Otra maldita película sobre la Guerra Civil (I)
Alejandro Amenábar ha declarado que “hay un porcentaje mínimo” de películas sobre la Guerra Civil. ¿Es eso cierto? Y en el caso de que lo sea, ¿a qué responde la impresión que tiene algunos de lo contrario?
Luis E. Parés 25/09/2019
Cartel de 'El frente infinito' (Pedro Lazaga, 1956).
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¿Demasiadas películas sobre la guerra civil? Sabemos que todo tópico contiene algo de verdad: pero quizás no se trate tanto de que se hagan muchas películas sobre la Guerra Civil, como de que se rueda la misma muchas veces. Se podría ir más lejos y decir que en realidad no hay películas sobre la guerra sino películas ambientadas en la guerra. Es decir, la contienda sirve y siempre ha servido como telón de fondo para la creación de melodramas. Y el melodrama sabemos que se basa no en la comprensión de los hechos, sino en la empatía. Lloramos porque nos ponemos en el lugar del otro, aunque jamás podamos estar en esa misma situación por razones de carácter (o clase o género o ideología). Esta es la lección que el cine español tiene muy clara: sólo con mostrar la guerra, ya se explican muchas cosas que el director se puede ahorrar y así ir directamente al grano: al conflicto sentimental, al drama, al momento álgido. Las películas de guerra se centran en potenciar los elementos emocionales muy por encima de cualquier otra consideración, incluso la verosimilitud de la trama, que se da por hecha, ya que el cine sobre la Guerra Civil lleva subliminalmente inscrito el patrón “basado en hechos reales”.
Da igual el género del protagonista, la profesión, el extracto social, todo sigue el mismo modelo: apoliticismo (propio de una juventud feliz, bella, despreocupada, pendiente de la flor de la vida), toma de conciencia al ver las atrocidades (a veces de ambos bandos), dilema moral, sacrificio en aras de la coherencia. Y tras ello, las consiguientes lágrimas del espectador, porque es imposible que haya un final feliz en una película sobre la guerra, ya que en la Guerra Civil todos salimos perdiendo, lo que equivale a decir que no hubo ganadores. Y no hubo ganadores porque la victoria en una guerra siempre es de un colectivo, no de un individuo. Y el cine de la Guerra Civil siempre se ha contado desde la metonimia, cogiendo a un individuo X, fácil de caracterizar, sin matices ni contradicciones, al que se convierte en representación de la sociedad española. De esta forma se obvia que no vivieron la guerra de la misma forma los quintacolumnistas de Madrid que los milicianos de Aragón, los campesinos de Málaga que los requetés del norte. Pero lo importante es que al reducir la guerra a una vivencia individual se incide en las peripecias personales, intimas, inintercambiables, y se pasan por alto las motivaciones de clase, ideológicas, estratégicas, que se pusieron en juego. En el cine español sobre la Guerra Civil no hay rojos y azules, hay españoles. Todos sufrieron por igual, y en ambos bandos hubo buenas personas, lo que equivale a decir que en ambos bandos hubo malas personas. Las motivaciones de la elección de un bando u otro no se explican, se dan por hechas, como si fuesen algo fisiológico, natural. La Guerra Civil se resume en la lucha de un individuo por preservar su integridad en un entorno hostil. O en la toma de conciencia moral (no política) de un individuo. Así el cine español ha convertido la Guerra Civil en un conflicto de éticas individuales y no en un conflicto político. Las tensiones sociales han sido sustituidas por problemas sentimentales.
el cine español ha convertido la Guerra Civil en un conflicto de éticas individuales y no en un conflicto político
Otro problema es el de la forma. Todos sabemos que en el cine (como en la literatura, el arte, el amor o la amistad) lo importante es el cómo y no el qué. El cine español sobre la Guerra Civil casi siempre ha fallado en la puesta en escena. De nada sirve contar un conflicto ideológico, la crueldad de la represión, la moral retorcida de la retaguardia, si se cuenta de una forma conservadora, académica, visualmente plana. Esa es otra forma de blanqueamiento: contar historias moralmente arriesgadas con una forma que no lo es convierte a las películas en acomodaticias. Y acomodaticias significa que no cuestionan, que no preguntan, que no intentan mostrar cuánto hemos heredado de ese conflicto, cuánto queda, cuánto se perdió por el camino. Siempre se ha tendido a confundir la escritura clásica (con su búsqueda de la distancia, la transparencia y la invisibilidad de la cámara) con cierta neutralidad hacia la historia, como si los hechos sucediesen y el director se limitase a registrarlos. Como si el lenguaje clásico (o su perversión, el academicismo) no tuviese un punto de vista sobre la historia y sus personajes. De esta forma, la puesta en escena del cine español sobre la Guerra Civil intenta dar a todo una pátina de objetividad, de neutralidad. Pero la neutralidad es otra forma de enjuiciamiento, como nos demostró el Pacto de No Intervención. Es decir, con la conversión en melodramas académicos, el cine sobre la Guerra Civil, a pesar de contar casi siempre relatos de represión, lo que hace es contribuir contradictoriamente a esa sacrosanta amnesia llamada consenso. El cine sobre la Guerra Civil es ver a gente sufrir pero olvidarnos de por qué sufren.
Entonces, si el cine sobre la Guerra Civil no sirve para cuestionar nuestra visión de la Historia, ni para intentar explicarla, pero tampoco para narrar “historias” (esa verdadera conversión de la Guerra Civil en un telón de fondo, al envidiado modo de las películas de gángsters posteriores al crack del 29), las películas españolas solo han servido para blanquear el conflicto ideológico que supuso la Guerra Civil. Dicho de otra forma: para legitimar las distintas visiones de nuestra historia reciente que en cada momento ha tenido el poder. Y esto ha pasado en los dos regímenes políticos que hemos tenido desde 1939. Lo curioso es que no siempre fue así: al principio de cada momento histórico hubo películas que intentaron romper esa visión uniformizada, pero su estela se interrumpió en aras de la homogeneización y del adormecimiento. Hay un extraño paralelismo en cómo la dictadura y la democracia han planteado cinematográficamente nuestra guerra. Lo que asusta, ya que convierte la historia de nuestro cine casi en un fenómeno matemático.
En 1939, tras la victoria del bando nacional, parecía claro que había que hacer un esfuerzo por legitimar el nuevo régimen, ya fuese anclándolo a los gloriosos tiempos imperiales, ya deslegitimando el régimen anterior. Para ambas vías, el cine era una herramienta fundamental. Para poder hacer frente a la producción de películas, en un momento en que el país estaba económicamente hundido, se recurrió a la firma de acuerdos de coproducción, primero con Italia y después con Portugal, países ideológicamente afines.
La segunda coproducción con Italia (la primera fue Los hijos de la noche, un bonito cuento de navidad de Benito Perojo) fue Frente de Madrid, adaptación de Edgar Neville de uno de lo relatos que publicó en su libro homónimo. Levantó mucha expectación: iba a ser la primera película sobre la guerra realizada tras la contienda, y se creía que allí se vería reflejada la visión de los ganadores. Además, Neville tenía que purgar algunos detalles de su pasado político y eso le obligaba a abrazar fervorosamente el credo de la Nueva España.
Para ello, Neville utilizó todo tipo de subterfugios. La película da a entender que los sublevados fueron los comunistas, y que el bando nacional se limitó a defender la legitimidad institucional. También insinúa que el ataque de los comunistas y el confinamiento en checas se debía solamente al rencor y a la envidia. La película tenía épica, e incluso se le quiso insuflar realismo rodando en las propias ruinas de Ciudad Universitaria. A nivel formal, es interesantísima, construida desde el contraste: el lujo del piso frente a la estrechez de la cárcel, lo oscuro del túnel frente a la luminosidad de la escalera. Seguramente por ello, Neville se permitió dos licencias: mostrar a un comunista bueno, que dice textualmente “Me afilié al partido para intentar mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos, no para acabar asesinando a mis conciudadanos”. Y sobre todo el final: Alfredo, el protagonista, está herido en el frente, por intentar cruzar las líneas para regresar a Madrid a salvar a su novia. Cae a un pozo donde también yace un comunista. Ambos comparten recuerdos de su vida y acaban muriendo uno encima del otro. Esta escena ha sido siempre contemplada como un canto a la reconciliación nacional, en el mismo final de la Guerra; un testimonio de la voluntad del país de pasar página a las rivalidades ideológicas.
Neville creyó que la película iba a gustar en España, consiguiendo un buen rendimiento de taquilla y que las autoridades le perdonarían sus juveniles veleidades republicanas. Pero no fue así. El propio Neville lo recordaba en una entrevista: “Frente de Madrid la hice lleno del entusiasmo que teníamos todos en abril de 1939 y la traje a Madrid con la mayor ingenuidad y comencé a encontrar tropiezos, pegas, a tener que cortar esto y aquello y a descubrir que la vida en el frente no era, por lo visto, como la recordábamos los que la habíamos vivido sino cómo querían que fuese gentes que no se habían asomado a él”. Hoy nos es imposible saber a ciencia cierta qué ocurrió con Frente de Madrid, ya que la única copia que nos ha llegado es de la versión italiana, pero doblada al alemán para su exhibición en la Alemania nazi. Pero sabemos que la censura pidió numerosos cortes y ‘suavizar’ el final.
El 23 de marzo de 1940, se estrenó Frente de Madrid, de Edgar Neville, en el Palacio de la Prensa de Madrid. Hubo críticas buenas pero los dos periódicos más cercanos al poder se ensañaron con la película. El mismo día se había estrenado el cortometraje Viacrucis del Señor por tierras de España, de José Luis Sáenz de Heredia, que empezaba con un rótulo: “Para constancia del dolor que hicieron las furias del comunismo al señor en su Santa Iglesia española”. El cortometraje era el primero en proponer la razón religiosa para legitimar el levantamiento del 18 de julio. En esos catorce minutos se sentaron muchas de las líneas de la futura propaganda franquista.
Y seguramente de ahí, y de la decepción provocada por Frente de Madrid, parte la necesidad, auspiciada y promovida por Franco, de hacer un ”cine de cruzada”, es decir, un cine que estuviese a la altura de los ideales del movimiento, tanto estética como ideológicamente.
Las motivaciones del cine de cruzada estaban claras: despejar dudas acerca de lo sucedido, es decir, dejar claro quiénes eran los buenos, quiénes los malos, y por qué; evitar contradicciones en los protagonistas, que se tenían que comportar como dictaba el nuevo orden moral y crear una genealogía de la Victoria, estableciendo líneas únicas de lecturas del pasado. Pero, sobre todas ellas, estaba la de crear un imaginario basado en la Guerra Civil, en la exaltación épica de la guerra como reflejo de la celebración de la moral del bando vencedor.
La primera experiencia del cine de cruzada fue Sin novedad en el Alcázar (Augusto Genina, 1940), producida por los hermanos Bassoli, que no por casualidad habían sido los productores de Frente de Madrid. El episodio del Alcázar había sido uno de los grandes triunfos propagandísticos del bando nacional, pues equiparaba a los sublevados a las mitológicas resistencias de Numancia o Sagunto. El director, en una entrevista a la revista Primer Plano, dijo que lo que pretendía hacer era una respuesta a El acorazado Potemkin, que era “un film de la revolución destructora mientras el episodio del Alcázar mostraba una revolución constructiva”. Fuese por lo que fuese, la película tenía muy claros sus referentes, que no sólo eran el cine soviético sino también, sorprendentemente, el western, con su modelo de “fuerte asediado”.
La película funcionaba como un reloj. A nivel visual, tiene imágenes muy potentes, sobre todo la escena de la eucaristía. Pero es más interesante a nivel ideológico, al presentar a todos los recluidos como una gran familia unida por las convicciones políticas frente a un enemigo común (hecho que en la realidad no fue así, ya que hubo rehenes y civiles obligados a permanecer en el Alcázar). También es interesante el aspecto narrativo, ya que se incluye explícitamente una relación sentimental como eje que vertebra la épica del relato. A partir de aquí el cine de cruzada intentará amoldarse a las intrigas y convenciones del drama amoroso.
Franco se tomó tan en serio la realización de Raza que no sólo aportó casi dos millones de pesetas para su realización, sino que se hizo un examen a los directores más importantes del cine español
Sin novedad en el Alcázar fue la primera, pero hubo más (El crucero Baleares, prohibida por el Ministerio de Defensa… por mala, Escuadrilla, Boda en el infierno); la joya de la corona es Raza, una película escrita por el propio Francisco Franco, por lo que es indudable que en ella volcó toda su ideología y mitología particular. La película contenía el auténtico manifiesto ideológico del franquismo. Pero no sólo era eso: Franco incluía numerosos elementos de su biografía, cuidadosamente sublimados, de tal forma que la película funciona no como un retrato de Franco, sino como un retrato de cómo Franco se soñaba a sí mismo. Aunque en la película hay referencias al Caudillo como un ser lejano, invisible, tenaz, Franco se representaba a sí mismo como José Churruca, interpretado por el atractivísimo Alfredo Mayo. Mucho se ha escrito sobre la película, pero vale la pena recordar el final: sobre unas imágenes del Desfile de la Victoria, en el que se ve a Alfredo Mayo a caballo, un niño que está entre el público le pregunta a su madre: “¿Qué es eso, mamá?” Y la madre responde: “Eso es la Raza”.
Raza no sólo marcó el credo político (mostrando la Guerra Civil como un desquite ante las pérdidas del 98 y al Frente Popular como unos psicópatas obsesionados con los sacerdotes) sino también el modelo cinematográfico que había que seguir para esos propósitos propagandísticos: enfático, pomposo, recargado, que bebía del cine fascista italiano pero también de los contrapicados del cine soviético.
Franco se tomó tan en serio la realización de Raza que no sólo aportó casi dos millones de pesetas para su realización, sino que se hizo un examen a los directores más importantes del cine español, pidiéndoles que escribiesen los cien primeros planos del guion, sin decirles quién lo había escrito. El examen lo ganó José Luis Sáenz de Heredia, que sería, veinticuatro años después, el realizador de la siguiente hagiografía del dictador: Franco, ese hombre (1964). Raza fue un producto tan perfecto, un documento que mostraba de una forma tan precisa y milimétrica la ideología del régimen, que en los años cincuenta, con una situación geopolítica distinta, hubo que proceder a cambiar el montaje y eliminar algunas frases para hacerla más consonante con los tiempos que corrían.
Otro de los primeros aspirantes a dirigir Raza fue Carlos Arévalo, un director afiliado a Falange que había realizado Harka (1941), una película sobre la Legión que se abre con la dedicatoria: “Un homenaje a la memoria de los que lo dieron todo por España”. En 1942, Arévalo puso en pie Rojo y negro, una película que según el historiador Fernández Cuenca fue la única realizada bajo un punto de vista falangista.
La película cuenta la relación entre Miguel, un militante comunista y su novia Luisa, militante clandestina de Falange. Durante la guerra, una noche Luisa se hace pasar por comunista para visitar a un compañero preso en una checa. Sin embargo, esta visita levanta las sospechas del jefe de las milicias que la sigue y la detiene en su casa. En la checa, Luisa es violada por un comunista borracho. A la mañana siguiente, es trasladada a la famosa checa de Fomento, donde Miguel está defendiendo no exterminar al enemigo, pese a la oposición de todos sus compañeros. Cuando se entera de la suerte de su novia, corre a buscarla pero ya es demasiado tarde. Al encontrar el cadáver de Luisa en la pradera, comprende su error y decide inmolarse disparando contra unos milicianos que le dan muerte.
Cinematográficamente, la película era una joya barroca, visualmente muy vanguardista, con una puesta en escena llena de movimientos de cámara y angulaciones muy inusuales en el cine de la época (el retrato de la checa, pasando de habitación en habitación es uno de los grandes planos del cine español), jugando perfectamente a dar más información al espectador que a los personajes, lo que crea una tensión narrativa enorme. Así lo dejaron ver las críticas de la época, como la del diario Arriba: “Cinematográficamente hablando, es una película perfecta”. Políticamente era una película claramente afín: nada en la película contradecía la ideología dominante, si bien si se dejaba clara la necesidad de acabar con la represión en la posguerra, con las ejecuciones que a diario se seguían sucediendo en las cárceles. Pero en su estreno la película molestó, por la omnipresencia excluyente de los falangistas. Se criticó que la película demostraba que los falangistas eran capaces de pactar con el enemigo. El falangismo redentor no sentó bien en los ámbitos oficiales, que querían un línea más dura, incluyendo alianzas estables con la Alemania nazi. Rojo y negro se estrenó el mismo día que regresaba a España la División Azul. La polémica fue tan grande que el propio Franco pidió verla en El Pardo.
No se saben muy bien las razones, pero Rojo y negro desapareció, no sólo de las carteleras, sino del mapa, y nunca más se supo de ella hasta su casual hallazgo en los años noventa. Su desaparición demostró que no se podía innovar ni ideológica ni cinematográficamente. De repente, el cine de cruzada fue degradando su potencia al subordinar los argumentos políticos a intrigas propias del drama sentimental. Lo político quedó en segundo plano, y se adaptaron las fórmulas tradicionales del melodrama a las nuevas exigencias políticas. A eso se unió que el cine de cruzada dejó de ser promovido por el gobierno, debido a la nueva situación política. Durante casi siete años, la guerra dejó de comparecer en el cine español. La derrota de Alemania e Italia en la Segunda Guerra Mundial había dejado a España en una situación delicadísima, con la amenaza de bloqueo de las potencias ganadoras. Franco decidió enterrar la beligerancia, e incluso hubo un cambio de gobierno el 18 de julio de 1945. El cine de cruzada desapareció, lo que pareció abrir la puerta a otro tipo de reflexiones, por ejemplo la de cómo la guerra había cruzado la vida del país. La importancia ya no era, siguiendo las enseñanzas de la conversión del cine bélico en melodrama, qué había sucedido en la guerra sino cómo la guerra había afectado a los españoles.
Juan de Orduña ya había desarrollado eso en Porque te vi llorar (1941), historia de una violación por parte de unos milicianos de una chica de la alta burguesía, y cómo al quedarse embarazada y tener el niño, se había quedado sola. Pero Llorenç Llobet Gracia lo llevaría a las últimas consecuencias con Vida en sombras (1948), una de las obras maestras del cine español. La película narra la vida de Carlos Durán, un aficionado al cine que poco a poco se va convirtiendo en un prometedor cineasta. Cuando estalla la Guerra Civil, que él está siguiendo por los boletines de la radio, decide salir con su cámara a filmar los acontecimientos. Filma un tiroteo, prestando atención también a los pequeños detalles, a los impactos de las balas. Cuando vuelve a casa, descubre que su mujer ha muerto por los disparos de una ametralladora. Entonces Carlos decide enrolarse en el bando nacional y dejar el cine. De esta forma, con una secuencia de doce minutos, donde no había ningún posicionamiento ideológico (si bien, al estar la acción situada en Barcelona se le supone a Carlos Durán un inocuo talante republicano), lo que muestra Vida en sombras es la herida irreparable y profundísima que supuso la Guerra Civil para todos y cada uno de los españoles.
Sin embargo, la censura exigió numerosos cortes en el guion, y después se le dio la 3ª categoría, que no conllevaba ayuda económica, hundiendo la película, que no se estrenaría hasta 1953, en una sesión doble, sin suscitar ningún eco. Vida en sombras mostró que no se podía hacer un cine sobre la herida de la guerra. Y quizá tampoco se podía hacer cine sobre la guerra. Los tiempos habían cambiado: en 1948 se levantaron las sanciones de la ONU y se abrió la frontera con Francia, en 1949 el Chase National Bank le dio a España un crédito de 25 millones de dólares para la compra de alimentos en Estados Unidos. Y se firmó el pacto de la OTAN, que dividía al mundo en dos bandos. Franco se presentó como un perfecto aliado contra el comunismo. La guerra ya no era la legitimadora del régimen, sino la respuesta española a la amenaza del comunismo.
Eso se ve perfectamente en una película aparentemente blanca como Balarrasa (José Antonio Nieves Conde, 1951), la película que abriría el extenso ciclo de cine religioso de los cincuenta. La película empieza contando cómo el teniente Balarrasa es un legionario que fuerza casas para saquear la bodega los días de permiso, que juega a las cartas en su tienda para desvalijar a sus compañeros y que engaña a uno de ellos para que haga la guardia por él. Pero ese compañero es asesinado mientras hace la guardia. Entonces Balarrasa, como quien cae del caballo camino de Damasco, decide ordenarse sacerdote. A partir de aquí la película se convierte en un drama en el que un sacerdote, de vuelta a su ciudad, intenta enderezar a los miembros de su familia, unos ricos en plena decadencia moral. La película no es bélica, ni de guerra, sino un melodrama de iniciación. La secuencia bélica son apenas quince minutos de noventa, pero sirve para mostrar la transformación: la guerra es ahora el origen mítico, la fuente original de la que todo nace. No hace falta ahondar en ella, porque sabemos que nos transformó a todos. Y nos transformó, como a Fernán Gómez en la película, en mejores personas, lo que equivale a decir, en un país mejor. Esta localización de la guerra como algo presente en el imaginario en forma de génesis, se ve perfectamente en la estructura de la película, articulada sobre un flashback en el que se ve a Balarrasa a punto de morir y entonces recuerda su vida. Este uso del flashback será muy socorrido en el cine de la Guerra Civil, ya que la guerra es y debe ser, ante todo, un recuerdo remoto.
Durante los años cincuenta, la Guerra Civil desapareció progresivamente de las pantallas
Balarrasa, de una forma quizá involuntaria, da lugar a la creación de dos modelos: las películas que se centran en la posguerra (lo que permitía una lectura internacional donde el enemigo ya no era un compatriota sino el comunismo internacional) y las películas de guerra protagonizadas por sacerdotes. Muchas veces se unían los dos caminos. El mismo año de Balarrasa, 1951, se estrena Cerca del cielo (Domingo Viladomat, 1951), biopic del padre Anselmo Polanco, nombrado obispo de Teruel en octubre de 1938. La película se abre con una voz en off que explícitamente marca el camino de la película: “Con diez años de antelación, fray Anselmo Polanco fue el primero de los mártires que hoy persigue el comunismo”… Así el cine de cruzada, netamente fascista, se convierte en un cine religioso anticomunista, donde es más importante el dibujo de la religiosidad (es decir, de ciertos valores morales) que los avatares bélicos. Pero lo importante es que el protagonismo ya empieza a ser individual: el padre Polanco no es una metáfora de la Nueva España sino un mártir con cuya muerte es imposible que alguien no se conmueva.
En la misma línea se sitúa El frente infinito (Pedro Lazaga, 1956), también articulada con un flashback, donde el sacerdote es Adolfo Marsillach, cuya primera misión tras ser ordenado sacerdote en Roma es ser el capellán de una compañía. Para ganarse el cariño de sus compañeros, aprende a jugar a las cartas y se inicia en la bebida. Pero un día, atenazado por el miedo, abandona el responso a un caído en el frente. Toda su compañía le increpa. No es hasta que decide no interrumpir una misa en mitad del bombardeo que no consigue la admiración. La escena en la que Adolfo Marsillach sigue consagrando mientras explotan bombas alrededor (y el peluquín está a punto de volar por los aires) es explícita en muchas cosas.
Durante los años cincuenta, la Guerra Civil desapareció progresivamente de las pantallas, y sólo existía fuera de campo, algo que por archisabido no hacía falta comentar. Se necesitaban excusas para resucitar la Guerra Civil. La efeméride de los veinte años del final sirvió para que se hiciese La fiel infantería (Pedro Lazaga, 1959). Esta película nacía de la necesidad de volver a tener, casi veinte años después de Raza, otra película emblemática que mostrase que el país había cambiado y que ya no tenían sentido los antagonismos. Era exactamente la misma idea de “reconciliación nacional” que había preconizado el Partido Comunista en el congreso de 1954, la misma que había preconizado Neville, dejando clara, eso sí, la superioridad moral del bando vencedor. Así se intuye al leer el rótulo que cierra la película, tras una escena final donde se ven los cadáveres entremezclados en el campo de batalla de uno y otro bando: “A todos los españoles que hicieron esta guerra, estén donde estén, vivos o muertos, ¡larga paz!”. Sin embargo, en la película sólo se retrata a los de un bando, en camaradería, compartiendo juegos, y confesiones. Lo importante de la guerra, nos decía la película, no son las batallas sino el sentimiento de convivencia colectiva, la creación de una comunidad afable de iguales, algo que después se extrapolará al país. El movimiento era muy inteligente: anteponer lo íntimo a lo épico y lo épico a lo ideológico. La Guerra Civil fue ante todo una vivencia íntima y personal. Es paradójico este mensaje, pues fue el mismo que intentó dar Vida en sombras, sin éxito. Pero aquí se da en clave alegre, pues quién no quiere tener un grupo de amigos.
Otro canto a la reconciliación es Tierra de todos (Antonio Isasi Isasmendi, 1961), una película muy interesante desde el punto de vista formal, que recoge cómo dos soldados, uno de cada bando, acaban compartiendo una cabaña en el bosque donde hay una mujer embarazada. Uno de ellos ha sido hecho prisionero por el otro. Se vuelve aquí, como en Sin novedad en el Alcázar, a la metáfora del encierro, que en este caso sirve para ver cómo poco a poco aflora la amistad y la fraternidad. Cuando la mujer va a dar a luz, los soldados deciden llevarla entre los dos al hospital, pero una bomba estalla y ambos mueren, otra vez como en Frente de Madrid, uno en brazos del otro. El niño sin embargo nace. La metáfora está clara, pero sin embargo, la película apenas da elementos para saber quién es el republicano, quién el nacional, cuál es la diferencia de sus pensamientos y de su forma de vivir. La película acaba siendo la crónica del encierro de dos enemigos, con una guerra cualquiera como telón de fondo. Diez años antes, otra película sobre la guerra, Servicio en la mar (Luis Suárez de Lezo, 1951), se abría con un rótulo donde se advertía que la película no se situaba en una guerra concreta, sino que quería hablar de todas las guerras.
si la Guerra Civil española podría ser cualquier guerra, entonces es que no era tan importante, ni tenía características especiales
Pero si la Guerra Civil española podría ser cualquier guerra, entonces es que no era tan importante, ni tenía características especiales. Se convertía así en una especie de hoja en blanco sobre la que se podía escribir cualquier cosa; apasionadas historias de amor, por ejemplo. Ese es el tema de Diálogos de la paz (Josep María Font y Jordi Feliu, 1965), donde una mujer, Amparo, quiere marchar al exilio tras enterarse que su compañero Juan, un miliciano, cayó muerto durante la guerra. El mejor amigo de Juan era Julio, que había combatido en el bando nacional y que está enamorado de Amparo. Al final, Julio decide adoptar al hijo de Juan y Amparo y casarse con ella, y reconstruir juntos una nueva vida, venciendo a los recuerdos. El mensaje estaba claro: la amistad y el amor han de estar por encima de las ideologías contrapuestas. Y para ello, había que convertir a los personajes y a las tramas en símbolos, despojarlos de cualquier atisbo de realismo, de personalidad, de verdad histórica.
Eso hizo el por otro lado muy beligerante Rafael García Serrano en Los ojos perdidos (1966), en la que una mujer, al recibir en el palco del teatro Victoria Eugenia la noticia de que su amado ha muerto en el frente, recuerda mediante un flashback cómo se conocieron en ese mismo teatro, y cómo pasearon por la ciudad el único día que compartieron, haciendo planes de boda y familia cuando acabase la guerra. Más lejos llegaría La orilla (Luis Lucia, 1970), en la que un miliciano de la CNT (interpretado por Julián Mateos, uno de los galanes de la época) se refugia en un convento tras ser herido; allí lo curan y él se enamora de una novicia. Cuando ambos escapan del convento, el bando republicano los abate. Esta vez los cadáveres que se confunden son los de un anarquista y una monja, en otro claro ejercicio de simbolismo. La orilla contiene un rótulo inicial: “Esta película está dedicada a los que desde un bando u otro, desde una u otra orilla, lucharon con nobleza y generosidad por una España mejor, la que día a día va fructificando en nuestra paz”. Luis Lucia dice claramente con esta película que lo importante en la Guerra Civil no era ganar, sino participar. Hubo otras películas, como La casa de las Chivas (León Klimovsky, 1972), otro melodrama bélico que amaba en tiempos revueltos, pero La orilla es la última gran producción oficialista hecha sobre la Guerra Civil durante el franquismo y, como inconsciente canto de cisne, tiene en su interior una perfecta síntesis de lo que era entonces el cine sobre la Guerra Civil: una especie de narcótico donde la guerra se difumina y lo sentimental emerge.
Pero a partir de los años sesenta también hubo un cine no oficialista que con más o menos éxito se fue haciendo un lugar y un prestigio. Era el Nuevo Cine español, de Patino, Saura o Regueiro, amparado por las nuevas políticas de apertura cultural de Fraga. Este cine, que pretendía equipararse con las rupturas estéticas del cine del resto de Europa, sin embargo dio la espalda a la Guerra Civil. La guerra aparece, sí, pero como un fantasma inexplicado. Y esas apariciones tienen lugar mediante una escritura simbólica y críptica, a veces con metáforas fácilmente interpretables, otras veces no. En todas esas películas la Guerra Civil es una evocación, como en Nueve cartas a Berta (Basilio Martín Patino, 1965), primera película en reflexionar seriamente sobre el exilio. El que más lejos llevó este dibujo de la Guerra Civil como pecado original fue Carlos Saura, en películas como La caza (1964), la historia del violento reencuentro de cuatro amigos en una cacería donde emergen, soterradamente, las tensiones acumuladas desde la guerra, o El jardín de las delicias (1970), donde para que el protagonista recupere la memoria le proyectan imágenes de combates.
El árbol de Guernica se rodó en Italia con capital francés, pero demostró que otros posibles relatos, nada tímidos, nada adocenados, sobre la Guerra Civil eran posibles
De todo este ciclo, la mejor película es La prima Angélica (1973), un ajuste de cuentas con la educación sentimental que impuso el franquismo a todos los que fueron niños durante la guerra, en paralelo a lo que Terenci Moix o Vázquez Montalbán hacían en literatura. Muestra –con continuos saltos temporales, como el presente está lleno de pasado– la vuelta de un editor a la ciudad de su madre, para llevar los restos mortales de ésta. En la ciudad, se ve invadido por los fantasmas familiares, por los recuerdo de una familia de corte fascista que se oponían abiertamente a su padre, claramente republicano. Curas, monjas, falangistas y castigos corporales se daban cita para desvelar, cómo ya había hecho Vida en sombras, la herida que jamás cicatrizaría. En La prima Angélica no hay escenas bélicas ni se ve el frente, pero la película era muy dura en su contenido: al representar los mismos actores los personajes del pasado y del futuro, mostraba cómo España, a pesar del desarrollo económico y la supuesta modernidad, seguía presa del mismo rencor clasista que había llevado a la sublevación del 36. No es de extrañar que la película levantase polémica. Pero si lo hizo no fue por su denuncia de nuestra pobreza emocional, sino porque en una escena, Fernando Delgado, que interpreta al tío falangista, aparece con el brazo enyesado en alto, como un eterno saludo fascista. Esa imagen fue considerada una burla intolerable. Por ello se levantó una campaña en la prensa del régimen, y en un cine de Madrid se robaron dos rollos, mientras que en otro de Barcelona se llegó a poner una bomba. El régimen seguía soliviantándose, pero sólo por una anécdota. Y es que para el cine español, la Guerra Civil se había convertido en una anécdota narrativa.
En 1974, sin embargo, un director español, Fernando Arrabal, iba a plasmar su personal visión de la Guerra Civil. Siendo un escritor tan polémico como él, con un imaginario donde la crueldad y la ternura se confundían, deudor de todo tipo de revoluciones, la película no podía dejar indiferente a nadie, pero es que buscaba escandalizar. El árbol de Guernica era su particular visión de la guerra civil española, ambientada en un pueblo castellano, Villa Ramiro, metáfora de la España cerrada en sí misma. Arrabal rechaza la supuesta neutralidad y la reconciliación, y quiere plantear una batalla al discurso oficial. Para ello huye de cualquier naturalismo y hace una película hondamente alegórica. La primera escena muestra a un grupo de niñas vestidas de primera comunión corriendo, algunas con banderas rojas, otras con banderas negras. Hay una imitación de una corrida de toros donde en vez de un toro hay un resistente al que le clavan las banderillas y al que le dan muerte, en una plaza llena de militares. Imágenes documentales de Franco saludando a Hitler y a Mussolini se mezclan con un imaginario católico de crucifixiones y vírgenes mártires. Toda la película está centrada en la excesiva crueldad del bando nacional, apoyada por la Iglesia. El árbol de Guernica se rodó en Italia con capital francés, pero demostró que otros posibles relatos, nada tímidos, nada adocenados, sobre la Guerra Civil eran posibles. En París se estrenó el 19 de noviembre de 1975. Un día después, Franco moría en su cama.
El 1 de octubre, CTXT abre nuevo local para su comunidad lectora en el barrio de Chamberí. Se llamará El Taller de CTXT y será bar, librería y espacio de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y...
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Luis E. Parés
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