Prohibido debatir (sobre derechos humanos)
Si el criterio para limitar ciertas opiniones deja fuera a Abascal y a una parte del movimiento feminista igual es un criterio peligroso
Clara Serra 5/11/2019
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Este pasado mes de septiembre, las presiones recibidas por la Universidad de A Coruña por parte de muchas feministas abolicionistas desembocaron en la suspensión de unas jornadas sobre prostitución que incluían entre sus ponentes a prostitutas que defendían sus derechos laborales. Hace unas semanas, escribí este texto para reflexionar sobre lo que me parece una preocupante limitación del debate en nuestras universidades y de la cultura de la discusión en nuestra sociedad y un ejemplo paradigmático de que la libertad de expresión necesita que en estos tiempos la defendamos con radicalidad.
El argumento de que las jornadas no incluían todas las posturas en juego no es válido para censurar algo. No en una universidad. La Academia siempre ha permitido, tanto a alumnos como a docentes, ofrecer y organizar actividades desde las perspectivas que les interesen. Se puede organizar un congreso sobre una perspectiva determinada de Sartre, sobre determinada escuela económica o sobre una lectura particular de la Transición porque siempre está abierta la posibilidad de que se organicen actividades desde perspectivas diferentes. Esa libertad de enfoque, que en el caso de los docentes se llama libertad de cátedra, es consustancial a la manera de entender cómo se piensa colectivamente en nuestras universidades. Esa libertad acaba dando lugar a un debate que se tiene –menos mal– con otros tiempos a los de las redes sociales y la televisión y que a largo plazo acaba produciendo como efecto la pluralidad: charlas, congresos, jornadas, asignaturas o temarios con perspectivas muy distintas que los alumnos pueden contrastar. Las feministas abolicionistas tenían –y siguen teniendo– la posibilidad de organizar cuando quieran otras jornadas con otra perspectiva, tanto en la Universidad de A Coruña como en cualquier otra, pero en vez de eso decidieron boicotearlas.
La gestación subrogada o las leyes contra la violencia machista incluyen un debate acerca de qué derechos humanos están en juego, como lo incluyen la discusión sobre la Ley Mordaza o cualquier otra cuestión política relevante
Veinte universidades españolas han respondido organizando a lo largo de este curso 2019/2020 actividades de discusión y reflexión feminista sobre la prostitución. La polémica ha seguido en medios y redes y el debate ha seguido poniendo sobre la mesa la pregunta acerca de sobre qué se puede y sobre qué no se puede debatir. El caso es que la importancia de esta pregunta va mucho más allá de lo que ha pasado en A Coruña y del asunto sobre la prostitución; hay más cosas que están ocurriendo en nuestro país que nos hacen preguntarnos hasta dónde debe de llegar nuestra disposición para debatir con posturas diferentes a las nuestras y dónde están los límites de lo que puede ser defendido y lo que merece ser públicamente rebatido o contestado.
Hace también unas semanas se generó polémica en Twitter cuando el programa El Hormiguero invitó a Santiago Abascal para una de las entrevistas que Pablo Motos realiza a los candidatos de las elecciones generales. Se acusó al programa de estar dando altavoz a un tipo que defiende posturas racistas y homófobas, posturas que ni siquiera deberían tener hueco en la televisión y que no merecen siquiera que contestemos o discutamos porque sentarse a rebatirlas implica ya una manera de reconocerlas y darles legitimidad.
Me parece importante reparar en que el argumento principal que se utiliza en ambos casos, tanto para defender que no hay que aceptar a Vox como un interlocutor dentro de los debates de nuestra sociedad como para negar que algunas posturas sobre la prostitución merezcan ser debatidas en una universidad, es en realidad el mismo: que los derechos humanos no se debaten. Y esto debería ser ya un indicador preocupante. Si el criterio para limitar ciertas opiniones sirve para dejar fuera por igual a Abascal y a una parte del movimiento feminista, quizá es un criterio peligroso. Y es que siempre que se trata de poner límites a la opinión, el camino está lleno de trampas. Los criterios que pensamos que sirven para expulsar solo a “los malos“ acaban convirtiéndose fácilmente en reglas que pueden servir para expulsar a cualquiera.
Que sobre los derechos humanos no se discute en nuestras democracias es o una obviedad (ni siquiera Vox se presenta a sí mismo como un partido que los impugna) o una afirmación un poco rara. Aceptemos que los derechos humanos –la Declaración de Derechos Humanos de 1948 o la declaración francesa de 1789– no se discuten en sí mismos (y dejemos a un lado de momento la cuestión de que la ampliación y actualización de esos derechos está en discusión). Los derechos humanos no se debaten, pero sobre derechos humanos debatimos todos los días. Es más, toda discusión política sustancial, desde el aborto hasta el matrimonio igualitario o las leyes de extranjería, implica un debate sobre derechos humanos, sobre cuándo los cumplimos o los vulneramos, sobre qué cosas son coherentes o incompatibles con ellos.
Cuando los antiabortistas defienden el derecho a la vida defienden un derecho humano y cuando las feministas defendemos el aborto lo hacemos apelando a que los derechos sexuales y reproductivos son derechos de primer orden. La gestación subrogada o las leyes contra la violencia machista incluyen, por supuesto, un debate acerca de qué derechos humanos están en juego, como lo incluyen la discusión sobre la Ley Mordaza o cualquier otra cuestión política relevante. Ni la Ley Mordaza ni la prostitución aparecen nombradas en la carta de derechos de la Asamblea de Naciones Unidas y, por tanto, la discusión sobre estos asuntos no solo es posible en nuestro país sino necesaria. Es cuanto menos extraño que las abolicionistas quieran anular el debate sobre la prostitución apelando a la indiscutibilidad de los derechos humanos. Las feministas que sostienen otras perspectivas defienden también los derechos humanos desde sus posiciones. Defienden, por ejemplo, el derecho a la sindicación (que es un derecho humano) y denuncian que las prostitutas son probablemente uno de los colectivos más expuestos a la falta de derechos fundamentales, pero eso no debería ser nunca un argumento para no sentarse a hablar sobre ello sino, al contrario, la prueba de que este es un asunto lo suficientemente importante como para debatirlo en nuestra sociedad. Es justamente el debate sobre los derechos humanos y cómo resguardarlos, el debate acerca de quién tiene derechos y qué derechos se tienen, lo que nos permite avanzar en nuestras democracias.
La irrupción de Vox en nuestras instituciones no implica la llegada de un partido que niega la validez de los derechos humanos, implica la llegada de un partido que defiende posturas incompatibles con los derechos fundamentales
La clave del asunto está en que no somos omniscientes ni todopoderosos. Los derechos humanos son un compromiso que las democracias actuales hemos asumido, pero los seres humanos, por muy convencidos que estemos de que tenemos la razón y lo sabemos todo, no tenemos una máquina calculadora que nos deduzca matemáticamente cuáles son las leyes, los decretos y las ordenanzas que se deducen de nuestra adhesión a la Carta de Derechos de 1948. Justamente para eso tenemos la política, para debatir y darnos razones unos a otros sobre qué hay que hacer con la vivienda, la educación o la prostitución para garantizar los derechos humanos de todas las ciudadanas y ciudadanos españoles. Sobre esto debaten todos los días los representantes políticos en nuestras instituciones y, justamente por eso, porque sobre los derechos claro que se debate, no son un criterio inmediato e inequívoco ni siquiera para excluir de nuestro sistema político a Vox. La irrupción de Vox en nuestras instituciones no implica la llegada de un partido que niega de entrada la validez de los derechos humanos –Santiago Abascal no dirá en El Hormiguero que las mujeres deben tener menos derechos que los hombres–, implica la llegada de un partido que, a juicio de muchas y muchos (yo incluida), defiende posturas incompatibles con los derechos fundamentales. Pero justamente porque ningún funcionario de la junta electoral o ningún juez puede deducir matemáticamente que el programa de Vox es objetivamente incompatible con los derechos humanos y debe ser un partido ilegal, mucho me temo que eso vamos a tener que debatirlo.
Nos guste más o nos guste menos, vamos a tener que demostrar con argumentos –en los parlamentos, los debates de televisión, las conversaciones de bar y las cenas familiares– el racismo y la homofobia de Vox. Nadie nos va a librar de tener que hacer ese trabajo político. Podemos decir con mucha indignación que con Vox no hay nada que debatir, pero quizás eso, una vez que ese partido ha conseguido una tribuna, solo le beneficie a Vox. ¿Vamos a exigir que Vox sea el único partido excluido de programas de televisión en campaña? ¿Acaso no ha sabido la ultraderecha sacar el máximo rendimiento al hecho de parecer un outsider ƒy hacerse la víctima de un pensamiento dominante que les censura?
Quienes tenemos la tentación de poner el grito en el cielo porque Abascal vaya al Hormiguero debemos empezar a asumir que Vox no es una fuerza extraparlamentaria, que representa a suficientes personas como para incluso estar disputando en las encuestas de estos días la tercera posición y que vamos a tener que salir ahí fuera, remangarnos y rebatir sus posturas. Porque algunos de esos argumentos (habrá que hilar fino para identificar bien cuáles) hacen que una parte de nuestra sociedad se sienta representada y porque si la historia nos enseña algo es que se puede ir hacia atrás. Mucho me temo que en el actual panorama español, con un auge de la extrema derecha, una posible derechización de los partidos, una alianza del renovado bipartidismo ante el conflicto catalán y unas probables reformas constitucionales no precisamente en clave democrática, una de las tareas políticas más ingratas pero más necesarias que vamos a tener por delante estos años va a ser la de reconquistar el sentido común en algunos asuntos. Y eso quiere decir que sí, que tendremos que explicar cosas que hace un tiempo no creíamos que volvería a hacer falta explicar.
En este contexto, es cuanto menos preocupante que la izquierda, y en particular una parte del feminismo, demuestre tener menos cultura del disenso y del debate que la que rige en unas instituciones en las que Vox tiene derecho a hablar. ¿Cómo puede ser que mientras Abascal ha conquistado la posibilidad de argumentar y ser escuchado en los parlamentos algunas feministas se dediquen a negar el derecho de otras feministas a hablar en la Universidad? ¿Van las instituciones a abarcar un debate más ancho entre rivales que el que va a tener el feminismo entre compañeras?
Este caso es un termómetro que marca algo preocupante. Con un argumento que no sirve para negarle o prohibirle el debate ni a Vox, se ha defendido la imposibilidad de hablar de un tema que ni es ilegal ni tiene al feminismo de acuerdo
El caso de las jornadas de A Coruña es un termómetro que marca algo preocupante. Con un argumento –que “los derechos humanos no se discuten”– que no sirve para negarle o prohibirle el debate ni siquiera a Vox, se ha defendido la imposibilidad de hablar de un tema que ni en nuestro país es ilegal ni tiene al feminismo de acuerdo. El debate sobre la prostitución no está hoy en primera línea en los partidos pero puede llegar cualquier día a nuestros parlamentos. Cuando eso pase, hasta Vox tendrá el derecho de opinar. Por mucho que creamos que es un partido cuyas propuestas suponen la anulación de derechos para la gente, eso no será argumento válido para negarles la palabra, eso será justamente lo que tendrá que debatirse. Convendría que para cuando llegue ese momento y los representantes políticos –incluido Vox– debatan sobre la prostitución, nuestra sociedad haya podido debatirlo antes y que, a ser posible, el feminismo haya sido protagonista en este debate. Convendría que, para cuando llegue ese día, las feministas y las mujeres directamente implicadas en el asunto, que ni tienen tribunas para hablar ni serán invitadas al Hormiguero, hayan tenido al menos la misma libertad para hablarlo en una Universidad que la que tendrá Santiago Abascal en el Congreso de los Diputados.
Quizás hay quien tenga la tentación de hacer lo contrario. En vez de dar a las prostitutas en nuestras universidades la misma posibilidad de discutir y argumentar que Santiago Abascal, censurar jornadas de prostitución en A Coruña y defender el boicot a los programas que inviten a Vox porque “los derechos humanos no se discuten”. Quizás la irrupción de Vox tenga el paradójico efecto de hacer a la izquierda más reaccionaria. Paradójico, porque si la izquierda contribuye a hacer que el sentido común se vuelva más insensible a los derechos democráticos de expresión y a estrechar el campo de lo opinable será la primera en sufrir sus propias recetas si un día gobiernan las derechas. Justamente por eso, en estos momentos, es más importante que nunca recordar por qué nos dimos estas reglas de juego. Lo hicimos porque, cuando las libertades y las opiniones se recortan, no son los derechos de los poderosos los que quedan expuestos, son los derechos de quienes son más vulnerables ante el poder. Lo hicimos porque si un día gobernara Vox no aceptaríamos que se censuraran debates feministas sobre el aborto en las universidades bajo el argumento de que está en juego el derecho a la vida y “sobre derechos humanos no se discute”. Porque si un día gobernara la derecha y prohibiera la prostitución o tantas otras cosas defenderíamos el derecho de debatir en la Universidad sobre cosas legales, sobre cosas alegales (como la prostitución hoy) y, por supuesto, sobre cosas ilegales. Lo hicimos porque sabemos que, a pesar de creer siempre que tenemos toda la razón, pensamos mejor cuando pensamos en común. Por eso, sobre progresos y retrocesos en cuanto a los derechos humanos suele cumplirse esta regla: cuando las sociedades se dan la libertad de debatir y opinar suelen ir hacia adelante, cuando se estrecha el campo de lo debatible y lo expresable suelen ir hacia atrás.
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Autora >
Clara Serra
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