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Agricultura ¿con o sin apellido?

El problema agrario y el de la despoblación no es tanto un asunto de escasez de recursos como de su orientación y gestión. Ahí radica el problema.

Emilio Barco 26/11/2019

<p>Cesta con hortalizas en el campo.</p>

Cesta con hortalizas en el campo.

Johan Puisais / Pixabay

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Estas reflexiones hay que enmarcarlas en la mesa redonda sobre el papel de la nueva agricultura en el despoblamiento en la Jornada Despoblación: un reto político (y poético), organizada por CTXT. En este debate me parece importante hablar no de una nueva agricultura, sino de dos: una, la agricultura hacia la que nos llevan y, otra, la agricultura hacia la que quiero ir. Y ello en el marco de la despoblación, tema que está de moda desde hace algunos años, aunque pienso que lo está más en el campo de la narrativa, lo poético, que en el de lo político, sin negar también aquí su efervescencia.

Agricultura con apellidos

Empezaré por aclarar “quienes nos llevan”: nos lleva la política agraria, en nuestro caso la PAC, las empresas que fabrican y nos venden las máquinas, las semillas y los venenos, las cadenas de transformación y distribución… nos llevan todos aquellos que tienen intereses económicos en este sector y los agricultores y sus organizaciones que reman en la misma dirección o se dejan llevar, con algunas excepciones.

A esta nueva agricultura se la suele apellidar 4.0 y al describirla es frecuente mezclar conceptos referidos a: tecnología, big-data, TIC, sostenibilidad, nuevos productos, producción customizada, virtualización, modelización, conectividad, robótica… Rara vez se lee la palabra agricultor, salvo en contextos como este que leo en uno de los muchos seminarios que abundan en la red: “Cada vez existe más distancia entre la tecnología existente y la que están utilizando los agricultores”.

No sé el nombre que se le dará en esta nueva agricultura a los productores de trigo o de patatas, lo que sí tengo claro es que se adaptarán fácilmente a su nueva nomenclatura porque están acostumbrados a ello. En poco más de medio siglo aquellos viejos campesinos de los que nos hablan John Berger en Puerca tierra, Pina Rota Fo en El País de las Ranas y Miguel Delibes en Castilla habla, o los pageses de Josep Pla, pasaron a llamarse, primero, labradores durante el franquismo, agricultores cuando llegó la democracia, empresarios agrarios con el nuevo siglo, ahora perceptores de ayudas de la PAC cuando no agricultores activos y desde Europa y su política agraria proponen denominarlos mañana agricultores genuinos. Lo preocupante no es el cambio de nombre sino el saber y la diversidad que se va perdiendo en el camino.

Opino que este modelo de agricultura aportará poco al sostenimiento de los pueblos e incluso de las pequeñas ciudades, por su escasa capacidad para generar empleo, por lo que será necesario pensar en lo que puedan aportar otras actividades. Esta reflexión me lleva primero a las ayudas que llegan al sector agrario y después a su distribución entre ayudas a los productores y a los productos y ayudas al desarrollo rural. 

La agricultura 4.0 aportará poco al sostenimiento de los pueblos y pequeñas ciudades, por su escasa capacidad para generar empleo 

Hoy en la UE se reparten cada año 45.186,01 millones de euros (perspectivas financieras 2014-2020). A España le corresponden 5.705,97 millones de euros al año, de los cuales tres cuartas partes son “ayudas directas”. Es decir, son ayudas no finalistas, porque no están vinculadas a un fin, sino que proceden de los viejos derechos de pago único. A estas cantidades hay que sumar las ayudas al desarrollo rural, 700 millones cada año en España. Es muy discutible la aportación de estas ayudas al sostenimiento de la actividad agraria y al de la población en áreas rurales. No es discutible su aportación a las cuentas corrientes de los perceptores de las mismas. Ahí se encuentra la dificultad para reorientarlas hacia el desarrollo rural primero y después hacia medidas que contribuyan a mantener el empleo agrario y la población rural. El problema agrario y el de la despoblación no es tanto un asunto de escasez de recursos como de su orientación y gestión. Y ahí radica el problema. Opino.

El mundo rural que en la historia siempre fue “el subproducto” de una actividad productiva, la agraria, ¿de qué lo será cuando ésta sea ya una actividad marginal en términos económicos? Si no cambian los conceptos de bienestar, crecimiento y desarrollo que seguimos utilizando en nuestras sociedades ricas de la cuarta revolución industrial instaladas en la “sociedad de consumo de masas”, quinta y última etapa de la Teoría del desarrollo de Rostow, la respuesta a esta pregunta se me antoja imposible.

De la búsqueda de respuestas a esta pregunta surge, a finales del siglo XX, el discurso del futuro del mundo rural y ahí se mete todo lo que bien podría venir a salvarlo del abismo de su desaparición: turismo rural, industrialización difusa, artesanía, discriminación fiscal positiva, banda ancha... Pero sin el cambio de mentalidad necesario.

Quienes prefieren una agricultura que produce para el mercado y no para la despensa no pueden ignorar que desde que la globalización resolvió el problema de la alimentación de las ciudades a través de los lineales de los supermercados, los espacios rurales del entorno de las ciudades ya no cumplen ese papel que venían desempeñando a lo largo de la historia, aun cuando queden pequeños núcleos de resistencia basados en lo ecológico, la proximidad... y es entonces cuando se le pide a los rurales que satisfagan otras necesidades, esto es, ahora no es prioritario alimentar la materia de quienes viven en las ciudades (de esto ya se encargan las cadenas de distribución) sino su espíritu, con lo que cobra interés la naturaleza, el paisaje y el patrimonio material e inmaterial… la cultura en definitiva, en el nuevo discurso del futuro rural del siglo XXI. 

En este contexto voy encajando lo que leo de los jóvenes que escriben sobre la vida rural desde perspectivas bien diferentes (el reto poético) y entiendo que vienen a alimentar “el espíritu” de los habitantes de este mundo mundial en el que ya se diluyeron hace tiempo las fronteras, si alguna vez las hubo, entre lo rural y lo urbano. Los jóvenes literatos ven ahora descomponerse el mundo de sus abuelos y de sus padres, el mundo de su infancia en algunos casos, su patria (que diría Rilke) y lo narran cada uno a su manera. Esto lo entiendo. Lo que no comprendo es el empeño de algunas personas, colectivos e instituciones en pedirles que “les muestren el camino de la salvación del mundo rural y de la cultura campesina” al mismo tiempo que ellos siguen el camino que les lleva a esa agricultura con apellidos que, precisamente, los ha traído hasta el punto del que quieren salir.

Hasta aquí lo que pienso de la nueva agricultura que nos aguarda un poco más allá, su relación con el poblamiento, la política, la poética y su incapacidad para mantener la vida en los pueblos, y a partir de aquí el debate, que es a lo que hemos venido a este lugar maravilloso, ¿Por qué tiene que haber pueblos en esta sociedad instalada en la cuarta revolución industrial? ¿Para qué los necesita la agricultura 4.0? ¿Qué manía es esta de llenar los pueblos de gente?

Agricultura sin apellidos

Mi amigo Luis Vicente Elías, un sabio que trajo a mi tierra el turismo rural cuando nadie sabía lo que era, fue santero de la Virgen de Lomos de Orio en la sierra de la Demanda, montó la primera granja escuela en el valle del Ebro, dio clases en varias universidades del mundo, inventó cientos de actividades para el desarrollo rural, dirigió la fundación general de una gran entidad financiera y escribió miles de páginas maravillosas sobre la cultura agraria y pastoril, los paisajes y los pueblos de España y de América Latina y que ahora es hortelano en Briones, me dice que el futuro de la agricultura es mucho más simple que todo lo que les acabo de contar: solo hay que mirar los modelos de ayer y menos hablar de sustentabilidad y proximidad. 

Antes la agricultura producía para la despensa y lo que sobraba (el excedente se dice ahora) se llevaba al mercado. Ahora solo se produce para el mercado y este se encarga de llenar la despensa, incluso la de los agricultores.

A mí me gusta más la agricultura que produce para la despensa. Mi adaptación a la cuarta revolución industrial en estas cosas de lo agrario y del desarrollo rural empezó el día que decidí bajar la mirada desde los grandes horizontes del mundo al surco en la huerta con la que llenar mi despensa. Al ver las diferencias entre este y aquel renque entendí que es mentira aquello de la necesidad de uniformización, especialización, sincronización, concentración, maximización y centralización, que predica la economía para la moderna agricultura industrial que produce para el mercado prioritariamente. 

Pienso que solo con un modelo diferente de producción agraria y también de consumo es posible crear empleo en el sector agrario y en los pueblos,  ayudando así al mantenimiento de la población. Fórmulas de agroecología, redes de productores y de consumidores y producción para el autoconsumo que están aplicándose ya en muchos lugares (comarcas de las Alpujarras y de la Vega en Andalucía, el proyecto Municipis en Saó, en Valencia (CERAI), la Xarxa de Municipis per la Sobirania alimentària en Catalunya, Nekasarea en Euskadi…).

La nueva agricultura que quiero se basa en que lo pequeño es hermoso

Ese modelo de agricultura sin apellidos en una sociedad con un concepto del bienestar, del crecimiento y del desarrollo menos cuantitativo y más enfocado hacia la felicidad de las personas sin duda contribuiría, incluso culturalmente, a una distribución mejor de la población que hace ya tiempo desdibujó las fronteras entre lo rural y lo urbano, aunque los estudiosos de estas cosas todavía no lo hayan percibido.

Para ayudar a este cambio, en los pueblos deberíamos ir hacia producción inteligente, es decir producir aquello en lo que tenemos ventaja comparativa: alimentos sanos, nutritivos y sabrosos, paisaje saludable, energía renovable, salud, bienestar… felicidad, en definitiva. Y para ello nos puede venir muy bien la tecnología emergente. Los pueblos y las actividades que en ellos se hacen, por su dimensión y características, pueden ser un buen laboratorio para que investigadores de las universidades y de las empresas ensayen las nuevas tecnologías emergentes (nanotecnología, biotecnología, información y comunicación, robótica,...). Esto puede ayudar a desarrollar una cultura más diversificada, donde hasta ahora solo hubo cultura campesina (impresión 3D donde antes hubo una conservera).

Estos proyectos hacia sistemas agroalimentarios no industriales necesitan de organización y liderazgos (si son colectivos mejor que individuales) y no programas (como los Leader) que replican mecánicamente aquí lo de allí, ignorando que aquí no es allí. Un grupo base y un reparto de tareas que integre a rurales y no rurales en un mismo objetivo: recuperar los viejos saberes locales y ponerlos al servicio del nuevo modelo de producción y de consumo capaz de animar el desarrollo local.

Es necesario trabajar en red con personas y colectivos para conocer otras realidades e intercambiar todo el saber perdido que se recupera. Mirada larga y oído atento en el tiempo y en el espacio. Pensar de manera global más allá de 2050 y educar para que la mayor parte de la “gente que se mueve” en el pueblo tenga esa forma de mirar que le permite ver y escuchar lo que ya se está haciendo en otros lugares del mundo para ver qué se puede hacer aquí. El trabajo con los jóvenes es fundamental. Erasmus rural. Crear condiciones para que los jóvenes participen en el proyecto con sus propias ideas, necesidades y propuesta de soluciones que les anime a vivir en el pueblo y a buscar en él su desarrollo profesional. Para ello, y compatible con la vida en el pueblo, es necesaria la     apertura al exterior, los viajes, estancias y desplazamientos a otros lugares.

La nueva agricultura que quiero se basa en que lo pequeño es hermoso (por eso no entiendo a veces esa obsesión de algunos por llenar los pueblos de gente) y en una sociedad global lo pequeño se defiende mejor en colaboración con otros y cooperando. Esto incluye la colaboración interna en el pueblo y externa con otros pueblos y ciudades (trabajo en red de pueblos y de personas). Esta red tiene que tener un saco lleno de ideas y proyectos realizados, valorando sus resultados para intercambiar, cuando sea posible, con otros lugares y compartir no solo experiencias e ideas, sino también recursos entre personas y colectivos del mismo y de otros pueblos (espacios para actividades, tecnología, equipos de personas...). Para el trabajo en red no hay fronteras. La valla que separa pueblos y ciudades es solo ideológica, es virtual, es una construcción social sostenida, todavía hoy, por una sociedad caracterizada por la movilidad real y virtual que a alguien parece venirle muy bien. Por eso hay que promover la llegada de personas de fuera así como su integración, en su doble sentido, aprender lo que ellos aportan y enseñarles lo de aquí (nuestras reglas no escritas también, por ejemplo, el uso del agua en el riego).

Y además, las instituciones deberían trabajar para apoyar esta forma de desarrollo local facilitando la tramitación de permisos y licencias para las nuevas actividades, apoyando la creación de equipos “desbrozadores de burocracia”, mejorando  la red de transporte y de comunicación, impulsando iniciativas de consumo de proximidad (kilómetro cero), aplicando programas de formación no presenciales que refuercen estas formas de actuar, liderando la lucha contra el cambio climático y entendiendo que los pueblos “ya son mayores”  y  tienen  capacidad  para  tomar sus propias decisiones, y especialmente, en política económica. Sobre todo, cuando en otros ámbitos de decisión (CCAA, Estado, UE…) parece que poco o nada se hace para frenar la concentración de la población en grandes ciudades y para avanzar hacia un sistema agroalimentario pensado por y para las personas, su salud y su felicidad.

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Emilio Barco es escritor y agricultor, profesor en la Universidad de La Rioja y autor del libro Donde viven los caracoles. De campesinos, paisajes y pueblos.

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1 comentario(s)

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  1. Alvar

    La despoblación en España se terminaría, si se dedicara el presupuesto necesario para la infraestructura rural, por otra parte hay un gran número de emigrantes. Exiliados etc... Que llegan nuestro país y las autoridades no saben cómo situarlos, los amontonan en espacios insuficientes y en condiciones casi de reclusos, cuando hay tantos pueblos que se están quedando desiertos, pues bien, aquí es donde había que enviarlos, ayudarles económicamente y con los utensilios que sean necesarios y hacer que este gente pueda ganarse su vida dignamente y así contribuir a volver a poblar y hacer productiva estos espacios rurales que están quedando despoblados.

    Hace 4 años 1 mes

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