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Refleja muy bien el sinsentido de la guerra: esta frase, formulada con ligeras modificaciones (quizás en lugar del sinsentido sea el horror o el absurdo o la incertidumbre de la guerra), es uno de los tópicos más repetidos por los críticos cuando quieren elogiar una película de tema bélico. Una torpe estrategia de legitimación: conozco a pocos críticos que hayan vivido la guerra en primera persona y posean las herramientas para dar cuenta de su espíritu. En el mejor de los casos, la fantasía del buen reflejo podría significar un triunfo de la verosimilitud cinematográfica, pero me temo que más bien suele responder a la ingenuidad y la teatralidad del que la escribe.
Alejandro Amenábar ha puesto empeño en conseguir una película de la que los críticos puedan decir algo así: Refleja muy bien el sinsentido (o el horror, o el absurdo, o la incertidumbre) de nuestra guerra civil. Todo en Mientras dure la guerra aspira a formar parte de un reflejo ideal: es un compendio de highlights históricos romantizados, grandes discursos y gestos de personajes ilustres a los que los actores ya no interpretan, sino imitan (las mejores actuaciones son también las más ridículas, a la vez fascinantes y espantosas como un museo de cera: ¡vean a un Millán-Astray más Millán-Astray que el verdadero!). En el límite de esfuerzo por participar de la historia verdadera, se confunden deliberadamente imágenes de archivo con imágenes reconstruidas. La imagen como prótesis de lo real.
Amenábar aspira a ser un director total. Fantasear con el rigor histórico no le impide lanzarse a un codicioso estudio de la psicología de sus personajes
Pero Amenábar aspira a ser un director total. Fantasear con el rigor histórico no le impide lanzarse a un codicioso estudio de la psicología de sus personajes. Quiere hilar el relato de la sublevación con un relato del pensamiento, de la confusión moral, de la dificultad de posicionarse, del error teórico y humano y de sus consecuencias efectivas. Quiere exceder narrativo para conseguir un retrato ejemplar de la España de hoy y de siempre, un gran fresco moralizante del carácter español. A través de las figuras de Miguel de Unamuno, de sus pintorescos amigos y de los generales del bando sublevado, la guerra no se muestra como una cuestión táctica, sino como una lucha de voluntades que cubre todo el espectro ideológico en conflicto. Los personajes son figuras complejas y carismáticas que monologan y discuten por medio de aforismos, se transforman y se resarcen enternecedoramente frente a nuestros ojos.
Explicando el levantamiento a través de los misterios y las dudas de Unamuno (misterios y dudas: un relato bíblico, al fin y al cabo), Mientras dure la guerra entronca con una importante tradición del género bélico: la de las películas fascinadas por la deformación y la desviación de las conductas humanas en contextos de guerra. Tradición que recorre la historia del cine, desde el Napoleón de Abel Gance hasta los Malditos bastardos de Quentin Tarantino, y cuya culminación sería popularmente Apocalypse Now de Francis Ford Coppola, una película donde la guerra se presenta como un escenario agresivo y abstracto, felliniano, un infierno desatado sobre la Tierra, que lo ha transformado todo y también a los individuos, que sólo hacen y dicen cosas irracionales o de una razón alterada. Los coroneles histriónicos de Amenábar no aspiran a estar muy lejos de los de Coppola.
Esta fascinación por la psicología de los personajes convierte Mientras dure la guerra en una película de interiores: salones, despachos, dormitorios, capillas, cafés donde los personajes discuten. El exterior (donde se desarrolla la guerra) es un contraplano fugaz que Unamuno, empecinado en sus ideas, no quiere ver. Los campos de Castilla se nos enseñan en contadas ocasiones con un sentido metafórico, son la imagen de una España real frente a la España teórica, espiritual o moral que se discute. Sólo el sonido lejano de los fusilamientos perturba las interioridades del pensamiento, y en una única ocasión vemos la muerte: un movimiento de cámara maravillosamente frívolo encuadra a los fusilados en una cuneta, el travelling de Kapo particular de Amenábar, que demuestra su desconocimiento de los caprichos teóricos de la historia del cine.
También Apocalypse Now es, en gran medida, una película de interiores. A Coppola no le interesa tanto la guerra como la forma en que afecta a sus personajes. Una oscuridad artificial se apodera del ambiente a medida que los protagonistas remontan el Mekong y se internan en la selva como en una pesadilla. El río es un pasillo cada vez más angosto, nebuloso, cercado por peligros invisibles. Las escenas de sinsentido (o de horror, o de absurdo, o de incertidumbre) que observan nuestros soldados desde su lancha se vuelven cada vez más turbadoras, más extravagantes, y afectan fatalmente a su psicología. También ellos hacen y dicen cosas cada vez más turbadoras y absurdas a medida que se aproximan a su destino. Las imágenes se van impregnando de un perverso misticismo. Alegorías, símbolos, imágenes sombrías.
Un género tan problemático como el bélico no debería permanecer ajeno a esta lección: el cine es un asunto de imágenes y de historias, pero sobre todo es un asunto de humanidad
La guerra de Coppola no se presenta, como la de Amenábar, en forma de puzzle narrativo, sino como un periplo homérico, lineal y místico, un viaje al corazón de las tinieblas, pero las dos comparten una voluntad religiosa que les conduce irremediablemente a dar la espalda a la realidad para volverse hacia las figuras a las que admiran. Un encierro de carácter simbólico. Interior y exterior son construcciones mentales, metáforas en un caso de la locura y en el otro de la obcecación ideológica. Las dos películas terminan irremediablemente en un templo: en Apocalipse Now es un templo del horror, donde el coronel Kurtz despliega su rito sacrílego y su inaguantable cháchara hiperracional; en Mientras dure la guerra es un templo de la inteligencia (en palabras del propio Unamuno): el paraninfo de la Universidad de Salamanca, donde la narración se resuelve con el famoso enfrentamiento con Millán-Astray (Venceréis pero no convenceréis, etcétera). Las dos son obras con un fuerte carácter idólatra, más interesadas en las imágenes que en el cine, aunque la ambición de Coppola es todavía mayor que la de Amenábar: no pretende reflejar Vietnam, sino reconstruirlo. O incluso más: reconstruir su espíritu. Recordemos aquella famosa frase en su presentación en Cannes en 1979, de una entusiasta ingenuidad: Esta no es una película sobre Vietnam, esto es Vietnam.
Ninguna de las dos me parece una gran película, aunque Apocalypse Now es sin duda dimensionalmente grande, cara, excesiva, y a lo largo del tiempo ha mostrado una capacidad asombrosa para recubrirse con un mito de origen que subraya sus esfuerzos (quizás demasiado evidentes) por resultar enigmática y definitiva. Coppola ha conseguido hacernos creer que el delirio que relata estaba ya inscrito en su proceso de creación, como un síntoma. A través de la rimbombante historia de su rodaje, es la guerra del cine (la del dinero, la de los avatares de la producción, la de la figura del autor combatiendo contra la industria, contra la meteorología, la de los actores que enloquecen y enferman en mitad de la selva) la que sostiene la guerra figurada que se nos presenta en la pantalla. La guerra está en todas partes. Una visión tan grandiosa que confunde la historia y la Historia, como apunta Serge Daney: “Un cineasta que alquila un país (Las Filipinas) para representar una guerra (la de Vietnam, apenas terminada) con el único propósito de continuar la metáfora forzada del destino del hombre blanco, con la garantía de Joseph Conrad y el cráneo afeitado de Marlon Brando como gran truco final”. Coppola es un “inventor de grandes artefactos en los cuales, llegado el momento, no tiene nada que poner [...] ¿Pero hay que reprocharle al diseñador de la hermosa jaula que, llegado el momento, sólo tenga un gato viejo para exhibir en ella? ”. Esto es algo que comparte con Amenábar: dos directores de talentos limitados, que cuentan la guerra como un gran espectáculo de fuegos artificiales porque no saben contarla como una situación humana. Incapaces de un ejercicio de generosidad, es poco probable que sus egocéntricas visiones compartan algo, siquiera un reflejo, con una guerra verdadera.
Daney: “Las películas de Coppola, como las de Brian de Palma o algunas de Spielberg, son la sección manierista del cine americano. ¿Cómo explicar este concepto de manierismo? Las cosas ya no les suceden a los humanos, sino a la imagen. A la imagen. La imagen se convierte en un elemento del pathos, se pone en juego. Se nos hace temer por ella, nos preocupamos por su bienestar; la imagen ya no es mostrada por la cámara, sino fabricada”. Algo parecido ocurre con Mientras dure la guerra, donde finalmente es imposible evadirse del carácter artificial del acento de Franco, de la nariz postiza de Unamuno. Prótesis elevadas a la construcción del relato. Nuevamente: la imagen como prótesis de lo real. Las imágenes han suplantado por fin a la historia (¿y no es acaso una imagen mucho más confortable que la historia, mucho más clara?). Con algo menos de emoción que en el caso de Coppola (y esto es lo único que ambos tienen para ofrecernos: emoción), podemos decir que Amenábar es el gran manierista del cine español.
Frente a esta tradición de guerras cinematográficas diseñadas, estos decorados habitados por sofistas charlatanes, la historia del cine nos ofrece un modelo de representación diferente, que pretende evitar reflejos y reconstrucciones artificiosos. La posibilidad ideal de una guerra mostrada, o dicho de otra forma: la confianza en la imagen como es. El paradigma de este modelo es la Trilogía de Roberto Rossellini, y sobre todo ese fresco luminoso que es Paisà, una película donde confluyen, nuevamente, lo histórico y lo personal, lo mundano y lo místico, la crueldad y la duda, pero siempre con un sentido humano y revelador.
Paisà es, como Apocalypse Now, una película-viaje, dividida en seis episodios conectados por el avance virtual de los aliados y el repliegue de las tropas nazis durante la liberación italiana de sur a norte, desde Sicilia hasta el valle del Po. De este avance da cuenta una batería de imágenes documentales y una voz en off que articula el paso de un episodio a otro. Pero a Rossellini no le interesa el tiempo histórico, el gran relato, sino la forma en que los problemas humanos se inscriben en instantes precisos. El uso de imágenes documentales en Paisà no pretende, como en Mientras dure la guerra, legitimar la ficción a través de lo real, sino oponer el relato histórico y el relato individual.
La gran revolución de Rossellini es situar al ser humano en el centro de la imagen, pensar a partir de él, colocar la cámara a la altura de sus ojos, crear imágenes de su escala
La gran revolución de Rossellini es situar al ser humano en el centro de la imagen, pensar a partir de él, colocar la cámara a la altura de sus ojos, crear imágenes de su escala. Esta Capilla Scrovegni del cine es un reencuentro con lo humano. El escenario no es construido sino encontrado, la planificación se adapta al movimiento de los cuerpos. Es cine moderno, mucho más moderno que Apocalypse Now y que Mientras dure la guerra: una visión sensata y civilizada, que no elude las exageraciones, los episodios melodramáticos o las ambiciones plásticas, pero que permanece ajena a las paradojas y a los gestos impostados.
Los temas son el hambre, la crueldad, el amor, la soledad, la pérdida. La guerra no es un tema, es un contexto. Una situación excepcional que se impone sobre el territorio y sobre sus gentes, sobre una realidad que trata de mantenerse en pie. No es un asunto de nadie: desde luego no de los civiles, pero tampoco de los soldados. Nadie la sueña ni la admira, no es un delirio, aunque indudablemente está por todas partes. Todos la viven sin quererlo, y no hay filosofías ni grandes conclusiones que obtener de lo que sólo puede entenderse como un gran error histórico y humano. La guerra no define una humanidad distinta, sólo una humanidad frustrada y confusa. Una humanidad que muestra su torpeza a través de gestos simples. Rossellini se interesa por los problemas de comunicación entre soldados americanos, italianos, británicos y alemanes, por los malentendidos, por el azar, por las búsquedas infructuosas, por la falta de perspectiva desde el interior del conflicto, por la incapacidad de comprender la dimensión del peligro o de encontrar normas a las que aferrarse, tanto en un sentido legal como moral.
Es curioso que el único episodio de carácter filosófico de Paisà también ocurra, como en las películas de Coppola y Amenábar, en un templo: en la tranquilidad de un monasterio franciscano en la Romaña donde han ido a hospedarse tres capellanes militares norteamericanos. Uno de estos capellanes es católico, otro judío, y otro protestante. Ese mismo día, después de meses de escasez, los campesinos traen ofrendas al convento, y se prepara una comilona. Los monjes franciscanos, escandalizados al descubrir la orientación religiosa de sus huéspedes no católicos, deciden hacer un sacrificio espiritual. A pesar del hambre, rechazan el festín y, mientras ellos comen, ayunan para rogar por su salvación. Cuando los huéspedes comprenden lo que sucede, el capellán católico, conmovido, se levanta para dar un discurso: “Hoy me habéis hecho un gran regalo y siento que siempre estaré en deuda con vosotros. He encontrado aquí la serenidad espiritual que había perdido con los horrores y la miseria de la guerra. Una bella y conmovedora lección de humildad, sencillez y pura fe”. Y añade: “Paz a los hombres de buena voluntad”.
El cine de Rossellini dispone de algo que no disponen ni el de Coppola ni el de Amenábar, y que define la diferencia entre el espectáculo y el arte: un intenso carácter humanista. No es que Apocalypse Now y Mientras dure la guerra no sean buenas películas (¡por supuesto que lo son!): una es un ambicioso ejercicio de reconstrucción y de reflexión sobre el poder y el destino, y la otra un voluntarioso laberinto espejado. Pero Paisà es algo más, algo importante: una defensa de lo humano que sobrevive incluso en la peor de las situaciones. Ignoro si la guerra de Rossellini se parece a una guerra de verdad, si es un buen reflejo, pero estoy seguro de la esperanza que deposita en todo lo que captura su cámara, de su amor por cada cosa que muestra. Un género tan problemático como el bélico no debería permanecer ajeno a esta lección: el cine es un asunto de imágenes y de historias, pero sobre todo es un asunto de humanidad.
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Autor >
Vicente Monroy
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