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DIARIO DE MOSCÚ (V)

Seremos como los que sueñan

Quinta entrega del diario de un profesor de lengua y literatura española contratado para dar clases en Moscú, Idaho

Rubén Ángel Arias 16/04/2019

R. A. A.

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Vuelvo a Vitoria. O simplemente voy a Vitoria, porque volver también volveré a Moscú a mediados de agosto. Moscú o Vitoria, no importa, desplazarme en cualquiera de las dos direcciones es ya un regreso. Y en los regresos –para decepción de románticos y Odiseos–no hay viaje, hay otra cosa.

Darwin y el capitalismo de los fusibles (y las piezas móviles) han de estar orgullosos de mi capacidad adaptativa o migratoria. Y de mi ineptitud para la nostalgia.

21 de mayo

Hoy hemos celebrado el cumpleaños de mi padre. Lo he notado especialmente alegre. Cuando la alegría es cierta, tiene algo de inevitable e irrumpe y deshace las costuras. La alegría de mi padre se traduce en excitación, en gestos diáfanos y abundantes, en una forma amplia, abarcadora de mover las manos, como si buscara sembrar el espacio con el entusiasmo que lo invade. Me ha hecho muchas preguntas sobre la vida en Idaho, porque en el día a día apenas hablamos y cuando lo hacemos somos parcos y repetitivos, nos limitamos al rápido intercambio de mensajes de tranquilidad. ¿Todo bien? Todo bien, hijo, ¿y tú? Todo bien, papá. Pero hoy le interesaba saber cómo es la vida en Idaho, la vida de los cazadores y los granjeros, claro, no la de los profesores universitarios, así que he estado improvisando noticias sobre la fauna, la flora y el armamento. Noticias que no le han dejado satisfecho, pues no quiere apuntes generales o sociológicos, sino personajes y relatos. Quiere historias que a mí no me pasan. Esta falta de aventuras lo decepciona, a mí me deja pensativo. 

25 de mayo

Desde que llegué a Vitoria no ha parado de llover. Lluvias como fiebres.

26 de mayo

En el departamento de E., en la Universidad de Washington, trabajan investigando la posible fertilidad de la arena que han encontrado en Marte y de la cual, en un futuro no muy lejano, procurarán traer alguna muestra. Por el momento solo cuentan con análisis a distancia y fotografías, lo suficiente, al parecer, para desarrollar una copia, una arena de imitación, idéntica –me han dicho– en color y propiedades físico-químicas a la original marciana. He podido conseguir una bolsita de este duplicado, y la atesoro como la obra de arte desapercibida que aún es. De hecho, ha viajado conmigo como viaja una broma.

27 de mayo

Viajo a Barcelona. Mañana presentaré en la librería Calders una antología de Mario Santiago Papasquiaro. Respiración del laberinto, el título. Me alojo en casa de B., que viene a buscarme a la estación, ilusionado y expectante, enseguida comprueba él también que no llevo personajes ni relatos encima, le cuento la decepción de mi padre y nos reímos.

28 de mayo

B. se despierta con un dolor de estómago que lo hace revolverse y sudar. Le oculto mi preocupación, mientras corro a por medicinas a la farmacia más cercana. Al cabo de una hora se encuentra mejor y hablamos. Me insiste en que lea a Ferrer Lerín, está loco por las aves, me dice, te va a encantar. Y yo lo leo y lo leo, porque B. tiene todos los libros de Ferrer Lerín en su casa, y porque B. sigue débil y es bueno quedarse junto a los amigos.

Hace muchísimo calor y, con los libros de Lerín en la mesilla, me dejo, poco a poco, vencer por la modorra. Duermo en intervalos de no más de ocho minutos, entre los cuales voy abriendo al azar las obras de Lerín, pasando de su prosa a su poesía hasta que me encuentro con un pasaje que me invita a dejar de leer. La literatura que más me gusta no es sino esta, la que me invita a dejar de leer. Quizá por eso soy tan reacio, en general, a las tramas, que son, precisamente, una invitación a no parar. 

Ferrer Lerín hace un rápido recorrido por la vida de El Buitre. Un personaje que está lejos de cualquier pintoresquismo y que en quince líneas comunica toda la obsesión de la que los humanos somos capaces. La historia de El Buitre es la de alguien que delira primero como científico, después como mago, por último, sospecho, como sacerdote.

Cuenta Lerín que El Buitre, un estudioso de aves necrófagas, empezó por envolverse en un cadáver eviscerado de burro en la ladera norte de Montserrat. Y allí y de esta guisa se quedó esperando la llegada de los buitres para poder observar de cerca sus reacciones.

Tiempo después, como quien prepara un conjuro, se empeñó en llevar de vuelta a Voltregá (Buitrera) a las aves que habían dado nombre al municipio. Para ello construyó un anillo alrededor del pueblo. Un anillo de cadáveres de cerdos ya podridos, un manjar, un cebo, un truco para atraer a los necrófagos. Dice Lerín, llegado a este punto, que las aves no valoraron del todo el gesto de El Buitre. Pero qué significa esto, ¿que las aves acabaron con él?, ¿que no fue suficiente y se sacrificó?, ¿que murió de pena esperando a los necrófagos que nunca llegaron?

¿Qué eran los buitres para El Buitre? ¿Númenes? ¿Respuestas? ¿Un destino?

11 de junio

Acabo de volver del hospital. He ido con mis hermanos a ver a nuestra prima. Hemos ido a despedirnos. Y he estado a punto de dar una escenita. No llevábamos apenas cinco minutos en la habitación donde la tienen sedada cuando me he empezado a marear y a escuchar atenuadas las voces de mis hermanos, de mi tía, de mi madre, de mi prima, aunque la suya está atenuada por otras razones (el cansancio, las semanas de hospital). Sabía que me hablaban, veía que se dirigían a mí, pero yo me estaba yendo recto y con prisa a la concavidad de mí mismo, o sea, me estaba desmayando.

Justo antes de desvanecerme y caer vencido al suelo (tuve tiempo de imaginar el ruido de mi cuerpo contra el suelo) digo –me oigo decir– que voy a salir un poco afuera, que necesito que me dé el aire, que el olor a éter (digo yo que será éter, literatura) me ha mareado y que caminar me hará bien. Pero yo sé que no es el éter, si es que existe, sino la piel de cera de mi prima y su mirada, esos dos ojos hundidos y blandos como dos pequeñas bolas de goma sucia. Y salgo, y mi hermano J., que ha entendido todo perfectamente, sale conmigo y aprovecha para fumarse un cigarro y yo aprovecho para envidiarle el gesto, el hábito, envidio el comodín al que él puede agarrarse ahora, porque no fumo y lo único que nos queda a los que no fumamos es nuestra propia respiración y eso nunca fue suficiente consuelo.

No tardo en notar que a mi hermano el socavón de lo real también le ha perdido la mirada y le ha ahuecado la voz. Pienso, de hecho, qué voz más grave, qué lenta la voz de mi hermano, mientras desviamos la conversación y me habla del trabajo y de lo harto que está y de las ganas que tiene de ponerse a pintar para él y solo para él y de no volver a hacerlo por encargo nunca más. Me dice que pintar para otros, bajo demanda, ha terminado convirtiendo su estilo, si es que lo tenía (me aclara esto con una humildad que parece una derrota), en algo que solo le apetece parodiar, parodiarse, pero, claro, sus clientes no quieren nada distinto y menos todavía algo paródico, solo quieren más, añade y sopla y expulsa el humo. Así que ha decidido dejarlo, al menos por una temporada, trabajará de noche, en un pub, el tiempo que sea, la vida que sea, lo que reste si hace falta. Y yo le digo que no sé, que es difícil ponerse en su lugar, en el lugar de alguien con un talento obvio e innato como él, y en esto me veo obligado a insistir, tratando de vencer su modestia. Después nos hemos quedado callados porque también hay que callarse y porque de pronto he sentido que nos observaban y he mirado alrededor y he hecho cálculos y visión espacial y me he dado cuenta de que estábamos justo debajo de la ventana de la habitación en la que mi prima intenta, ¿qué?, ¿dormir?, ¿mejorarse?, ¿salir del sopor de la morfina? Desde allí y sin apenas asomarse es nuestra madre quien nos mira y cuando nos damos cuenta nos saluda con la mano, con timidez. ¿Qué habrá pensado? Tal vez perciba nuestra debilidad y eso le incomoda o le lastima o ambas cosas. Qué pusilánimes, se habrá dicho, qué poca sangre en la sangre de mis hijos. 

Hemos subido de nuevo a la planta para pasar aún un rato, para demostrar que estamos ahí, con nuestra cobardía y nuestra congoja. Algo ridículos e impotentes. Habladores e insustanciales. Antes de irnos nos hemos acercado hasta la cabecera de la cama y le hemos dado a la prima un beso en la frente. Y la escena, la extrañísima procesión, al recordarla ahora, me resulta patética, casi monstruosa, como el cuadro de Rembrandt sobre la clase de anatomía del doctor Tulp. 

No quiero pensar, pero he pensado, que esta será la última vez que la veamos con vida, si eso es vida. Los besos, no, los besos son lo que son, aunque no obren el milagro.

12 de junio

“Estoy bien y tranquilo, son las diez de la noche” (Ricardo Piglia).

13 de junio

Ese momento en las películas en que suben el volumen de la música y suprimen el sonido ambiente y las voces, y se ve a los personajes reírse en cámara lenta y brindar.  

15 de junio

Ayer enterramos a B.

16 de junio

No hay almas en pena, sino cuerpos apenados, pensé hace dos días mientras candaba la bici en una de las farolas del tanatorio y me acercaba al pequeño corro de familiares que fumaban en la entrada y que, enseguida lo advertí, rodeaban a mi primo. La gente entraba a la capilla y mi primo apagó el cigarro pisándolo con un exceso de concentración. De seguido se encendió otro y se quedó allí, como el guardián de la puerta, y unos segundos me bastaron, mientras me acercaba, para verlo “expuesto como un nervio al dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio” (Onetti). Si la idea de intemperie sigue teniendo algún significado para nosotros, ha de ser ese.

Los primeros días del duelo quizá no sean los peores, pues la intensidad sirve de orientación o de sustento. Uno se apoya en la intensidad de su dolor como quien, en medio de la oscuridad, encuentra aún algo más oscuro, mucho más oscuro, algo que –a costa de adensarse y oscurecerse– ha cobrado cierta primigenia materialidad. A manotazos, en mitad de la negrura, topamos de pronto con ese objeto radiante. Aquí está, nos decimos, este es el centro del lugar, aquí comienza ahora el mundo. 

23 de junio

He estado hablando con E. Parece que voy a poder realquilar mi apartamento a dos chicas que llegarán en unos días a Moscú. Le pedí a E. que se pasara por allí y echara un vistazo, que arrinconara mis cosas y liberara de obstáculos el espacio disponible. Y en eso estaba ella, ya en las escaleras, dispuesta a marcharse, cuando ha escuchado un ruido como de agua hirviendo encima de su cabeza. Enseguida ha visto que el ruido provenía de la casita para los pájaros que hay sobre la puerta de entrada. No le ha hecho falta acercarse para darse cuenta de lo que había adentro. Así que ha corrido a la cocina y ha salido con un trapo con el que ha tapado el agujero redondo de la casita. “He pensado que iba a arder”, me ha dicho, “parecía que las avispas estuvieran lijando las paredes con sus alas”.

24 de junio 

Bioy reconoce que en sus comienzos literarios era capaz de violentar cualquier relato con tal de encontrar acomodo a una determinada palabra de la que se hubiese, siquiera por un momento, encaprichado. Se podría decir lo mismo de algunas ideas por las que nos sentimos impulsivamente seducidos: que nadie nos pida la hora, porque allí las haremos aparecer.

25 de junio

Hoy he estado revolviendo en el trastero de casa de mis padres y he visto que mi madre guardaba algunos de los cuentos que escribíamos a medias. Yo le contaba una idea y ella la pulía hasta dejarla impoluta. Y esas eran las redacciones que yo entregaba para la asignatura de lengua española durante los cursos de la entonces llamada EGB. Yo hablaba, mi madre escribía y después volvía yo para pasar de su letra a la mía. Mi madre escribía sin borrones, pero a mí siempre se me escapaba alguno. El papel era una especie de tribunal que me inquietaba y confundía. Si los profesores hubieran sabido leer las tachaduras. Si las hubiera sabido leer yo como Freud leyó los actos fallidos. Freud, el policía, el detective que convirtió a todo paciente en un sospechoso, y a todo padecimiento en la huella de un crimen imaginario.

27 de junio

Notas para salir de la extrañeza o para habitarla de otro modo. 

28 de junio 

En torno a la idea de misterio. ¿De dónde viene ese pensar que lo misterioso es más hermoso que lo que se sabe? ¿Y por qué llamar misterio a lo que no conocemos? ¿Por qué esa necesidad, en todo, de importancia? 

29 de junio

Qué poco me cuesta imaginar un mundo sin mí, sin estos diarios. Ese mundo imaginado es, punto por punto, igual a este. Desde esta tonta y sobrevenida iluminación, escribir un tratado sobre la insignificancia.

1 de julio

Darle la palabra a lo que insiste, a la vanidad de lo que insiste en ser aquí apuntado.

2 de julio

2666 como una versión centrifugada de Las mil y una noches. Una obra donde el argumento principal está al servicio de las historias que, en los márgenes, se derraman.

3 de julio

El último regalo que me hizo mi abuela paterna fue un pequeño cofre acolchado con una flamante insignia de la falange en su interior. Me la regaló, claro, por amor a la provocación, por hacerme un guiño, por la irreverencia que la caracterizaba, porque no toleraba mis ideas en la política (que son pocas y poco elaboradas) y tampoco mis acciones (que son muchas y poco elaboradas, pues es imposible dejar de actuar, aunque no se piense). Y yo le pregunté que qué quería que hiciera con aquello. A lo que me respondió que lo guardara. Pues bien, hoy es el día en que no sé dónde está. Y en ello veo el guiño de vuelta y una broma de buen gusto. Llamaré a esto, pérdida natural o segundo principio de la termodinámica.

4 de julio

Contra la tentación del aforismo: pedirle a la escritura que se desentienda del pensar.

5 de julio 

Gustavo Bueno dice en varios lugares, esto es, insiste, y cito de memoria, que para pensar hace falta un sistema, pues pensar o decir que se piensa sin un sistema es una indecencia. Pensar sin sistema es delirar. Lo cual no quita para que el delirio pueda ser más interesante que el pensamiento, dice Gustavo Bueno también.

6 de julio

Un diario es ya un anacronismo: ese poquito de mercancía analógica que pasa de contrabando al reino de lo virtual.

9 de julio

J. me envía la foto de una hogaza rústica y al rato me llama para contarme la historia. “Ayer me regalaron ese pan. Es de un tipo que hace pan por encargo, aquí, en Oslo. Y esto ha hecho que tenga un sueño muy bueno. El caso es que descubría que Roberto Bolaño seguía vivo y que ahora se dedicaba a hacer pan con masa madre en una vieja panadería. Y a partir de ahí mi sueño era el viaje que hacía para encontrarlo, porque yo quería llevarte la prueba de que él estaba allí, y que, si querías, podías visitarlo. Al llegar a la panadería, había una cola increíble de fanáticos del pan. La panadería, no te creas, era un poco cutre, pequeña y con la fachada deslavada y azul, y tenía dos plantas. En la de abajo solo estaba el mostrador y un hombre encargado de despachar el pan. Arriba estaban los amasadores. A partir de media noche, la panadería se convertía en un local de comedia, al que la gente asistía para ver monólogos. Entonces la gente pedía un pan y dos entradas. Te lo ofrecían así, con o sin entradas. Desde la calle, desde la cola en la que esperaba, veía a la trabajadores del piso de arriba, amasando. Y entonces lo vi tras la ventana, una ventana de madera muy antigua. Lo vi de espaldas, solo medio rostro, pero eran sus rizos y sus gafas. Él estaba ahí en secreto, como un polizón. Al estilo de, finjo mi muerte para dejar la literatura, lo que mola es hacer pan.” 

11 de julio

Empiezo los diarios de Dalí: un permanente estado de show.

12 de julio

Es la mano la que enseña a escribir. Es la boca la que enseña a hablar. Y así con todo.

13 de julio

El día en que nuevas herramientas y nuevos datos permitan entender un poco mejor el universo en el que estamos y el Big Bang pase a ser un mito torpe o ingenuo.

16 de julio

Mary Ann Evans (George Eliot), en una carta a su editor, le reconocía que el anciano de Silas Marner y, con él, toda la historia, surgió del recuerdo de haber visto una vez, cuando era muy pequeña, a un tejedor de lino con un saco a la espalda.

21 de julio

Un crítico le afea a Conrad la extensión de su novela Azar. Según aquél, con la mitad de páginas el resultado habría ganado en eficacia. A esta acusación de prolijidad, Conrad le responde que está de acuerdo, pues con las debidas –y casi infinitas– molestias el relato podría haberse escrito en un papel de fumar.

La réplica de Conrad es, como su narrativa, visual: imaginamos el papel, la letra insignificante y apretada. No se queda en esto el escritor y añade que incluso la historia de los hombres podría resumirse en una sola frase: nacieron, sufrieron, murieron… Conrad la celebra, le parece una frase extraordinaria y conmoverdora, ¡un gran relato! Exclama y celebra también los puntos suspensivos tan resumidores, tan impotentes.

Un relato inaceptable –añade–, pues exige un distanciamiento con los hombres y las mujeres que anula la dolorosa particularidad de sus destinos, como anula también la grisura y la opacidad de sus empeños. Inaceptable, dice, cuando se trata de explorar la sima y las alturas de la experiencia.

Nacieron, sufrieron, murieron… En el Eclesiastés pueden encontrarse ejemplos de una contundencia similar. Nacieron, sufrieron, murieron… Vanidad de vanidades, etcétera. Podría ser, también, el comienzo de una novela postapocalíptica. El acelerador de neutrones de lo humano. Y, sin embargo, todavía puede reducirse, acortarse, abreviar, pues solo una de las tres palabras contiene lo inesperado y la extrañeza. Las otras dos no son sino sus predecibles y, por lo tanto, poco literarias consecuencias. Solo una. Con una basta para comunicar la perplejidad y el espanto. Nacieron

22 de julio

Anoto estas dos observaciones acerca —una en contra y otra, más o menos, a favor— de la musicalidad del idioma. En alguna de sus numerosas conferencias, Ernesto Castro se queja de la seducción que tantas veces ejercen “los ramalazos eufónicos de algunos filósofos”. En uno de sus raudos, Alberto Olmos señala “la increíble fuerza de convicción de las aliteraciones en castellano”.

23 de julio

Solo tiene sentido escribir para un lector paciente y ocioso. Es el mejor lector disponible. Pero se escribe, es decir, uno se lee, debe leerse, desde la perspectiva de un lector impaciente, ávido, atareadísimo siempre y con tendencia a la distracción. Pimentel dice que la utopía no es que todos comamos, pues es posible que todos comamos, sino que todos seamos poetas y que, en consecuencia, la revolución debería hacerse con este fin. Me parece bien, pero puestos a elegir preferiría una revolución que nos convierta a todos en lectores ociosos, con nervios de acero y eternos. 

2 de agosto

Bioy: ¿Por qué se ponen a escribir, si les cuesta tanto?

3 de agosto

Borges: Kipling observó que un poema en celebración de una victoria que no tenga un momento de melancolíaes intolerablemente grosero.

6 de agosto

Viajo a Polonia por primera vez. Llego a Poznań, donde me espera E. Caminamos todo el día. En una calle secundaria de la ciudad, escuchamos los gritos agudos y furiosos de un niño. Gritos demasiado prolongados y monótonos, como ante un dolor que no variase nunca su intensidad. Mientras tanto, alguien que nos ha parecido su madre intentaba calmarlo sin el más mínimo resultado.

7 de agosto

Viajamos en tren a Białośliwie, el pueblo natal de E.

Llegamos de noche. Anoto: las luces disfuncionales y anaranjadas del escaso alumbrado público como avisos parpadeantes de una dimensión paralela que estuviera siempre a punto de abrir sus puertas al público.

8 de agosto

El paisaje interior de Polonia es llano y con infinitas posibilidades para el ocultamiento y la emboscadura. Ideal para una guerra anterior a los drones y a los satélites, anterior a los sistemas de visión nocturna y de detección térmica.

9 de agosto

Anoto: el calor opresivo y luminoso de Polonia. Si uno se para al mediodía en la mitad de los sembrados, puede oír los granos de trigo tostarse y estallar en el interior diminuto de sus vainas.

15 de agosto 

Hablo por teléfono con mi padre, sabe que en unas horas cogeré el primero de los tres aviones que me llevarán de vuelta a Idaho. Para despedirse recita el salmo 126, que se sabe de memoria: “seremos como los que sueñan”. Nuestra boca se llenará de risa y de canciones de alabanza. Haz que vuelvan, Señor, nuestros cautivos, como arroyos en tierras áridas.

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Rubén Ángel Arias (Zamora, 1978) es geólogo inacabado, técnico superior en química ambiental y doctor en filología hispánica.

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Rubén Ángel Arias

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