TRIBUNA
Latinoamérica: poder hablar sin uniforme
Para un parte de la izquierda, la única postura válida sobre lo que sucede en Bolivia es el completo cierre de filas
Nuria Alabao 4/12/2019
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Las redes funcionan como un ágora pública que, más allá de que a veces nos encierren en burbujas de sentido, permiten sondear estados de opinión sobre cuestiones de actualidad. Estos días, por ejemplo, hemos podido asistir a la exigencia de cierre de filas de cierta izquierda con el gobierno de Evo Morales al respecto de la crisis política abierta tras las elecciones presidenciales.
Aquí, cierre de filas significa que se rechaza de plano cualquier análisis de la situación con cierto grado de complejidad. Si algún osado se permite criticar de cualquier manera las políticas del gobierno de Morales o hacerse eco del descontento popular –que también está contenido en las protestas–, solo puede estar al servicio del golpismo yanki, se le acusa de “legitimar” el golpe o aún peor, de cargar sobre sus propios hombros las muertes de estos días. La misma estrategia del vicepresidente boliviano, García Linera, que en una entrevista para Telesur señala el lado “correcto” a las corrientes críticas: ¿veis? en la otra parte solo hay fascismo y muertos. O conmigo o contra mí, un clásico. Nos propone “elegir” entre su populismo estatista –cada vez más autoritario– o neoliberalismo salvaje con ropajes postfascistas para que podamos “escoger” lo menos malo, borrando así el movimiento destituyente desde abajo que también ha existido.
Los procesos políticos no acostumbran a ser historias de buenos y malos donde solo es posible una postura “correcta”. Sin embargo, en los conflictos existentes de la política internacional se traza una línea con regla y se exige sumarse a uno de los bandos y cualquier ambigüedad es penalizada con furibundos ataques. De esta manera se construyen imaginarios sobre algunos lugares, ya sea Venezuela, Bolivia o Nicaragua, donde la ideología proporciona un posicionamiento previo. No hay matices. El imperialismo estadounidense o la geoestrategia de los poderes internacionales se convierte en la respuesta fácil que hace de barrera del pensamiento crítico: el petróleo explica Venezuela, el litio, Bolivia y así todo. El intervencionismo estadounidense lleva estos últimos veinte años confrontado a los procesos de cambio en Latinoamérica, pero lo que hay que preguntarse es por qué estas intervenciones funcionan ahora y antes no, qué es lo que ha cambiado. Es decir, por qué los gobiernos progresistas han perdido apoyo popular, muchas veces de sus mismas bases que los auparon. Para entenderlo, no sirven los dogmas. La política no es una religión. Por eso el llamamiento de la feminista de Raquel Gutiérrez a “desarmar la lógica de polarización, enfrentamiento y champa guerra que hoy desgarran las ciudades y regiones de Bolivia”.
La golpista derecha latinoamericana
Es cierto que lo que se llamaron “revoluciones” de América Latina supusieron durante un tiempo una esperanza para las que buscamos alternativas al neoliberalismo. Muchas fuimos a trabajar allí –en mi caso a Venezuela– comprometidas de primera mano en esos mismos procesos que ahora se tambalean. Apostamos a la promesa de otras vías posibles. Reconocimos propuestas emancipatorios en las constituyentes de Venezuela, Bolivia, Ecuador y en sus incipientes pasos donde en un primer momento también se redistribuyó el poder. Vimos emerger en la política a los sujetos excluidos de la democracia representativa: los campesinos sin tierra, los habitantes de las favelas, los indígenas… Si no una revolución, reconocimos formas efectivas de redistribución de la riqueza que se llevaron adelante en esos países y extrajimos algunas enseñanzas. Descubrimos también el rostro de una oposición virulenta, golpista, impulsada además por la estrategia intervencionista de EE.UU., que la ha apoyado y financiado bajo la excusa de la “promoción de la democracia”.
La falta de alternativas hoy como ayer imprime una dificultad extra a la hora de posicionarse públicamente, pero también da excusas a los gobiernos de turno para borrar del mapa cualquier oposición por abajo. Estos días en Bolivia, reconocemos el rostro de esa oposición violenta y su nuevo estilo vinculado al giro postfascista mundial, su rostro surcado de racismo y antifeminismo, y parece que solo se pueda apoyar “a la otra parte”. ¿Pero cuál es la otra parte? ¿Es nuestra parte? ¿Estamos defendiendo lo mismo? En Bolivia, organizaciones obreras como la Central Obrera Boliviana (COB) o la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) –que contribuyeron en su día al triunfo de Morales–, movimientos indígenas o feministas –y que ahora están luchando en primera línea contra el golpe– fueron los primeros en denunciar tanto los problemas del modelo económico extractivista, como el hecho de que Morales haya tensado la democracia boliviana, lo que ha contribuido a allanar el camino del golpe postfascista que se produce hoy. El hecho más reciente: la convocatoria de un referéndum en 2016 para modificar la Constitución que ampliase el número de mandatos presidenciales posibles para poder volver a presentarse y que perdió, pero cuyos resultados obvió. Esto catapultó la campaña electoral de Carlos Mesa que se convirtió en la cara de la oposición, capitalizando el descontento. ¿Cuál sería nuestra postura si algo así sucediese en nuestro país? ¿O es que depende de quién ignore los mecanismos democráticos? Subvirtiendo la democracia quizás es posible perpetuarse en el poder pero se generan desconfianzas de los afines, se allana el camino a la oposición y se dificulta la viavilidad del proyecto de cambio.
Supongo que Morales tiene miedo al ejemplo ecuatoriano, donde el sucesor de Correa, Lenin Moreno, se desvinculó completamente de la “revolución ciudadana” y se puso a desmontar las exitosas políticas neokeynesianas y redistributivas de los últimos tiempos. Sin embargo, allí el lema de la CONAIE –Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador– dice claramente: “Ni Moreno ni Correa”. Es evidente que nunca se gobierna “para todos”, pero también que muchos de estos procesos se han ido dejando apoyos por el camino, los mismos que son luego imprescindibles para frenar los golpes de Estado cuando se producen, pero que exigen en cambio, ser tenidos en cuenta.
Precisamente el cierre de filas se vuelve más imperioso justo ahora que los populismos latinoamericanos, que fueron una vez una referencia para algunos partidos y movimientos europeos –Podemos sin ir más lejos–, están en crisis. La incapacidad de poner en marcha proyectos que trasciendan la necesidad de un líder caudillista constituye una de sus mayores debilidades. No se percibe en ellos capacidad de renovación interna para enfrentar las contradicciones y problemas que desencadena su acción de gobierno. Y sobre todo, no se prevén mecanismos para dar espacio a la crítica interna. Principalmente porque cualquier disidencia de los afines –o propuestas alternativas desde dentro– han sido acalladas y señaladas como “el enemigo”. Una tragedia a la que la historia de las revoluciones nacidas de las grandes utopías del S.XX nos tiene acostumbrados.
Estas opciones populistas, además, han conseguido asimilar o barrer cualquier opción partidaria desde la izquierda. Así como han absorbido, como en el caso de Bolivia, a movimientos sociales independientes y sindicatos, lo que ha ido erosionado progresivamente sus bases sociales y políticas. Como explica José Lastra, al implementar un paradigma de capitalismo de Estado netamente dirigista, Evo contribuyó a afianzar su posición dentro del partido y el ejecutivo, al mismo tiempo que alienaba a las comunidades que, en teoría, había venido a representar”. El resultado a día de hoy del aplastamiento de la crítica es que cuando el descontento popular crece porque emergen los límites de las políticas desarrollistas del extractivismo, las únicas opciones disponibles se encuentran en la derecha, en esa derecha revanchista. No hay espacios políticos alternativos por la izquierda, solo queda la recomposición del viejo bloque dominante y tiene rostro golpista.
No hay revolución sin democracia
Es preciso, pues, reivindicar el papel de la crítica. No estamos hablando aquí de un pensamiento de biblioteca –o desde “la torre de marfil”. Hablamos de contestaciones que nacen de abajo y desde dentro de los procesos; desde aquellos que están destinados a ejercer de contrapoderes cuando la inercia estatal se separa de sus intereses. Sin eso, sencillamente no hay revolución posible.
Sin embargo, en estos procesos, si se intentaba denunciar la corrupción, el peso cada vez mayor del ejército en Venezuela, o si en Bolivia se señalaba la debilidad del modelo extractivista y sus consecuencias sobre las formas de vida comunitarias, se acallan esas voces diciendo que estaban “dando armas al enemigo”. Una herramienta clásica de las burocracias estatales para aplastar cualquier crítica interna –o para impedir el surgimiento de líderes alternativos–. ¿Pero dónde está el enemigo cuando en los nuevos gobiernos se infiltran los intereses de las viejas y nuevas oligarquías? Así, se supone que “la revolución” tiene que hacerse sobre la base del silencio, la parálisis del pensamiento y la obediencia. Sí, el enemigo es terrible, pero sin crítica interna los procesos se anquilosan y no hay posibilidad de transformación radical sin ella. Impedir la crítica permite mantener el poder desde un centro, pero también genera un movimiento centrípeto que expulsa a gente y movimientos afines a un altísimo coste para una revolución. En ese contexto las revoluciones se mueren y la peor derrota es la autoinflingida por descomposición interna que barre cualquier posibilidad de cambio por muchos años. Y luego llegan los monstruos.
El pueblo de Nicaragua pone los muertos
El caso de Nicaragua es ciertamente sangrante. Hemos llegado a ver intentos de boicot en Madrid de charlas de activistas feministas de ese país. Es decir, gente que se considera “de izquierdas” tratando de impedir hablar a personas que perseguidas por un Estado. Durante las protestas de abril del año pasado la Corte Interamericana de Derechos Humanos documentó las al menos 300 personas muertas –las organizaciones sociales nicaragüenses hablan de 400– y más de 1.300 heridos debido la represión contra las manifestaciones. Sin embargo, la izquierda latinoamericana ha cerrado filas con su declaración de apoyo a la “revolución sandinista” frente al “golpe de Estado” en su declaración del último Foro de Sao Paulo. Como si cualquier protesta popular pudiese llamarse “golpe” o como si los muertos no valiesen lo mismo en función de quien los mata, y de la supuesta simpatía ideológica que deberían producirnos. ¿No son nuestros muertos?
Me gustaría hacer un llamamiento a abandonar la lógica binaria. A la gente cercana les diría que no hace falta estar de acuerdo en todo, pero si son imprescindibles escenarios donde sea posible discutir, sin violencia ni sectarismo. Porque en otras cosas sí pensaremos lo mismo y vamos a tener que seguir colaborando. El enemigo es peligroso y urge, aquí y en Latinoamérica buscar escenarios que ayuden a desenmarañar los conflictos. Analizar en profundidad lo que sucede sin apriorismos es un primer paso para buscar la salida del laberinto y para construir juntos alternativas radicales y democráticas para este presente arrasado por el neoliberalismo.
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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