DIARIO DE MOSCÚ (VI)
Por Freud y por Edipo
Sexta entrega del diario de un profesor de lengua y literatura española contratado para dar clases en Moscú, Idaho
Rubén Ángel Arias 23/10/2019
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16 de agosto de 2018
Unos gritos me despiertan. Estoy en el avión y acabo de tener una pesadilla. Soy yo el que grita. El terror primero y la vergüenza después, este es el orden de los acontecimientos.
Una de las azafatas sale de detrás de las cortinillas de la sección de primera clase y se dirige sonriente, apaciguadora hacia mí, pero enseguida sus ojos dan con mi desconcierto, hacen tope con él y retroceden.
Miento y le digo que estoy bien, que no se preocupe, que es solo que se me ha dormido el brazo derecho –es verdad– y que esa ha sido la razón de la pesadilla. Me trae agua. Saco el blíster de las benzodiacepinas y me meto una en la boca, delante de ella. A ver si nos tranquilizamos todos un poco, pienso, bebo, trago y me echo a reír como un idiota.
A los quince minutos empiezo a notar los efectos suavizantes, ralentizadores, que aprovecho para sacar el cuaderno de pastas marrones y apuntar lo que acaba de suceder antes de quedarme dormido con más cara de Ángel que de Rubén. El ángel bobo (idea que anoto rápidamente y que, vista desde la rendija anímica del clorazepato, se me antoja muy simpática, luego ya veremos).
Cuando salgo del pánico el alivio es tal que no sé distinguirlo de la euforia, tanto es así que ahora mismo pagaría por ver a todo el pasaje borracho y dando saltos, descarriando el aparato o cambiando su rumbo. Pero miro hacia atrás y todos duermen. Hay muchos chinos en este avión. Chinos en chándal, chinos sin prisa. Parecen una delegación de algo, tal vez el equipo de un deporte en el que se necesitan muchísimos jugadores, una disciplina llena de futuro y de triunfos, como un baúl de trompetillas. Sin embargo, ahora duermen o se aburren y a mí me entran ganas de besarlos a todos en la frente, por desacelerados y benditos. Me gustan mucho estos chinos tan aplicados a la producción de descanso como lo estarían si estuvieran produciendo cualquier otra cosa, juguetes, por ejemplo. A veces la realidad se ordena para que construyamos de una vez y para siempre un malicioso estereotipo. Envidio su estereotipo, pues es un poco de huérfanos esto de andar por ahí sin estereotipo reconocido o, peor aún, sin saber del todo cuál nos ha tocado). Un estereotipo con el que acceder y relacionarnos con el estereotipo de los demás y entrar así en una populosa comunión de superficialidades.
Mientras, allá abajo, las innumerables olas, ordenadísimas y extensas. Me invento que veo una luz gris y parpadeante, tal vez de un barco o de una planta petrolífera. Esa luz, que no está ahí, es ahora mismo todo el mobiliario del mundo.
17 de agosto
E., a quien advertí del zombi en que me convierten los viajes en avión, se presentó en el aeropuerto como si viniera en busca de un astronauta debilitado por meses de soledad y gravedad cero. Su puesta en escena –conmovedora, retorcida– consistió en esperarme junto a la cinta de equipajes con un chaleco amarillo y una silla de ruedas con el logotipo de la NASA en el respaldo. La silla era de Alaska Airlines, el logotipo –una pegatina– lo había comprado en una de esas gasolineras en las que no hay objeto que no lo incluya: parches, camisetas, gorras, imanes, esferas de reloj, llaveros y bolígrafos colaboran con la colonización espacial de la materia.
18 de agosto
En Moscú. Iba a escribir, “de nuevo, en Moscú”, pero el jetlag me impide percibir esa novedad de segunda. El jetlag es ahora puerto y país y paisaje. Vivir será, durante los próximos cuatro o cinco días, despedirse de este interior adensado por el desfase horario. He probado todos los trucos para aligerar el trámite, para que mi cuerpo no me afee la llegada. He preparado todo a conciencia: las comidas, la exposición a la luz, las horas de sueño. Todo ha fallado.
Me he despertado de golpe a las tres de la mañana. Se me había dormido el brazo derecho (no debería dormir de ese lado), pero en la pesadilla el hormigueo era otra cosa, ya no me acuerdo. Me he levantado a por agua, he cogido un vaso y lo he puesto del revés bajo el grifo. Y del revés he intentado llenarlo o algo en mí ha pensado que así lo llenaría. Sin embargo, el agua se ha derramado como suele. El vaso parecía una campana de cristal. Me he sentido idiota y perdido para siempre en el interior de un bucle inaccesible. Idiota e hipnotizado. Me ha costado reaccionar y no he recuperado del todo la confianza hasta sacar del blíster –o sagrario– 5mg de Orfidal y tomármelos como quien comulga y da las gracias.
Me he vuelto a despertar ocho horas después. Quiero pensar que estos desarreglos son normales, parciales, transitorios, aunque en el fondo me aterran. En ellos hay algo de verdad, algo de frontera, algo del cuerpo que no ha sido aún tocado por el lenguaje o la vigilia, o que el lenguaje y la vigilia han devastado.
20 de agosto
“Nadie que toma medicamentos como Orfidal o Trankimazin deja de nombrarlos como quien nombra otro lujo más que puede permitirse” (Alberto Olmos).
21 de agosto
Me resulta difícil entrever hasta dónde todo lo que pienso puede estar perforado por la experiencia de la ansiedad. Ese miedo intenso y sostenido que apaga algo en el habla o que la desconecta. El miedo, en su versión pánica, se comporta como un interruptor, concede solo dos posiciones: apagado o máximo.
22 de agosto
Existe también la idea de que hay cosas que nos gusta temer, cosas cuyo miedo nos deja exhaustos y contemplativos. Quizá porque no participamos del todo en ellas o porque esta forma del temor no es sino una suerte de pantalla metafísica que funciona a la manera del abismo de los románticos: lo que nos pone a mil es nombrarlo.
Lo terrible –y es terrible todo aquello que nos recuerda que no hemos dejado nunca de estar a la intemperie– es atractivo a condición de que contenga altas dosis de tragedia y espectáculo: los volcanes, las tormentas, el desierto, los ojos de Edipo, la noche. Lo terrible codificado y visto desde la grada.
29 de agosto
Las tardes en que salgo a caminar por los alrededores de Moscú, suelo encontrarme con granjeros y agricultores. Para ellos soy un emigrante mexicano sin gusto para la fotografía. Para mí, ellos son hombres que llevan los pantalones por dentro de las botas y caminan a zancadas. De alguna manera nos tenemos que resumir.
Pueden sospechar de mí y lo hacen. Suelen preguntarme que qué hago, que qué veo, que qué se me ha perdido allí o que qué demonios me interesa de este o aquel montón de grava. Hay quienes, la mayoría, piensan que estoy desorientado, a estos sé que les caigo bien, que les parezco simpático o inofensivo. Algunos me hablan de los mejores momentos para ver el atardecer. Entiendo su sentido de la belleza y el modo en que piensan que me ayudan, pero es entonces cuando me asalta una torpeza enorme al intentar explicarles que no estoy buscando algo hermoso que atesorar, sino una imagen que me permita acercarme a este paisaje de un modo distinto a como lo haría un publicista, un hacedor de postales, un inversor o un geólogo. Por supuesto, están quienes me toman por chiflado. Lejos de mostrar resistencia alguna –ante la locura imputada– he hecho varias copias en color de aquellas fotos que he ido sacando y que, a mi parecer, avanzan en el buen sentido. Ahora las llevo encima cuando salgo a fotografiar y se las enseño a quien pregunta y espero atento su reacción. La foto de mi sombra sobre los árboles, esa parece que les gusta: your shadow looks like an alien, y se ríen.
31 de agosto
Con el de hoy ya son tres los días seguidos que salgo a fotografiar y que vuelvo sin haber disparado una sola vez. Salir a fotografiar y no hacerlo: una prueba de la exigencia o una señal de agotamiento. La fotografía ligada a la novedad se lleva muy mal con las estancias largas. De ahí mi admiración por quienes fotografían de manera rutinaria y no se les cae la cámara de aburrimiento.
1 de septiembre
Podría suceder que no volviera a hacer ni una sola fotografía más. ¿Dará eso algún valor a la última que hice?
4 de septiembre
Las fotografías que Rimbaud hizo en Yemen. Las que hizo en Etiopía.
5 de septiembre
Es ya una tradición, el humo invade de nuevo el oeste de los Estados Unidos. Ya no hay país, sino Últimas Zonas. Con todo, la universidad no ha suspendido las clases, han preferido repartir mascarillas. Casi todos las llevamos puestas, lo cual no ha hecho sino acentuar la adorable y sobreactuada propensión a lo apocalíptico de mis estudiantes.
7 de septiembre
Estoy de buen humor. Anoto: mi cadáver no será mío y alguien tendrá que hacerse cargo de él. Alguien tendrá que verlo o sufrir las molestas consecuencias de su descomposición.
Hablar del cadáver que seremos es el más genuino e imposible de los desdoblamientos, qué raro es asumirlo, y qué tramposo.
8 de septiembre
“Las cosas se fotografían para apartarlas de la mente”, le dijo Kafka a Gustav Janouch.
9 de septiembre
Con E. Excursión al monte Rainier, que es un volcán de más de cuatro mil metros de altura. Para verlo, lo rodeamos, y es ese darle la vuelta lo que lo convierte en espectáculo, en bailarín. El bailarín cónico. Se nos llenan los ojos con él. Después, y durante las cuatro horas que ascendemos por el lado sur, es la montaña la que convierte su entorno en sorpresa y en paisaje. Esto no cambia hasta que con la altura el oxígeno empieza a escasear, solo hay nieve bajo nuestros pies, el paisaje no existe y el espectáculo somos nosotros.
10 de septiembre
De camino al monte Rainier hicimos noche en Yakima (Washington), que es la ciudad en la que Raymond Carver pasó su infancia. Nos alojamos en un motel del centro que está frente a una tienda de juguetes. Es una tienda de juguetes viejísima y muy bien iluminada. Le pregunto a la recepcionista que desde cuándo lleva esa tienda ahí y me dice que desde los años cuarenta del siglo pasado. Eso es genial, respondo en un inglés que suena demasiado enfático.
E. ha leído a Carver en polaco, yo lo he leído en español, pero no importa, o al menos ahora no importa. Los dos hemos imaginado casi maquinalmente la misma escena: un Carver niño, de pie ante el escaparate de la tienda, deseando algo parecido a la felicidad sin saber muy bien qué podía ser aquello. Ha sido buena idea coger el motel aquí, le digo a E., mejor aquí que frente al aserradero donde trabajó su padre.
11 de septiembre
En algún momento es probable que sucumba a la tentación de las citas, pues son estas el camino más corto hacia una escritura de dirección única, sin desperdicios, sin sobrantes, sin carreteras mal asfaltadas, una escritura de riesgo cero. Y, sin embargo, escritura al fin.
14 de septiembre
En los diarios de Kafka las expresiones “por la tarde” y “por la noche”, aparecen, cada una, el triple de veces que la expresión “por la mañana”. De esto deduzco que era alguien al que le gustaba dormir hasta el mediodía. Hay que imaginarse a Kafka profundamente dormido con el sol bien alto, bien arriba. La escena es plácida y se repite muchas veces. Las largas mañanas del señor K. Le cuento a B. esta cosa de las mañanas de Kafka y me responde que no, que recuerde que Franz trabajaba por las mañanas, por la tarde echaba una siesta y luego escribía. Por las noches volvía su epicentro.
17 de septiembre
La escritura como chasquido.
18 de septiembre
Anoto cosas aquí para ver si son y qué son.
19 de septiembre
Bobin, en su Autorretrato con radiador: “La pregunta de Caperucita al Lobo: ‘¿Cómo emborronáis tantas páginas? ¿Para qué escribís?’. La respuesta del Lobo: ‘Para verte, niña, para verte mejor’”.
26 de septiembre
Ni escritor ni escribano ni copista: apuntador.
2 de octubre
Cumplo hoy cuarenta años y me siento incapaz de hacer balance. Sería bueno hacer balance, me dice la voz de confesor católico que hay en mí: haz balance, dice, porque es importante que lo hagas. Ponte en claro. Lo intento. Me lo tomo en serio y empujo fuerte hasta que sale todo, el balance, las flaquezas, el molimiento. Termino y, sin mirar, tiro muy rápido de la cadena, no vaya a ser que el olor, este olor místico a esfuerzo narrativo y recordatorio, a cálculo doliente y empedrado de torpezas se quede adherido a las paredes o al techo. Que los techos son muy difíciles de limpiar, sobre todo algunas noches, es algo sabido.
3 de octubre
Escribir metafóricamente acerca de uno mismo es solo la forma menos fatigosa de rendirle cuentas a un mundo que llevaba ya mucho tiempo fuera de carril cuando nos auparon a él y en marcha subimos.
4 de octubre
Voy a que me hagan una revisión de los oídos. Entra en el hospital una mujer muy mayor en silla de ruedas. Entra riéndose, y los médicos detrás. Los médicos también se ríen. Parece que se ha echado a rodar cuesta abajo por la ladera de la residencia que hay justo detrás. Las ruedas de la silla están manchadas de pasto. Sobre el suelo limpísimo de la sala de espera, se ven ahora dos líneas verdes, titubeantes y paralelas, como las de un sismógrafo de lo silvestre. Esa escritura que dice que aún hay cuestas por las que rodar y laderas por las que tirarse. Esa escritura no existe y esta escena me la he inventado.
6 de octubre
Escribo esto y me voy sintiendo mejor, no es algo que tenga que decir, no tengo nada que decir, no hay nada que decir, nadie tiene nada que decir. Decimos, hablamos no más y nos vamos convirtiendo en los perfectos espectadores de nosotros mismos. Espectadores de esta forma de hacerse cháchara tan agradable, tan entretenida que somos. Escribimos para que algo pase en la escritura, por ver si algo pasa en la escritura, por si la escritura tiene algo que decir. Y la escritura hace su trabajo, que no es otro que el de obturar o aplazar o distraer la confesión. Eso que, con apariencia de estar haciendo balance, lo escamotea o nos libra de él.
14 de octubre
Cuando me fui de Moscú a finales de mayo, estaban retirando la grava de las carreteras. La grava que sirvió durante las nevadas para evitar en buena medida más de un indeseable deslizamiento. Acumulaban la grava en montones que parecían túmulos o piras funerarias. Tenían el color de la ceniza. El arrastrar de las palas sobre el asfalto sonaba como una pelea de perros en movimiento.
El ruido es otro ahora. Se escuchan ya sobre el asfalto las ruedas claveteadas de los coches. Este ruido opaco como de piedras de moler anticipa la llegada del invierno.
Esta conexión ya estaba en Baudelaire. En “Canto de otoño”, el sonido de los leños al caer sobre el empedrado de los patios es sentido como el fúnebre indicio de la proximidad del invierno. “Escucho temblando cada leño que cae […] Ese ruido misterioso repercute como un adiós”.
5 de noviembre
Ante la pregunta de cómo escribe, B. me responde: “llenando cuadernos”.
11 de noviembre
Me pregunto si en la pornografía, en la mirada pornográfica, no hay algo también del niño que destripa, para mirar por dentro, sus juguetes.
12 de noviembre
No hay día en el que no celebre, siquiera por un minuto, el fastidio de mí mismo. De ser solo esto y no muchos otros.
13 de noviembre
Un paisaje que te deslumbra primero y al que luego te habitúas y así dejas de mirarlo. Esto es todo lo que puedo decir de la costumbre: esa devastación de la sorpresa.
14 de noviembre
Fitzgerald envidiaba los cielos vastos e incendiados de Conrad. Envidiaba la intensidad de aquellas palabras. Envidiaba, sobre todo, el contexto en que poderlas convocar.
15 de noviembre
No tropezar nunca con nada. Que el lector quede prendido por algo que está ahí, se entienda o no.
16 de noviembre
Esto no va a ninguna parte y hay que decirlo. Emerge entonces la tentación de esperar que el lector simpatice con semejante alarde de resignación o de autocomplacencia.
17 de noviembre
Escribir sin ser escritor, sin haber querido serlo, nunca, bajo ningún concepto. Esa perplejidad.
18 de noviembre
Está el gustarse en algunas frases que son lenguaje y nada más que lenguaje, porque lo eufónico no tiene por qué significar.
19 de noviembre
Einstein: «Mi lápiz es más listo que yo». Feynman: «No, estos cuadernos no son un registro, son el trabajo mismo».
20 de noviembre
Estoy leyendo El jardín del Edén, de Hemingway. Una novela que, durante las cien primeras páginas, no ha dejado de desconcertarme. El alter ego de Hemingway está enamorado y recién casado con una chica a la que le gusta jugar a cambiar los roles durante las escenas de sexo. Y el alter ego de Hemingway cede, una y otra vez, después de oponer pequeñas –casi tiernas– resistencias.
A la chica le gusta cortarse el pelo a lo chico, y el corte de pelo o los cortes de pelo –van tres o cuatro en cien páginas– son fundamentales en la novela. Acuden a distintos peluqueros, la chica los elige, habla con ellos, ellos responden, dan su parecer, hacen sugerencias, los peluqueros, se sobreentiende, tienen voz. Una voz, sin embargo, con la que Hemingway no se atreve. Sabemos que hablan, pero nunca lo hacen en escena.
21 de noviembre
En 1946, el semanario comunista Action abría una encuesta con la pregunta: “¿Debemos quemar a Kafka?”. Entre los escritores encuestados se encontraban Georges Bataille y de René Char.
En su respuesta, Bataille justificaba la hostilidad que los comunistas podían sentir hacia el escritor checo. Entendía que su censura era la prueba de que habían entendido un rasgo crucial en la obra de Kafka y que, al menos en este punto, demostraban ser mejores lectores que aquellos que sin más lo defendían. Lo que, según Bataille, habían interpretado con acierto era el modelo de comportamiento que la obra de Kafka prefiguraba: el de alguien decidido a perpetuarse en una ingobernable e infantil soberanía; alguien con una incapacidad casi patológica para cualquier toma de decisión; alguien inútil a la hora de la verdad. La hora de la verdad: esa en la que toca matar al padre –o verlo morir– y ocupar su lugar.
A la misma encuesta, René Char respondió, que si lo que los comunistas buscaban era una literatura optimista, por su parte no había ningún problema, pues estaba seguro de que una literatura así también encontraría su espacio y su público, “un poco a la manera de un ano artificial”.
Prefiero la respuesta de Char: airada, exquisita y tramposa pues Char no está pensando en Kafka, sino en lo que entiende que eran los presupuestos del realismo socialista. Prefiero su respuesta, pero todos los argumentos que puedo encontrar trabajan a favor de la respuesta de Bataille. El que creo que es más poderoso es el argumento del individualismo kafkiano. No es difícil imaginar la respuesta del escritor checo ante cualquier invitación o tentativa a formar parte de un proyecto colectivo. En la entrada del 6 de junio de 1914, escribe: "¿No quieres incorporarte a nuestro grupo?", me preguntó hace poco un conocido, cuando me encontró solo, a medianoche, en un café que ya estaba casi vacío. "No, no quiero", dije.
22 de noviembre
“Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda” (Borges).
23 de noviembre
En 1933, Trotsky, celebra la obra de Céline con todas las consecuencias porque, asegura, la intensidad de su pesimismo (el de Céline) es de tal magnitud –su desesperación tan grande– que esta podría servir de contragolpe o antídoto ante cualquier resignación. De donde se concluye que para Trotsky había un enemigo mucho más peligroso que la peor y más contraria ideología: la grisura y el desapasionamiento de la prosa.
24 de noviembre
Ese momento de La metamorfosis en que Gregor, convertido ya en bicho y ante toda su familia, no puede evitar, a la vista del café que se derrama, abrir y cerrar varias veces las mandíbulas como intentando morder el vacío.
25 de noviembre
“Tendemos al desastre como las plantas a la luz” (Nublia). Ahí una frase cima de la derrota. Y dios dijo “hágase la luz”, y la luz –esa luz– se hizo.
27 de noviembre
Es inútil, no sé leer sin lápiz. Lápiz que hinco en el papel como un arado. Leo así, con los cubiertos para la carne. Y si la cosa va bien, abro zanjas, fosfóricas de tanta fricción. Subrayo como quien prende cerillas.
28 de noviembre
Si todo puede corregirse, es porque otra cosa lo gobierna, porque algo, que está más allá de lo dicho –que siempre es imperfecto– rige su sentido. Eso que está más allá no tiene, sin embargo, otra forma de expresarse que a través de las imperfecciones de lo más o menos mal dicho.
29 de noviembre
Me han contado dos versiones sobre el fin de semana de las madres o “Mom’s Weekend”. El dato observable es que, durante esos dos días, desaparecen todos los preservativos de los establecimientos de Moscú. La versión oficial es que las cuidadosas y obsesivas madres los compran para sus hijos e hijas. La otra versión, más exuberante y difícil de creer, es la que, sin embargo, se impone con mayor facilidad en la imaginación de quien la escucha. Es la siguiente: jóvenes y no tan jóvenes madres granjeras, ejecutivas o empresarias vienen y se enamoran con fugacidad y con furia de los amigos de sus hijos e hijas. Ese amor consiste en tener sexo de una noche en los moteles de la zona. Moteles que, como los preservativos, también se agotan. En esta inverosímil y legendaria versión, las madres enseñan a los hijos de otras madres el arte de Ovidio. Aflora aquí algo que podríamos llamar “incesto en diferido” y que provoca –lo he observado– un pico de extrañeza y buen humor en quien la escucha. A mí me da me da ganas de aplaudir. O de brindar, por Freud y por Edipo.
26 de noviembre
Inundaciones. Ha llovido sin necesidad y con abundancia mítica. Ha llovido agua, pero es como si hubieran llovido lombrices. Están por todas partes, es imposible no pisarlas. Salen hinchadas de la tierra para no morir ahogadas, pero mueren igual. Parecen las tripas de otros animales. Estas son las entrañas del mundo, me digo. No sé cómo no hay profetas en las calles, los ojos en blanco y arrodillados, haciendo furiosas señales a este cielo gris e indiferente.
26 de noviembre
Cuando miramos por la ventana para ver si llueve somos pájaros.
Ya está abierto El Taller de CTXT, el local para nuestra comunidad lectora, en el barrio de Chamberí (C/ Juan de Austria, 30). Pásate y disfruta de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos...
Autor >
Rubén Ángel Arias
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