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“Si este fuese el PSOE de Felipe González o de Rubalcaba ya nos habrían llamado al PP […] Yo le hago un llamamiento a Pedro Sánchez a que se piense muy bien lo que está haciendo y a que vuelva a hablar con los partidos que no somos dudosos en defender la unidad de nuestro país, el Estado de las autonomías, los servicios públicos y una economía que los financie”. Alberto Núñez Feijóo, presidente de la Xunta y del PP de Galicia no es de los que sueltan improperios (“felón”) y amontonan adjetivos (“populismo bolivariano y filoterrorista”) para criticar al rival. Lo suyo no es nada personal, y prefiere el estilete. No obstante, si la situación lo requiere, no desdeña sacar el hacha y maniobrar de forma tan contundente como aquel jugador del Chacarita Juniors en los años 50, Roberto Moreno, del que se decía que jugaba tan duro que pasaba el balón con contrario y todo. Feijóo dentro de unos meses (cuando quiera, siempre que sea antes de otoño de 2020) va a tener que escoger arma y yo apostaría a que será hacha. Como adelanto, la TVG no tuvo reparos en emitir el debate de la pasada campaña en el inédito prime time de las 10… de la mañana.
El 10N, en Galicia el bando progresista obtuvo 13 escaños (10 PSdeG, 2 En Común UP, 1 BNG) y las derechas 10 (PP)
En la noche electoral, cuando Santiago Abascal fue desgranando como si fuese la alineación de un equipo, jaleado por gritos de “a por ellos”, las provincias en las que habían obtenido representación, no citó ninguna gallega. También a última hora de la noche compareció Feijóo para felicitarse porque “Galicia es una de las tres comunidades en las que PP fue la fuerza más votada y de las tres obtuvo el mejor resultado de España”. Abascal, sin que sirva de precedente, decía la verdad. Vox no sacó ningún diputado en Galicia, País Vasco, La Rioja y Navarra. Pero Feijóo, siguiendo su habitual costumbre, en dos frases dijo solo verdad y media. El PP gallego obtuvo más votos que el de Castilla y León y el de Cantabria, pero únicamente porque la comunidad tiene más población. En términos relativos, subió un 4,5%, unas décimas más que la media general del partido, pero un punto menos que sus vecinos leoneses y castellanos, que además remontaron la ventaja de dos escaños que tenían sobre ellos los socialistas, mientras los gallegos empataron. El 10N, en Galicia el bando progresista obtuvo 13 escaños (10 PSdeG, 2 En Común UP, 1 BNG) y las derechas 10 (PP). El 55% de los votos contra el 44%, según las cuentas que echó el líder de los socialistas gallegos, Gonzalo Caballero (sí, es sobrino del alcalde Abel, pero no llegó al puesto precisamente gracias a su apoyo).
Feijóo podría haberse colgado la medalla de haber reocupado todo el espacio de centro derecha, expulsando a las tinieblas a Ciudadanos y cortándole el paso a Vox (aunque de eso en realidad se encargó el Bloque Nacionalista Galego), pero sus elecciones no eran estas, sino las gallegas. Sin citar las siglas a las que fueron a parar, Feijóo lamentó los “180.000 votos perdidos” (115.000 de Vox, 63.500 de Cs). El 28 A se habían “perdido” bastantes más: 184.000 de Cs y 87.000 de Vox. En siete meses, el PP ha recuperado 17.000 votos (un 4%), pero sus socios ideológicos han pasado de sumar entre ambos el 16,5% de las papeletas al 12%. El 28A, el 10N, y las que vengan, se produjeron y producirán además en un mapa local poco favorable: el PP no gobierna en ninguna ciudad (únicamente en Ourense en coalición), no muchas de las principales localidades y solo una de las cuatro diputaciones.
Resulta curioso el desparpajo con el que el líder centrado del PP, según reza la etiqueta que lleva puesta Feijóo, por una parte llame al “sentido de Estado” (o lo que sea) del PSOE de toda la vida, y por otra añore los buenos viejos tiempos en los que todo el espectro derechista se cobijaba en el partido. Ser –en sus propias palabras a la salida del Comité Ejecutivo del PP– garantes del Estado de las autonomías y de los servicios públicos, y a la vez pretender el voto de los que, efectivamente estaban en su partido, pero entonces no reivindicaban eliminar las autonomías y jibarizar los servicios públicos. No es una mera contradicción teórica. Vox (y Ciudadanos) han definido a Feijóo como un nacionalista (gallego) radical, culpable no solo de la imposición del gallego (el idioma) sino también de que haya prendido en Galicia el germen del separatismo. Lo expresó muy bien en Ourense Javier Ortega Smith, abundando en los símiles hortofruticultores: “La semilla de Vox hace tiempo que ha prendido en Galicia, pero crece más lenta por la mala hierba del caciquismo”, dijo, al tiempo que se comprometía a fumigar al PP de la Xunta. Claro que la perspectiva de compartir poder ha podado históricamente cualquier aspereza.
El separatismo que Feijóo ha criado a sus pechos se supone que es el BNG, al menos en los parámetros de Ortega. El Bloque ha sido, con respecto al Congreso, lo que en el fútbol se llama un equipo ascensor. Después de remolonear con lo de la Constitución, no entró en la carrera de San Jerónimo hasta 1996 con dos diputados. Al año siguiente logró a ser la segunda fuerza en el Parlamento Gallego. Llegó a ostentar la vicepresidencia de la Xunta y a tener tres congresistas y un eurodiputado en solitario, pero varias implosiones internas a comienzos de la década lo dejaron fuera de las Cortes, en el cuarto puesto en el Parlamento autonómico y con una presencia en Bruselas en condominio, por turnos. Ahora, recuperando algún hijo pródigo, ha vuelto. E, igual de importante, ha impedido por 8.000 votos que el último escaño de A Coruña lo ocupase Vox. Las esperanzas a las que se puede aferrar el PP son que en el mundo Marea-En Común-Unidas-Podemos siga la racha de desencuentros públicos y publicados. De momento, no hay candidato, pero sí patadas debajo de la mesa, aunque no hay mejor ansiolítico que estar en el poder.
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Autor >
Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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