En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El 1 de octubre, CTXT abre nuevo local para su comunidad lectora en el barrio de Chamberí. Se llamará El Taller de CTXT y será bar, librería y espacio de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos culturales de toda índole. Puedes hacerte socia/o en este enlace y tendrás descuentos de hasta el 50% en todas las actividades.
El Cato Institute, “una organización que busca promover políticas públicas consistentes con los principios de libertad individual, gobierno limitado, mercados libres y paz”, fue fundado en 1977 por los hermanos Koch, el economista anarcocapitalista Murray Rothbard y el director nacional del Partido Libertario, Ed Crane. En aquel momento, el libertarismo estaba considerado como una ideología marginal que profesaban unos excéntricos y paranoicos californianos, de la que se mofaba hasta una de sus santas patronas, Ayn Rand, por considerarlos un grupo poco serio de “hippies de derechas”. Para posicionar la teoría económica austriaca y el “minarquismo” en la corriente política mayoritaria, el libertarismo necesitaba reinventar su marca. La respuesta, por supuesto, consistió en crear un laboratorio de ideas en Washington, que empaquetara con esmero su visión de un mundo de intercambio capitalista sin restricciones mediante propuestas políticas graduales y alimentará con ellas a los legisladores de derechas.
Aunque el Cato Institute rechaza la etiqueta “de derechas”, y pregona a los cuatro vientos su independencia de todos los partidos políticos y su afán por combatir cualquier intento de ampliar el poder del Estado, ya adopte este la forma del ObamaCare o de la guerra de Irak, su relación con el Partido Republicano ha sido, en su mayor parte, más simbiótica que combativa. Los republicanos le pueden perdonar que defienda, por ejemplo, la despenalización de las drogas, como si fuera una rigidez ideológica naíf e inoportuna, porque viene acompañada de una agenda económica que pueden apoyar: drásticos recortes fiscales, la privatización de prácticamente todos los servicios públicos y la eliminación de cualquier cosa que se interponga en el camino del libre mercado, ya sean regulaciones medioambientales o leyes contra el trabajo infantil. El instituto niega la gravedad de la crisis climática (que desdeña como un alarmismo pseudocientífico), cree en el derecho de los empresarios a discriminar por motivos de raza y defiende con fervor la personalidad jurídica corporativa (“¿Y qué más da que las empresas no sean personas?”, figura en el involuntariamente cómico título de un documento de revisión legislativa que escribió el jurista de Cato, Ilya Shapiro, en defensa de la decisión de Citizens United, la sentencia que permitió la financiación de campañas electorales por parte de empresas).
Como yo soy una crítica de arte y no un halcón del déficit republicano o una lobbista de las empresas tabacaleras, nunca pensé que tendría motivos para visitar el Cato Institute, pero a finales del año pasado comenzó a circular un tipo diferente de propuesta en las listas de correo de la organización y en sus redes sociales: Cato convocaba a artistas visuales para que presentaran obras para una futura exposición titulada Libertad: el arte como mensajero. “Estamos viviendo una época en la que la gente está encontrando su voz combativa, pero no está teniendo casi ninguna conversación o diálogo al respecto. El objetivo de esta exposición es proporcionar un medio para que se produzca esta conversación”, se podía leer en la convocatoria. “Se invita a un amplio espectro interpretativo… que aborde la libertad en todas sus manifestaciones mediante el arte”. Cuando se anunció oficialmente, la descripción adoptó una orientación más polémica:
“La libertad significa algo diferente para cada persona, aunque su valor es un vínculo común a todos los estadounidenses. En esta época polarizada en que vivimos, Libertad: el arte como mensajero pretende proporcionar una plataforma unificadora de civismo y creatividad. Todos los artistas del país… comparten perspectivas innovadoras que invitan a la reflexión sobre la libertad y la permanente necesidad de protegerla”.
Durante cuatro décadas, la única postura de Cato con respecto al arte había sido “desfinanciar el Fondo Nacional para las Artes (NEA por sus siglas en inglés)”. Y ahora, de repente, querían reivindicar la cultura.
El medio tonto
Libertad: el arte como mensajero abrió sus puertas el 11 de abril en las oficinas centrales del Cato Institute, un extraño trapezoide formado por imbricados cubos de vidrio y ladrillo, en la zona noroeste de Washington. Cuando llegué a la recepción inaugural, me dio la sensación de haber entrado en una especie de ‘dimensión desconocida’ del mundo del arte en la que nadie se sentía amargado, o al menos un poco avergonzado por su estrecha relación con el mercado; aquí, la creencia predominante era que el capitalismo laissez-faire no solo era deseable, sino esencialmente moral. Esta inauguración no se diferenciaba mucho de las docenas de rígidas recepciones institucionales a las que he acudido en Nueva York –había un distinguido cuarteto de jazz, una barra libre, una impresionante selección de canapés y los invitados eran en su mayoría personas adineradas que parecían todas conocerse entre sí–, aunque en la puerta me ofrecieron, junto con el catálogo de la exposición, una constitución de bolsillo con el logo de Cato y la gente mencionaba a Hayek y a von Mises en lugar de a Jacques Rancière. En un momento dado, escuché cómo una mujer explicaba de manera distendida que el Acuerdo de París era innecesario porque se podía confiar en las empresas para que adoptaran sus propias políticas medioambientales razonables. Me quedé esperando que alguien cuestionara esa evidente falsedad, pero sus colegas, al contrario, asintieron con entusiasmo.
Aunque los artistas llevaban tarjetas identificativas, era fácil reconocer a los catoistas por las insignias chapadas en oro con el logotipo del instituto que llevaban en la solapa. Uno de ellos, un elegante recaudador de fondos de veintitantos años me vio tomando notas y se acercó a mí para presentarse. A pesar de haberme puesto mi mejor hábito de burócrata en un intento por pasar desapercibida, era evidente que no había dado el pego: comenzó con toda seriedad a explicarme que los de su clase y la mía tenían más cosas en común de lo que se suele suponer. Normalmente se mete a los libertarios en el mismo saco que a la derecha, me comentó, pero seguramente habría todo tipo de temas sobre los que estaríamos de acuerdo, como por ejemplo el matrimonio gay, la legalización de la marihuana o la reforma penitenciaria. Eso es cierto, aunque superficialmente hablando: estamos de acuerdo en los fines, pero no en la lógica de fondo. Cato quiere legalizar la hierba porque cree que las competencias del Estado se limitan esencialmente a proteger la vida humana y la propiedad privada; según la visión del mundo que tiene Cato, es profundamente coherente que las parejas gais tengan derecho a casarse y que los pasteleros cristianos tengan derecho a negarse a hacerles un pastel de bodas. Le dije que esta era la primera vez que había estado en una exposición en la que la mayoría de los asistentes se oponían abiertamente a la financiación pública de las artes. También él creía que el NEA era un desperdicio de dinero: teniendo en cuenta que el presupuesto era finito, ¿no había otros muchos programas sociales que merecían la financiación más que el arte? Tras decirlo se detuvo un segundo, antes de darse cuenta de que ese argumento era un hombre de paja: “Es decir, nosotros no creemos que el gobierno tenga que pagar eso tampoco”.
Las comisarias de la exposición, Harriet Lesser y June Linowitz, ambas artistas de la zona de Washington capital, recibieron propuestas de más de quinientos artistas, de los cuales seleccionaron 90 trabajos que representaban un batiburrillo de medios y estilos. La calidad, en términos generales, no era ni buena ni mala, he visto cosas mucho peores en Chelsea. Muchas de las obras expuestas equiparaban, como era de esperar, la “libertad” con algunos “emblemas de la democracia estadounidense”. Varios artistas improvisaron sobre símbolos patrióticos, y sus formas distorsionadas insinuaban una cierta e imprecisa amenaza existencial en ciernes: Meryl Blinder imaginó en su cuadro la bandera estadounidense como un mosaico abstracto de planos apagados con barras y estrellas flotando en el ambiente; Sheila Chesanow, en su fotografía, la representó como un reflejo deformado sobre un metal; en la obra Liberty III (Nada es inevitable) de Diana Zipeto, la cara y la corona de la estatua de la Libertad estaban fracturadas en facetas pseudocubistas. Otros artistas invocaron la Carta de Derechos estadounidense: un bordado de Margaret Jo Feldman mostraba una boca en planos secuenciales vocalizando el texto de la segunda enmienda, mientras que el cuadro de Joey Mánlapaz, Toma uno, reproducía en detalle riguroso y anodino una fila de dispensadores de periódicos, que el artista describió sin ironía en un vídeo que figura en la página web de Cato como una celebración de la libertad de prensa. Una escultura particularmente torpe de Richard Foa, El conocimiento derriba muros, adoptaba la forma de un muro de ladrillos en miniatura desmoronándose bajo el peso de unas copias desmesuradas de la Constitución y del Sobre la libertad de John Stuart Mill.
De manera igualmente destacada había representaciones de la figura humana, en ocasiones vestida, pero con mayor frecuencia no. Respectivamente sentimentaloides (una fotografía de Debra Moser con un niño haciendo una rueda lateral), laboriosos (Tierra desnuda de Christopher Corson: un desnudo agazapado elaborado en cerámica cocida en hoyo), o sencillamente extraños (el cuadro de Paul Rutz, Aferrándose a la paz [Marte Quirino], con un hombre desnudo lleno de tatuajes, que la página web del artista identificaba como un veterano de guerra, colgando boca abajo de unas anillas de gimnasia); o un retrato francamente grotesco de seis recién nacidos retorciéndose, obra de Linda Lowery, que, por lo que yo sé, solo pinta bebés. Estos trabajos parecían vincular de forma implícita la libertad con el mero hecho de la existencia individual, en un sentimiento que se volvía embarazosamente literal en la pequeña Maqueta para la libertad de bronce de Zenos Frudakis, un estudio preparatorio para una escultura pública en Filadelfia, que representaba las sucesivas etapas de una figura desnuda liberándose de la reclusión física. Otros, sin embargo, parecían forzar la temática hasta el límite de la incoherencia: gran cantidad de trabajos expuestos eran insípidamente abstractos o inescrutables en cuanto a su significado. Por ejemplo: ¿qué se puede pensar de una representación fotorrealista de un montón de caramelos Chimos flotando sobre un suelo negro plano, o de un cuadro con tiburones dando vueltas alrededor de un jarrón de tulipanes? A decir verdad, este último me pareció encantador, pero nunca llegué a entender cuál era el mensaje sobre la libertad que se supone que tenía que inferir de él. La definición del término que avanzó la exposición acabó siendo tautológica: las obras representaban el concepto de libertad porque los artistas las habían realizado libremente.
El truco de la libertad
“El arte de verdad” es bonito, serio y civilizador, y representa la culminación de la creatividad humana y la grandeza incomparable de la tradición occidental; las cosas que despliega el mundo del arte hoy en día son perversas, de escasa cualificación, estúpidas
Cuando le pregunté a Lesser en un email cómo visualizaba la idea de “libertad” funcionando en la muestra, su respuesta fue un kōan: “Yo pienso que el arte refleja al individuo, libertad incluida”. En la pared de entrada a la exposición había una llamativa inscripción con una cita acorde: “La libertad es el alma del arte”, atribuida a Abhijit Naskar. El nombre no me sonaba; y, por eso, cuando llegué a casa, lo busqué. Naskar no era, como había supuesto, un destacado intelectual de la tradición libertaria, ni tampoco un artista; es un “neurocientífico” de veintitantos años sin ninguna formación académica, que se ha autopublicado unos 30 libros en los que afirma haber descubierto la clave científica de la satisfacción individual y la armonía mundial. Vamos, un chiflado. Pero un chiflado con un don para el SEO.Cuando googleas “citas sobre arte y libertad”, Naskar aparece en los primeros resultados. Semejante desatino sirve para encapsular perfectamente, aunque sea de forma accidental, el vacuo sentimiento que constituía la esencia de la exposición: una reverencia a la “libertad”, formulada como un concepto unificador, algo que compartimos todos los estadounidenses independientemente de nuestras diferencias individuales. Todos podíamos unirnos en torno a la importancia de una noción abstracta de “libertad”, aunque no estuviéramos de acuerdo en lo que significaba; nuestro supuesto consenso, en torno al hecho de que es un valor sagrado que merece la pena defender, significaba que teníamos intereses comunes.
Como escribió el presidente y director general de Cato, Peter Goettler, en la introducción que acompañaba al catálogo de la exposición, la definición que hace Cato de la libertad gira en torno a “la creencia de que aumentar el alcance de la iniciativa privada y de la sociedad civil, y al mismo tiempo limitar el rol de la acción del gobierno, es lo que mejor protege la dignidad de cada individuo, reduce la pobreza y proporciona las condiciones ideales para que florezca el ser humano”. Puede que otras personas tengan una visión diferente, “pero independientemente de cual sea el partido o la filosofía, la mayoría de la gente de todo el espectro político rinde homenaje a la libertad y la ve como un fin deseable en sí mismo”. Esto, para Goettler, “es una paradoja que no deja de ser fascinante. Visiones diametralmente diferentes pueden entenderse, al menos a ojos de sus adeptos, como reivindicaciones de la libertad”, algo que no difiere mucho de lo que pasa cuando “artistas, a los que se les propone el mismo tema o la misma idea para que lo representen en su arte, acaban produciendo un abanico radicalmente amplio de representaciones”.
Pero si la libertad puede significar cualquier cosa, a la postre no significa nada. Cualquier admisión de que las nociones que tenemos sobre ella podrían ser (y en efecto son) fundamentalmente incompatibles, quedaba desplazada por la idea de que la exposición servía como plataforma para el discurso civil, o como un vehículo para que se produjera una especie de diálogo productivo en el que pudiéramos, según Goettler, “calmar los ánimos” y participar en conversaciones dignificadas sobre grandes ideas. No se precisaba cómo se supone que la exposición iba a lograrlo de forma concreta: si el arte, tal y como sugería el título, era un “mensajero”, ¿se supone que teníamos que aceptar cada obra como la declaración personal del artista sobre la libertad y sopesar las ventajas e inconvenientes de la definición que proponía? ¿O la intención de las obras era servir como punto de partida para iniciar una conversación con los asistentes, en la que primero nos maravilláramos de la multiplicidad de la “libertad” para luego cambiar orgánicamente de tema hacia debates sobre temas elevados como la libertad individual y el rol del Estado? ¿Acaso significaba que las oficinas centrales de Cato iban a servir, durante el transcurso de la exposición, como un lugar de encuentro, un modelo ideal de la esfera pública burguesa similar a las coffee houses del siglo XVIII, en el que nos reuniríamos como ciudadanos libres e iguales para limar nuestras diferencias hasta que llegáramos a algún tipo de consenso relevante?
Nada de lo anterior: el “civismo” y la “conversación” no eran condiciones previas para el entendimiento mutuo, sino que se consideraban fines en sí mismos. La gente siguió hablando sobre la exposición como si fuera un medio para airear y discutir puntos de vista divergentes, pero no parecía estarse produciendo ningún tipo de debate, y sí un abundante elogio de su posibilidad teórica. Una semana después de la inauguración, vi la emisión en directo del primero de los tres paneles que acompañaban a la muestra: “Rompiendo barreras: el arte como mensajero”, en el que participaron las comisarias Lesser y Linowitz, un puñado de artistas participantes y el vicepresidente de Cato, John Samples. “¿Puede el arte unir culturas? ¿Contribuye a que se produzca una conversación civil, a cuestionar la conversación o a ambas cosas?” Estas eran las preguntas de las que se suponía que el debate se tenía que ocupar. En su lugar, los panelistas se limitaron a celebrar la exposición como una “gran oportunidad para conversar” y para “mostrar una actitud receptiva del uno hacia el otro”, en la que, como describió Linowitz, las obras “te incitan a pensar sobre los temas en lugar de ofrecer algo que te golpea tan fuerte que ni siquiera puedes responder”.
Había pocas obras en la muestra que realmente abordaran “problemas” de manera directa, y las que lo hacían era de manera tangencial, como mucho. Los muros eran un motivo bastante recurrente, utilizado como un medio para aludir al tema político sin vincularse con ninguna opción política. Muy representativa fue la obra de la panelista Melinda K.P. Stees, ¿CUÁNTO MÁS ARRIBA?, una elevada composición de punto en hilo blanco y negro con una vista posterior de un padre sosteniendo a un niño frente a una barrera insuperable. Durante el debate, la artista aclaró que la obra se había inspirado en la separación de las familias en la frontera, pero la escena es alegórica e inespecífica; alguien podría con la misma facilidad interpretarlo, como hizo Samples, como una representación general de la adversidad más que como respuesta a una campaña real y continuada de violencia racista.
Había, sin embargo, algunas excepciones, la más sorprendente de las cuales era la de Shanden Simmons, un joven artista de Paducah, Kentucky, que exponía fuera de su ciudad natal por la primera vez. El perfil, un amplio dibujo realista al carboncillo que representaba una confrontación violenta entre tres policías blancos y un joven negro en un parque por la noche. Envuelta en la oscuridad, la escena es encarecidamente ambigua: en primer plano, un policía agarra por el cuello al sospechoso y/o víctima y alza su puño como si estuviera preparando un puñetazo; el brazo agitándose del joven se acerca de manera inquietante al arma de un segundo agente agazapado en el suelo, que está ayudando a su compañero a contener a un sospechoso violento o intentando evitar un asesinato. Un tercer agente aparece de pie en el fondo, apuntando su pistola hacia esta melé, en la que los cuerpos están tan confusamente entrelazados que resulta imposible identificar al agresor. ¿Esta imagen es de libertad maltratada o protegida? La pregunta nunca obtiene respuesta, pero el dibujo recibió el premio a mejor obra de la muestra.
De hecho, las comisarias consideraron la frustrante ambigüedad de la obra como una característica, no como un defecto. El perfil, dijo Lesser durante el debate, “permite al espectador entrar en el tema sin una hostilidad manifiesta”. Inicia un debate “sea cual sea tu punto de vista”. En una entrevista en la página web de Cato, Simmons se hizo eco de este sentimiento:
“La intención de esta obra es… evocar emoción, pero también dar pie a conversaciones. Y conversaciones de buena fe. Entre la derecha, la izquierda y cualquiera que esté en el medio… Son conversaciones importantes que tienen que tener lugar con frecuencia, aunque con matices, con calma, con paciencia.”
Evidentemente, se trata también de un tema demasiado importante para admitirlo sin reservas: las palabras “brutalidad policial” y “control policial con sesgo racista” no salieron a relucir, evidentemente. A pesar de todo el énfasis que pusieron en expresar la capacidad que tiene arte para suscitar el debate, los organizadores y los participantes de la exposición demostraron una desgana casi patológica a la hora de nombrar un solo problema del que pudiéramos discutir entre todos y, en su lugar, prefirieron emplear perogrulladas vacías sobre el valor intrínseco de tener una mentalidad abierta.
Libre para asentir
el mundo del arte contemporáneo es uno de los blancos favoritos del menosprecio de la gente de derechas, lo consideran como prueba de la quiebra moral e intelectual de la izquierda costera
Lo que significaba esto es que nosotros (la gente del arte, los de izquierdas o cualquiera que se mostrara escéptico con la idea de que unos mercados más libres producen unas sociedades más libres) deberíamos tener una actitud abierta hacia Cato. Así Lesser me subrayó que la exposición “nunca pretendió ser una ‘muestra de arte libertaria’ o incluso una que fuera de naturaleza manifiestamente política”; Cato tenía sentido como socio, según ella, porque la libertad es “la fuerza motriz que impulsa la mayoría del arte y crucial para la individualidad de la obra de arte”. Los dos (arte y libertad) “siempre han sido aliados”. De hecho, la afirmación de Linowitz en el catálogo enfatizaba su discrepancia con las políticas de Cato: al principio tuvo dudas, escribió, cuando Lesser le propuso ser co-comisaria de la muestra. La predisposición de Cato para que se escuchara el lado opuesto la terminó de convencer: “Al abrir su entorno físico a las obras de arte que Harriet y yo habíamos seleccionado, el instituto estaba expresando su respeto por el individuo y por la libertad de expresión… Entonces decidí que si el Cato Institute podía abrirse a la amplia variedad de expresiones que contenía la muestra, yo podía abrirme al Cato Institute”.
Pero dejar que se oiga al lado opuesto solo es una virtud si tienes intenciones de escuchar. En el discurso que pronunció en la recepción inaugural, Goettler explicó que la muestra había sido originalmente una idea que había propuesto Lesser (“una amiga de Cato desde hace mucho tiempo”) que pensó que una exposición sería la manera ideal para “hacer que la gente sepa qué representa Cato y cuál es nuestra filosofía”. Cato representa, claramente, “libertad”, una palabra que repitió tantas veces que el discurso comenzó a sonar como una salmodia. “Todo el mundo afirma querer más libertad”, pero la mayoría de la gente actúa como si le tuviera miedo, expresó Goettler: una de dos, o “tiene miedo de vivir en un mundo en el que exista una economía libre y abierta”, o miedo de que “cada uno viva su vida como quiera”. Pero este no es el caso de Cato: “Cuando decimos que queremos más libertad, lo decimos en serio”. Este discurso sirvió para llevar a cabo un impresionante truco de prestidigitación. Después de haber conseguido unirnos como público bajo la bandera de la “libertad”, que ya había quedado establecida como un valor que todos compartimos sin importar cómo la definamos cada uno de nosotros, Goettler se arrogó la propiedad del término para Cato, e insistió en que ellos eran sus verdaderos y legítimos defensores. “Cuando decimos que queremos más libertad, lo decimos en serio”. No lo expresó, pero hay una evidente implicación en su discurso: aquellos que no están de acuerdo con ellos no valoran la libertad en absoluto.
Libre como en Munch
Claramente, el mundo del arte contemporáneo es uno de los blancos favoritos del menosprecio de la gente de derechas. Los conservadores (los evangelistas de los estados de derechas, los charlatanes populistas de Fox News, los neoconservadores elitistas de New Criterion y los troles de la derecha nacionalpopulista) lo consideran como prueba de la quiebra moral e intelectual de la izquierda costera. “El arte de verdad” (del tipo que se hacía durante el Renacimiento) es bonito, serio y civilizador, y representa la culminación de la creatividad humana y la grandeza incomparable de la tradición occidental; las cosas que despliega el mundo del arte hoy en día son, por el contrario, perversas, de escasa cualificación, estúpidas, pretenciosas y feas. Como escribió la guerrera cultural Sohrab Ahmari en el libro que publicó en 2016, Los nuevos filisteos: cómo la política identitaria desfigura las artes:
“Sinceridad, rigor formal y cohesión, la búsqueda de la verdad, lo sagrado y lo trascendente: ninguna de estas preocupaciones, que antes se consideraban eternas, está en el punto de mira de los artistas y críticos que hoy en día dominan la escena artística contemporánea. Todos estos ideales han sido ignorados con el fin de hacer espacio para el verdadero tótem del arte moderno, su alfa y su omega: las políticas identitarias”.
Se pueden observar diversas variantes sobre este mismo tema en un amplio número de nobles mamotretos conservadores con títulos igualmente descabellados, como por ejemplo el del historiador del arte y director del Fondo Nacional para las Humanidades durante el gobierno de Bush, Bruce Cole, Arte desde la ciénaga: cómo los burócratas de Washington despilfarran millones en arte espantoso, publicado póstumamente en 2018; el polémico libro que Roger Kimball publicó en 2004, La violación de los maestros: cómo la corrección política sabotea el arte; o el libro que Lynne Munson publicó en 2000, Exhibicionismo: el arte en la era de la intolerancia, en el que los intolerantes son la gente in del mundo del arte, cómo no, que dan la espalda al arte figurativo (el tipo de cosa que la gente real aprecia y reconoce como arte), y prefieren un juego de provocación y afán de superioridad.
Incluso los llamamientos que ha realizado la derecha para diezmar el NEA se han planteado como una defensa del arte, ya fuera para liberarlo de los esfuerzos de la izquierda por distorsionarlo como propaganda en favor del comunismo y la homosexualidad, o de las garras aletargadoras de la burocracia estatal. Lamentándose de la fijación del arte con el “abrazo tierno y represor” del “leviatán federal”, David Boaz, de Cato, sostiene que “es precisamente porque el arte ostenta poder, porque trata de las verdades humanas fundamentales, que debe mantenerse separado del gobierno”. Aunque Cato no tiene reparos en diseminar calumnias contra las motivaciones ideológicas del mundo del arte: la entrada sobre financiación pública de las artes que figura en su enciclopedia online de libertarismo menciona “la fijación del NEA con el vanguardismo” y su preferencia por “nuevas formas difícilmente reconocibles como arte para la gente normal”, y afirma que “el activismo social y político apenas disfrazado de arte sigue recibiendo apoyo”.
los llamamientos que ha realizado la derecha para diezmar el NEA se han planteado como una defensa del arte, ya fuera para liberarlo de los esfuerzos de la izquierda por distorsionarlo como propaganda en favor del comunismo y la homosexualidad
Pero a pesar de su destreza en atacar la visión que tiene la izquierda del arte contemporáneo que al parecer predomina hoy en día, la derecha ha tenido problemas a la hora de articular lo que les gustaría que lo reemplazara, y no digamos ya a la hora de proponer un canon alternativo remotamente atractivo. En los últimos años, los conservadores se han venido preocupado cada vez más por este vacío y por la necesidad de llenarlo, y también por las consecuencias de haber cedido el ámbito de la cultura a la izquierda; al fin y al cabo, como decía a menudo el fallecido Andrew Breitbart: “La política es una etapa posterior a la cultura”. Y, aunque principalmente se refería a las películas de Hollywood, otras personas se han hecho eco de su llamamiento para crear una verdadera cultura de la derecha. Sin embargo, estos esfuerzos no tuvieron mucho efecto: Kimball y la banda de New Criterion apoyan a pintores como el ligeramente caravaggiano Odd Nerdrum, cuyas obras son malas imitaciones de los grandes maestros. (Si todo lo que hace falta es tener un eficaz dominio de la técnica clásica, entonces los mejores artistas del mundo son los copistas chinos de Dafen, el pueblo de pintores al óleo que reproduce réplicas de Rembrandt como churros, por encargo). Puede que a Sean Hannity le encanten las alegorías pictóricas serviles del propagandista de Trump, Jon McNaughton (cuya analogía formal más cercana es, irónicamente, el realismo socialista estalinista y su histérica glorificación del líder barra salvador), pero los plutócratas que controlan el asunto siguen comprando Warhols en Sotheby’s.
Cato eludió la fastidiosa pregunta de cómo definir su propia estética afirmativa reivindicando para el libertarismo la figura del artista en sí. El tema subyacente de la muestra Libertad: el arte como mensajero era que existe una sintonía natural entre las prioridades, actitudes y enfoques de los artistas y los libertarios con respecto al mundo. “Creo que al menos de dos formas muy concretas… los artistas son nuestro tipo de personas”, explicó Samples a los artistas que compartieron el escenario con él durante el debate “Rompiendo barreras”. Los artistas eran, según él, emprendedores que trabajaban de forma independiente para crear algo por voluntad propia y sacarlo al mercado, en el que otra persona tenía libertad para decidir cuál pensaba que era su valor (una forma pura de libre comercio en la que el gobierno no tiene nada que ver ni que hacer). Además, los artistas también cuestionaban el statu quo, ponían en duda las nociones preconcebidas y proponían alternativas para las estancadas convenciones sociales. Esto, sugirió Samples, era muy similar a lo que hacían en Cato. “Los libertarios tienen motivos para brindar todo su apoyo [al arte]”, afirmó Samples, porque son “un tipo muy parecido de empresa”. No era solo que los artistas pertenecían a Cato; sino que la misma actividad de Cato podría considerarse como fundamentalmente artística en su espíritu.
Cuando se anunció la exposición por primera vez, pasé semanas reflexionando acerca de la pregunta de por qué Cato de repente se mostraba interesado en el arte. La respuesta, al final, era muy sencilla: porque era una manera de atraer a gente nueva, en particular a aquellos que normalmente no se sentirían atraídos por la programación habitual de Cato, como las ponencias sobre política económica o la privatización de infraestructuras. En otras palabras, una manera de hacer proselitismo entre las personas creativas hablando su mismo idioma. Y parece haber funcionado: le pregunté a Simmons, el joven artista que realizó El perfil, si sabía algo sobre Cato antes de presentarse a la exposición. “Nada en absoluto”, confesó; había visto la convocatoria en artshow.com, una página que recopila oportunidades para artistas, y pensó que su obra podría encajar bien con el tema de la exposición. Desconocía por completo la existencia de Cato y no estaba familiarizado con sus políticas, pero después de que aceptaran su obra comenzó a investigar y le gustó lo que vio. Ahora piensa que probablemente sea un libertario, después de todo.
––––––
Rachel Wetzler es una crítica de arte que vive en Nueva York.
Traducción de Álvaro San José.
Este artículo se publicó en The Baffler.
El 1 de octubre, CTXT abre nuevo local para su comunidad lectora en el barrio de Chamberí. Se llamará El Taller de CTXT y será bar, librería y espacio de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y...
Autora >
Rachel Wetzler (The Baffler)
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí