Tribuna
El procés: un alzamiento institucional secundado multitudinariamente
Un alzamiento tumultuario no equivale a una multitud concentrada de modo organizado y estratégico, ni siquiera aunque se interponga entre la policía y su objetivo, mediante una sentada o una barrera humana
Miguel Pasquau Liaño 21/10/2019
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Las palabras son importantes. No sólo en Derecho. Sirven no sólo para comunicar, sino también para entender y para pensar, y por eso es importante el esfuerzo de definir.
Una atenta lectura de la sentencia sobre el procés me ha hecho pensar que probablemente nos faltan las palabras exactas para definir lo que ocurrió en Cataluña en otoño de 2017, y que esa inexactitud de términos forma parte del problema: las expresiones al uso (“ejercicio del derecho de autodeterminación”, “golpe de Estado”, desobediencia, etc.) no acaban de ayudar porque, o son palabras que asociamos a otros significados más nítidos, o son sólo partes del elefante. He intentado encontrar una expresión que no deje fuera matices relevantes y que no añada retórica u hojarasca, y me atrevo a proponer esta: hubo un alzamiento institucional secundado multitudinariamente. Intentaré explicarlo. Sobre todo, a fin de determinar si lo sucedido encaja o no en la expresión legal que define el delito de sedición: alzamiento tumultuario para impedir la aplicación de la ley o el legítimo ejercicio de la autoridad.
Hubo un alzamiento institucional
Es difícil sustraerse a esta evidencia: las autoridades constituidas en Cataluña, tras concluir que no había posibilidades para pactar alternativas negociadas, tomaron la decisión de salir fuera del marco de sus competencias, utilizando los recursos e instrumentos que tenían atribuidos por su condición de autoridad, para “apretar” en el objetivo de la independencia. Utilizaron su mayoría parlamentaria para aprobar leyes cuya sola lectura, no ya por un jurista, sino por cualquier persona con mediana formación, calificaría inmediatamente como de ruptura con el Estatuto y la Constitución; emplearon fondos públicos y la capacidad ejecutiva (afortunadamente, con exclusión de la fuerza policial) para implementar la decisión de convocar y llevar a cabo un referéndum, pese a la orden de suspensión; proclamaron que no atenderían los mandatos de tribunales e instituciones estatales que se opusieran a su hoja de ruta; y finalmente redactaron y suscribieron una voluntarista e ilusoria declaración de independencia de Cataluña. Con el apoyo de muchos, y el rechazo de muchos.
A ese modo de proceder se le puede denominar cabalmente un “alzamiento”. No lo hicieron con pistolas ni con fuerzas armadas: lo hicieron con leyes y con decretos indisimuladamente contrarios al orden constitucional, subvirtiendo por tanto el fundamento de su propia autoridad: si eran autoridad, fue por la aplicación del Estatuto, la Constitución y las leyes electorales que les confirieron, legítimamente, una mayoría parlamentaria absoluta (pese a no contar con mayoría absoluta de voto), y una investidura. Ese abuso indisimulado de la autoridad es una vulneración de primer orden al fundamento del Estado de Derecho, que consiste en el establecimiento de competencias y procedimientos para tomar decisiones y resolver discrepancias: en efecto, antepusieron autoritariamente la consecuención de un objetivo político al respeto de las reglas y procedimientos que limitaban su autoridad.
no hay un derecho a la autodeterminación de una parte del territorio de un Estado cuando la población de ese territorio forma parte activa del pacto constitucional
Los líderes independentistas afirman que lo que hicieron no fue sino “ejercicio de un derecho”, en concreto del “derecho de autodeterminación”, reconocido por Tratados suscritos por España. Pero que alguien afirme que está ejercitando su derecho no significa que tenga ese derecho. Si es discutido, alguien tiene que decidir su existencia en el caso concreto. La sentencia ofrece una argumentación cuidadosa sobre este extremo, cuya lectura recomiendo a quienes siguen afirmando que el pueblo catalán tiene un derecho de autodeterminación. Existe el derecho a defender la independencia, a proponerla, y a intentarla dentro del ámbito propio de la acción política. Pero no hay un derecho a la autodeterminación de una parte del territorio de un Estado que pueda prevalecer sobre su Constitución cuando la población de ese territorio forma parte activa del pacto constitucional que sustenta ese Estado. Al menos, de momento no hay tribunal internacional que lo reconozca. Pudo estar cargado de razones, pero fue un alzamiento.
El alzamiento institucional no fue violento
No he de insistir mucho en esto, pues la tesis de la violencia ha quedado brillantemente descartada por la sentencia del TS, como, francamente, era de esperar, pese a opiniones de mucho político y mucho jurista que defendía de manera voluntariosa otra cosa. “Bastó la exhibición de unas páginas del BOE” (con el decreto de aplicación del artículo 155 de la constitución), para que “desistieran incondicionalmente de la aventura que habían emprendido” (pg. 269). No fueron necesarios policía ni ejército. El “alzamiento” no se protegió con actos de violencia, y así estuvo diseñado desde el principio. Ni se empleó la fuerza policial que estaba en sus manos (los Mossos), como claramente quedó acreditado en la vista del juicio: de manera explícita decidieron respetar la autonomía de los Mossos en el ejercicio de sus funciones, puestos al servicio de la autoridad judicial. Hubo episodios irrelevantes de violencia, que no pueden calificarse como instrumentales al alzamiento. Lo que los acusados pretendían era la viabilidad de una secesión negociada, es decir, no violenta (pg. 268). Esa línea roja estuvo claramente asumida.
La acusación y el procesamiento por el delito de rebelión fue, a mi entender (es una opinión), el más grave error cometido a lo largo del proceso, en la fase en que estuvo marcada por el impulso de la Fiscalía, tan aplaudido sin embargo por algunos sectores de opinión. Un error que tuvo consecuencias: determinó la competencia del Tribunal Supremo (con la consiguiente supresión de una segunda instancia) y provocó la suspensión del cargo parlamentario de aquellos acusados que lo ostentaban, a modo de una inhabilitación cautelar que el ordenamiento sólo prevé para los casos de rebelión y terrorismo. Pero ha de reconocerse al Tribunal Supremo algo que muchos ponían en duda: pudo y supo, por virtud del juicio y de la deliberación, salir del marco de las decisiones iniciales. Otros, como llamativamente el director de un diario nacional en su carta de este domingo, no lo han interpretado como un acto genuinamente judicial, sino que han sugerido que el presidente de la Sala ha actuado al dictado del Gobierno, y los otros seis magistrados al dictado del presidente de la Sala.
Multitud y tumulto.
Descartada la violencia típica del delito de rebelión, ¿fue, entonces, un alzamiento “tumultuario”, característico de la sedición?
El Tribunal Supremo ha concluido que sí por unanimidad. Se afirma en la sentencia, en un pasaje fundamental, que si hay un levantamiento “multitudinario”, “generalizado”, y “estratégico” (es decir, organizado) con intención de obstaculizar la actuación de la policía, “no es posible eludir la tipicidad de la sedición” (pg. 283). Y ello aunque sea mediante una acción de resistencia no-violenta, porque, “aunque se adjetive con la evocación de la paz, la resistencia es resistencia, supone fuerza física e intimidatoria, supone presión, supone oposición a la actuación policial” (pg. 393). En definitiva, para la sentencia, “la sedición no es otra cosa que una desobediencia tumultuaria, colectiva, y acompañada de resistencia o fuerza” (pg. 396). De manera especialmente clara y resumida, se dice (en la pg. 283) que “la actitud de oposición [por una multitud] a posibilitar la actuación de la policía, incluso mediante fórmulas de resistencia si se quiere noviolenta (…), aunque no se diese un paso más, es por sí sola apta e idónea para colmar las exigencias típicas del delito de sedición”. Y esto ocurrió, al menos, en dos momentos según el TS: el 20-S ante la sede de la Consejería de Economía, y el 1-O en los colegios electorales.
Multitud, hubo. Pero, ¿hubo tumulto? La sedición se describe en el artículo 544 como alzamiento público y tumultuario. No dice “multitudinario”, sino “tumultuario”. ¿Es lo mismo una cosa que otra?
Desde luego, si hace tres años a mí me plantean esta pregunta, yo contestaría con seguridad, sobre todo en atención a la magnitud de las penas asociadas al delito de sedición, que un alzamiento tumultuario no equivale a una multitud concentrada de modo organizado y estratégico, y que tampoco lo es aunque se interponga entre la policía y su objetivo, mediante una sentada, una barrera humana, o un encadenamiento colectivo. Habría dicho que un alzamiento tumultuario es un acto de acometimiento agresivo realizado por una multitud. Es decir, un motín. Por ejemplo, la toma de la Bastilla, o una masa de gente que acomete a la policía, se apropia de sus armas por la fuerza de la multitud, e invade un edificio que estaba protegido por los agentes. Una masa de personas que acomete a la autoridad y pretende ocupar su lugar. Actos así justifican, sin duda alguna, una pena de la gravedad del delito de sedición, equiparables a la del homicidio o la violación.
la multitud que secundó, porque quiso, a los alzados, no se convirtió en un tumulto, entre otras cosas porque hubo determinación para que eso no ocurriera
He pensado mucho sobre esto estos meses. Y sobre todo he leído la sentencia con intención de entenderla, saliendo del prejuicio que reconozco que tenía previamente (nunca vi el delito de sedición, y lo he defendido por escrito contra otras opiniones bien argumentadas). Y mi conclusión es la que da título a este artículo: que quienes se alzaron fueron las autoridades, que el alzamiento fue institucional (no tumultuario), y que la multitud que secundó, porque quiso, a los alzados, no se convirtió en un tumulto, entre otras cosas porque hubo determinación para que eso no ocurriera. La multitud, el 20-S, protestó, “entorpeció” (pero no impidió ni pretendió impedir, pues ya se estaba realizando) el registro de la Consejería acordado judicialmente; y, el 1-O, no “acometió” como tal multitud (actitudes individuales aparte) a la fuerza policial, sino que sólo resistió de forma pasiva, en un acto de desobediencia masiva: no hay ejemplo más típico de un acto de desobediencia pacífica y resistencia pasiva que una sentada multitudinaria.
Se suele explicar la “tipicidad” del Derecho penal (es decir, la valoración de si unos hechos encajan en la descripción legal de un delito) con la “teoría del guante”. Los hechos son la mano, y el tipo penal es el guante: o se llenan todos los dedos del guante con la mano, sin estirar o romper el guante, o no se ha cometido ese delito. Quizás otro sí: habría que seguir buscando en la estantería por si hay un guante que se ajuste a la mano.
¿Se ha forzado en este caso el guante? ¿Se ha añadido un dedo ortopédico?
Hard cases make bad law
La jurisprudencia va creando criterios y doctrinas en función de los casos a los que se va enfrentando. Con el delito de sedición el TS tenía escaso recorrido. El “gran caso”, para infortunio de los acusados, ha sido el del procés, y con motivo del mismo ha construido una interpretación del tipo delictivo, en mi opinión, forzada por las peculiaridades del caso al que se enfrentaba, sin una previa doctrina consolidada. Quiero explicar esto, porque no estoy diciendo que el Tribunal Supremo haya “decidido” torcer el sentido de la ley, sino simplemente que la ha interpretado con pie forzado por el caso que tenía que juzgar, como ocurre con frecuencia. Los casos difíciles hacen un “mal Derecho”.
Supongamos que el “gran caso” que se hubiera planteado ante el Tribunal Supremo hubiese sido este otro: con gran oposición de un pueblo (llamémosle Fuente Obejuna), la autoridad competente ha decidido la construcción de una presa que servirá para un embalsamiento del río, con la consiguiente desaparición del pueblo y el traslado de sus habitantes a otras poblaciones. Los habitantes de Fuente Obejuna se conjuran para defender su existencia, pese a que la decisión de la construcción de la presa está bendecida por los tribunales, dado que persigue fines de interés general acreditados para la comarca. El alcalde, la mayoría de grupos municipales, y las asociaciones de vecinos de Fuente Obejuna, se reúnen para estudiar posibles maneras de impedir el inicio de las obras y dar trascendencia mediática al asunto. Bomberos, funcionarios y otros servicios públicos municipales colaboran activamente con la iniciativa. El día de comienzo de las mismas, el pueblo entero se aposta de madrugada en la ribera del río y se encadena, impidiendo el paso de camiones, tractores, topógrafos, ingenieros, etc. La situación se plantea al juez, quien encomienda a una fuerza policial el desalojo de la zona para permitir las obras y faculta a la policía para proceder al mismo mediante el empleo proporcionado de la fuerza. La policía acude al lugar, y el pueblo está, encadenado, cantando “No nos moverán”, y “Fuente Obejuna, todos a una”. También abuchean a los policías, y alguno incluso los insulta. La policía, en el ejercicio de sus funciones, interviene, rompe cadenas, intenta apartar a los vecinos, e incluso en ocasiones los agrede con porras hasta conseguir abrir un corredor por el que pasarán los camiones. Las imágenes, difundidas por televisión, son conmovedoras.
Ya sé que el caso no es idéntico. Pero sí se parece justamente en lo definitorio de la sedición según la sentencia del Tribunal Supremo: se trata de una multitud o muchedumbre que, de manera organizada, estratégica, y con unidad de acción, se interpone físicamente para obstaculizar a la policía el cumplimiento de la orden de permitir el paso de los camiones. En vez de una muralla de hormigón, una muralla humana. Si se hubiese formulado querella por sedición contra el alcalde, los concejales, y los presidentes de las asociaciones de vecinos, ¿se les habría condenado por sedición, con penas de en torno a 10 años? ¿O quizás habría dicho el Tribunal Supremo que al ser una movilización pacífica, no violenta y sin agresiones ni acometimiento, se trató de un delito de desobediencia grave a la autoridad? En tal caso, ¿no habría definido el delito de sedición de modo más restrictivo que como lo ha hecho en esta sentencia? Sinceramente, creo que sí. Los casos normales generan un buen Derecho.
¿Por qué? Porque la anormalidad del caso del procés está en la gravedad política de lo sucedido (el alzamiento institucional frente a la Constitución), y eso ha llevado al tribunal a “rebajar” la exigencia para el otro elemento del tipo (“tumulto”), en una especie de aplicación de la teoría de los vasos comunicantes: lo que sobraba del dedo “alzamiento”, ha ido a llenar el dedo vacío del tumulto. Esa es mi impresión. De hecho, algún analista ha dicho ya que la definición de sedición que da la sentencia sirve “para este caso”, pero no se va a generalizar para otras situaciones.
Derecho de reunión y protesta, y proporcionalidad.
¿Vulnera la sentencia el derecho fundamental de reunión y protesta?
El Tribunal Supremo utiliza un argumento que parece contundente para rechazar la existencia de una fricción entre la condena penal por sedición y el alcance del derecho de protesta y manifestación. Dice, con toda razón, que no existe un derecho a impedir la actuación de la policía en cumplimiento de un mandato judicial, ni es ejercicio de un derecho fundamental “imposibilitar mediante la interposición física la actuación de los agentes de la autoridad” (pgs. 244 a 247). Ello excede del derecho de protesta, e incurre en una desobediencia masiva, que no podría ser concebida como un derecho fundamental en un estado democrático de derecho. Si, pues, no se puede entender que se estaba ejercitando un derecho de protesta, sino que hubo extralimitación (al entrar en la desobediencia organizada), no puede haber tal colisión.
Se trata de un argumento tautológico: la comisión de un delito nunca es ejercicio de un derecho, por lo que la condena nunca es vulneración de ningún derecho. En palabras de la sentencia, “cuando se vulneran preceptos penales no se puede buscar el abrigo del derecho fundamental, alterando conscientemente su contenido material. Nunca la protesta o la disidencia podrá justificar la inequívoca comisión de hechos penales. Si se partiese de otra base bastaría con identificar un móvil político o de protesta para justificar cualquier conducta antijurídica, incluidos, por ejemplo, el homicidio o el secuestro” (p. 394). Esto se entiende perfectamente.
Pero la contundencia lógica de este argumento es sólo aparente, y esto es algo de máxima importancia, porque afecta no sólo a la suerte de los condenados, sino a la entereza de los derechos fundamentales. Quizás estén ya cansados de este artículo tan largo, pero hagan un último esfuerzo. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (un tribunal que no es “extranjero”, sino que forma parte de nuestra estructura judicial, puesto que los españoles hemos decidido someternos voluntariamente a su jurisdicción) ha declarado vulnerado un derecho fundamental incluso sin descartar que con motivo de su ejercicio se estuviera cometiendo un exceso delictivo. Para ello, utiliza el argumento de la proporcionalidad: si la condena impuesta por la desviación en el ejercicio del derecho es desproporcionada, se vulnera el derecho: el acusado no estaba ejerciendo cabalmente un derecho, pero ese derecho ha podido quedar vulnerado por la magnitud de la sanción penal. En particular (aunque no sólo) esta doctrina se justifica por el llamado “efecto desaliento”, es decir, el temor en lo sucesivo de “apurar al límite” el ejercicio del derecho al existir precedentes en que por una transgresión no relevante de sus márgenes se ha impuesto una pena durísima, que acaba siendo disuasoria del ejercicio mismo del derecho. Un ejemplo: la libertad de expresión no concede un derecho al insulto, luego quien insulta no puede invocar la protección de dicho derecho; pero si por un insulto se impusieran cuatro años de cárcel, sí se estaría vulnerando la libertad de expresión, y ello aunque la sentencia fuera una cabal aplicación de una ley vigente.
Así es como puede plantearse si la sentencia es respetuosa con el derecho de reunión y protesta. No por condenar o criminalizar la protesta en sí, pues lo que se condena, ciertamente, es el entorpecimiento de la acción policial; sino por castigar tan duramente (con penas semejantes al homicidio y la violación) una desviación por desbordamiento del derecho a concentrarse, protestar y manifestarse. El TEDH nunca podrá decir cómo debe interpretarse el delito de sedición en España: eso es competencia del TS. Pero sí es competente para valorar el resultado de su aplicación como lesivo del derecho fundamental.
Y atención a esto: a fin de valorar la proporcionalidad, no podemos basarnos en algo tan opinable como la gravedad política de la conducta. Yo soy de los que considero que un alzamiento institucional, sea o no sedicioso, es algo muy grave en una sociedad democrática como es la española (y justificó la activación del art. 155 CE). Pero lo que hay que valorar es el grado en que el bien jurídico protegido por el delito ha quedado comprometido; y el bien jurídico protegido por la sedición no es la unidad de España (que, como bien se razona en la sentencia, apenas quedó comprometido), sino el orden público y el principio de autoridad.
¿Qué se puso en peligro o qué se disturbó el 20-S y el 1-O? Permítanme la ligereza, pero creo que puede ser descriptivo: se trataba de algo tan banal como una mesa petitoria de firmas, pues eso y no otra cosa acabó siendo el llamado “referéndum” una vez que fue certeramente desactivado por el Estado con los recursos contra la ley del referéndum y los decretos de convocatoria. Así lo dijo la Junta Electoral Central en un Acuerdo: “No ha tenido lugar ningún proceso que pueda ser considerado como un referéndum”. Carecía, igual que una mesa petitoria, de todo valor decisorio. Tampoco se estaba cometiendo un delito dentro de los colegios electorales, como un robo o un secuestro (en cuyo caso, los concentrados para que la policía no frustrase el delito serían considerados cómplices de ese delito, más que sediciosos). Si a eso añadimos que el grado de desviación respecto del derecho de protesta fue (aun partiendo de la tesis del Tribunal Supremo) mínimo (pues obviamente no es lo mismo un motín o un acometimiento tumultuario en sentido estricto, que la resistencia pasiva), la pregunta sobre si la condena impuesta es desproporcionada no carece en absoluto de sentido. Este “ajuste” entre la intensidad de afectación del orden público y la gravedad de la pena pudo haberse efectuado, bien con una interpretación más estricta de los elementos de la sedición (para descartarla), bien mediante la aplicación del artículo 547 del código penal, según el cual “si la sedición no ha llegado a entorpecer de un modo grave el ejercicio de la autoridad pública, y no haya tampoco ocasionado la perpetración de otro delito al que la Ley señale penas graves, los tribunales rebajarán en uno o dos grados las penas señaladas en este capítulo”. Se puede opinar que no, o que sí ha existido desproporción con la consiguiente afectación del derecho fundamental. Pero lo decisivo será lo que entiendan al respecto los órganos a los que tenemos encomendados la última palabra sobre dicha cuestión. Y sobre dicha cuestión, la última palabra no la tiene el Tribunal Supremo, sino el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
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Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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