Análisis
¿Estamos a las puertas de una nueva recesión?
Para que la actual desaceleración económica se transforme en otra crisis sería necesaria la inacción de las instituciones europeas y la persistencia de políticas económicas erradas
Gabriel Flores (La paradoja de Kaldor) 19/11/2019
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En las últimas semanas han sido muchos los artículos y declaraciones que dan por hecha una nueva y próxima recesión económica global. Han abundado esos malos augurios en una campaña electoral particularmente tóxica, que facilitó la utilización de todos los argumentos a mano, más o menos razonables o fantasiosos, y demasiadas mentiras para conseguir votos.
El miedo a una nueva crisis económica podía convertirse en un excelente factor de movilización electoral. Y por eso hemos asistido a una utilización política de ese nuevo fantasma de la recesión, sin que los partidos en liza hicieran el mínimo esfuerzo por aportar alguna luz al necesario debate sobre su probabilidad. El presagio de la nueva recesión se ha utilizado de múltiples formas, para denunciar el veto del poder económico a un gobierno socialista que incluyera algunos ministros de UP; para explicar la persistencia del independentismo catalán en la vía unilateralista con objeto de escapar de la depresión económica en la que puede instalarse España, o para justificar que Sánchez no mantuviera la oferta de gobierno de coalición con UP. Puro fuego de artificio justificativo que ahorra la molestia de pensar, precisar y argumentar los análisis. Más aún tras conocer el preacuerdo de coalición recién firmado por Iglesias y Sánchez que desmonta de un manotazo todas esas creencias.
los datos disponibles no nos autorizan a decir que la próxima recesión está a la vuelta de la esquina
También la mayoría de los economistas han contribuido a la confusión reinante, sin guardar las debidas distancias respecto a una recesión que, siendo posible, dista mucho de ser una realidad ineludible en un futuro próximo y predecible. De hecho, varios economistas ya han anunciado en distintas ocasiones en los últimos cinco años, es decir, en plena recuperación del crecimiento económico, la próxima recesión. Aclaremos las cosas, el conocimiento económico nada tiene que ver con la adivinación de crisis o recesiones. Si fuera por eso, habría que tirarlo a la basura. Un solo dato, pero muy contundente: durante la Gran Recesión (en los años 2008 y 2009) ninguna de las 62 recesiones que se produjeron en el mundo había sido prevista en septiembre del año anterior por economistas o empresas dedicados profesionalmente a la prospección económica (Ahir y Loungani, 2014). ¡Ninguna!
Estamos seguros de que habrá una nueva recesión del mismo modo que sabemos que todos los seres humanos tienen como destino inevitable la muerte, pero los datos disponibles no nos autorizan a decir que la próxima recesión está a la vuelta de la esquina.
Antes de entrar en la crítica a los anuncios de una cercana recesión, me gustaría hacer una puntualización a propósito del dudoso interés que ha tenido hinchar más allá de lo razonable su probabilidad durante la campaña electoral: no creo que atizar el miedo a la recesión haya ayudado mucho a los intereses electorales de los partidos ni que pudiera conceder más ventajas a unos que a otros. Más que nada, porque casi todos tenían argumentos convincentes para llevar ese miedo al terreno de sus intereses particulares.
En el ámbito de las fuerzas progresistas, el PSOE ha ofrecido su mayor capacidad para aportar estabilidad política y lograr amplios acuerdos, tanto con su izquierda como a su derecha; Unidas Podemos, su compromiso con los de abajo en la tarea de rescatar y proteger a los sectores con mayores riesgos de pobreza, precariedad y exclusión social y lograr una distribución más equitativa de los costes de otra recesión; y Más País, garantías de hacer lo imposible para asegurar que sus votos facilitarían la formación de un gobierno progresista y unas instituciones más preocupadas con la suerte y la protección de la mayoría social.
También en la derecha, el PP ofrecía su experiencia de gestión de la Gran Recesión, apuntándose el mérito de una etapa prolongada de crecimiento económico desde el cuarto trimestre de 2013 hasta la moción de censura que desalojó de La Moncloa a Rajoy. Con el valor añadido de la continuidad de ese relativamente fuerte crecimiento económico tras la investidura de Sánchez como presidente del Gobierno en junio de 2018, en unas condiciones particularmente difíciles: comienzo de la desaceleración económica, imposibilidad de aprobar unos nuevos Presupuestos Generales del Estado, dos crispados procesos electorales, la sentencia del Tribunal Supremo condenando a duras penas a los líderes catalanes presos, la reacción del movimiento independentista en Catalunya o la exhumación del dictador.
He dicho todos los partidos, pero ni C’s ni Vox se han mostrado especialmente preocupados por la contingencia de una nueva recesión. El primero, C’s, porque tiene una receta universal para cualquier situación, país y problema económico: bajar impuestos, desregular, privatizar, aislar a los sindicatos, etc. El segundo, Vox, porque no quiere perder el tiempo en algo tan nimio como una recesión económica, cuando lo que está en juego es España y sus símbolos eternos, los del franquismo. A ambos partidos, C’s y Vox, les ha bastado con impostar la voz al decir España y confiar en que la bandera permitiría camuflar y vender la deteriorada ideología y las recetas neoliberales que ambos comparten. Uno se ha ido al garete, el otro ha duplicado sus escaños.
Visto lo visto en los resultados electorales del 10-N, parece que los temas sociales de mayor preocupación (el paro, el empleo precario, las pensiones, el alza de los alquileres, la desigualdad de rentas o el cambio climático) fueron parcialmente desplazados por una guerra de banderas que pusieron en el primer plano del debate político y del interés de la opinión pública las identidades nacionales y su reforzamiento, tanto por parte del nacionalismo español excluyente como del independentismo catalán unilateralista.
Más allá del lógico juego de las disputas políticas, los datos y las previsiones señalan que no hay recesión a la vista y que lo que se está produciendo desde hace algo más de un año es una significativa desaceleración económica que continuará en los próximos dos años. No es probable a corto plazo un nuevo periodo de decrecimiento del producto y el empleo. Por mucho que los factores que pueden alumbrar la nueva recesión sean muchos, los instrumentos de política económica disponibles para combatirla sean débiles y la propia creencia de una nueva recesión en Europa por parte de la opinión pública y de inversores y mercados pueden estar cambiando los comportamientos de los agentes económicos hasta el punto de convertirla en una profecía autocumplida.
Todas las previsiones señalan lo mismo: las economías mundial, europea y española están en evidente desaceleración, pero no indican una recesión en 2020 ni en 2021. Por ejemplo, los últimos datos que aparecen en las previsiones de otoño de la Comisión Europea, dadas a conocer el pasado 7 de noviembre. O, en EE.UU., el Survey of Professional Forecasters del tercer trimestre de 2019 que elabora la Federal Reserve Bank of Philadelphia. Pero, de igual manera que el conocimiento económico no puede prever recesiones, tampoco puede descartarlas. Los factores de riesgo están ahí, siguen engordando incertidumbres y pueden desencadenar una nueva recesión imprevista a corto plazo.
El crecimiento, por sí solo, no es una solución a los graves problemas estructurales que sufre la economía española
Por otro lado, el hincapié en la probabilidad de una próxima recesión contribuye a dejar en la penumbra un hecho muy relevante: el notable crecimiento de la economía española en los últimos cinco años ha incrementado los trabajadores pobres y las bolsas de pobreza y exclusión social, los empleos precarios, la polarización del mercado laboral y la intensificación de las desigualdades de renta. Y, tanto o más importante, ese crecimiento sigue consolidando estructuras y especializaciones productivas que requieren del empleo precario sin derechos laborales, los bajos salarios, un sistema fiscal excesivamente amigable con los beneficios empresariales y altas tasas de desempleo.
El crecimiento, por sí solo, no es una solución a los graves problemas estructurales que sufre la economía española y que impactan en la ciudadanía. Del mismo modo que un crecimiento relativamente fuerte no ha implicado mayor bienestar, reducción de la desigualdad de rentas y patrimonios o más peso del empleo decente, tampoco la desaceleración del crecimiento implica lo contrario.
Con recesión o con crecimiento económico es posible (y necesario para la mayoría social) aplicar programas económicos progresistas que tengan como objetivos centrales el rescate social, el impulso de la transición ecológica, el desarrollo de políticas inspiradas por los principios de solidaridad y cohesión social o la promoción de un cambio estructural modernizador. Que haya crecimiento económico no suple ni excluye esas tareas. Que haya recesión no las impide, sólo las hace más difíciles.
La recesión es una amenaza que se puede evitar en 2020 y 2021
Que existan muchos factores de recesión supone una amenaza cierta, pero no certifica que sea ineludible. Que haya recesión no supone un impedimento absoluto para hacer las reformas económicas que son necesarias. Que haya crecimiento no reduce la necesidad de hacer las políticas económicas y reformas progresistas viables.
Las economías española y europea se han instalado de forma duradera en una situación de crecimiento débil sin recesión, con una inflación anémica que provoca tasas de interés a largo plazo muy bajas.
Creo que a menudo se confunden los muchos factores de crisis que están presentes, de naturaleza política, institucional, económica y geoestratégica, sean específicos de España y Europa o tengan un carácter general, con la propia crisis; como si la existencia de esos factores condujera automáticamente a la recesión o impidiera la acción política de los Estados para evitarla, cuando aparece como riesgo, o para afrontarla, cuando se produce. Hay que recordar que, a partir de 2018, cuando se hace visible la desaceleración económica, los países de la OCDE han reaccionado aumentando sus déficits públicos, que ya están cerca del 4% del PIB, y su deuda pública, que también experimentó un pequeño crecimiento, situándose por encima del 115% del PIB.
Si la desaceleración continúa o se agrava, nada impide una utilización más intensa del quantitative easing o que el mantenimiento de tasas de interés muy débiles se acompañe de una política presupuestaria más expansiva. Hay margen político para ello (el margen económico es más discutible y habría que analizarlo país por país) y se utilizará, porque la aversión de los gobiernos y de las opiniones públicas a una nueva recesión será determinante.
Hay que tener en cuenta, además, que entre las preocupaciones de la opinión pública hay dos, relacionadas con la reducción de las desigualdades económicas y la lucha contra el cambio climático, que pueden tener un notable recorrido y suponer una gran presión sobre los gobiernos de los Estados miembros y las instituciones comunitarias para que promuevan más inversiones públicas eficaces, medidas contra el cambio climático y políticas favorables a los sectores sociales empobrecidos, las clases medias que han sufrido un deterioro importante de sus condiciones de vida o jóvenes que tienen grandes dificultades para encontrar empleos decentes. Políticas que pueden suponer un importante factor de reactivación, modernización productiva y sobriedad en el consumo que permitirían compaginar la lucha contra la recesión y una mayor atención a la cohesión social, el bienestar de la mayoría y los cuidados al planeta.
A menudo, en las declaraciones de los líderes políticos se amalgaman la desaceleración del crecimiento con un impreciso concepto de crisis económica o con una delimitada cuantificación de la recesión (dos trimestres seguidos de crecimiento negativo), a pesar de sus importantes diferencias y muy distintos impactos y terapias de política económica para afrontarlos. A lo que buena parte de los líderes políticos de izquierdas añaden confusión entre el contradictorio y desequilibrado despliegue del capitalismo, que produce inevitables crisis cíclicas y estructurales inherentes al propio avance y lógica de acumulación del capital, y su supuesta incapacidad para impulsar el crecimiento económico o permitir la mejora del bienestar de la mayoría social. La condena moral o ideológica del sistema capitalista no nos puede cerrar los ojos ante su plasticidad para el cambio, resistencia frente a situaciones de crisis o potencia para generar crecimiento. Vitalidad demostrada con creces a lo largo de los dos últimos siglos, en los que el capitalismo ha sido el sistema económico dominante y ha tenido la capacidad de transmutarse en varias ocasiones, concretarse en muchos modelos diferentes y convivir con distintos regímenes políticos, sistemas de regulación, intervención pública o prioridades cambiantes de la ciudadanía.
Las causas de la actual desaceleración de la economía mundial son conocidas. El factor que se menciona con más frecuencia es el frenazo del comercio mundial, vinculado a las tensiones comerciales y arancelarias entre China y Estados Unidos, a la crisis del modelo de globalización neoliberal al que EE.UU. pretende despojar de instancias multilaterales de arbitraje y regulación de los conflictos, al crecimiento de los partidos políticos proteccionistas y neosoberanistas y, aunque no se mencione tanto, al cambio del modelo de crecimiento de China, menos sustentado en el comercio exterior y más dependiente de la evolución de la demanda interna, que está suponiendo un retroceso de sus importaciones y una reducción significativa de la tasa de crecimiento del producto. Hay también un segundo factor importante, el vuelco de la economía mundial hacia una economía de servicios con un peso menguante de la industria manufacturera y los impactos añadidos del declive de viejas industrias (automoción, químicas, bienes de equipo o energéticas) a las que las previsiones de una regulación más fuerte, que haga posible un mayor acercamiento con los compromisos internacionales de reducción de las emisiones de CO₂, lleva a la congelación de los planes de expansión e inversión productiva de las empresas.
Garantizar la solvencia de los deudores no permite impulsar el progreso técnico y la productividad global, que son las únicas herramientas para superar una situación de débil crecimiento potencial a largo plazo
Estas son las razones que explican que sean los países con un mayor peso del sector industrial y más dependientes en su crecimiento de las exportaciones a China, como es el caso de Alemania, los que sufren con mayor intensidad esa desaceleración y los que, de entrada, están más expuestos a la recesión. Pero que nadie lo dude, si Alemania se acerca más a una situación de recesión, utilizará en mayor medida que hasta ahora su amplio margen para desarrollar políticas presupuestarias expansivas para impedirla. La aversión a la recesión por parte de la opinión pública es generalizada y ya ha hecho que tanto Francia como Italia hayan utilizado en 2019 la política presupuestaria para impedir una mayor reducción de su crecimiento, por mucho que sus márgenes de acción presupuestaria sean mucho menores y, en el caso de Italia, prácticamente inexistentes.
Las políticas monetarias muy expansionistas que practican los Bancos Centrales de los países capitalistas desarrollados han demostrado su capacidad para garantizar la solvencia de los deudores, sean Estados, empresas o familias, gracias a los bajos tipos de interés y a la reducción sustancial de los gastos por intereses. Es muy improbable, por tanto, que se produzcan en los próximos dos años nuevas crisis de deuda o insolvencia. Pero esas bajas tasas de interés sirven para eso, no para impulsar la demanda de los hogares, porque la incertidumbre hace que aumenten sus tasas de ahorro, ni la inversión de las empresas, porque el mínimo crecimiento de la demanda interna (causado por las políticas de devaluación salarial y consolidación fiscal) y del comercio mundial no facilitan la aprobación de nuevos planes de inversión productiva.
Es verdad que las políticas monetarias expansionistas están generando graves problemas económicos que deben ser atajados, como nuevas burbujas especulativas (especialmente en el sector inmobiliario, tanto en los alquileres como en el precio de la vivienda), una utilización improductiva e ineficiente del ahorro o un bloqueo de la intermediación financiera que realiza el sistema bancario, con el consiguiente impacto negativo sobre las cuentas de resultados de los bancos. Garantizar la solvencia de los agentes económicos deudores, siendo muy importante, no permite impulsar el progreso técnico y la productividad global de los factores productivos, que son las únicas herramientas para superar una situación de débil crecimiento potencial a largo plazo. Para impulsar ese crecimiento potencial y hacer posible la creación de empleos de calidad es imprescindible invertir en la mejora de la educación, las competencias de la población activa y la modernización de capital. Sólo de ese modo será posible impulsar un cambio en las estructuras y especializaciones productivas y escalar la gama de la oferta. ¿Qué se ha hecho en los últimos 10 años al respecto? Nada. Tampoco durante el relativamente fuerte crecimiento económico de los últimos cinco años.
Ni siquiera la depreciación del euro que provocan las bajas tasas de interés tiene efectos positivos sobre la demanda exterior, ya que el abaratamiento de las exportaciones se compensa con la degradación de los términos de intercambio que supone el encarecimiento de las importaciones.
Otro factor que influye en la reducción de las probabilidades de una nueva recesión es la buena situación económica y financiera de las empresas, que presentan tasas de rentabilidad económica situadas en máximos históricos y han aprovechado la mejoría de sus beneficios para reducir su endeudamiento. Sí, esa mejor situación de las empresas se ha conseguido gracias a las políticas de austeridad y devaluación salarial y a la intensificación de las reformas estructurales o desreguladoras del mercado laboral que han debilitado a los sindicatos y la capacidad de reacción de las clases trabajadoras y han propiciado una distribución muy desequilibrada de la renta en contra de los asalariados y la proliferación del empleo precario, lo que supone un nuevo obstáculo a la expansión del consumo de los hogares que abocan a un crecimiento muy modesto. Pero la mayor solvencia y rentabilidad de las empresas permite comprender por qué una nueva recesión es improbable y explica la adhesión de las patronales, el poder económico y una parte significativa de la sociedad a las políticas neoliberales y a la estrategia de salida de la crisis que propugna Bruselas.
El marco normativo e institucional comunitario y, especialmente, las reglas presupuestarias (los arbitrarios límites fijados al déficit y la deuda públicos o los ritmos de reducción de un indicador tan inasible como el del déficit público estructural) siguen impidiendo complementar los estímulos monetarios con políticas presupuestarias expansionistas. O, peor aún, siguen tratando de igual manera el gasto público que no genera futuras rentas y la inversión pública que permite aumentar el crecimiento potencial. Pero esa restricción ha sido perfectamente salvable en 2019 por países con suficiente peso económico y político, como Francia o Italia. Ante una nueva amenaza inminente de recesión, esta vez, muy probablemente, se relajarían las reglas comunitarias para permitir su rápida superación. El problema es si las fuerzas progresistas y los países del sur de la eurozona tienen capacidad para que esas reglas se modifiquen antes y conseguir que la UE se ponga como tarea inmediata la necesidad de impulsar un plan europeo de inversiones con suficiente financiación comunitaria centrado en la modernización productiva, el crecimiento de la productividad global de los factores y la descarbonización de la economía.
A los factores de riesgo de recesión de naturaleza económica, financiera y comercial hay que añadir la crisis de representación política que vive nuestro país, el ascenso de fuerzas neosoberanistas de extrema derecha en la mayoría de los Estados miembros de la UE, el bloqueo de las reformas institucionales que son necesarias para que la eurozona mejore su funcionamiento y las tensiones geopolíticas que tienen su epicentro en Oriente Medio y en el fracaso y la conflictiva sustitución del modelo de globalización neoliberal por la intentona de Estados Unidos de reconstruir un nuevo poder imperial que le permita imponer sus criterios e intereses a sus competidores sin mecanismo multilaterales de regulación, control y arbitraje.
se estima que un aumento del precio del petróleo de 10 dólares el barril supone una reducción del crecimiento del 0,3%
La crisis y la violencia en Oriente Medio impiden, además, ofrecer una cierta estabilidad al precio del petróleo, que según previsiones de la Agencia Internacional de la Energía podría reducirse en 2020 a los 50 dólares el barril de Brent, si no hay crisis geopolítica y continúa la desaceleración del crecimiento mundial, o aumentar hasta los 120 dólares, si se intensifican los ataques contra las instalaciones petrolíferas. Lo que podría suponer una importante reducción del crecimiento económico en la eurozona, ya que se estima que un aumento del precio del petróleo de 10 dólares el barril supone una reducción del crecimiento del 0,3%.
Un último comentario sobre el papel clave que puede jugar la UE. Para que la actual desaceleración económica se transforme en recesión sería necesaria la inacción de las instituciones europeas y la persistencia de políticas económicas erradas. Si se quiere impedir que los múltiples factores de riesgo de recesión se desarrollen, sería más que conveniente el concurso de las instituciones comunitarias para recuperar el proyecto de unidad europea y la confianza de la ciudadanía en una Europa abierta, solidaria e inclusiva. Se puede conseguir. Bastaría con rescatar y concretar los principios comunitarios de solidaridad y cohesión económica, social y territorial y aumentar la financiación de inversiones modernizadoras de estructuras y especializaciones productivas compatibles con la transición ecológica y una mayor autonomía energética respecto al petróleo que permitan intensificar la lucha contra el cambio climático y cumplir los objetivos de reducción de las emisiones de CO₂.
Para escapar del débil crecimiento potencial a largo plazo y, de paso, hacer más improbable la recesión, la UE debería contar con un presupuesto mayor y aumentar la inversión en educación, competencias de la población activa, investigación y modernización productiva. Nada de eso se hizo tras el estallido de la crisis global en 2008 y nada de eso se ha hecho durante la larga fase de crecimiento económico iniciado en 2014. Nada o, peor aún, se promovió de forma indirecta la reducción de la inversión pública de los Estados miembros. Las instituciones europeas no pueden seguir confundiendo y tratando por igual el gasto público y la inversión pública modernizadora capaz de aumentar la productividad global de los factores productivo y mejorar la gama de la oferta productiva. No tiene ningún sentido contribuir a mantener el bajo crecimiento actual y aumentar los riesgos de recesión con una política de consolidación presupuestaria que reduce la inversión pública y nos atornilla a una estructura productiva y a un modelo de crecimiento que requieren y multiplican los empleos temporales y precarios y fortalecen unas especializaciones productivas basadas en los servicios a las personas de bajo valor añadido.
Europa es parte de la solución posible, tanto en relación a los problemas que genera la desaceleración del crecimiento como a los peligros de una nueva recesión. Siempre que se hagan las reformas institucionales y el cambio de políticas económicas que están en la raíz del mal funcionamiento del mercado único, la fragmentación del mercado financiero comunitario, las divergencias productivas y de rentas entre los Estado miembros y la expansión de los partidos de extrema derecha neosoberanistas, xenófobos y antieuropeístas.
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Gabriel Flores es doctor en Ciencias Económicas y Empresariales por la UCM. Especialista en las economías de Europa Central. Miembro de La paradoja de Kaldor.
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Gabriel Flores (La paradoja de Kaldor)
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