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El receptáculo, Nueva York.
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El receptáculo es sin duda el nombre perfecto para el monumento de 16 plantas ubicado en medio del ya finalizado “barrio” (léase: proyecto inmobiliario) de Hudson Yards, Nueva York. El receptáculo, diseñado por Thomas Heatherwick, uno de los mayores estafadores del mundo de la arquitectura y un hombre al que debería prohibírsele en todo el mundo utilizar el término “parti pris”, está compuesto por 154 tramos de escaleras, 2500 escalones y 80 rellanos. Según parece, el arquitecto se inspiró en una experiencia temprana con una antigua escalera, para sorpresa de muy pocos. La profundidad del pensamiento arquitectónico que opera en este caso hace que una piscina hinchable parezca un océano.
El receptáculo es una estructura que se presta a la parodia: ya ha sido comparada con un shawarma gigante, con una colmena, con una piña y con una papelera. Según parece, va a haber un concurso para darle un nuevo nombre, ya que se supone que “El receptáculo” era solo un nombre temporal. Sin embargo, no cabe duda de que es el nombre perfecto, sobre todo porque implica un cierto vacío, pero cabe preguntarse, ¿para qué sirve un receptáculo?
Es un receptáculo para las profundidades del cinismo arquitectónico, de la forma sin ideología y sin sustancia: una práctica arquitectónica que sitúa la imagen mercantilizable por encima de todo, incluido el bien social, la expresión estética y el espacio público con significado. Es un receptáculo para la arquitectura de vistas, quizá la materia prima más en boga de todas.
El receptáculo es una estructura que se presta a la parodia: ya ha sido comparada con un shawarma gigante, con una colmena, con una piña y con una papelera
Es un receptáculo para el capital, para una estafa inmobiliaria que puede cobrar más por un apartamento de millones de dólares simplemente porque está frente a él. Es un receptáculo para algo que llaman barrio, que a duras penas oculta su intención de construir activos de lujo para los obscenamente ricos con el pretexto de invertir en la ciudad y en “espacios públicos”. Pero, ¿qué es el espacio público sino ese terreno asignado a los indignos plebeyos (gracias a la generosidad de nuestros superseñores inmobiliarios), para que puedan interactuar con él de dos formas diferentes: como consumidores o como intrusos, y en ambos casos solo autorizados a jugar desde que sale el sol hasta que se pone en las sombras desechadas por los ultrarricos? A diferencia de un barrio real, que implica un cierto tipo de colaboración social o de expresión colectiva de pertenencia, Hudson Yards es un lugar artificial que nunca tuvo la intención de ser para nosotros. A causa de esto, el receptáculo también es un receptáculo para una furia como la mía.
Es un receptáculo para un trabajo sin finalidad. La metáfora de la escalera hacia ninguna parte imposibilita una subida agotadora hasta la cima, donde se espera que uno pase algunos momentos con su teléfono, porque al menos un selfie de despedida nos recompensa con la sensación de que el tiempo desperdiciado en una escalera gigante ha servido para algo, quizá algo que contiene el receptáculo. El receptáculo valora el trabajo, el trabajo físico del ascenso, al tiempo que lo camufla con la retórica del disfrute, como si subir escaleras fuera una actividad especialmente lúdica. Incluir un ascensor que solo se detiene en ciertas plataformas es provocador hasta el absurdo. Que haya un ascensor implica una presión para que los capacitados no lo utilicen, ya que al hacerlo se daría un rodeo a “la experiencia” de El receptáculo, una experiencia que pasa por un trabajo físico de poca intensidad para conseguir el nebuloso objetivo de ver la ciudad desde puntos de vista ligeramente diferentes. Al contrario que la Torre Eiffel, con la que se ha comparado de forma incomprensible a El receptáculo, este último es lo suficientemente poco alto como para que te sientas mal si no lo subes. Ascender hasta la cima de la Torre Eiffel es igualmente inútil, pero su enorme tamaño hace que subir en el ascensor sea en realidad la experiencia socialmente normalizada. Los ascensores de El receptáculo y su mediocre integración arquitectónica contradicen la visión que existe en la disciplina arquitectónica de la accesibilidad como una concesión impuesta por códigos en lugar de ser un espíritu, un derecho moral a que la arquitectura sea para todos. Al tomar el ascensor para subir El receptáculo, estás a la vez incitando el juicio de tus semejantes, que insisten en cargar con sus culos para subir 16 plantas, y confirmando su absoluta inutilidad como estructura; ya que, al contrario que la Torre Eiffel, que tiene un restaurante y una tienda, no hay nada en la cima aparte de unas vistas del río Hudson y la triste promesa del repetido ejercicio de esforzarse en descender de nuevo.
El receptáculo también es un receptáculo para otro tipo de trabajo: el trabajo digital. Hasta hace apenas unos días, después de que se produjera la indignación pública en las redes sociales, si te sacabas una foto o un selfie en El receptáculo, los promotores de Hudson Yards eran los propietarios de los derechos de tu contenido para siempre. (Ahora tienen el derecho de difundir y utilizar tu foto, pero no de apropiársela directamente). Aparte de estos cambios, al sacarte un selfie o una foto (un acto que, para ser justos, es quizá el único sentido auténtico de El receptáculo), sigues todavía realizando el trabajo no remunerado de promocionar y crear contenido para un consorcio de promotores, independientemente de tu propósito. Solo con poner un pie en el complejo, renuncias a tu derecho a la privacidad y unas discretas cámaras ocultas comienzan a vigilarte sin piedad. Lo que se hará con ese material pertenece solo al ámbito de la conjetura, pero no evita que nuestro maléfico shawarma sirva como práctico receptáculo arquitectónico; no solo para el trabajo afectivo sino también para la construcción distópica mundial de la economía de la vigilancia. El receptáculo revela el hecho de que tras la fachada glamurosa y tecnourbanista de la Smart City™ se esconden las frías maquinaciones de un estado policial. Que se utilice la arquitectura como señuelo para este objetivo no es más que otro de los tantos síntomas que indican que la disciplina está en un estado de declive ético.
El receptáculo se ha prestado a una hostilidad casi universal, incluso entre los críticos de arquitectura más amables. Es una lección que nos enseña que, en nuestra época neoliberal de la economía de la vigilancia, una época en la que el espíritu humano está sujeto a un régimen de verificación de recursos económicos y disrupción digital, y en la que impera una cínica visión de la ciudad como motor inmobiliario, la arquitectura, con total sinceridad, apesta.
En el libro Hacia una arquitectura del disfrute, Henri Lefebvre concibió la arquitectura como un nivel de práctica social determinado, en el que la realidad del día a día surge para sugerir nuevas y mejores posibilidades. En sus propias palabras:
No hay pensamiento sin proyecto, ni proyecto sin exploración (mediante la imaginación) de un posible, de un futuro… No hay espacio social sin un inventario de posibles desigualmente distribuido. No solo lo real no está separado de lo posible, sino que, en cierto sentido, está definido por él y, por tanto, por una parte de utopía.
En resumen, El receptáculo es un receptáculo de su tiempo, y su absoluta asquerosidad como arquitectura y urbanismo, que representa en sí misma una pequeña parte de la tiranía general del capitalismo, nos invita al menos a soñar en algo, cualquier cosa, que sea mejor que esto.
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Kate Wagner es la creadora del blog viral McMansion Hell, que da un repaso de arriba abajo a las casas más horrendas del mundo, mientras enseña al mismo tiempo sobre arquitectura y diseño. Desde que se inauguró en julio de 2016, el blog ha aparecido en un amplio abanico de publicaciones, entre las que se encuentran el Huffington Post, Slate, Business Insider y PAPER.
Más allá de McMansion Hell, Kate ha escrito para Curbed, 99 Percent Invisible, The Atlantic, Architectural Digest y otras publicaciones. Recientemente obtuvo su licenciatura en Ciencias de Audio por la Universidad Johns Hopkins, con una especialización en acústica arquitectónica. Su tesis examinaba la interacción entre la acústica, el urbanismo y la arquitectura de modernidad tardía.
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Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.
Traducción de Álvaro San José.
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Autor >
Kate Wagner (The Baffler)
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