Refugiadas
La victoria de la abuela Fata
Tras una batalla de más de dos décadas, esta superviviente de Srebrenica ha logrado que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconozca que la iglesia ortodoxa construida en su patio es ilegal
Marc Casals Sarajevo , 25/01/2020
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“Eso no es una iglesia: ¡es un asesino!”, lleva dos décadas clamando la abuela Fata Orlovic, superviviente de Srebrenica y retornada a Bosnia Oriental. En el genocidio de Srebrenica perdió a su marido y a 22 familiares directos –liquidados por las tropas serbias– y, al volver a su hogar, encontró su casa demolida y una iglesia ortodoxa en el patio. Decidida a empezar de nuevo, la abuela Fata reconstruyó su vivienda y denunció a las autoridades para que sacasen el templo de su propiedad. Tras librar una fiera batalla de más de dos décadas –período durante el que ha resistido ataques, intimidaciones e intentos de comprarla– el pasado 1 de octubre el Tribunal Europeo de Derechos Humanos resolvió a su favor. Si la abuela Fata ha conseguido la victoria en Estrasburgo ha sido gracias a su tesón, con el que ha doblegado a la poderosa alianza entre lo religioso y lo nacional que mantiene atenazada a Bosnia.
En el tiempo anterior a la guerra, la abuela Fata vivía en Konjevic Polje, localidad de Bosnia Oriental situada junto al desvío que conduce hacia Srebrenica. En Konjevic Polje, habitada íntegramente por bosniacos –bosnios de tradición musulmana–, Fata y su marido Sacir se dedicaban al cultivo de los cereales y la cría de ganado. Fata se empeñó, con éxito, en que sus siete hijos fuesen escolarizados, en un tiempo en el que el analfabetismo todavía perduraba en la región. Además, fue la mujer del pueblo que acabó con la poligamia, atavismo proscrito por la ley pero practicado a hurtadillas. Cuando Sacir le preguntó si podía tomar a una segunda esposa, Fata le atajó sin contemplaciones: “Poder puedes, pero te cortaré la cabeza”.
Con el estallido de la guerra en Bosnia, Konjevic Polje sufrió, como el resto de comarca, los embates de las tropas serbias, jalonados de crímenes. Aunque los aldeanos consiguieron resistir durante meses, una ofensiva comandada por el general Ratko Mladic puso a la localidad al borde de la caída, por lo que Fata y el resto de la población tuvieron que abandonar sus hogares: tiritando a causa del frío invernal, la mayoría partió con sus bártulos a cuestas y llegaron a Srebrenica en una triste columna de desarrapados. El angosto valle donde se encuentra Srebrenica rebosaba de desplazados bosniacos como Fata, quienes se hacinaban en cualquier espacio protegido de la intemperie y encendían precarias hogueras para entrar en calor. Pese a los bombardeos periódicos de las tropas serbias, depositaban sus esperanzas de sobrevivir en Naciones Unidas, que habían declarado el enclave de Srebrenica como “zona segura”.
Las garantías de la ONU quedaron en papel mojado en julio de 1995, cuando las tropas de Ratko Mladic se lanzaron sobre Srebrenica ante la pasmosa indolencia de la comunidad internacional
Las garantías de la ONU quedaron en papel mojado en julio de 1995, cuando las tropas de Ratko Mladic se lanzaron sobre Srebrenica ante la pasmosa indolencia de la comunidad internacional. Huyendo del exterminio, miles de varones emprendieron la marcha en una columna que partió a la desesperada hacia los montes, al tiempo que otros permanecían en la base local de Naciones Unidas confiando en el amparo de los cascos azules. Los milicianos serbios diezmaron la columna mediante emboscadas y bombardeos, mientras, frente a las instalaciones de la ONU, separaban a los hombres en edad militar de mujeres y niños. Después de evacuar al segundo grupo, incluida Fata y sus siete hijos, se desató una orgía de ejecuciones en masa. En el genocidio de Srebrenica, el mayor crimen perpetrado en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, murieron asesinadas 8.372 personas, casi todos bosniacos. Como el resto de la población del enclave, Fata no salió indemne de Srebrenica: perdió a 22 familiares directos y, sobre todo, a su marido Sacir.
Al cabo de un lustro como refugiada, Fata volvió a Konjevic Polje, donde se encontró con la misma estampa que numerosos retornados a Bosnia Oriental: alguien había volado su casa por los aires y apenas quedaban en pie los cimientos. Además, para colmo de abusos, en lo que había sido su patio ahora se alzaba una iglesia ortodoxa. El templo se había construido para los desplazados serbios que se instalaron en Konjevic Polje durante la guerra, pero desde su marcha cumplía una sola función: marcar el territorio conquistado. Cuando Fata le pidió explicaciones al pope, este tronó que se encontraban en la República Srpska, la entidad de mayoría serbia consagrada por los Acuerdos de Paz de Dayton. Para su sorpresa, lejos de amilanarse, Fata le contestó: “A mí tu república me da igual. Sal de mi patio”.
Después de obtener un título de propiedad, Fata reconstruyó su casa mediante ahorros y donaciones, pero la iglesia seguía en su parcela como un recordatorio de Srebrenica. Por eso presentó varias denuncias contra un adversario formidable: la Iglesia Ortodoxa Serbia, de enorme ascendente sobre la clase política por tratarse de un símbolo de la Nación. Mientras el proceso se empantanaba en un cenagal jurídico, primero el presidente de la República Srpska, Milorad Dodik, y luego su vicepresidente, el bosniaco Ramiz Salkic, se acercaron a ofrecerle dinero para comprar su voluntad, pero a ambos los echó con cajas destempladas. También se emplearon contra ella métodos más expeditivos: recibió amenazas, insultos y escupitajos por parte de serbios de la comarca. Cuando se encaró con un policía local que había irrumpido en su terreno, este le asestó una puñalada en la mano.
Según la creencia general, detrás de las obstrucciones al proceso iniciado por Fata se hallaba la mano del obispo Vasilije Kacavenda, cabeza visible de la Iglesia Ortodoxa Serbia en la región. Kacavenda es un personaje con un historial turbio. Durante décadas ejerció como confidente para los servicios secretos de la Yugoslavia comunista bajo la identidad cifrada de Pablo, y en los ochenta se fue desplazando hacia el nacionalismo serbio. Dos días después de la caída de Srebrenica, había brindado por la liberación de la ciudad de “infieles y católicos”, además de instar a los “hermanos griegos” a expulsar al turco de Chipre y Estambul. La caída de Kacavenda se produjo por un escándalo de pederastia: tras una oleada de denuncias por abusos a menores, se filtraron unos vídeos en los que el prelado mantenía relaciones con seminaristas y Kacavenda presentó su dimisión alegando “problemas de salud”.
Durante estas dos décadas de lucha en los tribunales, Fata Orlovic se ha convertido en un personaje célebre no solo por su tenacidad sin zozobras, sino también por constituir el paradigma de la abuela musulmana de Bosnia Oriental: planta rechoncha, la cabeza envuelta en un hiyab y, en lugar de falda o pantalón, zaragüelles de colores vivos. Su campechanía de anciana de pueblo despierta una notable atención mediática y resulta habitual verla en entrevistas, charlas y reportajes que han hecho de ella un personaje popular. Sin embargo, su fama no está exenta de riesgos, en un país en el que las mujeres de Srebrenica representan una baza tentadora para políticos sin escrúpulos. Cada vez que se acercaban unas elecciones, los líderes bosniacos peregrinaban hasta su casa para retratarse con ella, hasta que Fata se cansó de sus visitas interesadas y amenazó con echarles a golpes de azadón.
la gesta de Fata supone un espaldarazo para las mujeres bosniacas que sobrevivieron a Srebrenica. Tras tomar la decisión de volver solas, se encontraron en la tesitura de iniciar una nueva existencia, lastradas por la memoria del genocidio
El procedimiento judicial que entabló la abuela Fata ha sido largo y dificultoso: pese a obtener sendas resoluciones favorables en 1999 y 2001, el caso regresó al tribunal de primera instancia y ha seguido un curso accidentado hasta llegar a Estrasburgo. Decidida a recuperar su patio y levantar una casa para sus hijos, Fata advertía de que, si no le daban la razón, se tomaría la justicia por su mano y derruiría ella misma la iglesia: “La pusieron ilegalmente e ilegalmente la voy a quitar”. Sin embargo, el fallo del Tribunal de Europeo de Derechos Humanos le ha evitado llegar a tales extremos, al ratificar las sentencias dictadas a su favor hace dos décadas. En lo sucesivo, las autoridades disponen de un plazo de tres meses para cumplir la resolución si no quieren incurrir en delito.
Además de un ejemplo de perseverancia, la gesta de la abuela Fata supone un espaldarazo para las mujeres bosniacas que sobrevivieron a Srebrenica. Tras tomar la decisión de volver solas –sin padres, hermanos, maridos e hijos–, se encontraron en la tesitura de reconstruir sus casas e iniciar una nueva existencia, lastradas por la memoria traumática del genocidio y rodeadas de un ambiente hostil. Incluso su sobreexposición mediática tiene mucho de espejismo, puesto que, cuando se apagan los focos y los periodistas desaparecen, en sus hogares reina una quietud poblada de fantasmas. Aunque, para el colectivo al que pertenece, el triunfo de la abuela Fata representa una vindicación simbólica, la protagonista de la hazaña ha acogido la noticia con sobriedad. Preguntada por su reacción inicial ante la sentencia, Fata se mantuvo fiel a su llaneza socarrona: “Ha valido la pena luchar todos estos años. Le recomiendo a todo el mundo que luche por lo suyo y deje tranquilo lo de los demás”.
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Marc Casals
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