Reino Unido
Boris por fin le ha visto las orejas al virus
La historia juzgará al primer ministro británico y decidirá si las semanas que perdió antes de cancelar espectáculos deportivos, cerrar escuelas... y finalmente decretar el confinamiento han sido un acierto o un error
Walter Oppenheimer Londres , 24/03/2020
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Una vez más, los británicos son diferentes. O al menos su primer ministro, el conservador Boris Johnson. Su parsimoniosa forma de encarar la lucha contra la pandemia del coronavirus choca de frente con las medidas draconianas puestas en marcha desde hace semanas por muchísimos otros países, desde el acantonamiento de la población decidido por China y por Italia y España, o la primacía de los controles para detectar cuanto antes a los portadores del virus aplicada en Corea del Sur y Hong Kong para evitar la aceleración de los contagios.
La vía británica ha sido muy diferente. El Gobierno decidió primero que lo mejor era seguir haciendo vida normal y que los ciudadanos se lavaran bien las manos y, si tenían síntomas de la enfermedad, se recluyeran una semana en casa, pero se negó en redondo a prohibir las concentraciones masivas (por ejemplo, los espectáculos deportivos) o a cerrar escuelas y universidades. Luego aceptó la suspensión de actos multitudinarios, recomendó a los mayores de 70 años y a las personas con patologías previas que se recluyeran en casa durante 12 semanas, aconsejó a las empresas que fomentaran el teletrabajo y a los ciudadanos que dejaran de ir a bares y restaurantes. Pero todo eso de forma voluntaria, no de forma coercitiva. Después decidió por fin ordenar el cierre de las escuelas y, días después, de bares, restaurantes y locales de ocio y endurecer el tono a favor de la reclusión voluntaria. El 23 de marzo, albricias, ordenó el confinamiento de todo el país, con excepciones.
El cambio de actitud se ha debido tanto a las cifras que indican que la pandemia está adquiriendo gran velocidad (sobre todo, en Londres) como a la publicación de un informe del Imperial College pronosticando cientos de miles de muertos si el Gobierno no cambiaba su posición inicial de actuar lo mínimo posible. Ese día, Boris Johnson le vio las orejas a ese lobo tan peligroso llamado coronavirus.
La justificación del Gobierno por su lentitud, apoyándose en los dictámenes científicos recibidos, ha sido que el doble objetivo de su forma de actuar era, por un lado, pausar (pero no eliminar) la aparición de nuevos casos para no colapsar los hospitales públicos, y por otro evitar un rebrote de la epidemia en otoño o el próximo invierno.
Los científicos en los que se apoyó al principio el Gobierno de Boris Johnson (encabezados por el doctor sir Patrick Vallance y el epidemiólogo Chris Whitty) defendían que un aislamiento drástico y demasiado temprano de la población no eliminaría la pandemia y provocaría un segundo brote porque la gente no aguantaría meses de aislamiento y lo rompería en el peor momento.
Vallance explicó que el objetivo era conseguir que el país entero adquiriera inmunidad frente al coronavirus y que para ello era necesario que al menos el 60% de la población lo adquiriera. A su juicio, eso haría que las personas con más posibilidades de morir si se infectaban (los ancianos y las personas jóvenes o relativamente jóvenes que sufren enfermedades pulmonares, diabetes, cardiopatías o presión arterial alta, o cáncer, por ejemplo) tuvieran muchas menos posibilidades de acabar contagiándose porque la mayoría de la población ya no sería contagiosa.
Esa tesis tenía varios problemas. Uno, que no hay garantías absolutas de que contraer y superar la enfermedad otorgue inmunidad, aunque es muy probable que sea así al menos durante seis o 12 meses. Pero, sobre todo, que el 60% de la población británica equivale a 40 millones de personas. Si se salvan el 99,5% de los contagiados, significaría la muerte de 200.000 personas. Si la tasa de mortalidad es del 1%, morirían 400.000 personas. La reacción de la comunidad científica, política y mediática ante esa perspectiva fue inmediata y furibunda. Vallance explicó luego que ese es un objetivo a largo plazo, no un objetivo inmediato, y que la prioridad es salvar vidas.
No hacía falta ser un epidemiólogo del Imperial College para hacer esas reglas de tres. Pero cuando estos hicieron sus propias cuentas, Boris Johnson se asustó y empezó a cambiar de táctica y a favorecer el vaciado de las calles. Pero, a la británica, con más persuasión que ordeno y mando, aunque reservándose la carta del palo si no bastaba la zanahoria.
Según algunos analistas, Cummings se habría quedado encandilado con la tesis de inmunizar al conjunto del país aunque fuera a costa de sacrificar a los más débiles
¿Por qué el Reino Unido ha actuado con esa parsimonia? La primera reacción que uno tiene es pensar que es una típica actitud de arrogancia británica, su tendencia a hacer lo contrario que los demás, a demostrar al mundo que ellos son superiores y están siempre en posesión de la verdad. Sobre todo, en tiempos del brexit.
Otra explicación, menos temperamental pero más cínica, es que lo que más le preocupaba a Boris Johnson era salvar la economía, aunque fuera a costa de condenar a muerte a algunos cientos de miles de ciudadanos. Esa habría sido, según algunos analistas, la posición de Dominic Cummings, el Rasputín de Downing Street que tanta influencia tiene en la toma de decisiones del primer ministro. Según esa versión, Cummings se habría quedado encandilado con la tesis de inmunizar al conjunto del país aunque fuera a costa de sacrificar a los más débiles. El Gobierno ha tenido incluso que desmentir que alguno de sus asesores hubiera dejado claro que “no importa que se mueran los viejos”, aunque nadie se ha referido directamente a Cummings como padrino de esa frase.
El historiador David Edgerton, autor del libro Auge y caída de la nación británica, argumentó en un artículo en The Guardian que la reacción de Johnson responde en realidad a una tendencia histórica de los británicos a actuar con frialdad y calcular al máximo los riesgos y potenciales beneficios de sus posiciones ante crisis de gran envergadura. Y cita dos ejemplos muy relevantes: la II Guerra Mundial y la Guerra Fría.
En ambos casos, los primeros ministros de la época (los conservadores Neville Chamberlain en los primeros años de la guerra y Harold Macmillan en los primeros años 1950) hicieron preparativos mínimos para paliar los posibles daños a la población. Chamberlain consideró más conveniente reforzar la industria de guerra que proteger a los británicos de los bombardeos nazis construyendo refugios de manera masiva. Macmillan creyó que la mejor defensa de la ciudadanía ante una guerra nuclear con la Unión Soviética no era construir refugios antiatómicos, sino dotar al Reino Unido de sus propias bombas de hidrógeno.
A juicio de Edgerton, las apuestas de Chamberlain y Macmillan funcionaron, pero todo hubiera sido muy distinto si en vez de morir 50.000 británicos durante los bombardeos nazis, hubieran muerto medio millón. O si la Unión Soviética hubiera lanzado una bomba de hidrógeno sobre el Reino Unido: “El coronavirus es una realidad actual, no un escenario futuro. Hay una enorme diferencia entre favorecer un cálculo utilitario para minimizar pérdidas y defender ese principio cuando los cadáveres empiezan a apilarse”.
La historia juzgará a Boris Johnson y decidirá si las semanas que el primer ministro ha perdido antes de cancelar los espectáculos deportivos, cerrar las escuelas, tapiar bares y restaurantes y finalmente prohibir que la gente salga de casa sin motivo justificado han sido un acierto o un error. El problema es que, si Boris pierde la apuesta, supondrá la muerte para decenas de miles de ciudadanos que ya no podrán echárselo en cara. Si la gana, será un héroe británico. Otro héroe británico.
Una vez más, los británicos son diferentes. O al menos su primer ministro, el conservador Boris Johnson. Su parsimoniosa forma de encarar la lucha contra la pandemia del coronavirus choca de frente con las medidas draconianas puestas en marcha desde hace semanas por muchísimos otros países, desde el...
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