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Atomik es una marca ucraniana de vodka. La empresa que lo comercializará –porque solo existe una botella– diluye el destilado con agua mineral obtenida de un acuífero situado debajo de la ciudad de Chernobyl, a unos 10 kilómetros de la central nuclear. A pesar de la fuerza de este nombre, los científicos de Chernobyl Spirit Company aseguran que su vodka no implica ningún riesgo para la salud y que su producción y venta reactivarán la economía del lugar, devolviendo a la comunidad local el 75% de las ganancias.
La historia de la zona es sobradamente conocida, más aún desde que se pusiera en pantalla vía serie. Jim Smith, uno de los científicos de Chernobyl Spirit Company, resume en la BBC: “De alguna manera, y aunque sea muy difícil, tenemos que avanzar hacia una situación en la que las personas puedan volver a vivir sus vidas sin este miedo”. De esa ansiada superación vienen el vodka y el boom turístico.
se agotó la forma tradicional de turismo y hubo que inventar nuevas atracciones para mantener la feria, siempre bajo el amparo de la tibia libertad
Porque Ucrania también quiere crecer. Aprovechando el tirón de HBO, el presidente del país, Volodimir Zelenski, firmó un decreto hace unas semanas para empezar a transformar la Zona de Exclusión de Chernobyl. El jefe del Estado ucraniano, ahora en la picota tras una supuesta conversación con Donald Trump, quiere convertir la CEZ “en un imán turístico, científico y próximo”. En esta era de titulares borrosos adornados con exageración, la industria amparada por Zelenskyy sabe que para vender su producto necesita utilizar palabras y expresiones igual de aparatosas. Por eso se alude constantemente al verdadero pueblo fantasma de Pripyat, a la reserva natural posthumana, a la noria en la que no se llegó a subir ningún niño, al paisaje postapocalíptico: “Siente emociones intensas en esta legendaria zona catastrófica”.
Así es que el turismo oscuro o tanatoturismo se define como la visita a lugares que han sido escenario de muerte violenta y de sufrimiento. Aunque las nuevas tecnologías lo presenten como novedoso, el término fue puesto en circulación en 1996 por los profesores John Lennon y Malcolm Foley en la revista International Journal of Heritage Studie. Lo macabro como ocio sigue la misma pauta que el resto de turismo contemporáneo: por una parte, el viajero va en busca de esa imagen que ha visto en algún medio, de la exclusividad, para corroborar la historia o, en su caso, construirla; por la otra, la industria busca hacer su agosto; en medio, el receptor actúa para su público.
Esta trinidad trágica fue convertida en imágenes por Dennis O'Rourke en un documental filmado en 1988. Cannibal Tours recoge un día cualquiera en el viaje de un grupo de occidentales dispuestos a descubrir una comunidad primitiva de Papúa Nueva Guinea, que se deja hacer entre publicidad de burbujeantes multinacionales y camisas de cuello inglés. A pesar de estas evidencias, los turistas, teniéndose por misioneros, creen que no es aconsejable empujar bruscamente a los nativos hacia la modernidad y justifican su visita como una forma de ayuda a través de la transmisión de valores y convicciones. Es esta concepción estereotipada la que lleva a un visitante alemán a interesarse por el lugar exacto en el que se cortaban cabezas y a acariciar y fotografiarse con un mojón. También al sistemático regateo de los visitantes cuando compran artesanía local, por otra parte, único ingreso de aquella población nativa. “Ayuda” y “regateo”, por lo tanto, no se complementan nada bien, a pesar de los intentos de la industria turística para convencer de que una comunidad anfitriona se beneficia del turismo masivo, alegando para ello que esa misma comunidad acepta dinero. Que el impacto turístico no es equitativo, ni ahora ni en 1988, lo deja claro una mujer de la aldea de Kanganaman, visiblemente enfadada frente a su puesto de artesanía, cuando pregunta por qué los turistas tienen dinero y ellos no.
El turismo oscuro se ha tratado de explicar aludiendo a la fascinación natural hacia la muerte, al resultado de privatizar la misma, a fines educativos e incluso a la propia comunidad anfitriona, que, según versiones (interesadas), encontraría en la banalización una forma de superar el trauma y seguir adelante. También al correr del tiempo, de modo que a mayor distancia de la catástrofe, mayor aceptación y olvido social. Para muestra, el Coliseo.
Sin embargo, la industria cultural y, por ende, la masificación frívola, no ponen nada fácil estas interpretaciones y se hace necesario realizar el análisis teniendo muy en cuenta el sistema económico en el que vivimos, que demanda para su supervivencia una renovación constante. Es decir, se agotó la forma tradicional de turismo y hubo que inventar nuevas atracciones para mantener la feria, siempre bajo el amparo de la tibia libertad. De acuerdo a esta visión neoliberal, “turismo justo” se convierte en un oxímoron y la acción turística en sí pierde valor como fuerza social. Ejemplo de ello sería Zelenski clamando por luchar contra la corrupción en Chernobyl, que se abre paso entre sobornos de funcionarios a turistas, exportaciones ilegales de chatarra y uso indebido de los recursos naturales. O el niño vestido con ropas tradicionales para la ocasión en Papúa Nueva Guinea, colocándose diligentemente junto a la orilla del mar para ser fotografiado. O los dos dólares que costaba entonces visitar la casa de los espíritus de Kanganaman.
¿Y qué pasa con el arte?
Pero no hace falta volar hasta el Pacífico para reparar en el turismo caníbal y tampoco es necesario que sea el ser humano el centro de la función. En Europa, y en lo que se refiere a patrimonio artístico, Shahak Shapira combinó los selfies que se tomaban los turistas en el Holocaust Memorial de Berlín con imágenes reales de los campos nazis de exterminio. Su proyecto, Yolocaust, se hizo famoso en cuestión de minutos. El artista puso a los protagonistas de aquellas fotos frente a lo macabro de la realidad, dejando en evidencia la frivolidad de su comportamiento. Podríamos preguntarnos si la estética conceptual del arte contemporáneo es incapaz per se de transmitir la realidad del momento que pretende representar y si ese sentido figurado consigue, precisamente, el efecto contrario. La realidad parece demostrar que la indefinición de la forma está alejada de los valores actuales, pero, como en el caso de Chernobyl, la explicación no puede hacerse aislando factores.
Uno de ellos se encuentra en Memorial Mania. Public feeling in América, donde Erika Doss concluye que la importancia de los memoriales va más allá de lo puramente artístico: “Cuando Estados Unidos invade u ocupa otro país, destruye sus memoriales, borrando así su autoridad simbólica del panorama social y político”. Doss considera que el arte público es utilizado como arma en una lucha cuya victoria pasa por conseguir la autoridad –no solo cultural– en un escenario cada vez más individualizado.
Ahí están los touroperadores vendiendo el memorial del 11-S entre muchas exclamaciones coloridas que remarcan cien veces cuántos muertos quedaron allí
Otro tema importante ya se ponía de relieve en 2006, cuando el Holocaust Memorial cumplía su primer aniversario. En aquella época, Karin Geil publicaba un artículo en Die Zeit donde se recogían los testimonios de algunos visitantes, además del sempiterno debate sobre lo conveniente o no de la obra del arquitecto Peter Eisenman. Lo bueno del reportaje es que incluía la edad de los protagonistas, de modo que se apreciaba cómo la conciencia aumentaba conforme lo hacía la edad. Así, una mujer de 18 años consideraba que aquello solo eran piedras, y su amiga, de 21, valoraba que la estructura no decía nada sobre la historia: “Ambas chicas están un poco perdidas en medio del laberinto y no saben qué hacer en él”, escribía Geil. En el otro lado de la balanza, la fundación que gestiona el memorial convertía en éxito los 10.000 visitantes diarios, sin importar, a simple vista, si se comprendía qué había allí. Lea Rosh, una controvertida periodista en Berlín y una de las patas del memorial, tampoco veía entonces nada malo en la masificación: “Lo interesante es que las personas se sientan y hablan sobre el monumento”. Lo interesante, decía en otro medio, es el debate.
Aunque hayan pasado más de treinta años desde Cannibal Tours, siguen siendo los turistas privilegiados quienes viajan en busca del primitivismo perdido, eligiendo, como ha criticado Mahrouse, el momento y la naturaleza de su salvación, “por lo que los problemas de los privilegios, el paternalismo y la lástima seguirán siempre presentes”. El progreso global, eso sí, permite ahora mayor movilidad turística con sus masas de turistas –como diría José Mansilla– concentradas como moscas en las mismas atracciones. Al igual que la ciencia intenta explicar los efectos a largo plazo en Chernobyl a partir de la coyuntura del entonces, las sombras del fenómeno turístico de masas de hoy, la frivolidad, apuestan por las necesidades económicas de la industria turística y no por los derechos de la cultura receptora. Ahí están los touroperadores vendiendo el memorial del 11-S entre muchas exclamaciones coloridas que remarcan cien veces cuántos muertos quedaron allí: “En tu próximo viaje a Nueva York no puede faltar un paseo por esta transformada y conmovedora zona. Para que la explores de cabo a rabo, ¡aquí tienes una guía del World Trade Center y sus lugares imprescindibles!”.
Todos estos paisajes edénicos abocetados por las instituciones en torno al tanatoturismo y a la masificación chocan de plano contra la esfera profesional, desde donde se dice que no se necesitan tantos turistas, sino más fondos para investigación, protección y conservación. Mientras la Organización Mundial del Turismo ratifica de nuevo su compromiso con el turismo justo, en Papúa Nueva Guinea un anciano declara a la cámara que “si ellos [los visitantes] me pagaran más, podría ir en ese barco con los turistas”, y en algún lugar de la Indonesia de Deborah McLaren otra mujer grita que un turista robó la talla donde estaba el alma de su madre.
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Autora >
Virginia Mota San Máximo
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