TRIBUNA
Antes de que salga la sentencia
La decisión judicial no es una decisión ‘democrática’. Y no tiene por qué serlo, porque el sistema ‘quiere’ que no sea una decisión política, sino técnico-jurídica
Miguel Pasquau Liaño 9/10/2019
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La sentencia que conoceremos, leeremos, analizaremos y comentaremos próximamente, no será un “error” del sistema, sino que “definirá” al sistema. Será la respuesta oficial del Estado, a través del órgano que ha resultado competente para ello, para un conflicto que, si socialmente ha enfrentado posiciones difícilmente conciliables, también ha sido así en el plano jurídico. Esto es indiscutible: al margen de las vísceras y de las emociones, juristas cualificados han ofrecido argumentos técnicos bien elaborados para defender diferentes consecuencias penales para los hechos producidos en el otoño de 2017 en Cataluña. Hemos de presumir que la gran mayoría de esas opiniones son igualmente honestas, es decir, que se ha dicho lo que se pensaba, y no lo que convenía. Pero son inconciliables. Alguien tiene que dar “la” respuesta oficial. Ese “alguien” es una Sección de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, integrada por siete magistrados que han presenciado el juicio: han oído a los acusados, a los testigos, han visto las pruebas documentales y periciales, han oído a los fiscales y a los abogados, han deliberado entre ellos, y han llegado a una conclusión, que podrá ser unánime o mayoritaria. Quedarán recursos, ante el Tribunal Constitucional y ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, órganos que tienen su propia competencia para revisarla desde el punto de vista de las garantías y derechos fundamentales; pero la sentencia que conoceremos pronto será la respuesta del Estado español a una pregunta que quedó formulada judicialmente: ¿han cometido delitos los acusados? ¿Qué delitos? ¿Con qué consecuencias penales?
La respuesta que dé el Tribunal Supremo no tiene por qué ser acatada intelectualmente, pero sí debería haber un consenso generalizado sobre el hecho de que ha de ser cumplida. Dicho de otro modo: que el que una parte de los españoles no quede conforme con ella, o que piense que estaba escrita desde el principio, o que es el resultado de un proceso en el que no se han respetado las garantías, no es razón válida (mientras otro tribunal no lo declare así) para minar la autoridad propia de la sentencia, que es el efecto de cosa juzgada. Sé que esto es una obviedad, pero conviene repetirla: en caso de disputa, no hay mejor modo de dar una respuesta que la de ponerla en manos de un órgano predeterminado, profesional, independiente y con instrumentos suficientes como para resistir a toda presión (ya venga de movimientos de opinión, de medios de comunicación, o de otros poderes), y tras el seguimiento de un juicio con igualdad de armas entre las partes. Por eso, como dije al principio, la sentencia no será un “error”. Podrá gustarnos o no, pero será la respuesta oficial. La que vale.
Sin perjuicio de lo que resulte de los eventuales recursos, la sentencia no perderá autoridad por las críticas que ya ha recibido por anticipado. Me refiero fundamentalmente a la opinión, ampliamente extendida en el ámbito del soberanismo catalanista, de que el Tribunal Supremo no habrá actuado más que como una “pieza” dentro de una estrategia de represión, elaborada fuera de las instancias judiciales, con el objetivo de “defender al Estado”. Permítanme que diga que, por más que podamos ser críticos con las connivencias cortesanas de la cúpula judicial y la cúpula política, sustentar que el Tribunal Supremo es una marioneta de otros poderes (el Gobierno, los partidos, el rey, el IBEX, etc.) es tanto como no enterarse de qué va esto. Los siete magistrados que integran la Sala que va a suscribir la sentencia, y cada uno de ellos, tienen no sólo el derecho, sino también la obligación de resistir a toda presión, y están protegidos en su independencia, con instrumentos eficaces para hacerla valer. Salvo coacciones delictivas que ya sería mucho presumir, cada uno de ellos va a estampar su firma sobre la decisión que considera más correcta desde el punto de vista jurídico, y se va a hacer responsable de ella. Si alguno de ellos firma al margen de su criterio jurídico, estaría defraudando gravemente la confianza que el sistema ha puesto en él: lo que el sistema quiere y espera de cada uno de los magistrados no es que condene a esto o a lo otro, o que absuelva, sino que decida libremente. El criterio que cada uno suscriba podrá ser, obviamente, criticado, pero nunca va a ser sancionado. El único coste personal que puede suponer es la crítica, y no duden que ese coste ya lo tiene amortizado cada uno de los siete magistrados. Es importante por ello tener claro que la sentencia no la va a dictar nadie que no sea la suma de los siete magistrados puestos ahí para tomar una decisión. Esa última frase se puede resumir: se trata de un mínimo de “confianza pese a todo” en las instituciones, sin la que perderíamos toda esperanza como sociedad.
No es un planteamiento ingenuo ni formalista el mío. Es una convicción que juega con la presunción de que cualquier profesional tiene el máximo interés en hacer las cosas bien. El fallo al que llegue la sentencia no será el resultado de un conchabeo, ni de ningún seguidismo, sino el resultado de una deliberación en la que se habrán medido argumentos y unos habrán vencido a otros.
El fallo al que llegue la sentencia no será el resultado de un conchabeo, ni de ningún seguidismo, sino el resultado de una deliberación en la que se habrán medido argumentos y unos habrán vencido a otros
Es cierto que, dada la indefinición de los términos legales que describen los delitos concernidos (“alzamiento violento” –para la rebelión– y, sobre todo, “alzamiento tumultuario” –para la sedición–, dejan abierto un margen para la voluntad. Quiero decir que la sentencia no será sólo la conclusión de un silogismo lógico perfecto: habrá detrás, también, una decisión sobre si la magnitud, finalidad y alcance de los hechos juzgados “deben” calificarse de un modo que permita un castigo como el previsto en el Código Penal para esos delitos. Al ser términos indefinidos, podrán estirarse si se quiere condenar, y podrán comprimirse si se quiere absolver. La acusación ha dado argumentos para estirar, y la defensa ha dado argumentos para comprimir. El Tribunal no va, simplemente, a “constatar”, sino que tiene que valorar, y en esa valoración, sí, puede influir la percepción de cada magistrado sobre la gravedad y/o anormalidad de las conductas enjuiciadas. Pero esto no es, en absoluto, la primera vez que ocurre. Es infantil escandalizarse de que el código no dé una única respuesta posible, y que la sentencia, por tanto, requiera un “acto de voluntad”. La cuestión está en que esa voluntad ha de resistir la crítica jurídica, y que eso lleva a una “comparación de argumentos”. Seguramente esa comparación será inevitable una vez que la sentencia sea publicada y leída: nada puede impedir que algún jurista formule una argumentación que considere mejor y que conduzca a una respuesta diferente. Ese debate intelectual y técnico posterior a la sentencia será saludable. Pero no mermará, insisto, la autoridad de la sentencia: un Estado de Derecho se caracteriza, entre otras cosas, porque alguien ha de tener la última palabra, y la “validez” de esa última palabra no queda a expensas de que convenza a un número mayor o menor de ciudadanos. En ese sentido, podemos decir que la decisión judicial no es una decisión “democrática”. Y no tiene por qué serlo, porque el sistema quiere que no sea una decisión política, sino técnico-jurídica. Su legitimidad proviene del hecho de que la ley ha atribuido a un órgano determinado la competencia para decidir, y para hacerlo con arreglo a un código de normas que el Parlamento, y no los jueces, ha aprobado.
Discúlpenme quienes vean en estas disquisiciones poco más que un conjunto de obviedades. Una vez que leamos la sentencia podremos discutir sobre si nos convence o no el relato de hechos que el Tribunal haya considerado probado respecto de cada uno de los acusados, o sobre la interpretación que el Tribunal formule de los términos “alzamiento violento” y “alzamiento tumultuario”, así como, especialmente, sobre la “calificación” que, de los hechos probados, haga el Tribunal, encajándolos o no en uno u otro tipo penal. Esa discusión a posteriori será muy importante. No habrá objeción alguna para poder manifestar desacuerdo: el efecto de cosa juzgada se limita a asegurar la ejecución de lo resuelto, pero no otorga santidad intrínseca a la sentencia. De momento, en la espera, bueno es saber que estamos a punto de conocer cuál es la respuesta oficial del Estado español a preguntas importantísimas que se han formulado a lo largo del proceso judicial, que permitirá contar con un “mapa” de los límites penales de la acción política desde las propias instituciones y de los límites penales a las movilizaciones sociales de apoyo o promoción de iniciativas declaradas nulas por decisiones judiciales previas, o de protesta frente a otras decisiones adoptadas.
No me digan que no es como para estar atentos a una sentencia tan importante.
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Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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