Reportaje
Las mujeres chilenas se levantan contra la impunidad machista
Desde que el pasado 18 de octubre comenzó la revuelta en el país latinoamericano, ya son 315 las denuncias por violencia sexual en comisarías, desde acoso a desnudamientos y violaciones
Ana Schlimovich 4/12/2019
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El sábado 1 de diciembre, la policía citó a declarar ante la justicia chilena a la artista Mon Laferte, que en la alfombra roja de los Latin Grammys mostró la leyenda, escrita en letras negras en el pecho, “En Chile torturan, violan y matan”. Laferte fue citada por haber dicho, en una entrevista, que los Carabineros habían incendiado estaciones de Metro durante los primeros días de la protesta. Desde que estas empezaron el 18 de octubre, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) ha registrado más de siete mil detenidos por los pacos –como se le dice a la policía en Chile–. Entre ellos, hay 1.103 mujeres y 867 niños, niñas y adolescentes. Hay también seis muertos y casi tres mil heridos en hospitales por disparo de bala, perdigones, armas de fuego, golpes y gases. De estos, 232 personas con daño ocular severo en cinco semanas. 233 si contamos a Fabiola Campilla, que quedó ciega por el impacto de una lacrimógena disparada a corta distancia, mientras esperaba el bus para ir a trabajar. De las 500 acciones judiciales presentadas por el INDH, el 85% son contra la policía. Además, ya hay 315 denuncias registradas por violencia sexual en comisarías, desde acoso a desnudamientos y violaciones, la mayoría contra mujeres y niñas.
Macarena, que prefiere no dar su apellido, tiene 25 años y vive con su madre en Talca, una ciudad a tres horas al sur de Santiago. El 18 de noviembre estaba retirándose de una marcha con su novio y se toparon con un piquete de fuerzas especiales que los empezó a burlar. Cuando la joven se acercó a ver el nombre del oficial con el que estaba discutiendo, la agarraron entre cuatro. Los llevaron detenidos a los dos, pero solo a ella dos funcionarias la obligaron a desnudarse y a hacer sentadillas: ponerse las manos detrás de la nuca, flexionar las rodillas y bajar al suelo.
“La violencia sexual podría ser perfectamente una situación que desde la perspectiva de la Organización Mundial de la Salud se aborde como una pandemia”, dijo la Defensora de la Niñez, Patricia Muñoz, durante un foro sobre violencia política sexual celebrado hace pocos días en la sede –tomada– de la Universidad de Chile. “Las cifras son demasiado altas. Si acá hay un brote de sarampión se toman medidas específicas para que eso se reduzca. ¿Por qué no lo hacemos con las agresiones sexuales?”
“El violador eres tú”, repiten un centenar de mujeres con ropa glam y vendas negras en los ojos, que apuntan con el dedo índice hacia adelante, y luego arriba: “Son los pacos, los jueces, el Estado, el presidente”. La performance creada por cuatro mujeres del colectivo Las Tesis, de la ciudad porteña de Valparaíso, se estrenó en la Plaza de Armas de Santiago en la marcha del 25 de noviembre, Día de la eliminación de la violencia contra la mujer. “Y la culpa no era mía, ni donde estaba ni cómo vestía” dice el estribillo –que eriza la piel– de la intervención que repitieron frente al Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, en repudio a la ministra que no se pronuncia. En pocas horas se hizo viral.
Monserrat Sepúlveda, de Tours con Sentido, agencia que hace un paseo feminista que recorre la historia de la lucha de las mujeres chilenas por el centro de Santiago, me invitó a participar en una de esas performances. En solo unos días, la letra de Un violador en tu camino se convirtió en el último himno feminista universal. Lo gritaron miles de mujeres que salieron a protestar en Bogotá, México, Berlín, Londres, París, Madrid, Barcelona y Nueva York, por nombrar algunos lugares, y fue traducido hasta al lenguaje de señas.
En solo unos días, la letra de Un violador en tu camino se convirtió en el último himno feminista universal. Lo gritaron miles de mujeres que salieron a protestar en Bogotá, México, Berlín, Londres, París, Madrid, Barcelona y Nueva York,
En la marcha del #25NOV, vestida de negro, con el pelo granate y el pañuelo verde anudado al cuello, avanza Beatriz Bataszew al lado de sus compañeras que sostienen una bandera negra donde se lee: “No nos cuidan, nos violan”. Beatriz es sobreviviente de Venda Sexy, una casa de tortura que funcionó en la dictadura de Pinochet donde, entre otras cosas, un perro adiestrado por una carabinera violaba mujeres mientras sonaba música ambiental y en la plaza de enfrente los chicos jugaban a la pelota. “El terrorismo de Estado hacia el cuerpo de las mujeres y disidentes nunca ha dejado de pasar. Por eso hemos puesto nuestra vida en que estos crímenes, que han quedado en la absoluta impunidad en este país, no fueran normalizados”.
Hay algo que se repite en el discurso de las mujeres a las que entrevisto, el haber sufrido actos de vulneración contra su mismo género. Para Silvana del Valle, vocera de la Red chilena contra la violencia hacia las mujeres, esto se produce por la violencia sexual contra las mismas integrantes de los órganos de las fuerzas armadas y de orden. En Chile, alrededor de once mil mujeres pertenecen a las cuatro ramas de las FFAA. Desde 2018, cuando se instalaron protocolos de violencia sexual a partir de la lucha de una estudiante de la Armada que denunció acoso sexual, fotografías no autorizadas de connotación sexual y abuso, hubo, hasta marzo de 2019, más de setenta denuncias. “Es prevalente, es parte de la forma en que se educa en las FFAA”, dice la vocera. A un carabinero que roba una billetera lo dan de baja, pero si tortura sexualmente a una niña de 16 años lo trasladan a tareas administrativas.
Un poco de memoria
Chile, apretado entre el gélido Pacífico y la muralla que es la cordillera de los Andes, fino y largo como una lanza mapuche, nació de violaciones a indígenas, como se lee –también en letras negras y mayúsculas– en la espalda desnuda de una joven durante una de las sucesivas, creativas, colectivas y al final desmadradas protestas que hay diariamente en el país.
Desigual, pobre, clasista, conservador y latifundista desde sus orígenes, fue, paradójicamente, el primer país de la zona que eligió un gobierno socialista a través de los votos. Después, y tal vez por eso mismo, y favorecido por el hecho de ser casi una isla, lo que ya se sabe: en el mapa latinoamericano de golpes de Estado, Chile fue asignado como laboratorio del neoliberalismo y el experimento fue un éxito.
La forma sistemática, metódica, brutal y progresiva –por 17 años de dictadura–, en que desmantelaron todo lo que había en términos de vínculos y de una idea colectiva de sociedad: desde el sistema educativo, de salud, de jubilaciones, a la cultura y los medios de comunicación. En Santiago, removieron las poblaciones pobres del barrio alto y las depositaron lo más lejos posible.
Hasta el día de hoy, la Plaza Italia, rebautizada como Plaza de la Dignidad, centro de las protestas y de los más atinados grafitis, traza la división entre ricos y pobres, que jamás se cruzan, salvo en contextos establecidos: la nana que va a limpiar la casa de la patrona, el empleado que sirve el café en la empresa del patrón. Eso es todo. Y está tan naturalizado como el hecho de que para ir a tomar sol a una playa, a un río o a un arroyo en Chile, haya que pagar o ser el dueño del terreno que cerca la entrada.
Cuando el modelo implantado quedó listo, y cada uno aprendió a rascarse con sus propias uñas, Pinochet, con su lista de muertos, desaparecidos, exiliados, violados y torturados, fue nombrado senador vitalicio de la República. Y no se habló más del tema. La gente siguió trabajando y endeudándose para tener un título universitario, para no morir en la lista de espera de un quirófano, para comprar el auto y pagar los peajes de las mejores autopistas de Latinoamérica. Y supo que sus medicamentos eran los más caros del mundo porque las farmacias que los venden están coludidas. Y vio como dos empresarios juzgados por evasiones fiscales multimillonarias eran condenados a clases de ética; o como una compañía pesquera mandó una ley al Senado y fue aprobada sin cambiarle ni una coma. Y se percató de que su jubilación era tan baja que en lugar de retirarse debería buscar un trabajo extra. Y que la dosis de antidepresivos que le receta el psiquiatra de la empresa va aumentando como la tarifa del metro, hasta que la furia latente acumulada durante cuarenta años estalló con la misma intensidad de los terremotos chilenos.
Miles de mujeres cantan: “El Estado opresor es un macho violador”. Son realmente miles. La imagen es –lo escribo con miedo– esperanzadora
Para la terapeuta narrativa Carolina Letelier Astorga, fundadora de la Organización Pranas, que entiende la identidad como una construcción relacional y colectiva, y con quien listamos muchos de los temas del párrafo anterior, para que los problemas crezcan hay que hacer que la gente se vaya quedando sola. Pero mientras escribo esto, recibo decenas de videos por un grupo de Whatsapp. Miles de mujeres cantan frente al Centro Cultural Gabriela Mistral –Premio Nobel ninguneada durante décadas en Chile–: “El Estado opresor es un macho violador”. Son realmente miles. La imagen es –lo escribo con miedo– esperanzadora. Una amiga que vive en Medellín dice que ella participará mañana. Imagino la conversación de mujeres que lo harán en otras partes, miles, millones. Quién iba a decir que las chicas de Valparaíso inspirarían al mundo.
Palizas y gas pimienta
El 6 de noviembre, a eso de las ocho de la noche, Javiera Rodríguez, que tiene 27 años, es profesora y está cursando para ser salvavidas, estaba en una manifestación en Plaza Italia. Siempre va como voluntaria a prestar primeros auxilios, con su máscara de seguridad, antiparras, chaleco flúor y el casco blanco con una cruz roja. Ese día, antes de quedar tirada boca abajo, había combinado con el punto de atención auxiliar que estaba al frente, que si veía algún herido grave ella lo trasladaba. “Primero sentí los bombazos, no distinguí si eran lacrimógenas o disparos de perdigones”, dice al teléfono, y cuando pateó una lacrimógena que le cayó al lado, un agente de fuerzas especiales la agarró por atrás. Intentó soltarse pero otro la tomó por delante y la tumbó, azotándole la cabeza contra el suelo. La arrastraron jalando de la máscara y un tercer agente le roció la cara, y el cuerpo, con gas pimienta. Un video que circula por las redes muestra toda la escena. Después la dejaron tirada en la calle, inconsciente. Para aleccionar.
En el hospital, a donde fue trasladada en ambulancia, dos agentes la esperaban para detenerla por agresiones graves a carabineros. Ahí mismo la llevaron a una sala donde estaba el supuesto oficial agredido. “Más ratito vas a ir presa”, le dijo. Y la llevaron, con la ropa empapada de gas pimienta, en un furgón con diez carabineros a la comisaría, donde le hicieron las mismas preguntas que a Macarena cuando la detuvieron en Talca: cuánto mide, cuánto pesa, dónde vive, con quién vive. Su mamá se desmayó cuando la vio esposada en la fiscalía. Además de policontusiones, Javiera tiene cargos en su contra, supuestamente por tirar una piedra y romperle el mentón a un oficial. Aunque no se presentó ninguna prueba. El juez ordenó una investigación de 90 días y su abogado solo podrá presentar una querella contra carabineros luego de la sentencia. Después de dos semanas en reposo volvió a las marchas para prestar auxilio, esta vez como miembro de Londres 38, excentro de represión y exterminio en la dictadura, actual espacio de memorias; para estar más amparada.
La oficina de Natalia Bravo está cerca de La Moneda, la casa de gobierno. Para llegar tengo que pasar algunas vallas y decirle a un policía dónde voy. Natalia tiene 38 años, la voz clara y fuerte, y es miembro de ABOFEM, Red de Abogadas Feministas de Chile, que funciona desde 2018 y lleva 64 denuncias por violencia sexual desde que estalló la crisis. “Carabineros de Chile están usando la violencia sexual claramente como una estrategia de control social, para instaurar miedo y generar no participación”, dice. Un ejemplo, de los más leves: a las detenidas, sobre todo a adolescentes y mujeres de hasta 28 años, las hacen desnudar pero les dejan los zapatos puestos; el lugar más obvio para esconder algo. “No hay un objetivo de fiscalizar sino de humillar”.
Algunos datos legislativos e ilustrativos: 1) En Chile, cuando la mujer se casa bajo sociedad conyugal, pierde la administración de sus bienes: ya no puede vender o alquilar su propio departamento. El marido la representa. 2) Hace algunos días, el Diario Financiero sacó un artículo: los diez abogados clave para el debate constitucional que viene. Ni una mujer. 3) Cuando un hombre cree o sabe que su pareja le fue infiel y la mata, alegando estado de inconciencia pasional, hay un atenuante de responsabilidad penal. En cambio, para la mujer que sufre violencia intrafamiliar o encuentra al marido siendo infiel y lo mata, existe un agravante, porque se entiende que hay premeditación, y la pena aumenta. 4) Mismo puesto laboral, currículum idéntico, treinta por ciento menos de remuneración para la mujer. 5) Se estima que solo el 20% de las mujeres, niñas y disidentes abusades sexualmente denuncian. Entonces, si en estos días, ABOFEM recibió 64 denuncias, y el INDH presentó 64 querellas, podría haber más de 600 casos de violencia sexual en cinco semanas de protestas. “No hay pudor”, dice la abogada Bravo, “la impunidad en Chile es tal que ayer estaba la Comisión Interamericana de Derechos Humanos e igual hubo dos violaciones en un retén. Ni siquiera esperan a que se vayan para seguir vulnerando”.
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Ana Schlimovich
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