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La crisis de Ecuador, que mantiene expectantes a tantas personas en España y otros países de Europa, en Latinoamérica y el resto del mundo, es la misma de siempre, de 2012, 2005, 2000, 1997, 1988, 1987, la de tantos años y la del primero, 1830, el de fundación de la república. Es una sola crisis, la única. El mismo año 1830 se produjo el primer golpe de Estado. En 1832, el segundo. Hubo otros veinticuatro en el resto del siglo. El estado de excepción de dos meses decretado ahora no es sorprendente para los ecuatorianos: allá el estado de excepción no es una excepción. El expresidente Rafael Correa lo decretó 89 veces y en una ocasión duró más de dos años, con militares en el edificio de la Asamblea Nacional.
Para la única crisis hay muchos motivos, pero uno resulta más revelador que todos: la primera Constitución política, en el artículo 12, estableció que únicamente podían gozar del derecho de ciudadanía quienes supieran leer y escribir, tuvieran una propiedad raíz, un valor libre de 300 pesos o ejercieran “alguna profesión o industrial útil sin sujeción a otro”. La inmensa mayoría –indígenas, negros y mestizos– quedó fuera. Una muestra de la concepción social de los criollos quedó acuñada en el artículo 68, que nombró “a los venerables curas párrocos por tutores y padres naturales de los indígenas, excitando su ministerio de caridad a favor de esta clase inocente, abyecta y miserable”.
Tal vez un sistema político definido, una red de consensos sobre metas comunes y maneras aceptables de la interacción política, hubiera podido disimular las lacras del origen, pero la república siempre careció de éste: Ecuador es un país sin consensos públicos, la iglesia católica aún es un actor político determinante, la desigualdades sociales son lo que se dice hirientes y la república no tiene el respaldo de un Estado de derecho. ¿Cómo va a haber sistema político y Estado de derecho en un país que ha decretado 115 veces el estado de excepción en los últimos doce años? En Ecuador un presidente dice públicamente y sin consecuencias que va a “meterle mano a la justicia” e idea un mecanismo para destituir a unos jueces y nombrar a otros. Y otros dos, aparentemente menores: 1) Un ministro de Cultura junto al presidente de la mayor institución cultural del país declaran asimismo sin consecuencias ante la Asamblea Nacional que no cumplieron con el reglamento de la ley de cultura porque estimaron por su cuenta que ese reglamento era inconstitucional; y, 2) presentadores de noticias de televisión en una hora punta cesan de su cometido para orar delante de su audiencia invitando a ésta a emularlos, para así malograr la protesta indígena.
No intento denigrar a un país de 17 millones de habitantes, sino ofrecer un marco en el que situar la actual revuelta.
El catalizador de esta nueva versión de la crisis fue el decreto 883 que elimina subsidios y eleva las tarifas de transporte, más el anuncio de una ley de reforma laboral que apunta a modificar el tipo de contratos actuales para que los patronos puedan negociar solo “por proyectos”, y sustituir la jubilación patronal por un fondo privado que se nutra de aportes de los empleadores que haya tenido el trabajador.
Inmediatamente, lo que más afecta a los pobres es la subida del precio de los combustibles, cuya derogación es el primer pedido indígena; pero que por ley los nuevos trabajadores ya no puedan aspirar a la estabilidad laboral sino, acaso, a lo que dure un ‘proyecto’, ni gozar de una pensión vitalicia por jubilación sino solo de un fondo que una vez agotado nadie va a reponer, sea cual sea la edad del ex trabajador; es gravísimo.
Las respuestas son las que tienen lugar ahora mismo. Durante sus diez años de gobierno, Rafael Correa se encargó de destruir el régimen de partidos, persiguió policial y judicialmente a los dirigentes de las organizaciones sociales, incluidas las indígenas, y aniquiló toda forma orgánica de izquierda. Habiendo sido arrasadas casi todas las organizaciones combativas, virtualmente desaparecida la izquierda, sin verdaderos partidos ni líderes políticos en la oposición, hoy los únicos con capacidad de resistencia son los indígenas, que aún cuentan con una sólida estructura organizativa y tienen en su haber el derrocamiento de varios presidentes en los años 90, hasta el 2007.
Una vez prendida la llama de la rebelión, Correa monitorea desde Bélgica a sus inorgánicos seguidores para que se mezclen con los indígenas en la acción, se vuelva todo insoluble y el gobierno de Moreno, entreguista y de derechas con algunos militantes de la izquierda y el feminismo, se vea obligado a convocar elecciones. Su idea: volver y de paso eludir las graves y tal vez insalvables acusaciones judiciales que pesan sobre él y su gobierno. Viendo la jugada, la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) tiró de memoria y marcó distancias: “el correísmo nos criminalizó y asesinó a compañeros durante diez años, hoy pretende aprovecharse de nuestra plataforma de lucha. No olvidamos a José Tendetza, Bosco Wisuma, Freddy Taish, asesinados por su aparato estatal”, declaró.
Cierto: los indígenas carecen de un programa político para el país; no controlan la calle durante sus marchas, en las que se han visto a grupos probablemente entrenados, muy violentos y seguramente a sueldo; y les debilitan sus muertos, detenidos o desaparecidos. Una parte del país está con ellos; la otra, los blancos de clase alta y sus devotos aspirantes, especialmente concentrada en Guayaquil, los repudia. Salvo pequeños grupos, ésta, la ciudad más habitada, que aúna al empresariado más poderoso, rico y tosco, no se piensa a sí misma como parte del Ecuador sino solo en términos financieros. Su clase dirigente ha conseguido lo que no ha podido la derecha madrileña ni la catalana. Si en Madrid fracasaron en su intento de integrar a los latinoamericanos en su ‘hispanidad’ y en Barcelona los migrantes españoles y extranjeros burlan a la derecha nacionalista que ha intentado aculturizarlos con lo de “un solo poble”, en Guayaquil los Señores han logrado que allí haya un solo credo, el de ellos: un símbolo y un principio, la bandera de Guayaquil y el lucro. Su máximo líder político rugió para que los indígenas “se vayan al páramo”.
Con influencia política cada vez mayor del narcotráfico, Ecuador amenaza seguir igual o deslizarse hacia lo peor. Como se ha demostrado en estos días, ahora la represalia es inmisericorde. Sin oposición política solvente, el empresariado y el gobierno, como lo cuenta la historia nacional, llegan a cotas criminales de represión. La OEA (Organización de Estados Americanos) y el Gobierno de Estados Unidos apoyan las medidas y a Moreno. El Gobierno de España defiende a este (los beneficios del capitalismo español en Ecuador y toda Hispanoamérica son importantes). La ONU y gobiernos progresistas como el de Uruguay o de tradición no intervencionista como México piden que cese la represión y se busquen vías de entendimiento.
Con mediación de la ONU y la iglesia, los indígenas se sentarán a la mesa de negociaciones. Por primera vez tienen el respeto y hasta la admiración de los mestizos, la mayoría, que antes los ignoraba o despreciaba. Es un brote verde. Son el sujeto social que algún día puede servir de tronco a la fundación de un nuevo país. Ahí están, como siempre: adustos, disciplinados, con convicciones acérrimas, de mirada concentrada, a veces torva: el típico siervo que algún día se impondrá al señor, porque tienen a su haber el trabajo; y porque así es la historia.
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Mario Campaña (Guayaquil, Ecuador, 1959) es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.
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Mario Campaña
Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.
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