Un año para Nicola Sabattini: aproximación al oficio doctoral
Mucho de lo que siempre se preguntó (e incluso de lo que no se atrevió a preguntar) sobre en qué consiste y qué costes tiene ‘hacer’ una tesis
Clara Monzó 26/10/2019
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En el año 1636 el arquitecto Nicola Sabatini o Sabattini publicó su Pratica di fabricare le scene e machine ne’ teatri, un tratado de asombrosa vanguardia tecnológica que seguía los pasos de Sebastiano Serlio y otros ingenios italianos. La obra de Sabatini se viene tomando en los estudios auriseculares como referente visual para ilustrar la complejidad de los mecanismos que operaban en el espectáculo barroco español y que lo convirtieron en un prodigio de ostentación escenotécnica más allá del texto. Un título, pues, de cita inexcusable en las notas al pie de cualquier artículo más o menos riguroso dedicado a la materia. Aun así, en las páginas 25, 185 y 189 de mi tesis afirmo que Sabatini publicó su obra en 1658. Errata, descuido o una en absoluto inusual visita a fuentes de pobre reputación en la Academia, el caso es que la fecha es incorrecta.
Entre las aproximadamente seiscientas páginas de tesis, la cifra 1658 parpadea fosforescente, revolotea mientras seleccionas una bolsa de canónigos en el supermercado y evidencia la duda implacable: ¿cuántos errores más? El orgullo del doctorando es intermitente y se apoya fundamentalmente en la suma del criterio cuantitativo, que viene junto con ese regocijo pueril de comparar el tamaño de las tesis, y la satisfacción del trabajo terminado. De ahí, el mantra universal: “una buena tesis es una tesis acabada”. El tomo encuadernado se exhibe en una estantería de la casa materna que atraiga estratégicamente la mirada del invitado. Recibe elogios: ¿todo eso lo has escrito tú? Durante los primeros días quizás se baje la tesis de su espacio honorífico para colocarla ante el amigo de la familia –con cuidado, mejor las paso yo– y seleccionarle las páginas más lustrosas, el índice o la pátina brillante de las imágenes. Pero ahí está 1658. El amigo de la familia empieza a leer un párrafo en voz alta y le arrebatas el tomo –no te quiero aburrir–. De una tesis ajena no se entiende nada, así que las erratas emergen con nitidez frente al visitante fortuito. La Pratica de Sabatini funciona como un espejo que diluye sin esfuerzo el pundonor y reactiva una culpa que se creía extinta terminada la tesis; una culpa común. El doctorando medio presenta comportamientos contradictorios que se manifiestan en dos personalidades extremas alternadas con precisión: la del empollón y la del vago.
Creo recordar que uno de los personajes de Intercambios, de David Lodge, harto del fecundo número de tesis dedicadas a Jane Austen, se había propuesto desgranar la obra de la autora de forma tan minuciosa que fuese imposible escribir sobre ella ni una sola línea más. En un periodo de cuatro a cinco años el doctorando emprende la misión de hallar una rendija inexplorada en un campo de investigación fértil pero concurrido. La inmortalidad de los clásicos, en este sentido, relega cualquier posible aportación del investigador aventurado a la relectura, la observación o la apostilla; aquello que en los títulos de las presentaciones a congresos se coloca con pícara resignación detrás de los dos puntos, por ejemplo: «“¿Qué es la vida? Un frenesí”: existencialismo y locura en un posible autógrafo de Calderón de la Barca». Esta automatización de la escritura acarrea a la larga efectos residuales que deforman la mirada del doctorando y lo incapacitan como lector de textos no-académicos. La contaminación es igualmente palpable en la escritura una vez se han fijado un conjunto de rasgos reconocibles; en mi caso: tendencia a la subordinación, homeotéleuton involuntario, exceso de pausas en el ritmo oracional o una preferencia infantil por la estructura circular. La consecución del estatus de especialista implica pretenderse guardián de una región mínima de conocimiento a la que los foráneos pueden acceder a cambio de citarnos en sus respectivos textos. Para reclamar el título, el merecimiento debe apuntalarse con una serie de requisitos cuantitativamente definidos no tanto por la Academia como por agencias de evaluación externas cuya función es llevar la cuenta del número de artículos publicados en las llamadas revistas “de impacto” o las participaciones en congresos de proyección internacional. Durante la búsqueda de aquel resquicio sobre el que quede todavía algo que decir, se adquiere una colección de fintas lingüísticas que permiten, por convención solidaria, recurrir a la etiqueta “aproximación” si no se ha profundizado en la bibliografía.
En consecuencia, la expectativa de segmentar el proceso de trabajo en un lógico binomio de investigación y escritura se revela pronto subordinado a las exigencias del currículum. Una lista de ítems cuyo objetivo principal es la publicación, pero que incluye la docencia universitaria, estancias en un centro extranjero y las nada desdeñables obligaciones burocráticas. El medio para lograr los anteriores objetivos pasa indefectiblemente por un trámite: encontrar financiación. Salvo que se haya caído en un departamento de presupuesto elástico o se consiga una beca puntual, la peripecia de la “difusión de conocimientos” está sufragada por el doctorando, lo que incluye la tasa de inscripción al congreso, el desplazamiento, las noches de hotel y los gastos accesorios. El doctorando medio permanece en la cola de la carrera académica. Termina los papers en los trenes de ida y busca la reprografía de la facultad camuflado entre los alumnos veinte minutos antes de su exposición, a la que asistirán sus otros colegas del congreso y en la quizás, si la hora es propicia, verá entre el público algún reputado catedrático.
Avanzado el tercer año y concluida la tarea docente, la tesis está por escribir. La figura del director exime, solo en parte y en momentos críticamente puntuales, de una toma de decisiones constante; un ejercicio de confianza volátil en la capacidad de estar cubriendo ese vacío en el campo de estudio de la manera correcta, de la mejor manera posible. Existen cómics sobre doctorandos, bromas internas sobre doctorandos y amistades sustentadas en la desazón doctoral compartida. La persistencia de los lugares comunes se justifica por su valor como agarre motivacional. La dinámica social entre doctorandos, con su jerga y sus trastornos del sueño, es equivalente a la que se genera entre los opositores. Con una diferencia: mientras el encierro del opositor es un vehículo hacia un trabajo, un doctorado es un trabajo en sí mismo. La tesis es difícil de explicar en las reuniones familiares y ante amigos deslumbrados por el halo ancestral de la universidad que acostumbran a preguntar por el futuro. Un nuevo doctor es, ahora, un treintañero que sale de nuevo al mundo laboral. Esta vez, con un tomo encuadernado expuesto en una estantería del comedor. Al tiempo que la literatura y los reductos artísticos se esgrimen como aspiración revolucionaria del conocimiento por el conocimiento, los doctorados de letras fluyen con la deriva de las Humanidades en el tanteo vago de su lugar en el nuevo mundo. Tu tesis de letras no salvará el mundo, pero se le exigirá que no lo aparente.
Hace un mes que mi madre afirma haber leído cincuenta páginas de mi tesis. Aborda la tarea como una cuestión de honor. Es la primera lectora voluntaria del libro. En cuanto al resto, sin contar al director, el número de lectores forzosos de ese volumen reluciente de aproximadamente seiscientas páginas es cerrado: seis. Si la figura del lector está ausente en el proceso de creación de un texto, escribir es un acto de vanidad supremo o es un trabajo. En los informes que he recibido sobre mi tesis, Lector 1 sostiene que es poco rigurosa en algunos de sus planteamientos y Lector 3 opina que es brillante. Lector 2 adjunta un listado escueto de erratas. De los seis lectores, uno apuntó que la fecha de publicación de la célebre obra de Nicola Sabatini es 1636. De haberla escrito en 1658, quién sabe, tal vez mi tesis habría salvado el mundo.
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(Agradecimientos a Gemma Burgos Segarra y Silvia C. Millán, especialistas en sus temas).
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Clara Monzó
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