Tribuna
Hombrecitos
La distinción de roles por géneros es una construcción social que debería quedarse dónde nació, en la cueva
Joan Grau 7/02/2020
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Somos muchos los hombres que simpatizamos con la causa feminista, pero me temo que pocos nos hemos detenido a reflexionar sobre el profundo significado que encierra ser hombre y considerarse feminista.
Si nunca antes me había detenido a reflexionar sobre el tema es porque, para mí, la igualdad entre hombres y mujeres es una obviedad tan categórica que proclamar que soy feminista me parece tan absurdo como proclamar que soy un ser humano. Y, este sentimiento se lo debo a una mujer llamada Teresa.
Teresa fue una de las primeras en acogerse a la ley del divorcio del 81. Tuvo que soportar miradas inquisidoras de quienes consideraban el divorcio como un atentado contra la familia y la independencia de la mujer como una postura amoral. Como secretaria de dirección, aguantó con una dignidad y firmeza admirables los continuos intentos de abuso de jefes y empresarios.
En los 80 la dictadura había terminado, pero los corsés mentales de la sociedad patriarcal y católica más rancia seguían ahí
En los 80, Teresa quería salir de fiesta como los hombres, construirse su propio destino como los hombres, y tener relaciones de pareja que no fueran una jaula psicológica. La dictadura había terminado, sí, pero los corsés mentales de la sociedad patriarcal y católica más rancia seguían ahí, al acecho, como dementores dispuestos a sorber el aliento vital.
A pesar de todo, Teresa, mi madre, nunca me educó desde el rencor al hombre, al contrario; su lucha, y en cierto sentido, su venganza hacia aquellos hombres machistas, fue enseñarme a cuidar de mi familia y de mis amigos, a luchar por mis sueños, a caminar por el mundo con dignidad e independencia, a cuidar de mi casa, a no discriminar por razón de género, y a entender que amar a los demás es amarse a uno mismo. De forma natural, Teresa me legó un tesoro de incalculable valor: un espacio psicológico con las ventanas abiertas de par en par.
No fue hasta las pasadas navidades que me di cuenta de lo que significaba realmente este espacio mental y las barreras que intentan delimitarlo.
Debido al estreno de Mujercitas, enésima versión cinematográfica de la novela de Louisa May Scott, Televisión Española emitió el pasado mes de diciembre la versión de 1949, la de Elizabeth Taylor y Janet Leigh. Ni había leído el libro, ni visto la película, pero Mercè, mi mujer, me animó a verla porque, como a tantas otras adolescentes, el personaje de Josephine March, ‘Jo’, la había marcado.
Jo es un personaje fantástico, con un potente conflicto interior que emerge del choque entre lo que la sociedad espera de ella como mujer y su deseo de ocupar un espacio tradicionalmente reservado a los hombres.
Algunos análisis de la película afirman que el deseo de Jo es “ser un hombre”, una forma errónea de contemporaneizar una idea del siglo XIX que explica cuán profundamente arraigada está esa forma de ver el mundo en la que el hombre es el modelo a que toda mujer debe aspirar.
Cuando Jo March “quiere ser un hombre”, lo que quiere en realidad es ocupar ese espacio psicológico restringido a las mujeres, un espacio lleno de actos cotidianos como el simple hecho de vestir pantalones o elegir si quieres casarte o seguir soltera.
Mujercitas fue escrita en 1868, pero nuestros tiempos están repletos de Josephines. Durante años, he visto a mi mujer, Mercè, descolocando a hombres por el simple hecho de actuar o estar presente de forma natural en situaciones consideradas “de hombres”.
La forma de manifestarse de Mercè, y de todas las Josephines contemporáneas, no es solo salir a la calle el 8 de marzo, sino ejercer diariamente la conquista de ese espacio con la seguridad de saber que les pertenece.
Pero no solo las mujeres deben luchar contra las barreras que limitan ese espacio. Los hombres también tenemos el deber de conquistar el territorio mental común.
Mujercitas es una historia que me envolvió con un manto de calidez. Quedé cautivado por la profunda sensibilidad de la relación entre las hermanas March y por su lucha interna por empujar un poco más allá las barreras impuestas por una sociedad, la de finales del XIX, llena de convenciones sociales y roles preestablecidos.
¿Por qué no había leído nunca el libro antes? ¿Por qué no había visto la película? Al hacerme estas preguntas, me di cuenta de que, a pesar de mi educación abierta, mi inconsciente custodiaba todavía una de esas barreras mentales heredadas de hombre a hombre a través del devenir de los tiempos: ¿y si no había leído nunca el libro porque en mi foro interno la consideraba “una historia de mujeres, para mujeres”?
¿No es este sentimiento, pensé, el mismo que siente Jo March cuando quiere ocupar un espacio reservado a los hombres, pero en sentido contrario? ¿Por qué, como hombre, tengo que tener limitaciones a la hora de explorar mi alma? ¿Por qué hay un mundo de sensibilidad que me está prohibido socialmente? ¡Qué potentes son esas barreras mentales! ¡Qué fuerte se agarran a uno!
De la misma forma que las mujeres deben ocupar el espacio psicológico reservado a los hombres, los hombres debemos ocupar el espacio psicológico que se supone reservado a las mujeres, porque, en verdad, y esta es mi conclusión sobre el tema, solo existe un espacio psicológico común: lo humano.
Y lo humano abarca valores con diferentes tipos de energía, algunos considerados masculinos, otros femeninos. La distinción de roles por géneros es una construcción social que debería quedarse dónde nació, en la cueva. Ya no somos una sociedad formada por hombres que cazan bisontes y mujeres que paren y cuidan a la prole. Aun así, ahí están los estereotipos, anclados en nuestras mentes y diciéndonos cómo tenemos que actuar.
Simone de Beauvoir, admiradora de la novela de May Scott, puso sobre la mesa la necesidad de las mujeres de conquistar su propio cuerpo. Conquistemos ahora el espacio psicológico común de lo humano.
Ser feminista es reclamar el derecho a elegir libremente la opción que a uno más le plazca
Ser feminista no tiene que ver con casarse o no, ni con llevar sujetadores o no, ni con que te guste o no ir de compras o que te guste acostarte con muchas personas o con ejercer determinada profesión o jugar a determinado deporte. Ser feminista es reclamar el derecho a elegir libremente la opción que a uno más le plazca. Es moverse por ese espacio mental común sin barreras. Es reclamar lo que te pertenece como miembro de la raza humana.
Los hombres somos parte implicada en la lucha feminista, pero no solo porque debamos ayudar a romper las barreras que impiden a las mujeres conquistar territorios reservados a los hombres, sino porque debemos, también, luchar por romper las barreras que nos impiden a nosotros, los hombres, conquistar terrenos antes considerados “de mujeres”. Ese, para mí, es el significado más profundo de igualdad. Jugar el partido en el mismo terreno de juego, con la misma libertad y con las mismas reglas, reconociendo de antemano que la diversidad es un valor añadido.
La lucha por un mundo mejor empieza con un acto íntimo, derribando los muros sociales que cada uno tiene arraigados en lo más profundo de su ser. El cambio político es el último paso de un cambio social que se inicia solo como un cambio en el interior de cada uno.
En nuestra soledad, como mujercitas u hombrecitos de nuestro tiempo, debemos hacernos conscientes de las barreras mentales que nos subyugan, para poder derribarlas y conquistar el espacio común de lo humano.
La igualdad la ganaremos ejerciendo a diario la conquista del espacio psicológico común hasta que llegue el día en que el concepto sea una obviedad tan categórica para la mayoría de la humanidad que proclamar que uno es feminista sea tan absurdo como proclamar que uno es un ser humano.
Somos muchos los hombres que simpatizamos con la causa feminista, pero me temo que pocos nos hemos detenido a reflexionar sobre el profundo significado que encierra ser hombre y considerarse feminista.
Si nunca antes me había detenido a reflexionar sobre el tema es porque, para mí, la igualdad entre...
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