Ganas de quemar cosas
Guerra de los Siete Años
Trabajar por conseguir poner en el centro del discurso y de la acción las cosas de comer, de curar, de cuidar y de investigar, puede ayudarnos a combatir a las fascistas que viven en nuestro interior
Alicia Ramos 3/03/2020
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Del mismo modo que hemos sido capaces de cuestionarnos en serio el sistema sexo-género heredado de la última reforma, allá por la Edad del Bronce, ante la evidencia de que muchísima gente no cabía en sus rígidos márgenes, igual ha llegado la hora de cuestionarnos en serio la forma de organizar la relación entre el sentido de pertenencia a una comunidad, a un territorio, a un cuerpo legal dado, e incluso a un conjunto de rasgos fenotípicos, que de todo hay. La idea de Estado-nación sigue tan vigente como cuando se empezó a imponer con éxito hace doscientos años, a pesar de que, por sus fatigadas costuras, empiezan a colarse horrores espantosos contra los que la creíamos vacunada.
La idea de Estado-nación sigue tan vigente como cuando se empezó a imponer con éxito hace doscientos años, a pesar de que empiezan a colarse horrores espantosos
Para una cosa que no viene a cuento ahora, he estado estudiando últimamente la guerra de los Siete Años, un conflicto que se sostuvo entre 1756 y 1763 a escala global. Para mí es una especie de Primera Guerra Mundial piloto porque en su devenir se vieron involucrados territorios y gentes de todo el planeta. Muchos de los episodios que marcaron el nacimiento de las primeras naciones modernas –la ocupación británica del Río de la Plata, que Prusia salvara el culo ante Rusia en tiempo de descuento, o el abandono de Francia de Luisiana– ocurrieron en el marco de esta contienda. Pero no eran naciones las que se enfrentaban, sino monarquías. Bastante absolutas, además. Así que su comprensión se hace difícil desde el marco que tenemos asumido hoy y que eclosionó casi treinta años después del final de esta guerra entre casas reinantes.
El antecedente jurídico de lo que hoy llamamos España, o Estado español, o cosas peores que no voy a reproducir aquí por respeto, también participó, pero no en calidad de España, sino como monarquía hispánica. Carlos III tenía una serie de compromisos de sangre y de afinidad religiosa, o no, con otras monarquías, como la francesa, cuyo titular en ese momento, Luis XV, era primo del Borbón. También formaban parte de ese bando el reino de Suecia, el archiducado de Austria, el Imperio ruso, el electorado de Sajonia, el reino de Piamonte-Cerdeña, el de Nápoles y, ¿por qué no?, el imperio Mogol.
Los intereses comunes de las gentes naturales de Albacete y de San Petersburgo no eran en absoluto relevantes, por supuesto, a la hora de conformar estas alianzas. Ahora, tampoco. Cualquier persona mínimamente avisada sabe que los intereses de una abogada de Iowa y los de un fontanero de Atenas no son tenidos en cuenta a la hora de establecer las directrices de la OTAN, pero la novedad es que ahora hay unas instituciones que dedican tiempo, esfuerzo y dinero a desarrollar argumentarios que hagan que parezca que sí.
En realidad sí que viene a cuento, y mucho, para el tema que me ocupa la razón por la que estoy estudiando este periodo final de la historia moderna. Y tiene que ver con la pésima forma en la que yo gestiono mi relación con el sentido de pertenencia a una comunidad y blablablá. Una de la consecuencias de la paz que siguió a la guerra de los Siete Años es que Luis XV decidió que Carlos III se apañaría mejor que él con Luisiana, un territorio de vaga definición que unía las posesiones coloniales francesas de Canadá con Nueva Orleans, toda la cuenca hidrográfica del Misisipi, una cosa enorme, inabarcable, por cartografiar. Así que se lo regaló, acto que inauguró el momento de mayor extensión territorial del imperio que controlaba la dinastía hispánica.
La primera consecuencia fue que Carlos III se dijo “y, en caso de ataque, ¿quién va a defender los intereses de la monarquía que represento en aquellas feroces tierras? ¿Los indios? ¿Los súbditos franceses de mi primo Luis que vienen huyendo de Acadia de las incursiones de los británicos? No, no, no, no. A esto hay que ponerle algún remedio”.
El remedio fue una leva más o menos forzosa, más o menos engañosa, que acabó con tres mil trescientas y pico personas canarias en la desembocadura del Misisipi, entre 1778 y 1784. Esta gente se asentó, unas con poca suerte y otras con ninguna, y a día de hoy siguen conservando unas señas de identidad que los definen como “isleños”. Conservan sus apellidos, sus tradiciones y, hasta hace unos cincuenta años, todavía componían décimas y coplas en un canario precioso que se parecía al de mi abuelo, al de la parte de mi familia que no emigró ni a Cuba ni a Venezuela, un canario del siglo XVIII.
¡¿Y qué?! ¡¿Por qué me parece tan importante eso?! ¿No me doy cuenta de que es un poco enfermizo?
A esta gente ser canaria, o descendiente de gente canaria, no les hace especiales de ninguna manera.
Pues no soy capaz de sentirlo así aunque sé que es una estupidez anticientífica y muy poco democrática, ecuménica o integradora.
Los intereses comunes de las gentes naturales de Albacete y de San Petersburgo no eran en absoluto relevantes, por supuesto, a la hora de conformar estas alianzas. Ahora, tampoco
El otro día estaba viendo un capítulo de una serie estúpida que busca pruebas de las relaciones de los gobiernos mundiales con inteligencias extraterrestres. No creo en estas vainas (palabra heredada de la parte de mi familia que emigró a Venezuela), pero me entretienen un montón. Esta entrega sugería que los nazis tuvieron ayuda alienígena para desarrollar sus prototipos de armas más avanzadas y revolucionarias, con especial énfasis en una movida rara a la que se referían como “la campana”, pero también insistían en que el avance hacia la fusión del átomo y el desarrollo de la tecnología de cohetes, que finalmente acabó beneficiando a los enemigos de los nazis, hubiera sido imposible sin la ayuda extraterrestre y que esta misma ayuda desembocaría en el éxito de la carrera espacial. Y tan panchos. Pues allí estaba yo, disfrutando de mi guilty pleasure, cuando cerca del final un experto es inquirido acerca de qué habría ocurrido si los nazis hubieran llegado antes a montar una bomba atómica. “Pues hubiera sido terrible…”, una pausa larguísima, inusualmente larga en este tipo de productos para televisión, en la que a mí me dio tiempo a pensar “no habríamos avanzado nada en materia de derechos civiles para las minorías”, “nunca hubiera habido una ONU que hubiera aprobado una declaración universal de los derechos humanos”, qué sé yo, cualquier cosa que pusiera en valor las razones por las que se supone que se combatía en aquella guerra. La pausa se hacía infinita hasta que el tipo concluyó la frase: “estaríamos hablando alemán”.
¡Ah! ¡Joder! ¡Era eso!
Estas últimas elecciones en el Reino Unido premiaron a los partidos que tenían un mensaje que se identificaba nítidamente con un proyecto de nación, un sentido de pertenencia, un algo identitario, da un poco igual en qué sentido fuera. Todo el palique sobre servicios públicos, sanidad, nacionalización de la banca y de los sectores estratégicos, seguridad en la vivienda y el trabajo, no fue demasiado lejos. La gente quería ser parte de algo épico, me imagino, aunque tuviera que pagar sus propios análisis de sangre.
Y en las últimas elecciones aquí también podría decirse que los resultados no fueron especialmente favorables para las formaciones que insistían en las cosas de comer y de curar y de enseñar y de investigar. El público necesitaba un mensaje heroico, movilizador, en un sentido u otro, pero no me des la turra con los precios del alquiler, joder.
En solo doscientos años esto ha calado muy profundo en el alma humana. Me imagino que también porque resuena con algo atávico, tribal, de clan, algo que fue crucial en algún momento para la propia supervivencia de la especie.
La fascista que más tiempo y esfuerzo me lleva combatir es la que vive dentro de mí, la que de alguna manera soy
En diciembre de 2018, cuando las elecciones autonómicas de Andalucía en las que la ultraderecha consiguió representación parlamentaria por primera vez en décadas, yo estaba tocando en un teatro en Fuerteventura. Toda la gente que participaba en aquel acto, la gente que organizaba también, nos fuimos a tomar unas cervezas en el único sitio abierto. Había miedo. Y silencio. Y yo tuve un pensamiento que ha hecho que desde entonces no deje de vigilarme por el rabillo del ojo. Me dije “menos mal que estoy aquí, en Canarias”. Pero ese sentimiento espontáneo llevaba más metralla detrás. Llevaba un “rodeada de gente sensata, joder, gente canaria”, y un “aquí no seríamos tan imbéciles de votar esa basura” (ya hay un diputado de esos por cada provincia canaria). Y me di cuenta de que esas posturas encienden otras similares de aparente signo contrario, pero que contribuyen a desplazarse en la mismita dirección, la de la insolidaridad, el aislamiento, lo mío es mejor que lo tuyo, dónde va a parar. La fascista que más tiempo y esfuerzo me lleva combatir es la que vive dentro de mí, la que de alguna manera soy. Y no consigo yo acabar con ella definitivamente.
Pero pienso que trabajar por conseguir poner en el centro del discurso y de la acción las cosas de comer, de curar, de cuidar y de investigar puede ayudar mucho. En otros momentos de la historia, y me imagino que de la prehistoria, muchas gentes diversas superaron sus diferencias para perseguir un proyecto común. Cazar un bicho muy grande, levantar una torre que llegase hasta el cielo, llevar el agua potable a una población, construir una biblioteca que albergue todo el saber del mundo conocido, desmantelar los arsenales nucleares o acabar con la violencia machista. Ahora se nos hace bola respaldar un proyecto así, ¡con la de retos que tenemos enfrente como especie! Qué sé yo, preservar el equilibrio de los ciclos que hacen nuestra vida posible en este planeta, defender la red de derechos y libertades que aún existe y hacer algo por ensancharla, desalojar del poder omnímodo a la oligarquía que antepone el beneficio a corto plazo a cualquier otra consideración, y tonterías así.
Del mismo modo que hemos sido capaces de cuestionarnos en serio el sistema sexo-género heredado de la última reforma, allá por la Edad del Bronce, ante la evidencia de que muchísima gente no cabía en sus rígidos márgenes, igual ha llegado la hora de cuestionarnos en serio la forma de organizar la relación entre...
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Alicia Ramos
Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar 'Lumpenprekariat'. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.
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