Peter Handke y Yugoslavia
Del Noveno País al funeral de Milosevic
Marc Casals Sarajevo , 10/12/2019
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“Decidió volverse contradictorio y descubrió que lo había sido desde siempre”, reza un apunte de Peter Handke en su libro de viajes Ayer, de camino. La impetuosa personalidad del Nobel de Literatura ha generado numerosas polémicas a lo largo de su carrera, pero ninguna tan enconada y persistente como sus opiniones sobre Yugoslavia. Ligado a Eslovenia por vía materna, en Yugoslavia, Handke encontraba su lugar en el mundo, en contraste con su Austria natal. Cuando estallaron las guerras de disolución del país, se opuso de forma tajante a la secesión de Eslovenia e intentó poner el foco sobre la realidad de los serbios por considerar que los medios internacionales les demonizaban. En su empeño por trascender la superficialidad periodística y enriquecer la percepción general sobre Yugoslavia, Handke adoptó una serie de posturas que le han convertido en blanco de acusaciones virulentas, de negador del genocidio de Srebrenica a apologeta de Slobodan Milosevic. La controversia en torno a la relación de Handke con Yugoslavia, reavivada tras la concesión del premio Nobel, amenaza con empañar tanto la entrega del galardón, el 10 de diciembre en Estocolmo, como el paso del escritor a la posteridad.
Entre los intelectuales que tomaron partido en las guerras de Yugoslavia –por ejemplo, Juan Goytisolo o Susan Sontag–, Handke se diferenciaba del resto por su vinculación prebélica con el país. Su madre pertenecía a la minoría eslovena de Carintia, región de Austria meridional fronteriza con Yugoslavia, y el escritor consideraba Eslovenia una de las pocas cosas a las que podía llamar “suyas”. En la novela La repetición, inspirada en la historia de su familia materna, Handke representa el destino de los eslovenos de Carintia aludiendo a la leyenda del Noveno Rey. Este soberano mítico, propiciador de la Edad de Oro de Eslovenia, duerme un sueño de siglos junto a sus caballeros, sentados en torno a una mesa de piedra. Según el folclore esloveno, cuando la barba del rey –que jamás ha dejado de crecer– se haya enrollado nueve veces en la mesa, los durmientes despertarán para traer una nueva Edad de Oro. En el cierre de La repetición, el narrador jura fidelidad al reino de este monarca legendario: “Que el sol de la narración esté para siempre sobre el Noveno País, un país que solo se podrá destruir con el último hálito de vida”.
Más allá de la ascendencia materna, Handke estrechó sus lazos con Eslovenia a través de su pasión por el viaje. Recorriendo la que ensalzaba como su “Patria para caminar”, experimentaba la sensación de echar raíces en el mundo y convertirse en “huésped de la Realidad”. Estaba convencido de que, a ese lado de la frontera, las cosas poseían una existencia más acusada: “un paso a través del río se sentía como un Puente, una superficie de agua se convertía en un Lago”. El narrador de La repetición se explaya en descripciones de la meseta del Karst, en el suroeste de Eslovenia, un entorno quebrado y austero capaz de insuflar en el caminante “una nueva imagen originaria, una forma elemental, el prototipo mismo de lo que es una cosa”. Handke peregrinaba una y otra vez a este paisaje fragoso, una extensión de roca caliza picada de cráteres por cuyos senderos volvía a encontrarse con la realidad primordial: “aún existe el mundo al que, con Hölderlin, se puede llamar ‘sagrado’ y también existe el tiempo sagrado”.
Handke estrechó sus lazos con Eslovenia a través de su pasión por el viaje. Recorriendo la que ensalzaba como su “Patria para caminar”, experimentaba la sensación de echar raíces en el mundo
Además de familiar y existencial, el vínculo de Handke con Eslovenia tenía una dimensión política: “Para mí, desde siempre Eslovenia ha formado parte de la gran Yugoslavia […] una gran Unidad comprensible en sí misma”. Admiraba el país que, tras las derrota del Imperio Austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial, había liberado a los pueblos eslavos del sur de su perpetua condición de “colonias en la sombra”, así como la lucha de los partisanos comandados por Tito contra la ocupación de la Alemania nazi y sus aliados. Durante la Guerra Fría, para Handke Yugoslavia simbolizaba la “tercera Europa”, una alternativa de tintes utópicos a la rivalidad entre bloques. Recordando su fervor yugoslavista de aquellos años, en los 90 Handke se dirigía a su patria sentimental con nostalgia: “No, Eslovenia en Yugoslavia y con Yugoslavia, para tu huésped no eras el Este, ni el Sur, ni mucho menos los Balcanes. Significabas algo Tercero o ‘Noveno’, imposible de definir y, por eso, semejante a un cuento de hadas”.
En las antípodas de la realidad eslovena, Handke suele presentar el mundo germánico y europeo como “banal y carente de signos”, tal como lo describe el narrador de su novela La noche del Morava. En buena parte, La repetición se sostiene en el contraste de Eslovenia con Austria, mostrada como “un Estado sin lugar”, “un producto helado, hostil, devorador de seres humanos” donde, frente a las exploraciones trascendentales de la meseta del Karst, las piernas son “meros zancos para transportar el cuerpo”: “No había más camino de ida que el de ir al trabajo y a la iglesia –tal vez con algún rodeo en el bar– y no había más camino de vuelta que el de ir a casa”. Según Handke, el proyecto nazi de la Gran Alemania había despojado a alemanes y austriacos de la capacidad para lo bello, para vivir de la forma correcta y para enunciar la naturaleza con un lenguaje digno de su sublimidad.
En Despedida del soñador del Noveno País, Handke se opone a la secesión de Eslovenia aduciendo sobre todo motivos culturales. Sostiene que, desde finales de los 80, su tierra de cuento de hadas venía deslizándose hacia “lo irreal, lo inconcebible, lo inexistente” por la popularización de la idea de Eslovenia como parte de “Europa Central”, concepto que desdeñaba como una fantasmagoría. En un viaje realizado en 1995, atraviesa Eslovenia –ya desgajada de Yugoslavia– y constata con amargura la omnipresencia de lo germánico: en el hotel, la efigie de Tito ha sido sustituida por la del excanciller Willy Brandt, a los quioscos llega antes el tabloide Bild que el diario nacional Delo y el presidente esloveno aparece en televisión con actitud sumisa ante los mandatarios de la UE. Junto a los cráteres de la meseta del Karst proliferan los carteles que exhortan a cuidar el medio ambiente, campaña que Handke desprecia como “algo digno de Europa”. Su Noveno País se había desvanecido para siempre.
Con todo, las polémicas que acompañan a Handke hasta hoy no tienen tanto que ver con su desengaño respecto a Eslovenia como con su posicionamiento en el resto de guerras de Yugoslavia. La carrera de Handke está marcada por el afán de salirse de los caminos trillados a la hora de percibir y representar el mundo: “no conozco proceso más liberador […] que la desaparición y la eliminación mental de un prejuicio”. Al lenguaje literario, capaz de ir más allá de las fórmulas manidas, Handke contrapone el lenguaje periodístico, mediante el cual “las opiniones dominantes se imponen como hechos”: “¿Qué sabe aquel a quien, en lugar de la cosa, solo se le da a ver la imagen de esta, o, como ocurre en las noticias televisadas, una abreviatura de la imagen, o, como ocurre en el mundo de las redes de telecomunicación, una abreviatura de una abreviatura?”. Decidido a practicar “el arte de desviarse; el arte como desviación esencial”, esta suspicacia le llevó a formarse una imagen a la contra: “Algo me impulsaba a ir detrás del espejo”.
En un viaje realizado en 1995, atraviesa Eslovenia –ya desgajada de Yugoslavia– y constata con amargura la omnipresencia de lo germánico
Para Handke, entre las diferentes facciones en liza, los medios internacionales habían relegado al bando proserbio, además de estigmatizar a la nación serbia en bloque como “un pueblo de violadores, matarifes y bárbaros indignos de Europa”. Para ofrecer una contraimagen, se propone reproducir “terceras cosas”, mostrar pequeños fragmentos de una realidad infrarrepresentada: los vendedores callejeros de combustible cuando este escaseaba por las sanciones internacionales; la confusión de los desplazados por las guerras en Croacia, Bosnia y Kosovo; las madres llorando junto a las lápidas de los caídos en un cementerio militar, o la devastación causada por los bombardeos de la OTAN, durante los que el país permanecía “tendido entre dos toques de sirena, tendido bajo el cielo invariablemente azul, invariablemente vacío; tendido para rezar”. Aunque, a diferencia de su vínculo con Eslovenia, en este caso no llega a sentir el país como “suyo”, percibe “una realidad aguzada y ya casi cristalina […] por todo un gran pueblo que […] se sabe despreciado por toda Europa, que vive esto como una absurda injusticia y que quiere mostrar al mundo, aunque este no quiera oír nada de todo esto, que él […] es bastante distinto”.
En los textos que dedicó a las guerras de Yugoslavia, Handke declara abiertamente su propósito: “Lo que me mueve es solo la justicia. O tal vez, antes que nada, poner las cosas en duda, nada más, dar-que-pensar”. Mediante proclamaciones como esta, intenta ponerse a resguardo de cualquier crítica, ya que cuestionar lo escrito con tan nobles fines equivaldría a intentar acallar una voz disidente. Sin embargo, en su papel de impugnador del consenso mediático cae de lleno en el peligro que él mismo advierte en otros autores deseosos de ofrecer una visión alternativa: “estas marchas contracorriente […] corren el riesgo de perder el equilibrio, de salirse del sentido de la justicia”. Al tiempo que enarbolaba frente a sus críticos la libertad intelectual, Handke se fue escorando en sus posiciones acerca de Yugoslavia, con un sesgo creciente a favor del nacionalismo serbio. En sus libros a partir de Justicia para Serbia, insiste en poner en duda hechos comprobados y plantea numerosas tesis basadas en una información escasa o parcial.
Uno de los recursos predilectos de Handke en sus ficciones es el uso de preguntas retóricas para dar complejidad a la narración, procedimiento que no duda en emplear también en sus libros sobre Yugoslavia. Sin embargo, el hecho de formular una pregunta determinada en lugar de otra implica dar a su contenido una cierta plausibilidad, de forma que las interrogaciones de Handke sobre hechos de guerra aparecen como un cuestionamiento insidioso. Por ejemplo, se plantea si realmente la ciudad croata de Dubrovnik fue bombardeada y sugiere dos alternativas: que la artillería serbo-montenegrina solo la hubiese hostilizado de forma episódica o que se hubiesen producido “disparos fallidos, disparos que no apuntaban a ninguna parte”. La realidad es que, además de cuantiosos daños en el patrimonio de Dubrovnik –constatables en fotografías y grabaciones de la época–, los “disparos que no apuntaban a ninguna parte” dejaron alrededor de doscientos muertos en la Perla del Adriático, siniestra cuenta que inauguró un compañero de gremio de Handke: Milan Milišić, poeta, dramaturgo, traductor de autores como Ted Hughes o Harold Pinter y –por un sarcasmo del destino– de etnia serbia.
Handke se fue escorando en sus posiciones acerca de Yugoslavia, con un sesgo creciente a favor del nacionalismo serbio
Desde la segunda mitad de los años 90, Handke visitó más de una decena de veces la Srebrenica vaciada de bosniacos, cuyo desangelamiento le sumía en un hondo pesar: “no solo no se ve ningún futuro, sino ni siquiera el más ligero asomo de presente”. Aunque siente el impulso de regresar una y otra vez, su versión de los horrores que la guerra trajo a Srebrenica va incluso más allá de la propaganda nacionalista serbia: defiende que una razia de las tropas probosnias contra la cercana localidad de Kravica –en la que murieron una cincuentena de serbios– es el único crimen de toda la guerra de Bosnia que se puede catalogar como “genocidio”, porque en él perecieron no solo hombres, sino también mujeres y niños. En cambio, la matanza de más de ocho mil varones bosniacos a manos de las tropas de Ratko Mladic no alcanzaría esta condición.
El propio Handke advierte respecto a sus consideraciones sobre Srebrenica: “Quizás me equivoque al utilizar estos términos jurídicos”. Dado que es consciente de estar moviéndose en terreno pantanoso, resulta difícil comprender que se lance a propugnar teorías sin haber comprobado la solidez de sus fundamentos. En concreto, pasa por alto que, para que una masacre alcance la categoría de “genocidio”, debe haberse aniquilado a una parte sustancial de un colectivo, circunstancia que no se da en el caso de Kravica. Asimismo, a lo largo de la guerra de Bosnia se produjeron otras matanzas de hombres, mujeres y niños con mayor número de víctimas que la de Kravica, las cuales, según la lógica de Handke, también deberían constituir genocidio. Respecto a las fosas comunes en las que se intentaron esconder las osamentas de las víctimas de Srebrenica, Handke se limita a acusar a los fotoperiodistas internacionales de aspirar a premios de postín amañando estampas morbosas de “calaveras, en pleno campo, con las cuencas de los ojos, las cavidades de la nariz y de la boca cubiertas de flores […] combinadas con las ramas de matorral adecuadas”.
Respecto a las fosas comunes en las que se intentaron esconder las osamentas de las víctimas de Srebrenica, Handke se limita a acusar a los fotoperiodistas de aspirar a premios de postín
En contraste con las invectivas que lanza contra los periodistas extranjeros –“perros de la guerra” que sirven al “desmemoriado Moloch de la actualidad”–, Handke se muestra sorprendentemente ingenuo respeto a los medios de comunicación en Serbia. Durante los bombardeos de la OTAN sobre el país, al contemplar en televisión una retahíla de paisajes bucólicos con fondo de música patriótica, se plantea que quizás exista una propaganda “no premeditada o intencionada”, sino “orgánica”: “¡Este tipo de propaganda sí, por una vez sí!”. Alborozado por el descubrimiento de esta “propaganda orgánica”, Handke se ablanda en su papel de crítico feroz de los medios y da por buena a la ligera una noción que se antoja un oxímoron. Ya en su hotel de Belgrado, comenta de nuevo la programación televisiva, en aquella época controlada con mano de hierro por Slobodan Milosevic. Sin embargo, sus contenidos solo parecen despertar su interés en contraposición a los medios internacionales: “ya no hay emisiones por satélite […] ya no llega la propaganda occidental; solo canales del país; las voces, al menos, no son occidentales; el efecto de esta carencia es una delicia”.
Además de aplicar un doble rasero, Handke falsea el panorama mediático serbio durante la era Milosevic al afirmar: “la prensa en general era libre, podía ejercer la oposición; la televisión estaba en manos estatales”. Lo cierto es que, durante su ascenso al poder en Serbia, Milosevic colocó a varios hombres de confianza al frente de los principales medios de comunicación, incluidas las cabeceras de prensa más influyentes, las cuales pasaron a convertirse en el ariete de sus estrategias. Su guardia mediática propagó un discurso según el cual el resto de pueblos yugoslavos –albaneses terroristas, croatas ustachas, bosniacos yihadistas– planeaban un nuevo genocidio como el que había diezmado a los serbios en la Segunda Guerra Mundial, teledirigidos desde el extranjero por la CIA, el Vaticano, los judíos y los francmasones. Los periodistas que se negaban a azuzar la conspiranoia y el ardor guerrero eran marginados, purgados u hostigados hasta que dimitían y los medios independientes sufrían el acoso policial y la retirada de licencias. En julio de 1997, menos de dos años antes de esta visita de Handke a Serbia, Milosevic había intentado frenar el auge de sus opositores cerrando hasta 55 emisoras de radio y televisión.
La credulidad selectiva de Handke queda al desnudo en su visión de Milosevic, amo y señor de los destinos de Serbia durante el hundimiento de Yugoslavia. Con Milosevic encausado por el Tribunal de La Haya, Handke rehúsa manifestarse sobre su inocencia o culpabilidad, si bien insiste en que el proceso es una farsa porque el reo estaría “condenado de antemano”. Asimismo, denuncia al Tribunal como arbitrario e ilegítimo, al financiarlo la misma comunidad internacional que intervino como bando en las guerras de Yugoslavia. Frente a la pompa farisaica de jueces y fiscales, cuando Handke visita a Milosevic en la cárcel se admira de su franqueza: “Nunca antes había observado tanta naturalidad y espontaneidad en ningún otro político”. Su encandilamiento contrasta con el recuerdo que ha dejado Milosevic en la antigua Yugoslavia –incluida Serbia– como un líder cínico y manipulador, famoso por sus intrigas descarnadas y su oportunismo sin escrúpulos. La figura de Milosevic está desprestigiada incluso dentro del nacionalismo serbio por haber dejado en la estacada primero a los serbios de Croacia –cuando esta desató contra ellos su ofensiva final– y luego a los de Sarajevo, al renunciar a la ciudad entera en los Acuerdos de Paz de Dayton.
La credulidad selectiva de Handke queda al desnudo en su visión de Milosevic, amo y señor de los destinos de Serbia durante el hundimiento de Yugoslavia
Aunque durante el juicio a Milosevic el abogado de este propuso a Handke declarar como testigo de la defensa, el escritor lo descartó por varios motivos que presenta como derivados de uno solo: su no reconocimiento del Tribunal de La Haya. Sin embargo, cuando Milosevic falleció de un paro cardiaco se desplazó a Serbia para pronunciar un discurso en su funeral. Mediante este breve parlamento, Handke pretendía condenar una vez más las tergiversaciones de los periodistas internacionales y rendir un último homenaje a su querida Yugoslavia. No obstante, resulta dudoso que eligiese la tribuna adecuada para sus denuncias: Milosevic no solo sustentó su poder en la manipulación mediática, sino que además, por su explotación cínica de las discordias nacionales, acabó por convertirse en el principal sepulturero de la Yugoslavia que Handke tanto amó.
En un pasaje de La noche del Morava, el protagonista –“un exautor” o “un autor abdicado”– asiste al último encuentro de un puñado de yugonostálgicos en la meseta del Karst, el escenario predilecto de Handke para sus caminatas por Eslovenia. Los participantes en esta reunión –los últimos de un grupo que ha ido menguando– se congregan dentro de uno de los cráteres del altiplano para rememorar “un gran país, un país unido y cohesionado, en otra Europa”. El “exautor” que protagoniza La noche del Morava siente el deseo de abandonar los Balcanes de hoy en día, “salir de los Balcanes de las ciudades fronterizas sin fronteras claras, precisas, de los Balcanes de las mil fronteras invisibles, todas profundamente hostiles, de un valle a otro valle, de un pueblo a otro pueblo, de un arroyo a otro arroyo, de un montón de estiércol a otro montón de estiércol”. Sin embargo, para Handke se cumplió el vaticinio de un lector que, tras la publicación de su libro Justicia para Serbia, le escribió preguntándole si era consciente de que ya no tenía vuelta atrás. Pese a su voluntad de mantenerse fiel al Noveno País y ampliar las perspectivas de sus lectores, los horizontes de Handke se fueron cerrando a medida que se empequeñecía Yugoslavia: de recorrer a sus anchas la vastedad del Karst a terminar recluido en un cráter.
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Marc Casals
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