RÉPLICA
¿De qué “conocimiento” habla Muñoz Molina?
El artículo del escritor deja traslucir un realismo científico un tanto ingenuo y alguna acometida que se asemeja más a un ajuste de cuentas que a un ejercicio de admiración
Joaquín Ivars 11/04/2020
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Hace unos días Antonio Muñoz Molina ha publicado un artículo, muy aplaudido por algunos, que recibe el título de El regreso del conocimiento y con el que se puede estar de acuerdo en los aspectos más obvios. El autor hace afirmaciones que son tan loables como aquello a lo que se refieren (esas frases que dedica al reconocimiento y al aplauso del buen hacer de los conocedores del problema epidémico, al coraje y sacrificio de los técnicos y científicos, etc.). Sin embargo, el texto deja traslucir un realismo científico un tanto ingenuo y alguna acometida que se asemeja más a un ajuste de cuentas que a un ejercicio de admiración, aspectos estos que quizás merecen algún comentario.
Es cierto que el autor, por su propio desarrollo profesional, conoce bien el origen, el efecto y el afecto de las palabras, de los argumentos y de las patrañas. En ese sentido, el texto referido hace acopio intencionado de metralla verbal contra la posmodernidad; una palabra que, como él bien sabe o debería saber, ha sido nutrida por muy diferentes propósitos y abierta a muchas interpretaciones debido a su complejidad histórica y conceptual. El conocimiento traído por la posmodernidad, al menos su cara más controvertida, eso que él y otros denominan “relativismo posmoderno”, es presentado como el responsable de cuantas penurias nos acaecen a diario; sin embargo, parece haber olvidado que es el trabajo intelectual posmoderno el que nos ha revelado el rostro más tenebroso de la modernidad, aquella época que nos trajo las guerras mundiales, la bomba atómica y la guerra fría, la explotación a gran escala del planeta y de sus pobladores y la racionalidad instrumental que simplificó y redujo la complejidad de la vida para hacerla absolutamente controlable de manera científica y técnica por los grandes poderes industriales, políticos y financieros. Suena además un tanto extravagante que Muñoz Molina pretenda conjuntar en España ¿…? modernidad con derecha galopante (como si el comunismo no hubiese sido un movimiento absolutamente moderno), y asocie posmodernidad con una izquierda a la que acusa de encontrar elitismo o autoritarismo en el esfuerzo de búsqueda del conocimiento objetivo. Cuanto menos, resultan un tanto inquietantes esas afirmaciones. Cualquier estudioso poco prejuiciado sabe que ambas, modernidad y posmodernidad, en las derechas y en las izquierdas, se constituyeron como vocablos/herramientas provisionales del conocimiento (histórico, sociológico, filosófico, artístico, político, etc.), y que los hechos que interpretan ofrecen caras horribles, pero también presentan rostros benéficos de los que a veces nos olvidamos. Durante la modernidad un cientificismo exitoso y soberbio repleto de certezas inquebrantables nos trajo graves quebraderos de cabeza, pero también produjo agentes y mecanismos de defensa contra la crueldad de la naturaleza, una mejor higiene y distribución de los alimentos y la puesta en común de la razón como ejes del derecho, la educación y la salud pública. Durante la posmodernidad, pese a quien pese, se han aportado –además de estupideces y laxitudes varias–, incertidumbres ineludibles con las que nos tenemos que acostumbrar a vivir, cambios en las visiones biopolíticas y ecológicas, reflexiones sobre los efectos “colaterales” de la modernidad, etc., y sobre todo una razón compleja que ha de saber articular las diferencias legítimas que en el mundo han surgido más allá de las uniformidades que la modernidad quiso imponer con maneras un tanto groseras, de trazo grueso.
La afirmación de Muñoz Molina de que es necesario prestar una atención primordial a los hechos frente a las opiniones de tertulianos, es en sí misma una opinión
La afirmación de Muñoz Molina de que es necesario prestar una atención primordial a los hechos (hablando de precisión, objetividad, etc.) frente a las opiniones de tertulianos, demagogos, etc. es en sí misma una opinión. Pero sabemos al mismo tiempo que ya Nietzsche nos advirtió de que no existen los hechos sino solo las interpretaciones (incluida esa misma afirmación), y son muchísimos los autores que han seguido esa senda. Por ejemplo (y ya que M. Molina relaciona pragmatismo y cordura en su escrito) algunos pragmatistas norteamericanos –Richard Rorty entre ellos– cuando se encuentran con el problema de la Verdad con mayúsculas, nos han indicado que los conceptos de “verdad” y “falsedad” pertenecen a producciones de nuestros cerebros y a proposiciones de nuestros lenguajes humanos. Es decir, que la verdad no está ahí fuera de nuestras mentes y que no existe en el mundo nada que corrobore nuestras afirmaciones o negaciones, salvo aquellas que son meramente triviales y que solemos consensuar por comodidad (cuando por ejemplo convenimos que la sangre es “roja” o que los pájaros “vuelan”). Es decir, en general nos manejamos con retos y contingencias, con el azar y el sinsentido de nuestras vidas, mediante tentativas y experiencias. Lo hacemos para responder a nuestras circunstancias, sobrevivir a los peligros que nos rodean, y suspendemos la duda agobiante con algunas afirmaciones de carácter axiomático para no perecer por impotencia e inacción. Es decir, más que saber… creemos, y así vamos tirando.
El conocimiento científico es algo que funciona mientras funciona, y cuando falla, dejamos de creer en él y entonces decimos que nos hemos equivocado, que no hemos tenido en cuenta esta o aquella cosa o que determinado avance o experimento puede traer terribles consecuencias (véanse los desastrosos efectos de la talidomida o las atrocidades que generan las fuentes de energía nuclear o la de los combustibles fósiles). De la misma manera que en la ciencia, se producen fracasos absolutos o relativos en todo aquello que también asume sus riesgos: sean producciones artísticas que entran en callejones sin salida o repeticiones superfluas, sean opiniones o pensamientos que se corresponden con sectarismos, prejuicios o supercherías. Y entonces, frente a la incapacidad de nuestras respuestas, si somos exigentes con nosotros mismos, la ética profesional, o simplemente humana, nos obliga a parar, retroceder o modificar el rumbo (pertenezcamos al gremio de los científicos o de los artistas, de los gacetilleros o de los filántropos u ocupemos puestos de filósofos, gobernantes, médicos, ingenieros, bomberos, albañiles, legisladores, profesores o tenderos).
En los siglos XVIII, XIX y muy principios del XX, y tras los éxitos cosechados por personas tan reputadas como pueden serlo Marie Curie, Pasteur, Cajal o Fleming, algunos interesados nos hicieron creer que el objetivo definitivo del saber se correspondía con la pureza del alma humana y sus afanes benefactores; es decir, nos hicieron imaginar a los científicos y a los técnicos como instrumentos del bien, angelicales, para que no entrásemos en otros tipos de elucubraciones éticas. Muerto Dios, viva el hombre y su ciencia. Sin embargo, y antes incluso de la consideración moral, la infalibilidad de la ciencia comenzó a ser cuestionada desde su mismo ámbito teórico o desde la filosofía de la ciencia cuando se le presentaron imposibilidades puramente técnicas o problemas epistemológicos; por citar solo dos ejemplos muy conocidos: 1. Desde la propia teoría científica aparece el Principio de incertidumbre de Heisenberg, que nos alertó sobre nuestra propia influencia como observadores sobre el objeto observado; y 2. Los argumentos sobre la falsabilidad de Karl Popper, que puso sobre la mesa que una teoría científica solo podía calificarse como tal en el caso de que diese opción a ser refutada, lo que deja todo avance científico sujeto a la provisionalidad y a la contingencia.
Esos ejercicios de honestidad intelectual son primordiales para el avance del propio conocimiento. El artículo de Muñoz Molina mezcla diversos perfiles profesionales del saber y de la técnica con cierta ligereza, pero más allá de eso es posible situarlo en el ámbito de un cierto realismo científico ingenuo; algo que ocurre cuando se sitúa el conocimiento científico-técnico en una especie de sobrevuelo neutral por encima de otros medios de aproximación a la realidad sujetos a vientos y veleidades. Me expreso en esos términos porque es bien sabido que no existen conocimientos, ni científicos ni de otro tipo, absolutamente desinteresados. Y los intereses de semejantes conocimientos, mucho más a menudo de lo que queremos reconocer, han guiado nuestras sociedades de diferentes maneras y no siempre por las mejores sendas. El conocimiento no ajeno al dominio, al contrario, se trata de un saber que es poder (y se produce en cualquier nivel de la escala de mando). Desde que los humanos poblaron la tierra, la ciencia/técnica sirvió para dominar. Han sido numerosas las ocasiones en las que se ha aprovechado el conocimiento “objetivo” para someter a pueblos en pro de diferentes intereses dispuestos a hacer lo que fuese necesario y con los mejores medios para conseguir el beneficio de unos pocos. Por decirlo de otro modo, el conocimiento jamás se marchó de la escena, otra cosa es que supiésemos o nos conviniese verlo, pero ni siquiera desapareció del primer plano de los acontecimientos y la atención mediática, así que El regreso del conocimiento carece de sentido hasta metafóricamente.
Cosa muy distinta es que se reconozca públicamente la ética del trabajo de investigadores y científicos. Conocimiento para que esté al servicio y busque el bienestar de la mayoría sin dejar atrás a nadie, desde luego; pero más allá de esos menesteres ocurren más cosas. (Y eso sin tener en cuenta las distintas “opiniones”, “interpretaciones” y “hechos experimentales” que disputan expertos y científicos sobre aquello que hay que hacer o que debería hacerse o que hubiese sido bueno anticipar para suavizar en la medida de lo posible los efectos de la catástrofe. Cuidado con los expertos, que en muchos casos, como las armas, también los carga el diablo). Y además, hasta hace relativamente poco, en que se aprecia cada vez más el despertar de la reflexión sobre sus condiciones de posibilidad, los científicos y técnicos no han destacado por su rebeldía. En general, y con algunas honrosas excepciones, han formado parte de un colectivo un tanto manso, algunos dirán que “responsable”; quizás porque fueron adiestrados en ocuparse al cien por cien de “lo suyo” y por eso no están demasiado acostumbrados al pensamiento crítico más allá de su condición “autosatisfecha” como meros eslabones en cadenas de producción de excelencia y sus contribuciones al mainstream. Afortunadamente este estado de cosas parece estar cambiando, animado de manera importante por las reivindicaciones feministas y las reclamaciones sobre recortes y precariado.
Una cosa es el saber técnico y el coraje de personas para desarrollar acciones salvíficas y otra muy distinta creer que existe una razón científica de rango superior
Hablar como hace Muñoz Molina del conocimiento “sólido y preciso” frente a la delicuescencia de la opinión tiene su interés –no para todos los aspectos de la vida, algunos de los cuales perderían su encanto. ¿Quién no quisiera poder orientarse por conocimientos incuestionables de la existencia para poder acabar con la ignorancia y el prejuicio, con el dolor, la humillación y la muerte)? Sin embargo, desde que Lyotard estudió la condición del saber en las sociedades posmodernas pudimos comprender que la producción de conocimiento, en un altísimo porcentaje y desde hace muchísimo tiempo, solo avanza y aumenta en función de su valor de cambio, no de uso; es decir, el conocimiento se produce para ser vendido (miren en derredor: miles de estudios para elevar los G de un móvil y retrasos y trabas inexplicables en los estudios de energías alternativas; infinitas investigaciones sobre el milagro del crecepelo o la viagra y peleas interminables de quijotes que luchan sin apenas recursos contra la malaria o las enfermedades raras). La inversión en investigación y en técnica se pone donde se obtiene rendimiento económico; se gasta más en proporcionar cacharritos de última generación que en proveer y almacenar los dispositivos imprescindibles frente a las calamidades. Y todo eso nos ha traído consecuencias gravísimas como las que ahora padecemos con esta pandemia que será de un sufrimiento ahora impredecible en aquellos lugares desposeídos por completo de recursos defensivos. Una cosa es el saber técnico aplicado para proteger vidas y el coraje de personas para desarrollar acciones salvíficas y otra muy distinta creer que existe una razón científica de rango superior y al margen de intereses estratégicos que se preocupa de nuestro bienestar y que nos salvará por encima de cualquier otra razón ética o compleja.
“[…] Cada tarde, a las ocho, sobre las calles vacías, estalla como una tormenta súbita un aplauso dirigido no a demagogos embusteros sino a…”, nos dice Muñoz Molina. Como vemos, más allá del pleonasmo “demagogos embusteros”, la demagogia surge en todos lados, no solo en la política. Existen tertulianos, científicos, escritores demagogos, docentes demagogos, fontaneros, artistas, papas, periodistas, empresarios demagogos… Es una acusación fácil pero siempre certera: quien esté libre del pecado de demagogia que tire la primera piedra.
“No hay hechos, solo interpretaciones”, y posiblemente podemos añadir que finalmente no existen las interpretaciones sino solo intereses; que las interpretaciones, tanto científicas como de otro tipo, a veces son muy retorcidas y no prestan servicio al bien común sino que solo favorecen a intereses privados. No reconocerlo así es de ingenuos o de cínicos.
Cuando pase esta pandemia veremos qué queda del reconocimiento al conocimiento más allá de una reacción folklórica fundamentada en el legítimo derecho al miedo y al ánimo colectivo. Otra cosa es que aquellos que tienen influencia mediática, aquellos a los que se les supone un saber autorizado ampliamente galardonado, respondan sin saber realmente de qué hablan cuando lo hacen del conocimiento, o lo hagan desde un lugar rancio y encapsulado, una poltrona metida en una “burbuja privada” de la que nos habla Muñoz Molina: como si llevasen “la diadema de los cascos gigantes para no oír el mundo exterior y estar alimentado a cada momento por un hilo sonoro ajustado a sus preferencias”.
Y al margen de estos disentimientos que algunos consideramos importantes, esperemos no cagarla “científicamente” con los efectos indeseables de algún tratamiento poco contrastado, de alguna medida poco experimentada o de alguna vacuna apresurada; antecedentes tenemos. Por tanto, además de trabajar con denuedo por la salud y la economía crucemos los dedos e invoquemos a los dioses de la fortuna, que buena falta nos hacen.
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Joaquín Ivars es profesor titular de la Universidad de Málaga.
Hace unos días Antonio Muñoz Molina ha publicado un artículo, muy aplaudido por algunos, que recibe el título de El regreso del conocimiento y con el que se puede estar de acuerdo en los aspectos...
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