PALABRAS MAYORES
Escritores machirulos (o no) ante el espejo
Varios autores de la literatura española y latinoamericana repasan su obra en busca de actitudes machistas y homófobas propias de otra época
Aníbal Malvar 6/01/2020
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El escritor conservaba un grato recuerdo de aquellas dos viejas novelas publicadas por primera vez unos 20 años atrás. Habían tenido muy buena acogida e incluso un par de premios, y la idea de reeditarlas en castellano y en francés, después de tantos avatares, lo halagaba y lo rejuvenecía. Como era de la vieja escuela, se sirvió un whisky seco antes de ponerse a leer las galeradas, por si había que corregir algún error sintáctico, algún dato incorrecto o alguna gilipollez propia de la inexperiencia. Al cabo de una hora, su expresión había cambiado y en el ambiente aún flotaban los exabruptos que había ido vomitando a medida que avanzaba en la lectura de sus propios libros. Estaba asqueado.
No es que no le agradaran los argumentos, los ritmos de la prosa o los diálogos. Al contrario. Seguían siendo libros ágiles, también reveladores de aquel momento histórico (él se creía un novelista muy periodístico y apegado a la realidad), y, si se le permite, bastante divertidos. Pero algo chirriaba en las orejas.
“Horacio es un tipo guapo, nada maricón, en apariencia. Está aquí por forzar a un adolescente y por tráfico de coca. Él mantiene que el chaval se dejó hacer y que la coca era para consumo propio. Lo del efebo puede ser cierto. Hay mucho culo atribulado por ahí”, releyó las palabras de su alter ego en aquella novela del 95. “Fue Jano quien descubrió aquel pelo íntimo y embuclado, y fue Jano quien lo cogió entre los dedos y lo paladeó con los dactilares aún sucios de piel de puta no borrada de la memoria”, le recitó otro alter ego, este del 98. “Nunca me gustaron los coños peludos. Cuando un coño pierde un pelo, yo nunca celebro el pelo, celebro el coño”.
El problema no eran aquellas frases aisladas, pretendidamente epatantes o graciosillas, sino el tufillo insistente a homofobia y machismo que goteaba, a cada poco, de sus juveniles e idealizadas prosas. Corrió a vomitar al lavabo y, al levantar la cabeza, se reflejó en el espejo con las facciones de Alfonso Ussía. El neologismo machirulo, tan odiado desde sus eufónicas finezas progres, le palpitaba en las sienes: “Eres un escritor machirulo, eres un escritor machirulo, eres un escritor machirulo...”.
No sabía el viejo poeta qué hacer. Si traicionar su machirulo verbo de antaño, reescribiendo las novelas para aterciopelarlas a las nuevas sensibilidades, o permanecer fiel a lo que escribió y empañar su calculado halo de progresía con la vergüenza impresa de lo del pelo de un coño. Así que se puso a llamar a sus amigos, para ver si otros escritores habían sufrido las mismas inclemencias éticas con su pasado. No hay nada más gratificante, para un artista culpable, que comprobar que otro artista lo ha hecho todavía peor.
El primer interpelado fue David Torres (Madrid, 1966), gran sospechoso de machirulismo, pues se afeita indisciplinadamente, fuma puros enormes, bebe coñac en las terrazas y persigue con la mirada los taconeos por las aceras de las muchachas en flor. Acaba de ganar el premio Ateneo de Valladolid por su novela Dos hermanos, y antes también se llevó el Hammett y el Tigre Juan. Contesta por whatsapp aduciendo que su madre está enferma, cosa que es mentira, pues de todos es sabido que los escritores de novela negra nunca han tenido madre.
– A mí no me ha pasado lo de tener que corregir nada por ese tema. Yo soy muy feminazi. Escribí una continuación de la Odisea desde el punto de vista de Penélope (El mar en ruinas, Ed. Destino, 2005).
Después de este bofetón, Alexis Ravelo (Las Palmas, 1971) tranquiliza por un rato al viejo novelista machirulo, concediendo que sí ha encontrado en sus textos momentos machistamente irreparables, cosa predecible en un tío que, aparte de novelista, canta tangos y se vindica no como miembro de una generación literaria, sino de una corriente que enarbola el orgullo de los escritores calvos: “En mi primera novela (Tres funerales para Eladio Monroy, Ed. Anroart, 2006) hay muchos pasajes que adolecían de, llamémoslo así, androcentrismo, pero hay un momento que me parece muy significativo en cuanto al tratamiento de la mujer por lo sutil. Es un encuentro de Eladio Monroy con su exmujer y el actual marido de esta, un oscuro y acaudalado empresario. No me di cuenta al escribirlo, pero luego una amiga me hizo notar lo siguiente: en la presentación de ella, se hace una descripción física muy detallada (la de una mujer de mediana edad operada con bótox, etc.), que termina con el comentario: “Hay que reconocer que todavía tiene un revolcón”. En cambio, cuando aparece el marido, no hay una prosopografía, sino una etopeya, esto es, una descripción de su carácter, guiada con un comentario sobre sus actividades empresariales. Se da la circunstancia de que esa novela se reeditó en 2018. Me preocupaba mucho el asunto, pues este libro, como otros de la serie, se lee en institutos y tengo encuentros sobre él con alumnado de enseñanza media. Pero decidí, en la revisión, dejarlo tal y como estaba, porque eso propicia el debate. Si el alumnado no se fija, yo mismo le hago notar esa diferencia de tratamiento con respecto a los dos personajes, y eso me permite hablar de cosas que he ido aprendiendo, o desaprendiendo, con los años. Más allá de modas, aspavientos o exageraciones, como autor he ido cambiando a este respecto, al mismo tiempo que iba modificando muchos aspectos de mi masculinidad. Quiero pensar que mi perspectiva se ha modificado, que es más abierta y empática. Y, al mismo tiempo, he ido tendiendo a incluir en mis ficciones roles femeninos más activos y una revisión de los roles clásicos femeninos. No se trata de una imposición ni de seguir modas recientes. Simplemente, todo lo que me influye como ser humano me influye como autor. Pero me preocupa la gregaria tendencia al puritanismo, algo infantil, que confunde crítica con censura: creo que no debemos modificar los productos culturales que ya existían, ni censurarlos o expulsarlos del discurso público, sino hacer una lectura crítica de ellos que nos ayude a entenderlos y a entendernos”.
¿Tiene derecho un autor a modificar sus viejas obras para adaptarlas y disfrazarse de lo que no era?
Algunos de los autores más expuestos a este debate han declinado, muy amablemente, participar de las cuitas del viejo y machirulo poeta que redacta estas líneas: “Es un tema muy peligroso”, se excusó un veterano novelista. No así Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936), icono del machirulismo hispano, acusado de pederastia –“jamás he tenido el mínimo contacto con una chica que no tuviese 18 años”–, también acusado de homofobia, cuando es de los escasísimos intelectuales de la vieille école que han reconocido experiencias homosexuales, y vetado como conferenciante en algunos foros por su desmedido amor por la boutade de toda laya. “Mis libros están llenos de incorrecciones políticas que mantendría igual hoy. Yo jamás retoco un libro. Las cosas, tal como salen, tienen que quedarse para la eternidad”.
– Yo, después de pensarlo, tampoco cambié nada, a pesar de que me chirriaba –confiesa el atribulado entrevistador–. Pensé que era desnaturalizar la sinceridad del libro y su valor como testimonio de un tiempo. ¿Tiene derecho un autor a modificar sus viejas obras para adaptarlas y disfrazarse de lo que no era?
– Eso lo tiene que valorar cada escritor. Es copropietario de su obra. Si le da la gana, por la razón que sea, modificar una edición, puede hacerlo. Yo no lo haría, porque, como dices tú, eso es desnaturalizar el libro. En todo caso, lo que haría sería añadir una nota a pie de página señalando: bueno, esto que digo aquí, ahora me horroriza. En el libro que estoy escribiendo ahora, llevo una cita de María Zambrano: hay cosas que no pueden decirse, pero esas son precisamente las que tiene que decir un escritor.
Devolver la poesía a los bares, de donde nunca debería haber salido, es una de las tozudeces que mejor definen la obra de Carlos Salem (Buenos Aires, 1959), desde que en 2006 fundara, en el barrio madrileño de Malasaña, el Bukowski Club, un bar donde el etílico se combinaba con jazz y con poetas. Ahora anda organizando recitales nocturnos de poesía en otros antros de no mejor reputación. “No estoy a favor de la censura, y sobre todo retrospectiva. Sería como cuando le quisieron quitar los cigarrillos a Humphrey Bogart en Casablanca. Yo dejé de fumar cuando tuve que dejar de fumar, no porque lo quitaran de las películas. Si negamos que hubo un tiempo en que se pensaba de otra manera, simplemente estaremos escondiendo un problema y disfrazándolo de evolución. Eso es lo que pienso así, a priori, como ley general. Yo ahora he estado revisando sobre todo mi poesía por asunto de traducciones, y pienso que no me tiene que preocupar lo que les suenan mis versos a los demás, sino lo que yo quise decir entonces. Cuando yo llegué a este país, aprendí que aquí, cuando algo es aburrido, es un coñazo. Para mí eso es súper incongruente. En ese tipo de usos, joder, sí puedes decir: no me expresaría así ahora. No podemos olvidarnos de que los libros tienen su época, su momento. Tengo una novela en la que a un tío se le muere la mujer y el siente que le ha crecido la polla. Pero, si la lees, a él no le ha crecido. Sigue teniendo la misma polla que ha tenido siempre. ¿Es una metáfora machista, misógina o contra el matrimonio? No digo yo que las cosas nuevas que escribo no las mire ahora dos veces. Pero no por evitar que nadie se ofenda, sino para estar seguro de decir lo que quería decir. Si la novela está escrita o ambientada en la Transición o en los años 90, no se puede pretender que los personajes piensen como ahora. Sería una estafa artística. Un revisionismo indeseable. Había en Matar y guardar la ropa (Ed. Salto de Página, 2008) un personaje muy prostibulario, un mercenario, que decía que la diferencia entre el éxito y el fracaso de los tíos eran los chochos. Mi editor me discutió y me cambió chochos por tías. Y yo no decía chochos con sentido despectivo. Me parece que a veces nos pasamos un poco, aunque no está mal vigilarse. También hay quien dice que hay que reescribir los cuentos infantiles. La Cenicienta y Blancanieves. Otra cosa es que los nuevos cuentos para niños tengan que ser más pensados, como también le pasa a la industria del juguete, a millones de cosas”.
Carlos Salem: "Si negamos que hubo un tiempo en que se pensaba de otra manera, simplemente estaremos escondiendo un problema y disfrazándolo de evolución"
Distinto piensa Carlos Zanón (Barcelona, 1966), un escritor de negra tan perverso que es capaz de matar a sus personajes dejándolos frustradamente vivos. Fue el elegido por los herederos de Manuel Vázquez Montalbán para continuar la saga Carvalho (Carvalho: problemas de identidad, Ed. Planeta, 2019). “Yo creo que uno puede hacerlo y reformular el texto, entre otras cosas porque hay expresiones y formas de comportarse que, más que molestar a quien sea, hieren de muerte el texto al hacerlo viejuno: son textos contemporáneos, al menos esa es su vocación y, de repente, reflejan tanto un algo antiguo que deploramos. Me molestan la victimización de todo quisque y la autocensura progre, claro. Me encantan los Simpson y siempre es una agresión a los tíos: borrachos, lerdos, inútiles o delincuentes. Me molesta tener que escribir, en ocasiones, de las relaciones hombre o mujer no como las vivo, sino como han decidido que sean. Creo que hay, ahí, una mutilación de la libertad. Si todos somos víctimas no hay víctimas, y si hacemos de la realidad un eufemismo, luego viene Abascal y te saca 60 diputados”.
Aro Sáinz de la Maza (Barcelona, 1959) es el padre literario de Milo Malart, un detective que bebe agua, come butifarra, se salta las páginas del periódico que hablan del procés y pelea contra su miedo íntimo a la esquizofrenia. “Inicié la serie Milo Malart hace unos ochos años y no, en ninguna de las tres entregas detecto frases machistas u homófobas (tal vez porque es una preocupación que me viene de muy lejos). Un amigo gay me cuestionó que una de las víctimas de El ángulo muerto fuera homosexual. Aquello me dejó pasmado, como si la inclusión de dicha escena fuera incorrecta. En mi otra vida (1996-2010), cuando me dedicaba a pagar las facturas haciendo editings para otros autores/autoras, tropecé miles de veces con estos problemas. Como es lógico, los corregí. A veces ocurría con las escenas sexuales; me acuerdo de una en concreto, en la que el autor comparaba el coito a una suerte de toreo. La escena fue suprimida. Un detalle curioso: algunos [de esos textos] estaban escritos por mujeres, y, al conversar con ellas para consensuar el cambio, me miraban como si no dieran crédito a que hubieran podido escribir algo así. Y es que el subconsciente, la herencia o la influencia del entorno, tiene estas cosas… Eran libros de autoayuda, con lo cual el esperpento se elevaba a la enésima potencia”.
Decían de Raymond Chandler que se inventaba el argot, que su slang patibulario era de laboratorio, pero que, con el tiempo, los detectives, los chorizos y los mafiosos terminaron hablando como los personajes de Raymond Chandler. Lorenzo Silva (Madrid, 1966) ha conseguido un hito comparable con su serie negra protagonizada por Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro. Ha sido nombrado guardia civil honorario, lo que lo convierte en el más sospechoso autor de todos los practicantes del dudoso género. Y parece contestar a las preguntas con la prudencia con la que uno se enfrenta a un interrogatorio: “Cuando hay un narrador más o menos neutro, he intentado ser siempre muy aséptico. Cuando es un personaje…, en primera persona también puede ser un personaje…, un personaje tiene derecho a decir las mayores barbaridades y las cosas más inmundas que se le pasen por la cabeza. Sean machistas, homófobas o lo que quieras. Y el que se moleste con eso, que se quede en un colegio de monjas”.
Al final, como en todos los debates referentes al arte con las cuestiones de género, la respuesta hay que buscarla en Mae West: “¿Llevas una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme?”. Quizá las dos cosas.
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