Aire
Una acampada de activistas ecologistas en París inspira a la autora esta imperiosa reflexión sobre dónde se sitúa en la actualidad el horizonte revolucionario
Alba E. Nivas 23/11/2019
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La escena es insólita. Un pequeño velero azul varado encima del Pont au Change que conduce al corazón de París, la Île de la Cité. Soplan ráfagas de un viento frío que hace ondular furiosamente las banderolas de colores izadas en el mástil. En una de ellas, blanca, se distinguen dos triángulos de color rojo opuestos y unidos por el vértice, la representación gráfica de un reloj de arena.
Por el Sena discurren los habituales bateaux-mouches abarrotados de turistas que no reparan ni en el barco ni en la ocupación de la Place du Châtelet, absortos en capturar los iconos de la ciudad en sus móviles, acaso algo turbados por la imagen de la catedral de Nôtre Dame amputada y vulnerable. Pasan bajo el puente y se pierden aguas abajo, en dirección al Louvre o a otro museo aún más visitado, el Musée d’Orsay. Aunque no sea el único, este alberga muchas de las obras maestras del impresionismo que atraen al turismo de masas, en particular al estadounidense. Tras recorrerlo a toda prisa en un extenuante paseo cromático, los turistas salen satisfechos a tomar el aire del Sena, cargados de paraguas, calendarios, imanes de nevera, diarios, llaveros y carpetas ilustrados con sus cuadros favoritos.
Pienso en el impulso o en la necesidad que debió de incitarles a unos y otros a salir de los ateliers y representar la realidad de manera distinta a los cánones de la academia
Tomo una fotografía del velero y continúo caminando por el puente, mientras escucho de fondo la voz de alguien que en ese momento habla por el micrófono de la extinción de un número escalofriante de especies de aves. Me detengo. Apoyada en el pretil, cierro los ojos y trato de recrear ese mismo ángulo del Sena hace poco más de un siglo y medio. Imagino a Monet, a Renoir, a Sisley, paseándose por allí, contemplando los matices del agua y la luz perla de la tarde, velada por el humo de las fábricas y las chimeneas de aquel París en plena expansión industrial. Pienso en el impulso o en la necesidad que debió de incitarles a unos y otros a salir de los ateliers y representar la realidad de manera distinta a los cánones de la academia; mirándola desde dentro, inmersos, tratando de captar la fugacidad y la belleza del mundo en constante devenir.
Abro los ojos y continúo caminando en dirección a la Place de Châtelet. El viento sacude las tiendas de campaña colocadas en los extremos del campamento para bloquear el tráfico del muelle en ambos sentidos. Algunos jóvenes informan educadamente a los viandantes de los motivos de la ocupación y las alternativas de circulación para alcanzar la Rive Gauche. Rodeando el perímetro de la plaza, varias furgonetas de antidisturbios vigilan el campamento con la consigna de no intervenir por el momento. El movimiento de desobediencia civil es no-violento y se acercan las elecciones municipales; el clima, el futuro de nuestros hijos, son cuestiones sensibles. Las recientes imágenes de la activista adolescente Greta Thunberg reprochando la inacción gubernamental en la ONU han causado mucho impacto en la opinión pública. Quienes participen en el bloqueo tienen, además, la consigna estricta de actuar con total respeto y a cara descubierta, asumir las posibles consecuencias jurídicas de los actos de desobediencia y no consumir alcohol ni drogas en los lugares de las protestas.
Me siento al borde de la fuente con los surtidores de las esfinges egipcias, en el centro del campamento. El ambiente es apacible, inusual, un paréntesis en la ciudad. Apenas hay ruido, se oyen los graznidos de las gaviotas en el Sena, los activistas van y vienen a pie de las distintas zonas de la ocupación, el movimiento más veloz corresponde a las bicicletas, que sí tienen permitido atravesar el campamento. En ese momento me asalta la convicción de que ese lugar es lo único real de toda la ciudad. Mientras los vagones del metro siguen transportando pasajeros sonámbulos bajo tierra, mientras la fascinación por la moda continúa hipnotizando a los ciudadanos en las boutiques y la jornada de trabajo se desarrolla como de costumbre en los almacenes y las oficinas, en esa plaza se oyen las palabras del mundo.
No les interesa una cultura en cuarentena, entretenida en la constante revisión de sus méritos, inane, asustada. Desconfían de la industria cultural y de la industria a secas
Como los impresionistas, los activistas se saben dentro de una matriz natural, inteligente, poderosa y viva. Son la carne del mundo, seres sensibles que nos interpelan con sus actos, atreviéndose a cuestionar los fundamentos culturales y materiales que han terminado por privarnos de sentido común, resignados a la fatalidad de divagar sobre la posmodernidad hasta que nos inunden las aguas. No les interesa una cultura en cuarentena, entretenida en la constante revisión de sus méritos, inane, asustada. Desconfían de la industria cultural y de la industria a secas.
La imagen de sus frágiles tiendas de campaña y un puñado de sofás y muebles reciclados entre fardos de paja y sillas plegables es antiestética. Desbarata la noción de progreso. Su manifiesto impugna radicalmente la sociedad del crecimiento industrial. No son progresistas ni progresivos porque no creen en el tiempo lineal; saben que la Naturaleza es cíclica, igual que lo es la vida humana. Han abandonado esa ficción de la Modernidad que continúa esclavizándonos a vivir como máquinas productivas autogestionadas, autoevaluadas, autocontroladas. Predispuestas a trabajar conjuntamente en la consecución de un loable objetivo difuso que implica siempre mayor velocidad, mayor esfuerzo, mayor rentabilidad (para otros), mayor control. Reniegan del mercado y de su proyecto político, la democracia neoliberal. Bloqueando simbólicamente la circulación buscan detener el motor que destruye el mundo.
Por decisión propia se han bajado del mito del progreso; han tenido el valor de asimilar que el sistema está fuera de control; semejante a un tren sin conductor que avanza cada vez más rápido lleno de revisores que ni saben ni quieren echar el freno, sólo les interesa cobrar el precio del billete. Para ellos la revolución ya se ha producido. Es la herencia de una época en la que todavía no habían nacido, y tiene más que ver con la aceleración de los ciclos del carbono que con la apropiación de los medios productivos. Son aliados de la incertidumbre. Tienen asumido que vivimos en un mundo en mutación, enigmático, imprevisible; en un teatro en el que la Naturaleza ha dejado de ser el decorado para entrar en escena y compartir la intriga con sus antiguos espectadores.
El terror de salir de la zona de confort en nuestro primer mundo es hábilmente manipulado por los líderes políticos para que la población legitime con su voto gobiernos cada vez más autoritarios
A quienes se acercan a escuchar, los activistas les despiertan una mezcla de simpatía, desasosiego y tristeza, sobre todo a la gente de mediana edad. Incluso los más críticos con el sistema consideran inviable salir de éste. La mente se rebela pero el cuerpo obedece, hace demasiado tiempo que perdió su soberanía; recorre siempre las mismas rutas cerebrales, se distrae con facilidad, es adicta a la dopamina. Ha dejado de actuar. Reacciona al dictado de la memoria inconsciente; presta su consentimiento difuso a un estado general de las cosas sobre el que no le conviene profundizar. Vive secuestrada por la costumbre y aturdida por la comodidad. Prefiere desentenderse de las bases materiales que sustentan su modo de vida. Todo invita a ello. El terror de salir de la zona de confort en nuestro primer mundo es hábilmente manipulado por los líderes políticos para que la población legitime con su voto gobiernos cada vez más autoritarios.
Trasladarse con la imaginación a un mundo paralelo es en definitiva algo normal, comprensible si tenemos en cuenta que nuestra cultura lleva siglos haciéndolo. El confinamiento del pensamiento en una esfera al margen del mundo físico es la consecuencia de un proceso secular cuyos inicios pueden situarse en la Grecia clásica. Con el abandono progresivo de la tradición oral-poética y la generalización del uso del alfabeto se produce un cambio epistemológico importante. De la modalidad de consciencia sensual, mimética y profundamente encarnada propia de la oralidad se pasa a otra más abstracta, interiorizada y desapegada del medio natural. La palabra escrita se desata de las cosas, del sonido. Del aire. Paulatinamente la inteligencia humana se va aislando en un sistema de signos autorreferencial. Olvida la caligrafía de los ríos y sus formas geológicas, el vuelo cambiante de los pájaros. Se vuelve cada vez más sorda a las voces de los animales, de los bosques, el mar, los ríos. Pierde su relación con el aire, ese medio común invisible, poblado de olores, de emanaciones vegetales, de expiraciones animales; la fuente de la que emergen y a la que retornan la atención y la consciencia individual de todos los seres vivos.
Las sucesivas innovaciones tecnológicas no han hecho sino incrementar nuestro apartamiento de la Naturaleza. Con el sistema nervioso en conexión sináptica con la terminal del ordenador, en permanente interacción con nuestros congéneres, permanecemos insensibles a la destrucción del mundo vivo. La dominación tecnológica cortocircuita la reciprocidad sensual entre nuestros cuerpos y la Tierra. Inunda de luz artificial hasta la intimidad de nuestros sueños. Con su zumbido constante, parece reconfortarnos con la promesa de que la continuidad del mundo que conocemos está asegurada.
Pasan las horas. La actividad aumenta en el campamento. Algunos jóvenes trabajan en el servicio de limpieza, o atienden la cocina colectiva, o el espacio de trueque. Otros ayudan con los suministros a los comerciantes y los restauradores de la zona ocupada. Esta tarde habrá varias asambleas y a final del día está prevista una sesión de meditación colectiva en la Plaza del Ayuntamiento. El clima, sin embargo, no acompaña. Se prevén chubascos y ráfagas de viento fuerte toda la noche. Todavía no se sabe cuantos días más durará el campamento, una cuestión que no parece preocuparles, como tampoco algunas críticas que les acusan de tibieza e ingenuidad. A esta acción seguirán muchas otras; forman parte de una ética y de una estrategia a largo plazo, inclusiva, no-violenta, cuyo fin es suscitar el debate público y la adhesión de la ciudadanía impugnado todo un sistema de valores.
Con toda su precariedad o precisamente gracias a ella, este lugar respira. El aire que traspasa las tiendas de campaña y los poros de estos jóvenes les cose a los demás seres, al mundo y al presente. Respiran amor y rabia. Son el cuerpo de la Tierra que despierta.
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Alba E. Nivas
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