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DIARIO DE MOSCÚ (y VII)

Entra el bedel y apaga la luz

Séptima y última entrega del diario de un profesor de lengua y literatura española contratado para dar clases en Moscú, Idaho

Rubén Ángel Arias 4/12/2019

R.A.A.

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3 de diciembre

Todas esas personas siempre ávidas de sacar una lección tras una mala experiencia, como si quisieran hacer rendir al dolor en las cuentas del sentido. Deben pensar que los golpes nos mejoran. Para ellas una caída nunca es del todo una caída: es una ocasión para aprender. Es gente, desde luego, muy pelma. Y muy cobarde.

4 de diciembre

Aquella mala palabra que la abuela de Borges dijo al morir. Y que Borges no llegó a confesar nunca cuál había sido.

5 de diciembre

Apuntes para una historia literaria del capitalismo tardío. Lima, Belano, García Madero y Lupe huyen en un Chevrolet Impala. La versión actual de este modelo es el que tienen, en Moscú, los banqueros de Wells Fargo. 

6 de diciembre

Las erratas como obstáculos que nos devuelven a la fisicidad del texto, al grafo. 

7 de diciembre

Cuando uno piensa que está ya cerca de la salida y se prepara para abandonar el recinto, resulta que lo que hace las veces de puerta no es sino una de las curvas que lleva al mismo lado de la misma cinta. Este es el conocido –por mí– y frecuentado –por muchos– anillo de Moebius de la angustia. 

8 de diciembre

Harold Bloom: “Puede que la contemplación sea un modo de ser y de existir muy digno, pero no tiene historia alguna que contar”. 

9 de diciembre

Juan Rulfo fue vendedor de llantas de automóvil. “Se vendían solas”, solía decir en las entrevistas, cuando le preguntaban.

10 de diciembre

Empieza a ser habitual, y es un asco, que editoriales con muchísima tirada (Austral, Seix Barral y Mondadori, entre otras) impriman sus ejemplares de bolsillo con algo que no merece el nombre de tinta ni tampoco el de impresión. En las cloacas de Internet he visto libros mejor escaneados. Me apetece insultar a estos editores, meterme con ellos, mentarles la madre. En lugar de eso, devuelvo los libros que me llegan con las letras deslavadas o pixeladas o fotocopiadas (y van cientos de esta guisa), y le rezo al becerro de oro de la piratería para que les funda los ojos y se los astigmatice

11 de diciembre

Un muchacho le lee a Borges fragmentos de su diario. Borges: “Yo le dije que un escritor no podía empezar por un diario. […] Insistió además en que su diario no era nunca indiscreto; le dije que un diario tenía que ser indiscreto”. 

12 de diciembre

Han caído las primeras nieves. Parciales y rápidas. La diferencia de temperatura entre el día y la noche ha hecho además que las estalactitas empiecen a colgar por los costados sur y oeste de todas las casas. Parecen inmensas cortinas o larguísimos vestidos de novia. Novias que huyeran por los tejados, novias que –hartas de todo– hubieran subido al tejado, a levitar.

13 de diciembre

Ante las críticas que Conrad recibe por el pudor con el que ha narrado sus memorias, responde: “Ese defecto me ha ahorrado los aguijonazos de mi timidez”. Es muy elegante la concesión que hace a quienes le critican, cuando es evidente que Conrad no veía en su pudor defecto alguno. 

14 de diciembre

Borges a Bioy: “Vos sabés, a mí no me gusta que la gente me haga confidencias, porque mientras me dicen cosas importantísimas pienso en otra cosa y tengo miedo de que se den cuenta”.

15 de diciembre

Hacer algo con la conciencia de ser solo uno más. Pero no como quien pretende la humildad o la mesura, sino como quien sale en busca de lo nulo. Obstinarse en no ser diferenciado, invertir todos los esfuerzos en que los demás te tomen por otro cualquiera. Un soldado raso de la personalidad, hecho a base de kilogramos de masa indiferenciada. (Nota mental: Locura y muerte de Nadie, de Jarnés, y Todos los nombres, de Saramago, abordan este asunto. Supongo que El hombre sin atributos, de Musil, también. Pero esta no la he leído.)

16 de diciembre

La rara y clara conciencia de algo que se me presenta, sobre todo, como un aviso. El aviso no es para mí, es para los demás. Me dejaré caer. Ese es el mensaje. Tarde o temprano me dejaré caer, no tendré dinero para seguir vivo y otros tendrán que hacerse cargo de mí, si es que quieren, si es que pueden, si es que no han caído antes que yo o han muerto. Habrá, entonces, un momento de extremo desvalimiento, que puede ser más o menos breve o repentino. Podré entonces estar o no acompañado y de ello dependerá el único hecho en verdad narrativo de mi vida, y es que se podrá saber, al fin, cómo contarla. 

Es por eso que cada vez que me pasa algo, un accidente, un virus, un dolor de cabeza, lo primero que me sale es pedir perdón, porque en cada accidente del cuerpo veo una advertencia del fin y de la carga que supondré para algún otro, si es que en ese imaginario final no estoy solo. 

17 de diciembre

Para afrontar la muerte, Sócrates se dio, entre otros consuelos, el de evocar a las cigarras. Según él, morían cantando y sin saber que se morían. Shakespeare fue también piadoso con Falstaff a la hora de comunicar su muerte. Una mujer lo vio por última vez jugando con las flores y sonriendo; su nariz, afilada como siempre por el vino, había empezado a adquirir otro color y todo lo que salía de su boca era un balbuceo apenas comprensible sobre unos campos verdes.

21 de diciembre de 2018

Ayer mudanza de I. y de J. en camioneta, se van a vivir a Pullman (Washington). Era obvio que para I. había algo excitante en el cambio. En J. solo percibí resistencias. Por las mudanzas los reconocerás. Llovió y nevó e hizo frío, pero el puzle de muebles y cachivaches que nos tuvimos que montar y desmontar nos mantuvo entretenidos. Cuando al final me llevaron hasta mi casa y les vi marcharse, pensé que sí, que claro, que no hay más profundidad que la que arde y que por mucho que nos envolvamos en neoprenos o abrigos estamos, aquí o allá, todos de paso. De paso ligero.

24 de diciembre

E. y yo volamos de Seattle a Saint Louis. Vamos a ver el Mississippi y a mi hermana N. que, como el río, también pasa por allí. El avión hace un pequeño arco y sobrevuela durante un rato la frontera entre Montana y Canadá. En el cielo, que ahora mismo está debajo de nosotros, no hay ni una sola nube y se ven, a lo lejos, los grandes lagos blancos de Canadá. Lagos que quizá no sean lagos sino minas de gas o de uranio enriquecido y que parecen, si somos precisos, azarosos perímetros de cal y de ceniza. Bocas de payaso, eso parecen. Bocas muy bien delimitadas y oblongas que hubieran segregado baba al hablar. Payasos tremendos, claro, y absurdos. Bocas de Beckett. Esperan a Godot o la caída de los pájaros. Mientras tanto, devoran no sabemos muy bien si el mundo o el paisaje.

28 de diciembre 

(Escrito en el tren que va de Saint Louis a Chicago. Atravesamos los maizales, una región que aquí llaman “los planos”. Lo que sigue querría ser una entrañable y rara visión de lo que E. no puede ver ahora mismo, pues duerme como si el vagón fuera su casa.) 

Tu nombre viaja en el interior de un tren proustiano. Una inevitable y cursi madalenita que viaja en el estómago lácteo de un tren de cercanías y que atraviesa túneles y maizales en un sentido del verbo atravesar que no sé si comprendes y que eso es todo lo que hace, además de escupir, cada cierto tiempo, un número indefinido de viajeros. Devora madalenas (entre ellas está tu nombre), atraviesa un túnel, escupe viajeros. En ocasiones se para fuera de las estaciones, o entre estaciones, lo cual vuelve extraordinariamente difícil saber las paradas que faltan y sus horas. En su interior, los jugos gástricos se mueven hacia el interior de la madalena (tu nombre) donde todo es ósmosis y vasos comunicantes. Así tiene lugar la lenta, la íntima rumia de tu nombre en los tubos de transporte público que mueven a las gentes por el mundo y las cambian de lugar.

30 de diciembre

En el tren de vuelta, a la altura de Raymond, se suben una mujer y un hombre, ambos de unos cincuenta años. El vagón está casi vacío y cuando se acerca el revisor para pedirles los billetes, escuchamos toda la conversación. La mujer habla primero y le dice, anticipándose, que es ella quien está al cuidado del hombre que la acompaña, un hombre enfermo, añade, discúlpelo, añade también, es mi hermano, padece esquizofrenia, continúa, y en ocasiones no sabe lo que hace ni el valor de lo que habla. En ese momento, el hombre que acompaña a la mujer, y con una acostumbrada paciencia (o eso me parece a mí), lo niega todo, dice que no, que es a ella a quien debe perdonar pues se encuentra muy afectada aún por la muerte reciente y repentina de su hermano. La mujer no niega nada y se limita a decirle al revisor, ya lo ve, ya lo ve, se lo advertí, pobre, discúlpelo. A todo lo cual, el revisor le responde a la mujer, no se preocupe, está todo en orden, y, dirigiéndose hacia el hombre, le repite: no se preocupe, está todo en orden (everything is in its right place), y se va, y ellos dos se quedan solos y en silencio. No vuelven a pronunciar una palabra en las casi dos horas que faltan para llegar a Saint Louis. E. y yo comentamos lo ocurrido como quienes asisten y dan fe de un milagro redondo y sin fisuras, listo para ser pasado a limpio y lanzado a la disimulada eternidad de estos diarios.

4 de enero de 2019

Tropezarse con Don Quijote, encontrarse con él, ser retado y alcanzado por su espada. Que, en ese encuentro, Don Quijote identifique en nosotros a su enemigo y nos abata. Pienso en el primero de sus golpes, el primero en abrirnos la piel. Pienso en la materialidad de ese dolor. La herida nos escocería y buscaríamos tapar la hemorragia y desinfectar la piel expuesta al aire. Sin embargo, nada podría superar el asombro no ante la imposible presencia de Don Quijote, sino ante su más que probable enemistad. 

9 de enero 

Dos mediocres son como dos sabios en el instante del reconocimiento. Dos mediocres se reconocen inmediata, mutuamente. Se reconocen y lo ocultan. Y el reconocerse y el ocultarse es una misma y única figura. Como es fácil de adivinar, la misma ocultación los delata y es en ella donde se produce y desarrolla la intimidad del reconocimiento. Se reconocen y se saben cómplices y toda su complicidad transcurrirá, en adelante, de manera tácita, silenciosa. Esta fórmula, que nos rige, es conocida entre nosotros como la Gran Conjura o el Pacto Grande. No hace falta saber más, me reconocerán quienes se ocultan conmigo. Así funcionamos.

10 de enero

Anoto estas dos observaciones acerca y en contra de la musicalidad del idioma. En una conferencia alguien se queja de la seducción que tantas veces ejercen “los ramalazos eufónicos de algunos filósofos”. En un diario, un escritor se pone en guardia ante “la increíble fuerza de convicción de las aliteraciones en castellano”. Lo que suena bien provoca desconfianza, desde Platón hasta nosotros asistimos al desprecio del encandilamiento y de la hipnosis. No sé si con razón.

11 de enero

Escribir bien: ese arte de no tropezar nunca con nada. O sea, que el lector quede prendado por algo que está ahí, se entienda o no. 

12 de enero

Me he estado acordando hoy de la última vez que estuve en casa de H. Pasé varios días en su casa y tuvimos dos momentos de tensión. El primero propiciado porque yo no había entendido una idea de Arendt, lo cual hizo que H. señalara mi falta de gimnasia en el decatlón –o piruetas– de la política. El segundo fue porque, sin pedir permiso, cogí una naranja del frutero y la pelé sobre el cubo de la basura, en lugar de pedir, coger un plato y sentarme a comer sobre la mesa. Me sentí impotente porque entendí que H. llevaba razón en sus reproches.

En un momento dado le pregunté que hasta dónde estaría dispuesto a llevar su enfado, qué le gustaría hacerme en ese momento si la posibilidad de castigar al otro no tuviera consecuencias, cómo de alto alzaría su mano. A lo cual me respondió que un enfado se pasa y ya. Muy fino. Es terrible notar que has hecho algo que ha provocado irritación. Mejor hacer daño, hacer llorar, lo que sea. Pero irritar… ahí hay algo: el núcleo duro de nuestro sistema nervioso. 

14 de enero

En el apartamento en el que vivo aquí en Moscú hay dos mesas. Una en la cocina, alta y redonda, y otra en la sala, baja y rectangular. Las dos son de madera. Las dos fueron compradas en un rastro. Las dos fueron barnizadas, me temo, con la misma sustancia. Cualquier cosa caliente que se ponga encima de ellas convierte el barniz en pegamento. A esto debe añadirse el efecto de vacío o succión que se produce. Me ha pasado, en demasiadas ocasiones, ir a tomarme un té y no poder despegar la taza. En un primer momento, utilicé pajitas, esto solucionaba el problema del beber, pero el número de círculos que dejaban las tazas tras ser arrancadas no dejaba de aumentar. Así es como empecé a apoyar los vasos, las tazas y los platos de manera que siempre estuvieran inclinados. Ponía tropiezos –palillos o cucharas– debajo de ellos. El resultado es que las mesas han empezado a llenarse de arcos, parecen las marcas de alguien que, obsesionado con un compás, no es capaz sin embargo de trazar un giro completo. E. me ha regalado unos artilugios formidables que evitan todo este jaleo de las tazas inclinadas. Son posavasos. Es fundamental que un remedio tan útil no se me haya ocurrido a mí, pues en ello está cifrada la forma en la que afronto, o más bien me apaño, y convivo con los problemas. 

18 de enero

Todas estas notas son salvajes. Han invadido lo que quedaba de civilizado en mi escritura. Han crecido aquí, por cualquier lado, en las zonas evacuadas tras el último accidente. Ya no queda núcleo ni ritual o asentamiento, ni apenas ruina que indique lo que antes pudo ser hoguera o casas bajas. Hasta donde alcanza la vista prosperan abrojos ahora y moras verdes. Hay regiones, en verdad extensísimas, donde la hierba es tan cerrada que el sustrato que la alimenta conoce solo diversos grados de oscuridad. 

19 de enero

Se ponen artefactos en Marte con la física de Newton. Con Einstein solo es posible viajar al interior de sus ecuaciones. Esto he pensado tras acordarme, buscar y releer “El cerebro de Einstein”, el texto en que Barthes acusa a la mitología pagana de convertir el cerebro de Einstein en un grifo de sabiduría en permanente goteo de genialidades. Lo que insinúa Barthes allí es maravilloso: todo lo que dijo Einstein fuera de su campo no eran más que chorradas. 

20 de enero

E. me acaba de contar que el que pasa por ser el podcast académico con más escuchas en Estados Unidos es uno titulado “El cerebro de Einstein”. He estado escuchándolo. Va de cómo el cerebro de Einstein fue objeto de estudio después de su muerte. Un cerebro que secuestraron, cortaron –sin demasiadas precauciones–, conservaron y midieron. Parece, y todo el programa apunta hacia esta idea, que una de las circunvoluciones craneales era más corta de lo que suele ser. Solución del enigma: era más corta, entonces las conexiones eran más rápidas y eso explica que Einstein fuera más listo que los demás. Escuchando el programa, un programa agotador por lo tendencioso y gritón que es todo, me ha quedado claro que, si hubieran encontrado que la circunvolución corta hubiera sido, por el contrario, dos veces más larga de lo normal, la solución no habría cambiado: era más larga, por lo que había más conexiones y más información conectada, lo cual explica que Einstein fuera el más listo de los hombres. Explicaciones de calzador o de goma ajustable, donde la solución última, se nos asegura, ha de buscarse en el cerebro. La teoría que está de fondo es de un determinismo extremo: el órgano no solo delimita la función, sino aquello que con el órgano y la función puede hacerse. 

21 de enero

No he querido saber pero he sabido que hace cinco años pusieron un autobús que hacía el recorrido de Pullman (Washington) a Moscú (Idaho). El autobús pasaba cada hora, que era lo que le costaba hacer todo el recorrido. 

Hombre Que Jala y Moscú son dos ciudades universitarias que se encuentran a menos de diez kilómetros de distancia. El proyecto fracasó porque nadie cogió el autobús. Nadie a ninguna hora durante un mes entero. Y tras ese mes, suspendieron el servicio. Los estudiantes, también los profesores, prefirieron seguir utilizando sus coches. Como hubiera dicho el bueno de García Calvo: les dieron la posibilidad de ser libres y señoros, pero optaron por ser chóferes y mecánicos. Hay muchos ejemplos de tontuna humana, pero este es suficiente para entenderlos todos.

22 de enero

Diálogo entre dos excavadores: 

– ¿Estamos ya al otro lado del túnel?

– ¿Cómo?

– Que si estamos ya al otro lado del túnel.

– No lo sé.

24 de enero

Me gustan los diarios en que se asiste al desperdicio de una vida. Una vida que se va en el originalísimo y pedestre proceso de irse. No he encontrado esos diarios. En toda escritura hay siempre un gesto de importancia que, por mínimo que sea, viene a arruinar la extraordinaria visión de esa colina por la que simplemente se van despeñando las cosas. 

25 de enero

“El sentido de tener un cuaderno de anotaciones nunca ha sido, ni siquiera ahora, llevar un registro factual preciso de lo que he estado haciendo o pensando. Eso respondería a un impulso completamente distinto, a un instinto de realidad que a veces envidio pero que no poseo […] De hecho, he abandonado por completo esa clase de anotación inútil; ahora cuento lo que algunos llamarían mentiras” (Joan Didion).

1 de febrero

En la universidad de Washington han creado una manzana nueva a base de cortar y pegar genes y ver lo que salía. Detectaron que había un gen para lo dulce, otro para lo ácido y otro para la crepitación o sonido de fractura que las manzanas hacen cuando las mordemos. Observaron que había otro gen para la piel y su resistencia y su color, porque las manzanas nos gustan cósmicas, con degradados que vayan del verde al púrpura y brillantes, apariencias, todos ellas, con que anticipamos la cantidad de azúcar que acumulan en su interior. Y así hicieron la manzana que, entre los artífices se conoce como Proyecto WA38 y que se comercializará por primera vez el próximo año con el nombre de Cosmic Crisp o, sobre poco más o menos, Crujido Cósmico. La he probado y el nombre está muy bien puesto. 

E. ha estado trabajando en la fase final del proyecto, examinando la manera en que la manzana se comporta cuando hay bacterias en el ambiente, si esta las recibe bien y les da posada o se lo pone difícil. Y resulta que las acoge y amamanta en la profundidad imperceptible de su piel, no porque muestre un tipo especial de preferencia o parafilia, sino porque las bacterias son de vida fácil y costumbres espartanas, y aprovechan la menor grieta para asentarse y prosperar. Cualquier piel de cualquier manzana tiene grietas, y en abundancia. Yo las he visto. Hice un curso para verlas. Le dije a E.: quiero verlas, y me dijo: tendrás que hacer un curso, no te van a dejar entrar así como así en un lugar en el que un despiste tuyo podría arruinar miles de dólares en equipo o provocar una explosión. Y le dije: también quiero fotografiarlas, y me dijo: tendrás que pedir un permiso especial y es posible que no te lo concedan. 

Hice el cursillo y tuve que pedir no uno sino varios permisos hasta que hoy, por fin, he estado haciendo las fotos que quería. E. ha preparado las muestras y me ha enseñado a mirar a través de un microscopio electrónico de barrido y he visto por fin las grietas infinitesimales en la piel de las manzanas y los complejos hoteleros que en ellas levantan, erigen, ponen en pie las bacterias. Parecen píldoras las bacterias. Las manzanas que hemos visto estaban, a propósito, sobrepobladas, más que asentamientos o colonias, las bacterias construyen ciudades enteras, y todo ello en huecos tan pequeños que hasta el agua necesita un permiso especial para circular por ahí.

Durante el rastreo, hemos encontrado una forma aún más sorprendente. Una nave espacial de cinco micras de diámetro. Es una diatomea, me ha explicado E., o sea, un alga. Están en la piel de las manzanas no porque crezcan ahí, sino porque es con polvo de diatomeas con lo que se fumigan estas y otras muchas plantas. Las diatomeas –yo insisto en llamarlas naves, ovnis, platillos voladores– son adictas al agua de los demás, matan deshidratando. Los insectos a los que se adhieren mueren de sed. Se los beben. Actúan como raíces, se plantan en el animal y lo intuban. La que hemos visto estaba de frente, plana y perfecta, como recién aterrizada, a su alrededor crecía ya el desierto. 

3 de febrero

En los capítulos XI y XII de El espejo del mar Conrad cuenta la historia de “el pobre P”, quien es, de lejos y en apenas nueve páginas, el personaje de su obra –en la que abundan los personajes memorables– que más me conmueve. El humor de Conrad está ahí. Es una lección, en más de un sentido. El pobre P es pobre de oído, pero lo disimula muy bien. Cuando los demás le hablan y, por supuesto, él no responde, pide disculpas porque no es que no los oiga, es que está pensando en otra cosa, y así siempre. Su intrepidez le ha llevado a ser el encargado de desplegar lona en las embarcaciones en que trabaja. Lona es la palabra que los marineros utilizan para referirse al conjunto de las velas. A más lona, más superficie para el empuje del viento y, por lo tanto, más velocidad. La proverbial sordera de P hace que, incluso en medio de un temporal, se empeñe en seguir a toda lona, pues apenas acierta a escuchar el crujido que hacen los mástiles justo antes de romperse. Cuando el capitán se le acerca, él disimula el riesgo en el que está poniendo la estructura del barco mirando fijamente el horizonte y presumiendo de temple y de un envidiable equilibro en medio del sube y baja provocado por las embestidas del oleaje, como si todo en él dijera: ¿una tormenta?, vamos, por favor, ¿de qué tormenta me hablan? 

Conrad supo años después de navegar con él que había muerto en medio de una de las habituales borrascas que se desencadenan entre Nueva Zelanda y el Cabo de Hornos. El escritor polaco se lo imagina mirando al frente, garboso y desafiante, entre los altos palos de un barco cuyas velas él le había visto forzar al máximo en más de una ocasión. Conrad le da esa dignidad y también esa gracia y, además, le añade misterio. El pobre P pedía espejos prestados. Lo hacía de manera confidencial, pero se los pedía a toda la tripulación. Y es aquí donde me gusta pensar que Borges tenía razón y que Conrad, incluso el Conrad más autobiográfico, pudo haber escrito desde la sobria extrañeza con que Kafka nos anonadaría después, pero que, entreviendo esa posibilidad, la había desdeñado. 

5 de febrero

Sigo empeñado en no dejar ningún rastro en la escritura, en que todo lo que hable en mí me sea ajeno. Llevada esta idea al límite alguien podría falsificar estas notas y yo no encontraría la manera de detectar las incursiones o los cambios. 

7 de febrero

Dos mediocres son como dos sabios en el instante del reconocimiento. Dos mediocres se reconocen inmediata, mutuamente. Se reconocen y lo ocultan. Y el reconocerse y el ocultarse es una misma y única figura. No hay reconocimiento sin ocultación. Como es fácil de adivinar, la misma ocultación los delata y es en ella donde se produce y desarrolla la intimidad del reconocimiento. Se reconocen y se saben cómplices y toda su complicidad transcurrirá, en adelante, de manera tácita, silenciosa. Esta fórmula, que nos rige, es conocida entre nosotros, los mediocres, como la Gran Conjura o el Pacto Grande. No hace falta saber más, me reconocerán quienes se ocultan conmigo. Así funciona.

8 de febrero

“Aquel hombre estaba desnudo, desnudo como un árbol en invierno” (Stephen Crane).

 ¿Qué desnudez es esa?, ¿la de la edad?

10 de febrero

Al reforzar la autoridad de un autor canónico, autorizas tu comentario sobre el mismo. Reforzándolo a él te refuerzas a ti. Y esto es todo lo que pienso sobre nuestros tratos con el canon. 

11 de febrero

Le envío a J. un mensaje de disculpa en el que me descubro gustándome en exceso tras ceder a la pegajosa tentación del aforismo, como si en lugar de disculparme estuviera sacándole el brillo a unos zapatos que considero muy valiosos: “Perdona que no te contestara ayer. Hay días que son un poco como la ola pop de Hokusai, si no te sepultan de una vez y bajo el impulso mayor, te enredan en la maraña fractal de sus hoces diminutas”. 

13 de febrero

Hay una escena que se repite cientos de veces en los seminarios de Lacan. Es una frase que me gusta leer, encontrar allí, reposar en ella. Al final de cada una de sus clases se lee: “Entra el bedel y apaga la luz”. 

Ya está abierto El Taller de CTXT, el local para nuestra comunidad lectora, en el barrio de Chamberí (C/ Juan de Austria, 30). Pásate y disfruta de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos...

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Autor >

Rubén Ángel Arias

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