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Los ricos ya no quieren arte abstracto

El estilo figurativo está en alza en las subastas. Lejos de ser un contrapeso del panorama sociopolítico de caos, es un reflejo de las comodidades de las que disfrutan las capas altas de la sociedad

Cody Delistraty (The Baffler) 2/10/2019

<p>Untitled (c. 1976), de Willem de Kooning. | Berardo Collection, Centro Cultural de Belem, </p>

Untitled (c. 1976), de Willem de Kooning. | Berardo Collection, Centro Cultural de Belem, 

Pedro Ribeiro Simões

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Una noche de nieve y cellisca del pasado noviembre, en la casa de subastas Phillips de Park Avenue, Henry Highley aguardaba en un podio lacado. Los compradores potenciales iban entrando poco a poco, cerrando sus paraguas, desabrochándose los abrigos y dirigiéndose hacia los asientos con sus paletas en la mano. Era una subasta de arte contemporáneo y del siglo XX, la primera de las dos de ese tipo que celebra cada año la sucursal de Nueva York y, por tanto, su éxito era crucial para la supervivencia de la casa de subastas. El comienzo fue brillante para Phillips. Highley, el subastador y director de las subastas de arte contemporáneo, lleva tiempo siendo una estrella emergente del mundo de los remates: joven y británico, es capaz de espolvorear la subasta con ocurrencias y comentarios aduladores que pueden impulsar a una señora mayor del Upper East Side a pujar, no sé, 100.000 dólares más por una única obra. “Toda la sala está enfocada en usted, señora, pendiente...”, comentó. “¿Está seguro?, le dijo a otro postor vacilante, antes de incitar tímidamente a su ego: “Usted parece una persona a la que no le gusta dejar que se le escapen las cosas”.

El primer lote, un cuadro moderadamente grande de la artista estadounidense Christina Quarles, en el que aparecen dos mujeres, una de ellas agachada sobre la otra, se vendió por más del cuádruple de su estimación máxima de preventa. El segundo, otro cuadro figurativo, en este caso de Kaws (uno de los nuevos artistas preferidos de los coleccionistas) también reventó su precio máximo de salida, llegando incluso a triplicarlo. De hecho, la subasta fue bien hasta que salió un cuadro enorme, abstracto y macizo de Alberto Burri. Se suponía que tenía que alcanzar al menos 10 millones, pero después de prolongados intentos por parte de Highley para subir las pujas, ni siquiera llegó a venderse. Lo mismo sucedió con Número 16, un cuadro de estilo dripping de proveniencia Rockefeller-pija.

Tras terminar la subasta en silencio, Highley parecía alicaído. El Burri y el Pollock habrían supuesto una buena parte de las ganancias de Phillips. Sin ellos, la excitación inicial que había rodeado a los Quarles y a los Kaws había quedado mitigada, y Phillips, que por lo general es considerada en el mercado del arte contemporáneo un jugador menor en ascenso, en comparación con Sotheby’s y Christie’s, temía haberse condenado a sí misma. 

Pero tampoco todo había ido excesivamente bien en la venta de Christie’s en el Rockefeller Center, en la que un cuadro abstracto de Willem de Kooning había tenido que ser retirado, seguramente por falta de interés. (Sobre las obras más importantes que salen a subasta, los especialistas de la casa suelen saber quién pujará por ellas y quién no). Y en Sotheby’s, cuya subasta de arte contemporáneo había tenido lugar la noche anterior, dos importantes cuadros abstractos, de Kenneth Noland y Susan Rothenberg, no habían conseguido venderse.

Últimamente, el arte abstracto cotiza a la baja en el mercado. Las subastas de arte contemporáneo de Phillips, Christie’s y Sotheby’s, realizadas en Londres el marzo pasado y en Nueva York este mayo, demostraron que los resultados del pasado otoño no habían sido una anomalía. Importantes obras abstractas de Burri, Mark Bradford y Rudolf Stingel tampoco habían conseguido venderse. 

De forma simultánea, el arte contemporáneo figurativo ha ido en aumento. Obras relativamente inteligibles y claramente políticas de gente como Gerhard Richter y Adrian Ghenie se vendieron por cifras cuantiosas en los últimos remates que se llevaron a cabo en las tres casas de subastas. En las últimas subastas de arte contemporáneo y del siglo XX, Christie’s ha confiado en algunos cuadros figurativos y soleados, como por ejemplo los de David Hockney, dos de cuyas obras se vendieron por un montante conjunto de 139 millones de dólares en la subasta de otoño. Phillips, en cambio, ha comenzado a confiar en los mensajes sencillos y las sensibilidades de cultura pop de Kaws. Durante la más reciente subasta primaveral de arte contemporáneo de Phillips, que tuvo lugar en mayo en Nueva York, uno de los lotes más grandes era un cuadro de Kaws que representaba a Bob Esponja con equis en los ojos. Se vendió por la increíble cantidad de seis millones de dólares. Las equis son un signo distintivo de Kaws, una crítica simple del Pop Art, de la cultura popular y de lo que nos permitimos ver y no ver en esta sociedad contemporánea. Según parece, el didactismo figurativo es lo que el mercado del arte ansía en estos momentos. 

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El arte que es popular indica a menudo cuáles son las aspiraciones sociales de su tiempo. Últimamente, una cambiante escena política ha invertido las expectativas sociales y, al mismo tiempo, ha alterado el estilo artístico que vende. Por un lado, un hombre sumergiéndose en una piscina brillante y, por otro, un personaje animado con sus ojos cerrados a las dificultades del mundo. El arte que se vende bien en el mercado proporciona una vía de escape de la sociedad. Ahora mismo, es una evasión hacia reglas y límites y hacia una cultura fácilmente digerible, pero lo contrario también es cierto: cuando existe una mayor estabilidad social, e incluso aburrimiento, como había en Estados Unidos a mediados de siglo, el arte preferido se vuelve aquel que permite huir hacia el desorden y las interpretaciones múltiples. No obstante, este actual giro hacia lo figurativo y su estabilidad parecen afectar solo a los ricos, y a aquellos que están en realidad comprando arte. Pero no siempre ha sido así. 

Una de las cuestiones fundamentales en el estudio de la historia del arte es si la sociedad cambia de gustos y da así origen a un cierto tipo de arte, o si un estilo artístico pujante y de base cambia a la sociedad. Lógicamente, ninguna de las dos es completamente cierta, ni completamente falsa. El arte puede estar influenciado por unas políticas sociales, pero también llevar a cabo esas mismas políticas. Los artistas no son, como escribió el artista alemán Hans Haacke en la década de 1970, “inmunes a sentirse afectados e influenciados por el sistema sociopolítico de valores de la sociedad en la que viven”. Además, los artistas son en ocasiones capaces de conducir el discurso público en una dirección que los líderes políticos sencillamente no pueden. Entendido a la inversa, esto explica por qué las revoluciones comienzan derribando estatuas y destruyendo símbolos culturales. No es sorprendente que los nazis comenzaran robando y, a menudo, destruyendo Picassos, Mirós y Légers. La aniquilación del arte fue el primer y primordial acto de opresión; y eso lo hicieron antes de levantar Sobibor, Belzec, Treblinka y Auschwitz. En estos casos, la destrucción del arte vino antes que la destrucción de los humanos.

“Si se sitúa la obra de arte fuera de su contexto histórico, ya sea en cuanto a su origen o al efecto que provocó”, escribió Hannah Deinhardt en su libro de 1967, Significado y expresión: Hacia una sociología del arte, “se podría no dar ninguna explicación sobre las circunstancias de las diferentes artes, ni sobre la multilateralidad de las obras de arte”. El arte refleja el pasado, el presente y el futuro del lugar y el tiempo en el que se elaboró, pero no se trata exclusivamente de un reflejo de la sociedad, sino que también crea la sociedad. “Si alguien ve la obra de arte exclusivamente como la expresión y el resultado de unas condiciones históricas excepcionalmente determinadas”, prosiguió Deinhardt, “se corre el peligro de reducir la actividad del arte y la obra de arte a nada más que simples ejemplificaciones de fuerzas económicas, religiosas, sociales o políticas y pasar por alto lo específicamente artístico o dejarlo sin explicar”. 

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En otras palabras, el arte hace tiempo que no es ni el espejo de Shakespeare ni el martillo de Trotsky. Al contrario, ha sido una especie de ciclo o al menos un ir y venir. Como resultado de este movimiento, han existido y desaparecido diversos estilos durante el último siglo, aunque a lo largo del mismo se ha mantenido un vínculo material entre el arte y la sociedad. Pongamos, por ejemplo, cómo el caos social que provocó la Segunda Guerra Mundial parecía haber acabado con el arte abstracto, la forma artística más desordenada de todas. En 1940, con la guerra recién empezada, el crítico inglés Wyndham Lewis escribió en The New Republic: “En todas sus formas (no solo en la más puramente absoluta) el arte abstracto ya no existe”. La idea de que el arte abstracto había desaparecido por completo terminaría demostrándose, como es lógico, una afirmación excesiva. El arte abstracto había desaparecido tanto como lo había hecho el arte en sí. Algunos de los artistas abstractos más destacados ni siquiera habían aparecido todavía o no habían creado sus mejores obras: Agnes Martin, Robert Ryman, Helen Frankenthaler, Clyfford Still y otros. Pero Lewis acertó a la hora de ver que las circunstancias sociopolíticas de la época ya no se prestaban a este estilo artístico. Lewis prosigue afirmando que el arte abstracto había acabado llenándose de mucho “aburrimiento”, que “la última guerra apresuró su fin”, en referencia al final de la Primera Guerra Mundial. Quizá el arte abstracto no era lo que deseaba y necesitaba el público que apreciaba el arte en una época de caos social. “Me temo que nunca fue demasiado vigoroso”, se lamentó.

Luego vendrían muchas más “muertes” de diversos estilos artísticos a lo largo del siglo. Para algunas personas, la pintura en sí se había extinguido a finales de la década de 1970. El espíritu contracultural y hippie de las décadas de 1960 y principios de 1970 había más o menos llegado a su fin. El posmodernismo como filosofía cultural determinante se había impuesto. El fin de la historia, según la visión de Jean Baudrillard, fue una ilusión; al contrario, con la extinción del progreso como ideal, nos vimos inmersos en infinitos ciclos de repetición y olvido. En respuesta a eso, el arte comenzó a liberarse de su formalismo y a rechazar la pintura como medio, en favor de unas acciones artísticas con un componente político más manifiesto que contrarrestara la dirección de la sociedad. “En Nueva York a finales de la década de 1970, mucha gente pensó que la pintura era algo del pasado”, escribió Roberta Smith, en el New York Times. El arte que se estaba realizando tenía que lidiar con las ideas y repercusiones políticas de la por entonces desvanecida contracultura.

El movimiento land art, por ejemplo, surgió de las preocupaciones medioambientales, pero también estuvo motivado por un impulso anticapitalista. La obra Spiral Jetty, que Robert Smithson instaló en el gran lago salado de Utah, no podía, por su propia naturaleza, venderse o exponerse. Está realizada con rocas de basalto negras y tierra y sale a la superficie solo de vez en cuando. Por lo tanto, no solo no podía ser vendida o expuesta en el ámbito institucional, sino que también cuestionaba la valía en torno al objeto artístico mismo. El arte feminista regresó también. Judy Chicago realizó The Dinner Party, la famosa instalación en la que los servicios de mesa completos de 39 mujeres icónicas a lo largo de la historia están dispuestos alrededor de una mesa triangular. Y luego las performances cobraron popularidad cuando el cuerpo se convirtió a la vez en objeto político y en obra de arte. En 1972, para su performance Seedbed, Vito Acconci se masturbó de forma intermitente durante 15 días, sin ser visto, debajo de una galería situada en el 420 West Broadway de Manhattan, y articuló sus sentimientos y fantasías a través de unos altavoces colocados por la galería. 

Pero a finales de la década de 1970 y a comienzos de la década de 1980, la globalización se estaba acelerando, los ideales sociales de mediados de siglo estaban desapareciendo y las agendas neoliberales de Deng Xiaoping, Margaret Thatcher y Ronald Reagan estaban normalizando un arte en el que, según parecía, casi todo podía ser etiquetado y vendido. Artistas jóvenes y a la moda como Julian Schnabel, Jean-Michel Basquiat y David Salle, que se presentaban como conscientes de sí mismos, eran sumamente rentables y su buena voluntad para socializar era una parte fundamental de su comerciabilidad. 

Algunos críticos de la época no estuvieron muy contentos con su éxito. El teórico del arte Benjamin H.D. Buchloh tildó a los pintores neoexpresionistas de “cifradores de regresión”. Donald Judd, conocida por su aspereza, se preguntó si Schnabel “maduraría” en algún momento. Pero, lo que es más interesante, a otros críticos les sorprendió que hubieran tenido si quiera éxito, dada la progresión de la historia del arte. La presunción era que un círculo de no-pintores llamado “la generación fotos” habría sido el sucesor lógico de Abramović, Smithson y de los artistas de instalación y performance de la década anterior. Se suponía que la pintura no iba a estar en boga otra vez. Pero esos críticos malinterpretaron (o sencillamente no vieron) lo que se había hecho realidad hacía poco: el dinero era la política de esas obras; eran tan políticas como cualquier otra cosa anterior. Por primera vez en la historia, el mercado estaba decidiendo de forma explícita el tipo de arte que tendría éxito. Mientras que el arte de comienzos y mediados de siglo había sido una respuesta a la sociedad (una forma de contrarrestar los poderes societarios, el caos de la guerra y la falta de ideales progresistas en medio del aparente “fin de la historia”), el arte más visto y más apreciado ahora se alineaba con esos poderes sociales. Impulsado no por sus propios mecanismos internos de estilo ni por reflejar la sociedad, el mundo del arte se sometió casi por completo al mercado del arte y absorbió, y hasta propagó, sus prerrogativas formales, estilísticas y de contenido. El vínculo entre el arte contemporáneo y las masas se tensó y ahora, al igual que sucedió en las subastas de arte contemporáneo de otoño y primavera, la situación y reacciones sociales de las élites han terminado por definir qué tipo de arte es valioso y cuál no. 

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Las tres principales casas de subastas se fundaron entre mediados y finales del siglo XVIII, pero no fue hasta las décadas de 1970 y 1980 que se convirtieron en lo que conocemos hoy en día. Lo que sucedió primero es que el arte se transformó en un vehículo de inversión. Los principales inversores institucionales, como por ejemplo el Fondo de Pensiones del Ferrocarril Británico, comenzaron a utilizar el mercado del arte como si fuera un índice bursátil y colocaron, en su caso concreto, unos 40 millones de libras en varias “carteras” bajo la supervisión de Sotheby’s. Sobre todo a causa de la pujante riqueza individual de Asia desde finales de la década de 1970, las personas comenzaron también a apostar por el mercado del arte. En ocasiones, los precios de referencia del arte se fijaban. A Sotheby’s y a Christie’s les pillaron llevando a cabo prácticas de connivencia y fijación de precios en el año 2000 (les impusieron una multa de 512 millones de dólares). Un año antes, al percibir un nicho en lo que ya se había convertido en un considerable mercado, el conglomerado francés de lujo de Bernard Arnault, LVMH Moët Hennessy Louis Vuitton, compró Phillips, y se fusionó con los carismáticos marchantes de arte Simon de Pury y Daniella Luxembourg, para conformar Phillips, de Pury & Luxembourg en un intento por acabar con el dominio duopolístico de Christie’s y Sotheby’s. (Arnault descartó una participación mayoritaria en 2002, de Pury se marchó en 2012 y Phillips de Pury y Cía. es otra vez Phillips a secas).

Las bienales y las ferias de arte comenzaron a florecer también y el arte adquirió un carácter mundial, a raíz de lo que las galerías comenzaron a abrir dos, tres y hasta una docena o más de sucursales en todo el mundo, desde Nueva York hasta París, Londres o Basilea. En 1979, Larry Gagosian montó su propia galería, que desde entonces se ha convertido en una ejemplar maquinaria de promoción artística: sus galerías, de las que hay 16 en todo el mundo, son capaces una y otra vez de albergar muestras elegantemente comisariadas que recaudan el valor financiero de las obras expuestas de forma casi instantánea. Gagosian representa a algunos de los artistas contemporáneos más importantes, como por ejemplo Richard Serra, John Currin y Cy Twombly, aunque la galería también celebra con frecuencia evidentes colaboraciones llena-bolsillos (como, por ejemplo, juntar al artista japonés Takashi Murakami con el diseñador Virgil Abloh, o al artista estadounidense Alex Israel con el escritor Bret Easton Ellis).

Lo que se considera económicamente viable en el mercado del arte es hoy en día relativamente predecible. El arte, que está profundamente en deuda con el mercado, se ha vuelto en gran medida un reflejo de la élite y sus gustos. Lo que antaño fue una respuesta contra el poder, ahora está en el poder. En parte, este es el motivo de que el arte “político” y “relevante” sea tan popular en la actualidad: porque proporciona el pretexto de una conexión entre el arte y la sociedad. Peor aún, lo que correctamente se considera “político” y “relevante” se deja en manos de un grupo de galeristas y marchantes, en un giro que permite que las exigencias sociales y políticas del arte florezcan aun cuando las está dictando un mercado que tiene un interés personal en frenar cualquier cambio socioeconómico significativo.

Algunos artistas han intentado tomar cartas en el valor de sus propias obras y han intentado arrebatar su arte de las garras del mercado. Gustav Metzger, un crítico declarado del mercado inglés de arte contemporáneo durante las décadas de 1950 y 1960, vio el poder que tenía el mercado incluso antes de que se convirtiera en lo que es en la actualidad. En 1959 escribió un manifiesto sobre el “arte autodestructivo” en el que afirmaba que convertir el arte en un activo monetario era uno de los peores males del capitalismo; aunque, como es lógico, esa es la idea principal del capitalismo: convertir todo en un activo y explotarlo tanto tiempo como sea posible. 

No hay casi nada en la vida moderna que escape al mercado, aunque desde hace tiempo el arte es (o quizá era) el único refugio, un medio a través del cual uno podía pensar y comunicarse sin que se le adjudicara un valor monetario claramente definido. Metzger intentó hacer arte que pudiera servir como “una desesperada y subversiva arma política de último minuto”, y sobre todo como un “ataque contra el sistema capitalista (un ataque también contra los marchantes de arte y los coleccionistas que manipulan el arte moderno con ánimo de lucro)”. Creó “arte autodestructivo” rociando ácido sobre sus obras para que se autodestruyeran lentamente. Luego, durante cuatro años, entre 1977 y 1980, no creó ningún tipo de arte porque no quería que el mercado consumiera o utilizara ninguna obra de arte suya.

Algunos artistas más recientes han intentado cosas similares. Richard Prince renunció a la autoría de una de sus obras en un intento por restarle todo su valor en el mercado. La obra la había encargado Ivanka Trump en 2014 (una foto de sí misma, publicada en su Instagram, sobre la cual Prince había escrito un comentario y que después había ampliado hasta proporciones de arte mural). En enero de 2017, poco antes de la ceremonia de inauguración de Donald Trump, Prince tuiteó: “Esta obra no es mía. Yo no la he hecho. Lo niego. La declaro nula. Esto [es] arte falso”. También devolvió los 36.000 dólares que Ivanka le había pagado.

Pero estos actos artísticos se producen a una escala demasiado minúscula como para que se consideren un ataque relevante contra el mercado. Es el equivalente artístico de unos cientos de personas conspirando para llevar a cabo una situación de pánico bancario (al banco no le resulta difícil manejarlo). Y Prince, por supuesto, también está representado por Gagosian.

¿Podrá el arte separarse de nuevo, aunque sea en parte, del mercado? ¿Y qué sucede con la crítica? Hubo un tiempo en el que solo unas palabras positivas de Clement Greenberg significaban que el valor de una obra de arte podía dispararse. Hoy en día, aunque Roberta Smith o Peter Schjeldahl se burlaran sin piedad, por ejemplo, de Alex Israel, Takashi Murakami o de cualquier otro artista aburrido y sobremercantilizado de nuestra época, es difícil imaginar que eso pueda siquiera hacer mella en su valor de mercado. El mercado del arte se ha elevado muy por encima de los críticos, muy por encima de la gente corriente. Existe en su propia nube de conocimiento del negocio. Hoy en día, un asesor artístico realiza muchas de las mismas tareas que realiza un asesor financiero. 

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Se podría pensar que este reciente giro para alejarse del arte abstracto y acercarse al figurativo apunta hacia la idea de que la sociedad quiere que su arte destile verdad en una época en la que prevalece la desconfianza social; que nosotros, como sociedad, queremos precisión y claridad en esta época de fraudes y falsedad. (La actual bienal de Venecia, después de todo, se titula “Que vivas tiempos interesantes” y trata de “noticias falsas” y “hechos alternativos”). Pero lo que el público quiere no tiene relación alguna en lo fundamental con lo que quieren aquellos que compran importantes obras de arte. A raíz de las últimas subastas importantes de arte contemporáneo, podría parecer que el arte está funcionando como contrapeso del panorama sociopolítico (en el caos político en el que estamos, el arte figurativo está en auge). En cambio, el arte que se está comprando es más un reflejo de las comodidades de las que disfrutan las capas altas de la sociedad. En el extremo socioeconómico superior, es difícil encontrar malas noticias (se han bajado los impuestos, la bolsa está yendo bien y las regulaciones medioambientales han sido vaciadas). Las obras de arte relajantes y conservadoras a las que les está yendo bien no son una reacción contra la agitación social de nuestra época, sino que más bien reflejan las relativas satisfacciones de los ricos. 

Sin embargo, la mayoría de nosotros estamos viviendo un momento que se asemeja a la paranoia de la década de 1950 o al exigente optimismo de la década de 1960, cuando se multiplicaron los llamamientos a favor del socialismo y había una oleada de gente joven dispuesta a reclamar un cambio drástico (en política, en cómo abordar la emergencia climática y en cómo redistribuir la riqueza). Todo esto rara vez aparece siquiera implícito o sutilmente aludido en la actual cosecha de arte que se muestra en las principales galerías y casas de subastas; porque ¿quién, en definitiva, representaría ese tipo de arte? Que es lo mismo que preguntar: ¿quién lo compraría?

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Cody Delistraty es escritor y crítico en Nueva York y París.

Traducción de Álvaro San José.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.

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Cody Delistraty (The Baffler)

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