Análisis
A propósito de los bulos
Pensemos si no sería posible abrir alguna vía de control judicial civil de la intoxicación informativa, en defensa del derecho de los ciudadanos a recibir información veraz. Sin censuras ni castigos
Miguel Pasquau Liaño 10/04/2020
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Hablemos otra vez de bulos y de fake news, ya que está (y están) de moda. Ahora el Gobierno, sorprendido (¿?) por campañas predispuestas para afear su gestión de la pandemia, sugiere una regulación, a través de uno de sus portavoces. “No se irán de rositas” quienes difunden bulos perjudiciales, ha dicho el ministro Ábalos. La expresión es desafortunada, porque en nuestro imaginario asociamos “irse de rositas” a librarse de un castigo: por tanto estará pensando en un delito. A su vez, nuestro imaginario se acuerda de la censura, y parece que el debate queda planteado entre dos alternativas: o inacción y desarme frente a la intoxicación con mentiras difundidas masivamente, o censura y código penal contra el disidente. Para colmo, la cuestión se plantea en un momento en que hay una batalla terrible (y, permítanme que lo diga sólo en mi nombre, aburridísima) por ganar “el relato de la gestión de la pandemia”, en la que el Gobierno quiere presentarse como el gestor del bien común, y la oposición necesita cortocircuitar los réditos que pueden dar las situaciones de crisis para quien tiene el encargo de afrontarlas. El Gobierno de Rajoy ya amagó con una regulación de las fake news, y la oposición habló de mordazas. Ahora los papeles se han cambiado.
Los bulos y la democracia
Escapemos de esa lógica. Pensemos más a lo grande. Reconozcamos que estamos ante un problema serio y delicado que exige cuidado, pero también respuestas. Lo que está en juego no es un gobierno u otro, un partido u otro, sino la democracia frente a populismos varios, que se alimentan con desazonadora facilidad de la intoxicación burda. Un paso más en la deriva hacia una ciudadanía sin conciencia crítica, porque por lo general el emisor del bulo tiene más poder que sus destinatarios. Hay mucha gente, mucha más de la que se piensa, desmoralizada al toparse con tanta deslealtad informativa que, como una apisonadora de cualquier debate complejo, devasta los mínimos de “deliberación” sin los que la democracia es una competición de aplausos y abucheos en un plató de Black Mirror. Sí, es desazonador dedicar tanto tiempo a simplemente defenderse de mentiras. Lo importante no es que un gobierno se sienta asediado por bulos, sino que formen parte del menú de cada día de los ciudadanos. Somos los usuarios de la información los perjudicados, y desde esa condición deberíamos exigir respuestas inteligentes.
Reparemos en que el creciente envilecimiento de la opinión pública, especialmente acusado en el entorno digital, es un grave problema que puede acercarnos a una crisis democrática. Y que está haciendo ilusorios los mecanismos clásicos de pluralismo y contrapesos en la información. Está bien creer, con envidiable optimismo en la naturaleza humana, que la autorregulación y la propia dinámica del mercado de la información decantará las buenas y las malas prácticas. Pero la experiencia lleva a un mayor pesimismo, y en tiempos en que el usuario de información con frecuencia lleva en la frente un “miénteme, pero que me guste”, no sobra preguntarse si no es momento de intentar corregir esta deriva, a nivel nacional y preferiblemente europeo. Y, si es posible, que yo creo que sí, sin abrir para nada el código penal. No se trata de irse o no de rositas, Sr. ministro, sino de dotar a la ciudadanía de defensas frente a algo que, sin relativismo alguno, debe calificarse como una mala praxis.
De qué no estamos hablando
Puede ser útil precisar de qué no estamos hablando o, si lo prefieren, de qué no deberíamos estar hablando. Porque como respuesta al ministro, se han levantado oleadas de miedos a un socialcomunismo totalitario que quiere estrangular la libertad de expresión, igual que con la tímida propuesta del gobierno de Rajoy se agitaron los miedos a un autoritarismo con mordaza. Con frecuencia, delimitar los márgenes del terreno de juego ayuda a una disciplina en la argumentación. Estas son las premisas de las que tendríamos que partir al discutir sobre el asunto:
a) Ninguna mentira puede ser censurada previamente por una autoridad no judicial, pues así lo establecen los artículos 20.2 y 20.5 de la Constitución. Por lo tanto, despejemos de la mesa los miedos a un silencio impuesto, o a una censura gubernamental de redes y medios. No puede tratarse de censura gubernativa. Quien así lo presente, está engañando.
b) La “falsedad” no puede predicarse de opiniones, vaticinios, interpretaciones de la realidad o juicios de valor. La opinión no es susceptible de control de veracidad alguno. No es posible en nuestro sistema constitucional ninguna intervención legal o gubernamental relativa a la “pureza” del pensamiento o a la “ortodoxia”. Las opiniones no son bulos. Ni siquiera las más pueriles. No hay riesgo de criminalización o disciplina de la opinión cuando hablamos de bulos.
Lo que está en juego no es un gobierno u otro, un partido u otro, sino la democracia frente a populismos varios, que se alimentan con desazonadora facilidad de la intoxicación burda
c) Existen informaciones (sobre hechos) cuya falsedad objetiva sí puede constatarse. Muchas de ellas son deliberadamente falsas. ¿Sí, o no? Mentir a conciencia no será delito, pero tampoco es el ejercicio de un derecho constitucional. Lo que el art. 20.1.d) de la Constitución consagra es el derecho fundamental a difundir y recibir “información veraz”. Pero no se trata de expedir certificados de verdad histórica. Lo relevante para el Derecho, en materia de información, no puede ser la verdad, sino la falsedad a sabiendas: verdad y falsedad, a estos efectos, no son las dos caras de una moneda. No debemos hablar de verdad, sino de “veracidad”. El Tribunal Constitucional aclaró hace ya mucho que el derecho a informar ha de tener márgenes de error, y que información “veraz” no equivale a “exacta” o verdadera: admite inexactitudes debidas a imprudencia, pero no falsedad consciente o desprecio temerario a la verdad. Resumiendo: sin dolo, no hay bulo.
e) No existen medios legales idóneos de reacción frente a mentiras deliberadamente difundidas, que no afecten o aludan directamente a personas identificadas, para obtener réditos de cualquier tipo mediante el malicioso falseamiento de una noticia, salvo que inciten al odio (art. 510 del Código Penal) o puedan producir una alteración del orden público (art. 561). Este es, precisamente, el “hueco” interesante sobre el que habríamos de pensar: la protección de la opinión pública (no de una persona aludida, o de otros bienes jurídicos ya amparados por leyes penales) frente al bulo. Pensemos si no sería posible, eficiente y proporcionado abrir alguna vía de control judicial civil de la alevosa intoxicación informativa, en defensa del derecho fundamental de los ciudadanos a recibir información veraz. Sin censuras ni castigos.
Mentiras, bulerías y bulos industriales: el veneno está en la dosis
Las mentiras engañan, pero no intoxican. Las bulerías, agitan, divierten, juegan. Los bulos sí hacen daño. Es una cuestión de dosis, como ocurre siempre con el veneno. También con la contaminación ambiental. El problema no es la mentira artesanal ni el vertido ocasional en el río, sino la industria y la saturación. Cuando hay saturación de vertidos tóxicos y las aguas del río hacen daño, se empieza a pensar en la regulación. La mentira a ciertas dosis moderadas, o en espacios confinados, no comporta un problema del que haya que ocuparse, porque es mejor dejar mentir que prohibirlo. Pero una sociedad tiene derecho a pensar en los problemas de una saturación que colapsa el espacio de la opinión pública y le impide cumplir razonablemente sus funciones. No cojan todavía la porra de policía ni la llave de la cárcel, por favor, que no va de eso.
Un bulo es una mentira fabricada “industrialmente” con intención de hacerse pasar por cierta, y dispuesta maliciosamente para rodar masivamente en redes sociales, teléfonos y ordenadores, con capacidad o idoneidad para engañar a un número indeterminado pero amplio de personas, y acaso inducirlas a comportamientos que de otro modo no tendrían. Son, pues, tóxicos, y hacen daño. No sólo un daño a cada destinatario, sino un daño al río, a la opinión pública. No por representar la realidad de una manera o de otra, no por argumentar con lemas ni por la toxicidad de algunas ideas, no porque se llegue a conclusiones que nos parecen ridículas o equivocadas, sino por convertir los gatos en liebres, inventar hechos para alarmar, y mentir en masa desde madrigueras comunicadas estratégicamente con bots y repetidores de amplia difusión.
¿No hay nada que hacer contra ellos? ¿Hay algún precepto constitucional que obligue a soportarlos? No piensen ahora sólo en los bulos políticos que para desacreditar a un líder o a un partido político inventan datos, trucan imágenes y cuentan historias falsas. Piensen que la distorsión de la realidad mediante la maquinaria del bulo es muy tentadora para intereses a los que no les abriríamos ninguna puerta. Partidos, poderes públicos, grandes corporaciones, thinks tanks, lobbies, mafias, o también medios de comunicación social, se verán inducidos a entrar en esa competición (cada vez más internacional) si siguen comprobando que surten efecto y que quedar al margen los coloca en desventaja competitiva, ya sea para defender un interés, ya para ganar audiencia, o para provocar determinada reacción del público. ¿Les dejamos abiertas de par en par las redes sociales, nuestras pantallas y plataformas de tan amplia difusión? Si somos tan cuidadosos contra los bulos comerciales, mediante las acciones judiciales de cesación y rectificación de la publicidad ilícita o engañosa, que pueden obligar al anunciante a corregir o a retirar su campaña publicitaria, ¿no habríamos de poder también tener vías de control judicial de las mentiras en masa, aunque no publiciten un producto en el mercado?
Las opiniones no son bulos. Ni siquiera las más pueriles. No hay riesgo de criminalización o disciplina de la opinión cuando hablamos de bulos
Claro que sí: con mucha cautela. Porque la buena intención de interceptar mentiras puede llevar a cortocircuitar el flujo de la información (que admite, como los ríos, barro e impurezas sin problema) y puede acabar siendo instrumento perverso si se pone en malas manos, provocando una excesiva judicialización de la información y de las redes sociales. La cautela significa precisar bien cuándo estamos realmente en presencia de un bulo tóxico (es decir, una información deliberada y constatablemente falsa, predispuesta para una difusión masiva o indiscriminada, e idónea para inducir a error a un número no insignificante de destinatarios), y cuando en presencia de simples mentiras “artesanales” o insustanciales; y también significa medir cuidadosamente los mecanismos de respuesta judicial.
La defensa del derecho a recibir información veraz en vía civil (no penal)
No se trata ahora de confeccionar una propuesta normativa, sino de apuntar vías que sorteen los dos riesgos: el de la indefensión ciudadana, y el de la criminalización de la opinión. Me limito, aquí, a apuntar dos posibilidades, ubicadas en la jurisdicción civil, que es la que entiendo que habría de tener el protagonismo en esta materia.
1. Por un lado, una adaptación del derecho de rectificación, adecuándolo para operar frente a bulos difundidos en entornos digitales. El derecho de rectificación, regulado por la vieja y analógica Ley Orgánica 3/1984, prevé un procedimiento rápido para conseguir que la persona que se siente afectada por una información que le concierne y que considere falsa, pueda exigir al medio que ofrezca la versión suministrada por ese particular. No comporta censura alguna, pues la información inicial “no se borra” ni se corrige: se mantiene intacta; lo que hay es una información de contraste, dirigida al mismo público que recibió la inicial, y por el mismo canal o medio, para al menos advertir de que la noticia o los hechos son discutidos. Ni siquiera tiene el juez que declarar la falsedad de la información inicial: basta con que no esté claro que sea veraz para que condene al medio a difundir la versión contradictoria. No son juicios sobre la verdad, sino un instrumento para garantizar una información complementaria, a cargo del medio. Esto, que en el entorno analógico es costoso, no lo es tanto en el entorno digital, donde el espacio y el tiempo no constriñen del mismo modo: fácil sería, técnicamente, “coser” a la información inicial la rectificada, en su vuelo por redes y nubes digitales. La extensión de este remedio civil a los bulos que no mencionan a personas determinadas es difícil, porque plantea el problema de quién estaría legitimado para ejercer –ante el juez– el derecho de rectificación. Pero desde 1984 acá ya hemos incorporado técnicas de protección de intereses colectivos que resuelven satisfactoriamente este problema de legitimación, y aquí estamos hablando cabalmente de un interés colectivo: los actores podrían ser asociaciones concernidas, el Ministerio Fiscal, o una agencia independiente (no como órganos decisorios, sino como entidades que podrían llevar el asunto al juez civil). Este instrumento, en mi opinión, es particularmente idóneo, porque nada tiene de sanción ni de censura, y sin ninguna duda contribuye al derecho constitucional a recibir información veraz.
2. Y en segundo lugar, la eliminación, siempre por vía judicial, del bulo, a costa de su fabricante, una vez que pudiera constatarse, sin género de dudas, la falsedad del mismo. De constatarse una falsedad fabricada deliberadamente para su difusión masiva, y apta para inducir a error a al menos un sector de la opinión sobre un aspecto significativo, comprometiendo determinados valores constitucionales o bienes jurídicos seleccionados por el legislador, y en garantía del derecho fundamental a recibir información veraz, el juez (civil) habría de poder condenar al o a los fabricantes del bulo (identificables con técnicas que yo no conozco pero sé que existen), a depurar a su costa los datos de hecho falsos de la información, o la retirada de la misma. Todo ello sin necesidad de abrir ninguna cárcel.
Hablemos otra vez de bulos y de fake news, ya que está (y están) de moda. Ahora el Gobierno, sorprendido (¿?) por campañas predispuestas para afear su gestión de la pandemia, sugiere una regulación, a través de uno de sus portavoces. “No se irán de rositas” quienes difunden bulos perjudiciales, ha dicho...
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Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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