Relato
Una civilización muy atrasada
Los alienígenas se muestran desconcertados por las condiciones de vida en la Tierra
Gustavo Duch 9/10/2019
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― En general diría que son una civilización muy atrasada.
Así se expresaba la comisionada responsable ese año de visitar otro planeta de la Galaxia. Viajes a diferentes planetas que venían haciendo desde tiempos ya lejanos con el propósito de aprender nuevas formas de hacer y conocer nuevas formas de entender. Pero esta vez, cuando compartía su experiencia con la comunidad, parecía realmente decepcionada.
― Mirad compañeras y compañeros, me sorprendió que con más de diez mil años de presencia en la Galaxia no hayan sido capaces de desarrollar las potencialidades de su cerebro; su evolución en algún momento se estancó y ni tan siquiera son capaces de telecomunicarse. Para hablar entre ellas y ellos, cuando están a más de veinte metros o así, han de utilizar un aparato rudimentario que se pegan junto a la boca y la oreja. Lo mismo les ocurre con los desplazamientos, andan subidos en máquinas locomotoras que queman petróleo y además de ensordecer con mucho ruido, dejan el cielo contaminado y gris. Si me descuido, uno de ellos me atropella. No entiendo por qué no se teletransportan, es más sencillo.
― ¿Petróleo? ―preguntó un chico sentado en el círculo que habían hecho rodeándola.― Pero si hace siglos que conocimos todos sus efectos negativos y decidimos dejarlo en el subsuelo. Lo explican en las clases de Historia Antigua. Tan sólo unas tres o cuatro generaciones de los nuestros utilizaron ese combustible y rápidamente volvimos a entender que son los Soles de la Galaxia quienes nos pueden alimentar y energizar eternamente.
― Por eso digo que están muy atrasados. También he podido entender, más o menos, cómo se organizan. Lo hacen dividiendo sus tierras a partir de líneas trazadas en sus mapas. Lo llaman fronteras y en algunos lugares he visto que no sólo es una separación virtual, hay muros o vallas con cuchillas en su parte superior y oficinas donde les piden una serie de papeles para decidir si puedes entrar o salir. Dentro de cada frontera se distingue un pequeño grupo de personas que son los que mandan, vigilan, castigan y ordenan todo lo que se ha de hacer y cómo se tiene que hacer. Son muy pocos y casi todos son hombres y me pareció curioso cómo se visten. La gran mayoría de esos acaparadores de decisiones visten idénticos, con lo que ellos llaman traje y corbata; en algunos lugares los vi sentados en un trono con capa, espada y corona; y en casi todas partes desfilan por las calles vestidos de verde y con cascos que les cubren la cabeza… Será por eso que les cuesta tanto pensar.
― Querida Comisionada, porque sé que en nuestros encuentros formales dejamos voluntariamente las bromas de lado, pero parece que nos quieres enredar con chistes y cuentos. ― Se le escapaban las risas.― Eso es surrealista. ¿Unos pocos gobiernan a unos muchos? ¿Pero si hablar y reunirse en asamblea en todos los planetas que hemos visitado se viene haciendo desde la aparición de los Soles? Es sencillo y divertido.
― Pues mira, casi nadie con los que hablé ni tan siquiera se lo cuestiona. ¿Os imagináis más de mil días sin ninguna asamblea? ¿Os imagináis que todo o casi todo lo decidan unos pocos varones sin consensuar?
Mientras el diálogo seguía muy vivo, diez o doce jóvenes empezaron a repartir cuencos con verduras cocidas, bien calientes, pues uno de los tres Soles del planeta se escondía y empezaba a refrescar.
―Y, ¿de qué se alimentan? ―preguntó una niña de cabellos rizados.
―Certera pregunta, amiguita, pues de todo lo que analicé creo que es en esto donde están más atrasados. Creo que no son conscientes de que ponen en peligro la vida de todo su planeta. No conocen la agricultura, o la conocen muy mal o la conocen pero la desprecian. En el descenso teletransportado observé que, pobre planeta, apenas tienen tierras fértiles y las que existen están todas sembradas con uno, dos o a lo sumo tres cultivos. Y como no pueden alimentarse de cultivos variados, ricos, sabrosos y del día, tienen que inventarse alimentos diferentes con siempre los mismos ingredientes. En realidad lo que hacen con esos componentes es mezclarlos en formas y tamaños diferentes, que luego envasan en cartones o plásticos de colorines. Un buen truco, la verdad.
― Con esos pocos cultivos, otra cosa que hacen, y esto merecería que organicemos un Consejo Ético, es alimentar a los animales que mantienen enjaulados y que después los cargan en camiones…
― Perdón ―interrumpieron desde la segunda fila― ¿qué son camiones?
― Sí, disculpa, son una de esas máquinas con las que se desplazan pero muy grandes y llevan sin cesar comida de un lado a otro. Y de tanto trajinar con la comida resulta que casi toda se les estropea y la acaban tirando en grandes acúmulos que suelen hacer en barrancos. Igual que la comida viaja a gran velocidad, los comensales casi no tienen tiempo para sentarse a comer y conversar. Engullen la comida que, claro, les sienta mal o les genera problemas de obesidad.
― Por otro lado observé ―continua la Comisionada alisando su pelo con las dos manos― otra práctica que no supe aclarar. ¿Por qué envenenan la tierra con productos ponzoñosos que luego ingieren con sus alimentos? No he encontrado ninguna explicación a tal práctica de suicidio colectivo.
Las manos entrelazadas de la reunión se apretaron con fuerza; un gesto que aprendieron hace siglos para hacer circular energías, palabras mudas y sentimientos, de una a otra y de otra a una.
―Cierto ―dijo la Comisionada al recibir el mensaje― también yo sentí compasión en ese planeta. Y rabia, mucha rabia al conocer que más de la mitad de toda la población terrícola vive sin acceso a comida, agua o cabañas, porque estas cuestiones básicas y esenciales que lógicamente sabemos deben gestionarse desde el compartir, allí abajo les han puesto precio. Si no dispones de mucho dinero...
― ¿De qué? ―preguntaron muchas voces.
― Perdón, sí, de unos papeles de colores por los que la gente trabaja horas y horas sin cesar y que te permiten tener cosas en propiedad... sin ese dinero, decía, no puedes asegurarte una buena vida.
Eran muchas las preguntas que surgían hacia ella, y a cada respuesta mayor era el asombro de las gentes de un planeta que, con los mismos años de existencia que la Tierra, era muy diferente. Allí, habían acertado en sus decisiones.
Una vez satisfechas todas y cada una de ellas, dos mujeres, las que se veían más mayores, bien cubiertas de unas mantas, hablando a dúo con voces graves, añadieron:
― Gracias Comisionada por tu información, muy completa y detallada. Por último, ¿hiciste algo en favor de este planeta? ¿Les contaste cómo vivimos aquí?
― Bueno, antes de volver, simultaneado mi presencia en unas treinta o cuarenta zonas del planeta, entregué algunos puñados de semillas variadas a diferentes colectivos que me parecieron más despiertos y con ganas de romper con una situación podrida como el agua estancada. Me gustó lo que vi al amanecer siguiente. Cuando salieron de sus habitáculos, detuvieron las máquinas de correr sobre cuatro ruedas, se sentaron en el suelo y palpando la tierra recuperaron el diálogo con ella.
―Te injerto una semilla, decía él o ella.
―Te devuelvo un fruto, decía su madre Tierra.
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* Texto inspirado en un taller participativo después de visionar un fragmento de Planeta libre (La belle verte).
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Gustavo Duch
Licenciado en veterinaria. Coordinador de 'Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas'. Colabora con movimientos campesinos.
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