Tribuna
Gobierno de coalición: enterrar el ‘síndrome Mitterrand’
Más allá de los resultados que pueda obtener, el nuevo Ejecutivo tiene la posibilidad de demostrar que la política sigue teniendo sentido en las democracias europeas
Juan Laborda / Andrés Villena 7/01/2020
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El próximo gobierno de coalición PSOE-Podemos se enfrentará al sentido común dominante, ese conjunto de premisas, creencias y supuestos aparentemente incuestionables pero que, en realidad, se construyen –y se destruyen– socialmente. Conocer con detalle la experiencia del Gobierno presidido por François Mitterrand en 1981 permite entender las limitaciones estructurales para que un ejecutivo con propuestas rupturistas e imaginativas propicie un cambio económico exportable al resto de los países de una Europa en peligroso estancamiento.
En 1981, François Mitterrand se hizo con un enorme poder político en coalición con el Partido Comunista francés, gracias a un programa de 110 reformas con el que se quería hacer frente a una larga crisis del capitalismo, que en aquellos momentos se arrastraba confuso, con un elevado nivel de inflación y de desempleo.
Mitterrand puso en marcha un plan de nacionalizaciones que afectaba a parte de la banca y a empresas que se encontraban en situaciones de máxima dificultad; las políticas fiscales se dirigieron a incrementar la protección social mediante una expansión del Estado del Bienestar; se potenciaron los salarios, los derechos sindicales y las formas de representación en el lugar de trabajo. Se logró evitar una contracción de la economía francesa en medio de la recesión mundial de principios de los años ochenta, lo que permitió crecer al 1.5% y que el nivel de desempleo apenas llegara al 1.9%; por el contrario, en Alemania, el paro se había disparado al 5%.
Pero los brotes verdes franceses terminaron por quedar aplastados por tres factores que se retroalimentaban. En primer lugar, las políticas deflacionistas aplicadas en otras naciones que, como Estados Unidos, Alemania y Reino Unido, operaban con medidas diametralmente opuestas. Condicionados por el miedo a la inflación, estos gobiernos incrementaron los tipos de interés de los bancos centrales para secar la economía real, con lo que la inflación se moderaría y, además, el incremento del desempleo serviría para “desarmar al mundo del trabajo”, como un asesor de Margaret Thatcher declararía unos años después.
El crecimiento económico francés acabó embarrado por los efectos secundarios de dichas políticas: el incremento del valor del dólar y del marco aumentó cuantiosamente el precio de las importaciones para la economía francesa. Los problemas de inflación se agravaron; los desequilibrios comerciales, persistentes en Francia, adquirieron un cariz cada vez más preocupante.
En segundo lugar, por una política monetaria condicionada. En otras circunstancias, Francia podía haber respondido a la adversidad devaluando el franco o dejando flotar libremente la moneda nacional para que sus productos se volvieran más competitivos en el mercado internacional y, también, para que los encarecidos productos alemanes y estadounidenses encontraran competidores en la propia Francia. Pero, tras la muerte del acuerdo de Bretton Woods (1973), algunas naciones habían decidido fijar su tipo de cambio al de otras para garantizarse una estabilidad monetaria. Francia, en el seno del Sistema Monetario Europeo, estaba obligada a priorizar el control de la inflación y la competitividad de los costes.
El tercer pilar no era precisamente menor. Como había ocurrido también en Estados Unidos, la organización de los grandes empresarios del país, íntimamente conectada, llevaba ya varios años conteniendo la inversión como respuesta a la renuente tasa de ganancia. La entrada de Mitterrand y los avances en derechos laborales y sindicales dispararon una desconfianza que se materializó en una menor inversión y en mayores fugas de capitales.
Mitterrand, derrotado por la derecha en las elecciones legislativas de 1983, renunció a utilizar su potente base social para tomar el control de la inversión y terminó cediendo al nuevo sentido común, consistente en garantizar una estabilidad monetaria para atraer inversiones.
¿Se repetirá la pesadilla en España? Un modelo fracasado y un nuevo contexto de oportunidades
Cualquier espectador atento ha podido aprender durante estos años que dicho sentido común ha quedado nuclearmente alterado desde la crisis. Los dogmas del primer neoliberalismo están siendo lentamente enterrados. En primer lugar, las políticas deflacionistas, el insecticida industrial contra la inflación de los setenta, han dejado a nuestras economías sin defensas, con una combinación de deflación latente, desempleo desbordante, pobreza e incertidumbre que mantienen en suspense (y suspenso) a los principales centros de pensamiento, bancos centrales incluidos.
el Sistema Monetario Europeo ha evolucionado hacia el euro, un área en la que la devaluación monetaria competitiva es ciencia ficción y en la que la variable de ajuste en recesión para algunos países como España es el desempleo
En segundo lugar, el Sistema Monetario Europeo ha evolucionado hacia el euro, un área en la que la devaluación monetaria competitiva es ciencia ficción y en la que la variable de ajuste en recesión para algunos países como España es el desempleo. El malestar provocado por la gestión de la crisis podría provocar un colapso si nos encontramos frente a otro escenario crítico.
En tercer y último lugar, el factor empresarial en España ofrece claroscuros. Las patronales CEOE y Círculo de Empresarios han reaccionado ante el anuncio del gobierno con una pose de pánico sobreactuado. La inversión en España lleva también muchos años estancada y ninguna ‘revolución fiscal’ a pagar en diferido por los ciudadanos va a recuperarla. Las declaraciones de la asociación norteamericana Business Roundtable hacen pensar en un cambio de aires: el capitalismo empresarial debe dejar de obsesionarse por el valor de las acciones, cuando las amenazas del cambio climático, la desigualdad y el resto de externalidades negativas terminarán, en el largo plazo, por hacer imposibles sus condiciones de existencia.
Conocer la complejidad ofrece claves para la elaboración de un programa económico consistente y ambicioso, en un contexto histórico en el que las viejas ideas, aferradas como creencias, están a punto de desaparecer. El próximo gobierno debe acometer una ambiciosa expansión fiscal –con el soporte del Banco Central Europeo– dirigida prioritariamente a detener la sangría de empleo y pobreza que experimenta España, con una bien diseñada combinación de las medidas que ya han superado la etapa marginal del debate y que consisten, en definitiva, en garantizar mínimos vitales universales, trabajo de calidad o una combinación de ambas condiciones. Los desafíos del presente, como el envejecimiento y el cambio climático, representan oportunidades para canalizar de manera productiva estos programas de protección social, dignidad personal y aprovechamiento del talento y el capital humano. No debe nunca olvidarse que no hay mayor derroche para un país que una tasa de desempleo de dos dígitos.
El cambio en España debe, además, aspirar a ser modelo en Europa. El incremento salarial y la demanda harían saltar algunas alarmas propias de un modelo de naciones orientadas a la exportación. Pero el crecimiento puede dedicarse también a expandir, mejorar y optimizar una capacidad productiva bastante descuidada, incrementando una productividad lastrada por la etapa neoliberal.
En un sistema de relaciones entre economías y países todos quedan influidos. La reactivación de las economías nacionales, en el sentido opuesto al conocido durante estas décadas, podría mejorar la situación de las naciones más pudientes. Los tipos de interés subirían, paliando el ‘efecto renta’ que, hasta el momento, ha discriminado a los ahorradores en esta etapa de tipos planos. La demanda de consumo se incrementaría en los países tradicionalmente exportadores, disminuyendo sus excesivos superávits por cuenta corriente, contribuyendo con ello a un crecimiento integrador en la eurozona. La posible inflación, resultado de todo este proceso, serviría para reducir progresivamente la deuda de países que, como España, Portugal o Grecia, incuban problemas infinitamente peores.
Enterrar el ‘síndrome Mitterrand’, y el subsiguiente ‘no hay alternativas’, entraña tantos riesgos como oportunidades, además de un enriquecedor debate sobre política económica que muchos ciudadanos llevan tiempo queriendo presenciar y comprender. La oportunidad de un gobierno de coalición como el propuesto, más allá de sus resultados, estriba en la posibilidad de demostrar que la política sigue teniendo sentido en las democracias europeas.
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Juan Laborda es profesor de Economía Financiera y Derivados de la Universidad Carlos III. Andrés Villena es economista y doctor en Sociología, ha publicado Las redes de poder en España. Ambos son miembros de la Red Modern Money Theory (MMT) España.
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