Bilingüismo
Un pez ante la ictiología
Sobre la elección de la lengua en una sociedad bilingüe y a qué comunidad se representa. El texto incide lateralmente en el debate sobre el rearme cultural del ‘charneguismo’
Gonzalo Torné 2/02/2020
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Es un fenómeno sencillo y al mismo tiempo es un fenómeno complicado. Naces, abres los ojos, y un día la conciencia se despierta al mundo hablado, con una lengua, dentro de un idioma. Es un proceso cotidiano, casi infalible, y al mismo tiempo el tejido de las redes neuronales, el prodigio de la imitación del habla de los adultos; debe de ser uno de los procesos más complejos del universo, a su lado formar un sol parece trabajo de niños.
¿Cuál es nuestra lengua madre? Esta también parece una pregunta sencilla, pero desde la perspectiva de mi experiencia el asunto se complica. No recuerdo bien cuál es mi primera lengua; con mi padre de niño hablaba catalán, castellano con mi madre, entre ellos creo que podían hablar cualquier cosa. A día de hoy tengo que hacer un gran esfuerzo (me temo que de la imaginación antes que de la memoria) por saber en qué he soñado, los neurólogos conjeturan con algo que el Joyce que escribió Finnegan’s Wake sabía perfectamente: en el sueño los idiomas se mezclan tanto como el tiempo y el espacio, los bilingües soñamos en nuestros dos idiomas.
Mi propio día a día infantil y juvenil es una mezcla: en clase hablamos catalán, con los amigos en el patio depende del día y la persona, en el baloncesto se mezclan con naturalidad los dos idiomas, el del tebeo es un mundo exclusivamente castellano. Hasta que cumplí los quince, la mayor parte del tiempo hablé catalán, pero solo leía en castellano. Cuando empiezo a leer literatura, obligado, el primer deslumbramiento fueron los poetas catalanes: Martí Pol, Foix, Papasseit, Vinyoli, Gimferrer... Y autores traducidos al castellano que escribieron en siglos que entonces me parecen remotísimos: Shakespeare, Sófocles, Ibsen...
Hasta que cumplí los quince, la mayor parte del tiempo hablé catalán, pero solo leía en castellano
Cuando a los dieciocho empiezo a pensar en escribir con cierta ambición, en mi grupo de aspirantes predomina el castellano; recuerdo haber escrito poemas en catalán y mis tres primeros esfuerzos serios (dos obras de teatro y un ensayo) también los escribí en esa lengua. Recuerdo tener ante mí los dos sistemas literarios abiertos para inscribirme en uno o en el otro; también lo recuerdo como una decisión sin demasiado interés. Se impuso el castellano, a veces me preguntan el motivo, yo mismo me lo pregunto, las decisiones están tan llenas de estratos y desvíos y matices que apenas pueden “resumirse” sin echarlas a perder. Necesito cien palabras, tres mil palabras... Así que resumo: sé que no fueron las perspectivas económicas ni cualquier otro cálculo crematístico, tampoco la comodidad (yo venía del mundo del baloncesto y de los tebeos y la expresión escrita me resultaba tan complicada en un idioma como en el otro), y ni siquiera podía recurrir a la afinidad con mis precursores: desconocía más o menos igual la tradición narrativa catalana como la castellana. Como cualquier otro aspirante a escritor sano y joven, era ambicioso y megalómano: mis modelos eran los grandes escritores de la Literatura Universal. De lo que se trataba era de ser mejor que Faulkner. El idioma era una pasarela, un material que después podían enmendar o subsanar las traducciones.
Así que ahora pienso que mi decisión fue por afinidad. Ya he mencionado que en mi entorno de aspirantes dominaba el castellano, también en mi grupo de estudio, y acceder a bibliografía en catalán era una odisea, una empresa defectiva. También me afectó que mis contactos con el grupo de la universidad que escribía en catalán fuesen un tanto deprimentes, en sus planteamientos flotaba una carga de responsabilidad histórica que me daba un poco de risa pero que se filtraba en los textos que trataba de escribir en catalán: las prosas se me escoraban hacia asuntos como la patria o el propio futuro de la lengua, un compromiso reivindicativo que secaba la imaginación, que estabilizaba la ironía, y que al darme la razón de antemano drenaba la complejidad. Ahora sé que tuve mala suerte: cientos (probablemente miles) de escritores en catalán escriben liberados de estas responsabilidades. Pero las cosas fueron como fueron.
He escrito cuatro novelas desde entonces, y no he pensado demasiado en si pude o no pude escribirlas en catalán. Aunque paso meses que solo hablo catalán e italiano, y solo uso el castellano por teléfono y por las redes sociales (donde creo que hablamos más que escribimos), llegué a convencerme de que había perdido el catalán como lengua literaria. Incluso desarrollé una teoría –era resultona (aparecía un pulpo), pero terminó por resultar falsa. Con un poco de esfuerzo he vuelto a escribir en catalán artículos, piezas breves de prosa, y ya me animo con textos críticos de cierta extensión; cualquier día me arranco con una novela. Este rebrote del catalán como idioma literario está de nuevo relacionado con la afinidad: la comunidad literaria catalana se ha interesado mucho por mi trabajo y me trata estupendamente, incluso los que piensan muy distinto de mí sobre cuestiones políticas. Con frecuencia se muestran más receptivos que en otras zonas de España, quizás la experiencia compartida del tiempo en un espacio reducido cohesione más una comunidad que hablar el mismo idioma. Bueno, seguro que es así: la conjetura es una coquetería retórica.
Tampoco me engaño: la cabeza del león de mi obra son mis cuatro novelas escritas en castellano, y ya no estoy a tiempo de cambiarlo (ni tengo demasiado interés): un castellano un poco bastardo, con palabras catalanas, estructuras sintácticas catalanas, pero castellano, al fin y a la postre. ¿En qué me convierte esta peripecia vital? Creo que en un escritor catalán que escribe en castellano, y existe cierta disputa intermitente sobre si pertenezco a la cultura catalana o a la castellana. Pero ya da mucho trabajo componer los libros como para después clasificarlos, y a los colegas que se enfadan y se preocupan por este asunto les pasa como a la máscara del mal de Brecht, que de tanto aspaviento autoinducido terminan dando un poco de angunia.
Tratando de zafarme descubrí que me sentía igual de incómodo como escritor español que como escritor catalán, son áreas de una extensión imposible de abarcar
El caso es que algunas de mis novelas han tenido cierta resonancia internacional, y he tenido que responder de manera directa a un problema que en el párrafo anterior consideraba intrascendente. Pero es muy interesante examinarse cuando uno se ve obligado a responder a cosas que no le interesan. En mi caso lo primero que aflora es la incomodidad. La terrible incomodidad de la “representación”, la repelencia casi física a compartir “rasgos” con gente con la que no tienes nada que ver, el desasosiego de ser encapsulado en un plural. Un ejemplo: por inercia (y por la fuerza y la presencia de los escritores latinoamericanos en las librerías) la crítica estadounidense tiende a asociarme a los autores “latinos”. No cal dirque, si la etiqueta ya es absurda (algo que pretende dar al mismo tiempo cuenta de lo que se escribe en Buenos Aires y en Ciudad de México abusa de los límites de la elasticidad conceptual), me parece un disparate casi criminal que se la apliquen (aunque ellos lo ven normal y muy útil) a un escritor del casi ultimísimo sur de Europa. Tratando de zafarme descubrí que me sentía igual de incómodo como escritor español que como escritor catalán, son áreas de una extensión imposible de abarcar, con inercias y problemas que desde siempre he tratado de esquivar... Una lata.
La solución natural es apelar a la Literatura Universal, donde las particularidades quedan subsumidas por un mínimo común denominador tan abstracto (la ambición literaria) que admite toda clase de diferencias. Pero la Literatura Universal o no es nada o, es un club muy selecto donde no te puedes invitar tu mismo a poco que tengas cierto sentido del pudor. Dándole vueltas al asunto encontré una solución en el otro extremo de la escala: a día de hoy me siento un escritor de Barcelona. No digo que me represente Barcelona (nunca he pisado El Clot, por decir algo, y no hace ni medio año que descubrí los jardines de Villa Amalia), ni que mis temas tengan que ser forzosamente barceloneses (aunque en buena medida lo son), ni que responda a algo parecido a una “identidad catalana”... sino que la medida “ciudad” en tanto que unidad abarcable por nuestra herramienta decisiva, la imaginación, resulta más útil que la del idioma o la del Estado para situar a un novelista. Atenas, Roma, Florencia, y San Petersburgo planean como precursores. Cualquier persona con sensibilidad sabe que la literatura alemana a caballo entre el siglo XIX y XX se entiende mejor dividida entre “Berlín” y “Viena” que de cualquier otra manera. Nueva York y California son literariamente irreductibles. Dublín escribe contra Londres.
La medida “ciudad” en tanto que unidad abarcable por nuestra herramienta decisiva, la imaginación, resulta más útil que la del idioma o la del Estado para situar a un novelista
No pretendo establecer aquí una distinción académica, sencillamente trazo, de manera tentativa, la silueta de la comunidad donde me siento (dentro de la incomodidad imprescindible para escribir) más cómodo. A efectos personales los escritores de Castilla me parecen con frecuencia tan ajenos como los del rural catalán. En cambio me siento muy cómodo como benjamín de una genealogía fantástica que incluiría los diarios de Biedma, las memorias de Barral y novelas de Marsé, Luis Goytisolo, Mendoza... siempre que no me obliguen a renunciar, por decir algo, a Rodoreda y Sales, dos novelistas que se desplazaron antes que yo por el mismo espacio geográfico, precedente histórico y moral del mío. El idioma aquí es irrelevante. Es decisivo, claro, pero también irrelevante. Y ya tenemos a bastantes pelmas comprometidos en que solo parezca decisivo.
Ignoro hasta qué punto esta impresión vivencial es tolerable por las etiquetas académicas, críticas o sociológicas. Tampoco los peces parecen muy interesados en la ictiología mientras van haciendo lo suyo. O como le soltó Naipaul a un joven musulmán atribulado por el futuro de su identidad (interpretándose a sí mismo en uno de sus libros): “Nuestro compromiso como escritores pasa por comprender quiénes somos y qué podemos hacer, no por inscribirnos en algunas de las etiquetas existente para resolver en falso el problema”. Y cuando Naipaul habla, deberíamos escuchar, pues era el mejor del único plural por el que me siento concernido: el compromiso con la complejidad de estar vivo.
Es un fenómeno sencillo y al mismo tiempo es un fenómeno complicado. Naces, abres los ojos, y un día la conciencia se despierta al mundo hablado, con una lengua, dentro de un idioma. Es un proceso cotidiano, casi infalible, y al mismo tiempo el tejido de las redes neuronales, el prodigio de la...
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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