‘Periodismo’ solo para fans
La prensa ‘fandom’ ha facilitado la reorganización de la cultura en torno a un puñado de franquicias que generaciones anteriores de críticos habrían tildado de infantiles
Kyle Paoletta (The Baffler) 11/12/2019
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Cuando se fundó Marvel Studios en el verano de 1996, los superhéroes eran casi irrelevantes. Las ventas de cómics estaban cayendo, la popularidad inicial de los dibujos animados que emitía Marvel el sábado por la mañana había comenzado a decaer, y los intentos que la empresa llevaba décadas realizando para penetrar en Hollywood seguían sin llegar a buen puerto, puesto que se habían adquirido los derechos para hacer películas basadas en Daredevil, el increíble Hulk y Iron Man, pero no se había realizado ninguna. Desesperados, los ejecutivos de Marvel se dieron cuenta de que la única esperanza que tenían de salir adelante en La La Land era hacer el trabajo sucio ellos mismos.
Sin embargo, el destino de la empresa no cambió de rumbo de la noche a la mañana. Marvel se vio obligado a despedir a un tercio de la plantilla y declararse en bancarrota unos meses antes de inaugurar su estudio de cine, y los derechos cinematográficos de Spider Man (por aquel entonces el bien de propiedad intelectual más preciado de la empresa) se vendieron en los años subsiguientes en un desesperado intento por recaudar dinero. No fue hasta 2008 cuando Marvel Studios finalmente estrenó una película de Iron Man (la elección del protagonista tuvo menos que ver con los seguidores de ese héroe que con la facilidad con que la empresa de juguetes, que se había hecho con el control de Marvel durante su bancarrota, podría comercializar figuras de acción relacionadas). Contra toda expectativa, Iron Man recaudó 500 millones de dólares en todo el mundo. Poco más de un año después, Disney adquirió Marvel Studios por 4.000 millones de dólares. Una década después de eso, Vengadores: Endgame batió el récord de recaudación en taquilla durante un fin de semana (que había establecido la anterior película de Vengadores) y recaudó más de 2.000 millones de dólares en menos de dos semanas.
Tanto para Hollywood como para las redacciones digitales, la lógica es aplastante: sacia las necesidades de una legión de fans prefabricada y los dólares vendrán solos
Vulture, la página web filial de la revista New York, publicó su primer número el año anterior al estreno de Iron Man, y prometía “hablar en serio de la cultura poco culta”. Unos meses después, Chris Hardwick empezó a publicar un blog llamado ‘The Nerdist’, que rápidamente cambió su razón de ser basada en la “tecnología comprensible” para pasar a publicar entradas sobre los coleccionables de la película original de Transformers y artículos de invitados sobre la recreación en cine de la Edad de Plata de los cómics de DC. Hoy en día, ambas páginas sirven de referente a unos fandoms [conjunto de fans de algo] que se solapan: Vulture alberga contenido de Juego de Tronos, Stranger Things y The Bachelor, mientras que The Nerdist se concentra en franquicias tradicionales como Star Wars y Marvel. El éxito que han cosechado, con redacciones que producen actualizaciones diarias, pronósticos y vídeos de YouTube sobre estas y muchas otras series de televisión y de películas ha obligado a los viejos medios a cambiar su formato tradicional centrado en las críticas por un compendio de resúmenes y listados, y también ha inspirado páginas de interés más nuevas y generales como The Ringer o Vox para que la satisfacción de los fans quede plenamente integrada en la cobertura que se hace de la cultura pop.
A medida que crecía la prensa fandom, la cultura se ha ido reorganizando en torno a un puñado de franquicias que generaciones anteriores de críticos habrían tildado de cosas de niños, de inadaptados o, más especialmente, de niños inadaptados. En la actualidad, el éxito de Hollywood tiene tanto que ver con el número de personas que ven una película o serie de televisión en particular como con lo fácil que se puede franquiciar su propiedad intelectual. ¿Por qué conformarse con un solo Iron Man cuando se puede tener más de una década de películas de Vengadores? Tanto para Hollywood como para las redacciones digitales de Vulture, Nerdist y sus imitadores, la lógica es aplastante: sacia las necesidades de una legión de fans prefabricada y los dólares vendrán solos.
Pescando audiencias
En una columna que Variety publicó en 2016, la antropóloga cultural y consultora de la industria, Susan Kresnicka, atribuía de manera convincente al “empoderamiento digital” la transformación que había llevado a cabo Hollywood para pasar de cazar videntes a perseguir fans. Afirmaba, incluyéndose ella misma entre las nuevas legiones de fans, que cuando se combina la capacidad para “consumir, conectar y crear de acuerdo a nuestras condiciones” con “el acceso a una multitud de personas diferentes que comparten nuestra pasión por una serie, una película, un libro, una historia, un personaje, un deporte, un grupo, un artista, un videojuego, una marca, un producto, un hobby, etc.” se pulveriza el simple interés y se despierta una fuerza comercial que empuja a los entusiastas a “ver más, a compartir más, a comprar más, a evangelizar más, a participar más y a ayudar más”.
“Las estrategias de marketing se diseñan cada vez más para fomentar no solo el alcance, sino la profundidad, de la interacción”, señala Kresnicka. “Y la conversación ha pasado en parte de basarse en cómo “gestionar” a cómo “conectar” con los fans. Un ejemplo clásico de este cambio es el lento goteo de noticias que precede a cada nueva entrega de Star Wars o película de superhéroes, un proceso que comienza por lo general más de dos años antes de su estreno en cines. Lo primero es el anuncio de la película en sí; más tarde, comenzarán a circular rumores sobre quién será el director o los protagonistas; luego, ante una sala repleta de cosplayers [personas que se disfrazan de un personaje de ficción] se presentará un teaser en la Convención Internacional de Cómics de San Diego (Comic Con) que intensificará todavía más la especulación; el tráiler en sí saldrá meses después, y se publicará online sin previo aviso para provocar el delirio en las redes sociales. Entretanto, una armada de especuladores de YouTube cultivará teorías, mal concebidas o elegantemente racionales, sobre cómo esta última entrega se ajustará al desarrollo de una trama, que a veces se bifurca y a veces se parece a un uróboros, que se extenderá durante décadas.
Los estudios de cine han entendido que si alargan el ciclo publicitario de cada película, los fans tendrán más oportunidades para demostrar su entusiasmo y se amplificará el síndrome FOMO (Fear of missing out: miedo a perderse algo) entre los videntes ocasionales, de tal manera que estos, también, sentirán el impulso de ver a qué se debe tanto alboroto. Cada nuevo grano de información se vuelve una razón para publicar en Facebook, ese centro neurálgico para anunciar marcas que guiará las decisiones de comprar una sudadera sobrevalorada en un centro comercial. Ese efecto se multiplica porque el plazo de producción de esas películas ahora es tan largo que nunca existe un momento en el que no haya una nueva película de la que hablar. ¿Han Solo: una historia de Star Wars no satisfizo tus expectativas? No te preocupes, ¡se acaba de anunciar el reparto del Episodio IX!
Como complemento al cambiante cálculo de los estudios de cine está el afán de Vulture, Nerdist y todos sus semejantes por suministrar contenido sin cesar a los aficionados de esas franquicias. Tras conocerse en mayo que Robert Pattinson sería Batman en la película con el creativo título de The Batman (prevista para 2021), The Hollywood Reporter publicó un relato cronológico de la decisión, en el cual unas fuentes anónimas revelaban la sorprendente noticia de que el proceso de casting había sido “más rápido de lo normal” y que el director “sabía lo que buscaba”. La incisiva información de The Hollywood Reporter dio pie a todo tipo de blogs y vídeos de YouTube: Gizmodo dedujo de esta primicia que esta película de Batman “no sería ni otro refrito sobre su origen ni el relato de un veterano luchador contra el crimen que reina sobre Gotham City” y Nerdist destacó la revelación de que la película presentaría a “Batman como el mejor detective del mundo… algo que es una parte integral de su personalidad que realmente no hemos tenido la oportunidad de ver mucho en pantalla”.
En cuanto se detecta un núcleo de aficionados, cada minúsculo contenido, sin importar lo banal que sea, se vuelve una excusa para salir a pescar audiencias
Este tipo de minado del más mínimo goteo de noticias aparece de forma omnipresente en la prensa fandom, pero lo que realmente diferencia a estos medios de los encorsetados New York Times o CNN (ambos más que encantados de robar algunos clics ofreciendo en su página web un enlace al nuevo tráiler de Star Wars) es el esfuerzo que realizan por diseccionar las cosas más absolutamente triviales. La publicación del tráiler de Star Wars: El Ascenso de Skywalker mereció no solo un rápido artículo con el vídeo en Vulture, sino también un artículo complementario de mil palabras analizando la razón del título.
Los títulos, por lo que parece, son algo irresistible para la prensa fandom. El pasado diciembre, Netflix presentó un vídeo que no servía más que para anunciar los nombres de los episodios de la tercera temporada de Stranger Things, que aparecían brevemente en pantalla mientras sonaba música tenebrosa de fondo. Ese vídeo de un minuto de duración reunió los méritos suficientes para que Vulture publicara un artículo, pero también Nerdist y Entertainment Weekly y Variety. En cuanto se detecta un núcleo de aficionados, cada minúsculo contenido, sin importar lo banal que sea, se vuelve una excusa para salir a pescar audiencias.
El doble malvado
El poder que tiene el interés de los aficionados para dirigir el ecosistema mediático es especialmente evidente en los deportes. Sin embargo, es relativamente reciente el hecho de que los comentaristas de los deportes hayan comenzado a incluir a las hinchadas en su trabajo: durante la mayor parte del siglo XX, los columnistas y comentaristas respetaron la costumbre de “no animar desde la cabina de prensa”, que estipulaba que cualquier tipo de interés o apoyo por un equipo en concreto equivalía a admitir parcialidad.
Esta regla ha ido degenerando de forma considerable a lo largo de los últimos 20 años, como ejemplifica el auge del comentarista deportivo Bill Simmons. Tras una etapa de éxito como columnista de la antigua red Digital Cities de AOL, el autoproclamado “chico de los deportes de Boston” encontró una audiencia nacional en ESPN cuando comenzó a escribir sobre deportes desde “la perspectiva de un aficionado”. El truco de Simmons, que tanto molesta a los tradicionalistas, según él mismo reconoció más tarde, es: “Me gustan los equipos de Boston y no me gusta que nadie les gane, finjo que soy más listo que todos los presidentes deportivos y, en mi opinión, la Navidad debería celebrarse el día del cumpleaños de Larry Bird”.
es reciente el hecho de que los comentaristas de los deportes incluyan a las hinchadas en su trabajo. durante la mayor parte del siglo XX, se respetó la costumbre de “no animar desde la cabina de prensa”
Por muy entretenida que fuera su actuación como el odiado bostoniano, que podría servir de tema para una conversación sorprendentemente profunda durante un día de submarinismo en Charlestown, Simmons no se convirtió en una estrella hasta que empezó a integrar la cultura popular en sus columnas. A lo largo de los años, ha comparado la salida de Theo Epstein de los Red Sox con David Caruso dejando Policías de Nueva York, escribió que los New York Knicks y los Toronto Raptors estaban “enzarzados en una relación del estilo de Atracción peligrosa”, y describió a Anthony Davis diciendo que tenía “brazos de Freddy Krueger”. Su amplio conocimiento de películas, series y famosos convirtió a Simmons en un ejemplo de cómo conectar con la generación X, y le confirió en ESPN el peso suficiente como para dar lugar a su propia página en solitario (Grantland), que durante cuatro años utilizó una legión de blogueros y escritores de artículos largos recolectados de GQ y Esquire para fusionar la cobertura de deportes, televisión, películas y música dentro de una visión unificada del entretenimiento. Con Grantland, Simmons se jugó todo a que no existía una gran diferencia entre seguir a los Lakers y seguir Mad Men. Los aficionados son aficionados.
En contra de lo que se podría pensar conociendo su inmaduro personaje público, Simmons ejecutó su visión a conciencia y ofrecía artículos quijotescos y maximalistas, como por ejemplo el reportaje de Amos Barshad sobre los pardillos insignificantes que idearon la camiseta “Yankees Suck”, junto con el día a día de publicaciones de blog comunes y corrientes. “Todo el mundo decía: ‘Los artículos tienen que ser cortos porque la gente tiene una capacidad de concentración reducida’”, Simmons explicó en Rolling Stone la creación de su página web. “Yo sentía que lo contrario era verdad”. Grantland implosionó cuando Simmons discutió con ESPN a finales de 2015, pero en menos de un año el chico de los deportes había resurgido, junto a un núcleo de fieles reporteros, como editor de una nueva página independiente llamada The Ringer.
Aunque en ocasiones los reportajes de The Ringer han tenido cierta repercusión (por ejemplo cuando la investigación de Ben Detrick sobre cómo el presidente de los Philadelphia 76ers utilizó supuestamente cuentas secretas en Twitter y eso condujo a su dimisión), más allá de sus análisis deportivos por lo general excelentes, su foco se dirigía principalmente a ofrecer contenido desechable que se nutría de un puñado de fandoms. Una de las iniciativas originales de The Ringer fue Después de Tronos, un programa resumen posterior a cada capítulo que analizaba el exitoso programa televisivo de HBO, y en los años posteriores la página dedicó un inmenso espacio digital a Juego de Tronos, como por ejemplo una “clasificación” definitiva de todos los episodios y un artículo que desglosaba los “ganadores y perdedores” de la 7ª temporada.
Los fans de Juego de Tronos estaban tan sedientos de contenido, parece ser, que era posible ganarse la vida casi exclusivamente hablando y escribiendo sobre la serie
La insistente cobertura de Juego de Tronos era tan indispensable para la identidad de The Ringer que fue difícil no sentir estupor cuando una de las escritoras de la sección de televisión del medio, Alison Herman, escribió en 2017 un largo ensayo en el que declaraba a JdT “el último vestigio de la monocultura”. “Me parece inapropiado hablar de Juego de Tronos como una simple serie de televisión”, sostenía Herman. “Juego de Tronos convierte en un acontecimiento detalles aparentemente minúsculos como las fechas de estreno y las descripciones de los capítulos”. A diferencia de otras series de televisión, los actores de Juego de Tronos ponen en peligro su carrera si actualizan su currículum. Y a diferencia de otras series, Juego de Tronos se ha inflado hasta convertirse en el buque insignia de toda una industria… Tanto como fenómeno como máquina perfectamente engrasada, JdT tiene más en común con Star Wars que con Veep”.
De lo que no se habla en el artículo de Herman es del rol que han desempeñado medios como The Ringer en la creación de una “máquina perfectamente engrasada”. En un artículo aparecido en The Outline sobre cómo los medios se preparaban para la última temporada de JdT, James Yeh descubrió que The Ringer había publicado 70 artículos con contenido sobre la serie en los cuatro meses que habían pasado desde que apareció el primer tráiler en enero hasta que comenzó la temporada de verdad. 70 artículos, recordemos, sin que hubiera nuevos capítulos sobre los que escribir.
Para ser justos, la cobertura de JdT que hizo The Ringer palidece en comparación con la que hicieron los medios más grandes mientras duró la serie. Con solo un par de búsquedas “rápidas” en internet, Yeh descubrió que Vulture había escrito 797 artículos sobre la serie, mientras que el New York Times había publicado 2.459. Los fans de JdT estaban tan sedientos de contenido, parece ser, que era posible ganarse la vida casi exclusivamente hablando y escribiendo sobre la serie. Yeh pone de ejemplo a Joanna Robinson de Vanity Fair, que por aquel entonces presentaba no uno sino dos podcast sobre Juego de Tronos, además de escribir sobre la serie para la revista. Según las cuentas de Yeh, Robinson había publicado más de 800 “resúmenes, entrevistas, explicaciones y crónicas” sobre la serie desde que esta comenzó en 2011.
Aunque seguramente muchos autores escribían por la sincera adoración que sentían por Juego de Tronos, es difícil observar esos números y no ver una calculada apropiación para sacar tajada de la audiencia de millones de personas que JdT tuvo mientras duró. En particular en el caso de The Ringer, toda esa conversación sobre JdT parece haber propulsado el marcado éxito del medio, hasta el punto de que Simmons le dijo a Adweek, apenas una semana antes del fin de la serie: “estos últimos cuatro meses han sido nuestros mejores meses”.
Más y más y masturbación
El éxito que The Ringer consiguió atrayendo a varios fandoms refleja, en muchos sentidos, la carrera profesional de Simmons. Su capacidad para hablar el idioma de los aficionados (o, por utilizar la palabra de Kresnicka, “conectar” con ellos) dio como resultado un núcleo fiel de lectores en torno a una pasión compartida por los Red Sox y los Celtics, un núcleo que luego se fue ampliando continuamente gracias a la incorporación de otras formas de entretenimiento. A todas luces nada de esto se hizo por cinismo, podrás decir lo que quieras del chico de los deportes, pero el tipo posee un conocimiento enciclopédico sobre la historia del baloncesto, las películas de sobremesa y los objetos coleccionables de famosos. Aun así, la forma en que The Ringer perfeccionó ese impulso se parece bastante a marginar el gran trabajo que hacían muchos de sus escritores. Es posible que algunos lectores tuvieran que ir a la busca y captura de las inteligentes críticas musicales de Rob Harvilla y Lindsey Zoladz, mientras que los fans de Stranger Things que buscaran los innumerables podcast y entradas de blog sobre su serie favorita solo tenían que hacer clic en un anuncio vertical situado en la barra de navegación de la página, que se inauguró cuando se estrenó la última temporada de la serie.
La mayoría de los medios online llamarían a eso sentido común: el contenido que más tráfico atrae a la página es el que se sitúa frente a los lectores con más asiduidad. Esta internalización editorial de la lógica que está detrás de los algoritmos de Facebook, también es la fórmula que utilizó ESPN para convertirse en el supuesto líder mundial en deportes: toma los intereses de los videntes y continúa rebotándoselos acompañados de los mejores momentos de cada partido, programas con comentaristas e infinitos análisis deportivos y, voilà, desarrollarán un apetito cada vez mayor no solo por los partidos cuyos derechos has comprado, sino por la programación que utilizas para rellenar las horas intermedias.
La diferencia entre esa saturación de marca y lo que persigue la publicidad convencional es mínima. En muchos sentidos, el estado actual de páginas como Vulture, donde las pocas críticas que aparecen todavía aparecen sepultadas por el periodismo al servicio de los fans (como por ejemplo: “Todas las referencias a la cultura pop que hemos visto en Stranger Things 3”), recuerda a la manera de sumergirse en anuncios que predominó en los periódicos durante las décadas de 1960 y 1970. Como describió Matthew Pressman en el libro que publicó el año pasado, Sobre la prensa [On Press], Los Angeles Times era el mayor infractor, pues página tras página mostraba “una fina columna de texto abrazada al borde de un enorme anuncio de siete columnas”. Hoy en día, a menos que seas un aficionado, la sensación cuando lees la mayoría de las páginas web de cultura popular es la misma: hace falta la concentración de un rayo láser para encontrar la columna de texto que estás buscando entre las siete apabullantes columnas de anuncios sobre la nueva película en imagen real del Rey León.
De forma similar, cuando los medios de comunicación hablan de series como Juego de Tronos o Stranger Things como si se tratara de un referente cultural integrador y les dedican reportajes sin cesar, los lectores no pueden evitar sentirse atraídos. Y cuando eso sucede, la audiencia de la serie aumenta y los medios se sienten aún más justificados a la hora de dedicarles un porcentaje excesivo de la atención. Este es el ciclo que convierte a los videntes en aficionados; que solo difiere de ese viejo dilema periodístico (¿dar cobertura a lo que es popular, o dar cobertura a lo que consideres que vale la pena?) en el potencial que tiene para autoactualizarse, y que, en poco tiempo, deriva en masturbación.
Monocultura: Endgame
Cazar fandoms, por tanto, conlleva el riesgo de corromper la perspectiva editorial, e inclinar la balanza de la decisión sobre qué series o películas merece la pena ver hacia una situación en la que solo aquellos fenómenos que tienen fans merecen atención. Los índices de audiencia de The Big Bang Theory casi siempre superaron a JdT durante las últimas temporadas de ambas series; sin embargo, la primera ni aparece en el nostálgico epílogo que escribió Matt Zoller Seitz sobre el fin de JdT en la revista New York, en el que señala: “Puede que Juego de Tronos sea la última serie que todos veremos juntos como hacíamos antes, a una escala tan monumental”. Aunque la telecomedia de la CBS poseía un fandom lo suficientemente considerable para justificar que Vulture hiciera un resumen de cada uno de sus capítulos, la decisión de Seitz de ignorar The Big Bang Theory sugiere que cree que la supuesta reticencia de sus videntes hacia los soliloquios especulativos es prueba de que representó un hito cultural menor que el sangriento drama de HBO.
Herman, en el ensayo donde sostenía que JdT era “el último vestigio de la monocultura”, desestima de forma explícita la discrepancia en la atención que recibe cada una cuando escribe: “Los reconfortantes ritmos que hacen que una telecomedia de gran factura sea popular son los mismos que silencian cualquier conversación novedosa en torno a ella”. Herman olvida mencionar que, históricamente, la monocultura televisiva ha estado totalmente dominada por series parecidas (Friends, Seinfeld, etc.); pero, con todo y eso, no es la única en pensar que el espíritu de nuestra época depende de los intercambios “novedosos” que se producen en las redes sociales. En su opinión, la cultura online, “nos aísla en microclimas perfectamente personalizados, en base a un modelo que trasciende los medios, pero da la sensación de ser particularmente desorientador cuando se propaga hacia un auténtico medio de masas como es la televisión”.
Seitz retoma eso y sostiene que “la televisión, tal y como ha existido desde la década de 1950 hasta hace poco, era la encarnación última” de la narración de historias de forma serializada, semana tras semana, y ese es el formato que los servicios de reproducción online han decidido esquivar. El resultado es que ahora la televisión es “más una experiencia solitaria”: aunque millones de personas estén viendo Stranger Things, lo hacen desacompasados los unos de los otros. De ahí, supuestamente, proviene la desorientación de la que habla Herman.
Según esta perspectiva, la cultura popular casi ni existe. Ha sido sustituida por una barra libre de ideas, en la que un azulado drama criminal sueco de Netflix tiene las mismas posibilidades de encontrar una audiencia de masas que la última serie con cámara fija de ABC. Y sin embargo aquí estamos, con un determinado conjunto de franquicias que siempre parecen tener éxito entre una infinidad de opciones. No, no existe un único fragmento de propiedad intelectual que conforme la monocultura, pero en realidad nunca fue así, al menos no desde la edad de oro del programa Laugh-In de Rowan & Martin o la radio contemporánea de éxitos (Top 40). La monocultura ha girado tradicionalmente en torno a un conjunto de fenómenos parecidos (como las telecomedias de cada cadena que surgieron en la década de 1990) y la repetición actual no es ninguna excepción. Si dejamos de lado las peculiaridades de cada franquicia, resulta evidente que la monocultura actual depende de las características del fandom.
Mientras las cadenas y los estudios siguen elaborando refritos de las mismas propiedades intelectuales, los periodistas de la cultura popular parecen destinados a mantener enganchados a los fans para hacerse con las migajas
La mayoría de los fans, me imagino, rechazarían esta premisa. Se supone que ser un fan hace que seas diferente de una persona normal y corriente (los aficionados poseen un conocimiento profundo que los videntes casuales nunca podrán aspirar a igualar, además de un poderoso entendimiento del medio en el que existe su franquicia favorita). Esta idea del fan como un vidente especializado se ha vuelto tan ubicua que el crítico Wesley Morris se consideraba un inocente empedernido en comparación con los fans de Juego de Tronos, en el ensayo que escribió en el Times sobre el atracón de la serie que se dio antes de su último capítulo. A pesar de haber devorado JdT durante más de un mes, afirma: “Todavía me siento en cierto modo apartado. Cinco semanas es tiempo suficiente para familiarizarse, pero seguramente no lo suficiente para convertirse en un auténtico fan”. Por ese motivo, expresa su “disgusto” con el hecho de que su rápida inmersión en el pozo sin fondo de contenido de JdT nunca podrá compararse con el bagaje emocional que los fans traían para el último capítulo: “esa esperanza, miedo y júbilo que otorga una inversión plurianual”.
La idea de que la devoción de los fans hacia una franquicia les concede un acceso privilegiado es un lugar común, pero ¿en qué se traduce realmente toda esa búsqueda de huevos de Pascua, decodificación de símbolos y ciega especulación? El fandom es un sistema cerrado, en el que el significado se deriva de la creencia en que las lecturas profundas y repetidas de un texto revelarán una cierta verdad sobre él, aunque esa verdad siga siendo de interés solo para los compañeros de viaje que sean igual de disciplinados en sus estudios de cultura pop. Que un crítico considere este tipo de relación con una serie de televisión de una manera diferente al delirio es desconcertante, y solo refuerza la sensación entre los fans de que su obsesión está justificada.
A decir verdad, no hay nada particularmente especial sobre ser un fan de Juego de Tronos, las películas de Disney o The Real World. Como demostró el éxito de Grantland, los fans son fans. Los viejos seguidores de los Mets pueden quejarse por igual de la última lesión de Syndergaard que recitar con orgullo la alineación del equipo de 1986; los fans de The Bachelor son capaces de recordar con asombrosa precisión en qué capítulo de la temporada 17 Ashley H. fue rechazada y por qué. Ese conocimiento esotérico es la divisa del fandom y cada uno tiene su propia versión. Sin embargo, a fin de cuentas, no existe una gran diferencia entre ir al cine con unos moños de la princesa Leia o con un traje de Iron Man. Lo único que haces en ambos casos es animar a un equipo.
La reticencia de los críticos por examinar de forma escéptica la dominancia de los fandoms en la cultura popular actual ha permitido que se edifique una enorme estructura periodística al servicio de los fans, que no da ninguna elección a sus practicantes salvo perpetuar la monocultura de la franquicia, aunque su contenido solo pretenda reconfortar a los lectores, una y otra vez, de que ser un fan de Batman tiene algo de único. Además, esas páginas web ahora se encuentran en una posición en la que su juicio editorial está en peligro de desaparecer. Poco importa cómo de mediocre termine siendo la precuela de Juego de Tronos que HBO tiene planeada, ¿acaso Vulture y The Ringer no están incentivadas a garantizar que sea un éxito? Si las películas de Los Vengadores otorgaron a The Nerdist contenido por valor de una década, ¿por qué la página no haría todo lo que estuviera en su mano para garantizar que las secuelas previstas de Doctor Strange y Pantera Negra sean sendos taquillazos? Mientras las cadenas y los estudios sigan elaborando refritos de las mismas propiedades intelectuales, los periodistas de la cultura popular seguirán pareciendo estar destinados a mantener enganchados a los fans lo máximo posible para hacerse con las migajas que caen de la mesa de los ejecutivos de los estudios de cine. Mientras tanto, la programación original, a menos que pueda movilizar de la nada a una legión de fans, como hizo Stranger Things hablando sin fin de nostalgia y franquicias de antaño, está destinada a seguir teniendo cada vez menos vigencia.
Regresemos, durante un momento, a 1996 y al punto más bajo de la influencia cultural de Marvel. ¿Cuáles fueron las películas que ingresaron más de 100 millones de dólares ese año? Misión: Imposible, El día de la independencia, Una jaula de grillos y Jerry Maguire (es decir, todas las explosiones, extraterrestres y ampulosidad que las audiencias veraniegas podían tragar, más una pizca de humor y humanidad, para compensar). Sin embargo, lo más importante es que todos esos títulos eran, de una manera u otra, novedosos. ¿Este año? Vengadores: Endgame, Capitana Marvel, Toy Story 4 y Spider Man: Lejos de casa. Para los fans es un buen año, pero para cualquiera que quiera conocer un nuevo personaje o, quién sabe, quizá quiera solo ver a seres humanos hablando entre ellos, pues nada, para eso ya están las series suecas de Netflix. La monocultura, lamento informar, está vivita y coleando. La única diferencia es que ahora se viste de licra.
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Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler. Traducción de Álvaro San José.
Kyle Paoletta es colaborador de Harper’s, The Nation y Boston Magazine.
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Kyle Paoletta (The Baffler)
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