierno (Riquelme, Miaja…).
El Protectorado
La entrada española en la rapiña africana fue accidental. A la greña franceses, británicos y alemanes en el expolio del continente, acordaron esas potencias que la estratégica puerta del Mediterráneo –las regiones de Rif y Yebala del norte marroquí, equivalente a la provincia de Badajoz– quedara asignada a una potencia menor, decadente y sin mayores pretensiones. España estaba sumida en una depresión existencial –el unamuniano “me duele España”– después de perder en 1898 de manera humillante los últimos jirones del Imperio de ultramar, Filipinas, Cuba, Guam y Puerto Rico, tras vergonzosas derrotas navales en Santiago de Cuba y Cavite, incompetencia militar estratégica incluida. El país había quedado sin honra ni barcos.
El tratado de Fez de 1912, en definitiva, no era más que un subarriendo a España de una zona del Protectorado francés de Marruecos, la más áspera, yerma e indómita que ni el sultán había podido domeñar y que complementaría las plazas españolas de Ceuta, Melilla, Alhucemas y Vélez de la Gomera. Así, el Protectorado español de Marruecos se percibió como una oportunidad de recuperar el prestigio nacional y el honor de un ejército desolado.
Y luego estaba eso que se denominaba “misión civilizadora”, exquisito eufemismo de las potencias coloniales para justificar el saqueo. El conocimiento científico que se tenía del territorio y los autóctonos no era excesivamente sofisticado. “El berberisco es astuto, cauteloso, sanguinario y traidor. La conmiseración y el perdón los suele tomar siempre por debilidad. Sólo el castigo le puede meter en orden y en disciplina”, se lee en el tratado de 1910 Geografía Militar de Marruecos del capitán de Infantería Antonio García Pérez. Y más adelante, reivindica con soltura las “sobradas pruebas que acreditan las excepcionales condiciones de la raza española para colonizar pueblos, por muy apartados que éstos se hallen y por muy diferentes que sean sus cualidades étnicas; las aptitudes de nuestra raza márcanse en la historia de la humanidad de modo brillante, unas veces por el genio, otras por la bravura y siempre por la abnegación más contagiosa”.
Pero España, en esos años, no estaba para demasiadas misiones civilizadoras en tierras africanas: la tasa de analfabetismo entre la soldadesca superaba el 60% y en la península, también en esos años, una comitiva encabezada por un campechano Alfonso XIII y el obispo de Coria descubría el inframundo de las Hurdes, tierra de hambre y miseria, atraso endémico, bocio y cretinismo y donde la civilización estaba ausente.
Antecedentes nada gloriosos
Las hazañas bélicas del ejército español en territorio rifeño nunca han sido especialmente gloriosas. Habría que remontarse a mediados del siglo XIX con las victorias del general Prim en Wad-Ras y Castillejos contra el sultán de Marruecos, plasmadas en los óleos de Mariano Fortuny y en el callejero de las ciudades españolas. Poco después, finalizando el siglo XIX, tiene lugar la denominada “guerra de Margallo”, donde se produce la primera desbandada de las tropas españolas frente a los rifeños en la que muere el general y gobernador de Melilla García Margallo. Refiere Manuel Ciges Aparicio en su libro España bajo la monarquía de los Borbones que fue un joven oficial llamado Primo de Rivera –el futuro dictador– quien le descerrajó un tiro en la cabeza al general por su conexión con un lucrativo negocio de venta de armas a los mismos rifeños a los que combatía. El historiador Gerald Brenan también mantiene la tesis según la cual el general y gobernador Margallo y su camarilla hicieron una cuantiosa fortuna con el contrabando de armas al enemigo. La corrupción con galones será una constante a lo largo de todo el Protectorado.
En el mes de julio de 1909 se dieron los prolegómenos de lo que vendría pocos años después. Un batallón al mando del general Pintos es sorprendido en el barranco del Lobo, en las estribaciones del monte Gurugú. La retirada vulnera las más elementales reglas de la estrategia militar y se produce la escabechina: casi 200 muertos, entre ellos el general Pintos, y 600 heridos. La historia oficial bautizó el revés como el Desastre del Barranco del Lobo. Fue el primer Desastre oficial y las coplas de luto inundarán las calles españolas:
“Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los españoles
a morir como corderos”.
Ese mismo mes, en Barcelona, los barrios populares se levantaron contra el sistema de leva que convertía Marruecos en un moridero de pobres. Las prácticas tan extendidas de la redención a metálico y la sustitución permitían a los hijos de las clases acomodadas y de la burguesía librarse de la guerra o ser sustituidos por otro mozo por la módica cantidad de 2.000 pesetas. Un obrero de los Altos Hornos de Bilbao ganaba en esa época 5 pesetas diarias. En 1912 esa infame práctica se “democratizó”: se derogaban las circunstancias eximentes pero nacía el soldado de cuota que a cambio de una aportación económica –entre 1500 y 3000 pesetas– tenía el privilegio de elegir destino, pernoctar en su domicilio y limitaba su estancia a cinco meses en el cuartel en lugar de los tres años que duraba el servicio militar para el resto de desdichados. Eso sí: el equipo y el uniforme corrían por su cuenta. “Hijo quinto y sorteao, hijo muerto y no enterrao”, se decía en la calle.
Juan Pando, en su memorable Historia secreta de Annual, aporta otra de las diversas maneras de escaqueo entre la oficialidad. La familia del movilizado en el Rif donaba a la unidad donde se hallaba destinado el beneficiario un coche rápido, así llamados los Ford 20HP, que costaban unas 4.000 pesetas, a condición de que el oficial o suboficial en cuestión fuese el conductor del vehículo más un ayudante por él designado. Estos rápidos cargados de jefes y oficiales huyendo hacia Melilla simbolizarían la imagen de la suprema cobardía cuando se produce el derrumbe de Annual en 1921.
Annual
El Desastre de Annual es la mayor derrota que un ejército colonial haya sufrido nunca. Entre julio y agosto de 1921, 14.000 soldados en desbandada dejaron la vida en los pedregales, veredas, vaguadas, poblados, destacamentos, blocaos y montes del Rif. “Había tantos muertos en algunas partes del trayecto entre Uestía y Río Seco que el camión tenía que ir pisando los cadáveres”, relata el soldado Vicente Garrido, testimonio recogido en el Expediente Picasso. En apenas dos meses, una amplia ofensiva de las cabilas lideradas por el líder rifeño Abdelkrim Al Jatabi, de la cabila de Beni Urriaguel, provocó la debacle que aniquiló la Comandancia General de Melilla.
Abarrán, Sidi Dris, Igueriben, Annual, Izzumar, Arruit, Zeluan, Nador… son nombres cubiertos de luto que deberían fijarse en la memoria colectiva y, sin embargo, ausentes en los libros de texto. No hay ninguna calle de Annual o plaza de Monte Arruit en las ciudades españolas. La retórica patriótica glosa las gestas heroicas, las muertes vanamente gloriosas y los oropeles del valor pero omite con pudor la cobardía y el pavor del mando, la ineptitud del general, la corrupción del oficial, la incompetencia de la comandancia y, en fin, la responsabilidad del rey.
De Annual los patriotas recuerdan con arrobo la gesta del Regimiento de Caballería Alcántara 14, al mando del teniente coronel Primo de Rivera –hermano del futuro dictador–, porque con sus cargas a galope tendido protegió la huida desesperada de las tropas que huían de Annual hacia Monte Arruit a un alto precio: de un contingente de 700 hombres, apenas sobrevivió un centenar. La hazaña todavía se recuerda entre los nostálgicos. En el año 2012, noventa años después, el Consejo de Ministros decidió conceder al regimiento la Laureada de San Fernando por aquella actuación.
El Desastre de Annual es la mayor derrota que un ejército colonial haya sufrido nunca
Del puñado de Laureadas que se repartieron en Annual destaca la del cabo Arenzana, que con un reducido contingente de soldados resistió durante trece días en el destacamento del Pozo nº 2 de Tistutín frente a cientos de moros aviesos. La numantina resistencia incluía asaltos a bayoneta calada, luchas cuerpo a cuerpo a cuchilladas y decenas de moros muertos. Un par de años después, durante un interrogatorio a uno de los soldados integrantes del destacamento, que hasta entonces había permanecido en el hospital, se destapa la trola. Ni épica ni gloria: que se habían rendido desde el primer día; que habían permanecido en calidad de prisioneros en el propio destacamento; que salvaron la vida a cambio de hacer funcionar el motor que sacaba el agua del pozo para la aguada de los animales de la zona; que cuando se acabó la gasolina los despojaron de todas sus pertenencias y los dejaron libres dirigiéndose hacia la zona francesa, unos kilómetros al sur. Al cabo Arenzana, ascendido a sargento, le respetaron el grado pero lo desposeyeron de la condecoración en total y absoluto silencio y discreción. El bochorno era abrumador y, al fin y al cabo, no abundaban los héroes del pueblo.
Un glorioso ejército
Y es que, en definitiva, las condecoraciones, medallas, ascensos y galones son la savia que alimenta el espíritu militar. El Ejército español era especialmente pródigo en ese capítulo, tanto como mezquino con el rancho y las alpargatas de los soldados. Entre 1909 y 1914, se produjo una verdadera tómbola de entorchados repartiéndose 132.925 condecoraciones y 1.587 ascensos por méritos de guerra, una cifra inaudita habida cuenta de las pocas victorias a reseñar o batallas memorables que recordar. El despropósito quedaba así: 54 Cruces de San Fernando, 878 Cruces de María Cristina, 28.771 Cruces Rojas del Mérito Militar pensionadas y otras 100.605 sin pensionar, amén de otros abalorios de menor calado. Ojo al dato de las cruces pensionadas tan anheladas por los señores oficiales…
Poco después, durante el Desastre del 21, los caminos y veredas que presenciaron la desbandada de las tropas quedarían regados de estrellas, galones y medallas de la oficialidad –de aquella oficialidad gloriosamente condecorada– de las que se despojaban para confundirse con los soldados de a pie. “El testigo encontró que mucha gente se acogía entre los mulos, aguardando la primera ocasión de montarlos, bajo pretexto de estar heridos o enfermos” (…) “y otros oficiales se arrancaban las divisas, las gorras y hasta los leggins, para que no conocieran su condición”, relata el teniente de Artillería Fernando Gómez López en el expediente Picasso. Otro testimonio, el del paisano Verdú, refiere que “pasaban muchos rápidos con oficiales, y a eso de las catorce del día 23, vieron llegar a dos que dijeron ser oficiales y que iban con alpargatas y guerreras de soldados, que fueron los primeros en llegar a pie, pues los anteriores pasaban en rápidos” .
El teniente coronel Fernández Tamarit, también interrogado, reconocía que “no hubo quien restableciera el orden, brillando por su ausencia el Mando. Muertos unos, arrastrados otros por el torrente, nadie pudo ni supo contenerlo” (…) “la retirada terminó en un sálvese quien pueda desdichado, fatal consecuencia de errores que eran de todos, y de los que la oficialidad del Ejército, ni aún muriendo, pueden redimir a éste”.
El expediente está repleto de testimonios relatando la inopia del Mando, incluso entre las conclusiones del propio general Picasso: “Es necesario exigir responsabilidades a cuantos, con olvido del honor militar y del prestigio de las armas, no han sabido responder al cumplimiento de sus indeclinables deberes en el general fracaso de la moral, absteniéndose, eludiendo o excusando su participación personal, suscribiendo capitulaciones incomprensibles, evadiéndose del territorio, desamparando posiciones o abandonándose a desalentada fuga presa de pánico insuperable”.
La falta de empaque ya se anticipaba en una carta del teniente coronel Fernández Tamarit al general Silvestre, comandante general: “Es una vergüenza eso de que los coroneles pasen la vida en la plaza (Melilla) o en España con permiso, rascándose la barriga, y solo suban al campo cuando va a hacerse una operación con la columna de recompensas”. En los días críticos de julio de 1921, cuando empieza la debacle, la mitad de jefes no se encontraba en sus puestos y el general Picasso se asombra del número de permisos por enfermedad concedidos.
En cuanto a las capitulaciones incomprensibles, destaca el relato que hace el general Picasso de la rendición de Monte Arruit por el general Navarro, en ese momento Comandante General de Melilla tras la muerte –o suicidio– del general Silvestre en Annual. “El día 11 de agosto, al fin, mientras se corrían las órdenes para el desarme y salida de las tropas, a la una de la tarde, el general con algunos oficiales, buscando un lugar de sombra, salieron de la posición acompañados de unos jefes moros que, poco a poco, fueron alejándolos hasta la estación de ferrocarril, donde entraron, y en ese momento los moros irrumpieron en la posición, abriendo a traición el fuego sobre las tropas, agotadas e indefensas en su mayoría, dedicándose los moros al saqueo”. La guarnición fue aniquilada tras la salida del general y sus oficiales en busca de una sombra. En apenas treinta minutos de fuego graneado y degüello a discreción el campamento y sus alrededores quedaron sembrados con 2.600 cadáveres de desdichados. Dos años después, el general Navarro y sus oficiales, junto con otros oficiales, tropa y algunos civiles capturados en otras guarniciones, hasta alcanzar la cifra de 357, fueron canjeados a cambio de 4,3 millones de pesetas.
Una estructura obsoleta
El ejército de la Restauración que heredó Alfonso XIII en 1902 era un ejército de camarillas y favoritos, de estómagos agradecidos y compadreo, de espadones y ambiciosos, tan anquilosado como sobredimensionado, tan costoso como anticuado. La decisiva participación de la cúpula en la vida política era proverbial y contaba con admiradores tanto entre las filas liberales como conservadoras. El propio rey constituyó su particular lobby –quizá el más influyente junto al de los industriales– con sus allegados, gerifaltes y generales que medraron a su amparo. Un ejército pretoriano, como lo definió el historiador e hispanista Stanley Payne. De hecho, los dos grandes responsables del Desastre, los generales Dámaso Berenguer, Alto Comisario de Marruecos, y Manuel Fernández Silvestre, Comandante General de Melilla, eran gentilhombres del rey, sus compañeros de francachelas e instalados en sus cargos africanos a instancias de Alfonso XIII.
En esos años, en el escalafón figuraban 529 generales y casi 24.000 oficiales para una tropa de poco más de 100.000 hombres: un oficial por cada cuatro soldados. Una ratio delirante si la comparamos con la proporción de los ejércitos británico y francés, que era de 1 a 20. Y aún en 1921, el Anuario Militar registraba 466 generales en activo. No es extraño, pues, que entre la guerra y las onerosas mamandurrias de las charreteras el presupuesto militar de 1922 devorase el 51% de los fondos del Estado. El editorial del diario ABC, en su edición del 10 de noviembre de 1922, era rotundo al respecto: “España paga un presupuesto de guerra muy superior a sus recursos. Y, sin embargo, no hay ejército. Desde los 157 millones de pesetas en 1906, el presupuesto de guerra ha llegado a los 581 millones de 1921, que representa, en tan breve periodo, un aumento del 267%. Y no hay ejército”.
La vida alegre de Melilla
Melilla, durante el protectorado, era la perla del sur, el dinero corría a espuertas y no había compañía de variedades que se preciara que no incluyera Melilla en sus giras. Las tonadilleras Lola Montes y Concha Piquer regalaban sus coplas en el Teatro Reina Victoria y a la plaza de toros de la ciudad acudía lo más granado de la península: Juan Belmonte, Machaquito… En el barrio del Real abundaban los prostíbulos de tronío para los jefes y oficiales y eran legendarias las casas de juego, las apuestas y las timbas en las que los militares con galones derrochaban auténticas fortunas. El juego y la corrupción, ambos muy extendidos, llegarían a ser una de las múltiples causas del hundimiento de la Comandancia General de Melilla.
El diputado socialista Indalecio Prieto, poco después del Desastre del 21, iniciaba uno de sus discurso en el Congreso de Diputados con un “Melilla es un lupanar y una ladronera” y el diputado Crespo de Lara, tras exigir y obtener determinada información reservada al ministro de la Guerra, hizo enmudecer el Congreso: entre 1920 y 1921 “se han suicidado 47 jefes y oficiales; han perdido su carrera, por fallos del Tribunal de Honor, 63 (…) y a 144 oficiales se les había ofrecido retirarse para no ser sometidos a un Tribunal de Honor”. La mayoría de ellos a causa del juego. Y en el apartado de lo que benévolamente se denominaban inmoralidades administrativas, es decir, desfalcos, malversaciones y corrupciones varias, “hay un número considerable, 59, y de éstos 30 corresponden a jefes y oficiales del ejército de operaciones de África”. Durante el año 1920, hasta 11 capitanes cajeros de Cuerpos de Melilla pidieron la separación del ejército, la mayoría de ellos por haber dispuesto indebidamente del dinero de sus cajas.
La corrupción estaba tan extendida que afectaba a todos los estamentos y beneficiaba a demasiados en mayor o menor medida, en función del escalafón. De ahí, la displicencia reglamentaria. El Expediente Picasso recoge el peculiar caso del auxiliar de Intendencia Julio Lompart que, durante el asedio de Zeluán, “realizaba la venta a dinero, tanto a soldados como a unidades, de los artículos del depósito de víveres a su cargo”. En Zeluán sobrevivieron muy pocos. No fue el caso de Lompart que, sin embargo, murió con la satisfacción de haber hecho una buena caja.
Una práctica muy frecuente, casi rutinaria, era la de tasar los convoyes de mercancías duplicando el coste real. En el territorio había numerosos destacamentos y guarniciones que requerían de avituallamiento periódicamente. En Meserah, una de tantas posiciones, se consumían semanalmente cerca de 500 cargas y mientras la contabilidad oficial valoraba cada carga en 36 pesetas, el coste real era de 19,85 pesetas. A medida que se ascendía en la jerarquía, los negocios eran más rotundos y voluminosos.
España tiene el dudoso honor de haber sido el primer país en bombardear desde el aire con gas mostaza aduares, zocos en días de mercado y cabilas rifeñas
Incluso, la prensa de la época se hizo eco de un escándalo que estalló en el Parque de Larache y al que se dio amplia cobertura a lo largo del juicio. El diario La Voz señalaba que “en Larache se repartían algunos oficiales de Intendencia de los que manejan fondos, del más alto al más bajo, la cantidad de 300.000 pesetas mensuales que obtenían haciendo diversos equilibrios y operaciones”. Eso que actualmente se denominaría contabilidad creativa. La cantidad mensual a repartir entre los socios era considerable habida cuenta que el sueldo de una capitán era de 600 pesetas y el negocio llevaba algunos años funcionando. Los comandantes Muñoz Calchineri, director del Parque, y José García Restrebada, Jefe de Administración, los capitanes García Bremón, Jordán y Rodríguez Aller, el comisario de Guerra Francisco Montes del Castillo, entre otros, se repartían entre 40.000 y 20.000 pesetas cada mes. Durante el proceso, la prensa reveló detalles de las fastuosas vidas de los imputados, como la del comandante Montes del Castillo, que ni siquiera vivía en Larache sino en Tánger, en la lujosa Villa Porchet, con numerosa servidumbre y una flotilla de coches de lujo o la del capitán Jordán que se pasaba meses en Puerto de Santa María, donde vivía su amante, y en Ronda, donde poseía una finca valorada en tres millones de pesetas.
Mientras tanto, morían los soldados, galeotes de la patria, en el Kert, en Abarrán, en Arruit o en Nador. El soldado Viance, protagonista de la novela Imán, de Ramón J. Sender, define crudamente su condición: “Nosotros somos lo que en la prensa y en las escuelas llaman héroes. Llevar sesos de un compañero en las alpargatas, criar piojos y beber orines: eso es ser héroes. Yo soy un héroe. ¡Un héroe!”.
El expediente Picasso
El Desastre de Annual fue un sacrificio inútil de miles y miles de hijos de la clase trabajadora y jóvenes campesinos que conmocionó la sociedad española hasta el punto que el ministro de la Guerra, vizconde de Eza, se vio obligado a enviar al general Juan Picasso a Melilla para investigar los hechos y depurar responsabilidades. Tras nueve meses de recabar documentación y testimonios surge el llamado Expediente Picasso, 2500 folios de honestidad y de memoria que retratan el pozo infecto en que se había convertido la Comandancia General de Melilla con responsabilidades que apuntaban al propio Alfonso XIII.
Las conclusiones contemplan un cúmulo de incongruencias estratégicas, errores militares, desidia ante la corrupción y decisiones equivocadas. Desde la insensata ofensiva del general Silvestre, Comandante General, que desguarneció numerosas posiciones a la pusilanimidad del general Berenguer, Alto Comisario, que negó la ayuda a los destacamentos sitiados. De la ubicación de las posiciones, en altozanos, sin aljibe ni depósitos de víveres ni municiones, que convertiría las aguadas en un siniestro pimpampum que teñiría las aguas de sangre, a la instrucción de la tropa llevada al matadero, que “no conocían el manejo del arma, no habían salido nunca al campo, según sus propias manifestaciones, ni hecho práctica de fuego”, según relata el cabo Antonio Padró. Y todo ello bajo la sombra fúnebre de los 14.000 muertos contabilizados en el expediente.
A pesar de las limitaciones que se le impusieron, como la prohibición de acceder a documentación, correspondencia o informes que involucraran al Alto Estado Mayor y al rey, el general Picasso no pudo evitar incluir al general Dámaso Berenguer, Alto Comisario y máxima autoridad en el Protectorado, en el listado de 39 oficiales -20 de ellos superiores al grado de capitán- que debieran ser sometidos a juicio ante un tribunal militar. Una lista que, pocos meses después, aumentaría hasta 77 jefes y oficiales.
Cuando se hizo público el Expediente Picasso las calles estallaron de indignación y en el Congreso de Diputados se constituyó una comisión parlamentaria para depurar responsabilidades. Pero en septiembre de 1923, una semana antes de la reunión prevista de la comisión investigadora en las Cortes, el general Primo de Rivera da un golpe de estado e instaura la dictadura, con el aplauso del rey Alfonso XIII, que respiraría aliviado. Una de las primeras medidas que tomó fue la de amnistiar a los militares que habían sido procesados, incluido Berenguer, y zanjar así la cuestión de Annual. Aunque el Protectorado seguiría siendo un matadero. En diciembre de 1924, y con el dictador asumiendo el mando en África, la retirada de Xauen enterraría 2.000 muertos más en el cementerio del Rif.
Dice la historia que Dámaso Berenguer fue nombrado Jefe de la Casa Militar del rey y, posteriormente, Jefe del Gobierno, sucediendo a Primo de Rivera. La vida seguía y la venganza no tardaría en llegar al Rif: España tiene el dudoso honor de haber sido el primer país en bombardear desde el aire con iperita –el gas mostaza– aduares, zocos en días de mercado y determinadas cabilas rifeñas, violando el Tratado de Versalles que prohibía su uso.
La memoria histórica es un ejercicio de simple y elemental justicia. La omisión, el silencio o el olvido de las atrocidades y las vergüenzas del Rif han falsificado impunemente la historia oficial, la de los héroes que mueren estúpidamente por la patria, la de las banderas al viento hacia la victoria, la de los caballeros del honor, la de los generales gloriosos, la de los desembarcos triunfales. Sin embargo, aquella mortandad, aquellos miles y miles de jóvenes llevados al pudridero merecen un reconocimiento. Eso sería memoria histórica.
El 1 de octubre, CTXT abre nuevo local para su comunidad lectora en el barrio de Chamberí. Se llamará El Taller de CTXT y será bar, librería y espacio de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y...
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Joan Palomés
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