AMOR Y FÚTBOL
Federico García Lorca y el Atleti de Madrid. Esa hermosa conexión
Para saber si al poeta le gustaba el fútbol hay una solución: preguntárselo a él
José Antonio Martín Otín "Petón" 25/05/2020
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El poeta de Almansa se acercó a Federico verso en mano; José Pérez Ruiz de Alarcón se llamaba el rapsoda y era secretario del Ayuntamiento. Había promovido el teatro en su pueblo con el principio de siglo y ahora, veterano, se sentía camarada de los monos azules que alzaban el decorado. Era verano de 1933, había llegado La Barraca, el sueño de Federico García Lorca con el que buscaba salvar, desde el teatro popular, el alma de España. Federico leyó el poemilla y le hizo tanta gracia que lo convirtió de golpe en el himno del grupo: En la barahúnda se movía ágil la boina negra del secretario de la compañía, 22 años le acompañaban, a su mano le había nacido un esqueje en forma de cartera de cuero llena de papeles, su nombre era Rafael y le apodaban “el futbolista”.
“La farándula pasa bulliciosa y triunfante,
es la misma de antaño, la de Lope burlón, trasplantada a este siglo de locura tonante,
es el carro de Tespis con motor de explosión.” (1)
¿Le gustaba el fútbol a Federico? Una tendencia simplona nos lleva al no y que la charla discurra por cosas más serias. No, hombre ¿a Federico? No, no, qué va. Quizá se explique mejor entrando en la pandilla: Pepín, Luis, Salvador, Federico.
Pepín Bello, el jefe espiritual, la goma de pegar nacida para unir contrarios y por la que esos monstruos se aguantaron, concluyó aborreciendo el fútbol en respuesta a la traición de Luis Miguel Dominguín que un domingo por la tarde, después de comer, le subió al coche y en lugar de llevarle a su casa de Santa Hortensia según el plan, se desvió sin previo aviso Castellana arriba y depositó las nalgas oscenses de aquel genio en la tribuna del Bernabéu, a la que era adicto el matador. Pepín Bello aguantó como Sócrates la cicuta pero dijo barbaridades del balompié y le robó al torero la foto más bonita de Lucía Bosé. Cuando Pepín no era Don José había jugado de lateral derecho en el equipo joven de la Residencia, luego en Sevilla acompañó a Ignacio Sánchez Mejías en la resurrección del Betis y fue campeón por única vez con su paisano José Ignacio Mantecón. Mucho tiempo atrás.
A Luis Buñuel no le gustaba el fútbol, sí la cultura física en taparrabos y el boxeo. Por esa afición llegó a semifinalista del Campeonato de Castilla del peso pesado, sin demasiado mérito: se apuntaron cuatro. Anduvo buscando un manager por todas las habitaciones de la Residencia, pero la sensibilidad del personal discurría alejada de los cuadriláteros y sólo recibió nones hasta que se topó con Pepín, ese amigazo. Al campo de la Gimnástica se encaminaron púgil y mentor; justo al llegar tuvieron que dejar paso a un muchacho que sacaban en parihuelas. “No estaba noqueado, estaba muerto, contaba Pepín, dato que oculté a Luis porque mi representado no andaba tan sobrado de arrojo como para añadirle el sucedido”. Peleó contra un miembro de la saga de los Hernández-Coronado, grandes deportistas, y no se dieron ni una: al concluir el combate sólo cabía eliminar a ambos por falta de combatividad, pero eso impedía la final del torneo. Propusieron los árbitros un alargue y consultaron a los púgiles ¿de cuánto? Un asalto más, respondió Hernández; ¡once, once más! Dijo Buñuel. Le descalificaron por insensato, recordaba hilarante don José Bello: ¡qué animal, pero qué animal Luis, qué animal!
¿Y Dalí? En Cadaqués compartía veranos con Piera, Sagi y Sami, tres amiguetes, tres futbolistas gloriosos del primer Barcelona: La Bruja Piera era una bala por la derecha; Sagi era música jugando y nunca falló un penalti; Sami: Samitier: el más grande. Pues detrás de todos ellos, en el arco, volador de palo a palo: Salvador Dalí, guardameta. Sus amigos hicieron historia en el fútbol, él se fue a Madrid y no volvió a jugar. Antonio D. Olano, autor teatral y primer jefe de prensa del Atlético de Madrid con Gil, aseguraba muy serio que en ese trueque de guantes por pinceles, perdió el fútbol español al sucesor de Zamora.
Para saber si a Federico le gustaba el fútbol hay una solución: preguntárselo a él. Lo hizo por nosotros la revista Miradero y la respuesta estuvo perdida 81 años hasta que la entrevista hecha en 1931 fue descubierta por el Centro de Documentación Teatral y vuelta a publicar como homenaje a uno de los grandes lorquianos, poeta, crítico de críticos y militante colchonero, Miguel García-Posada. En esa revista de vida corta, declara Federico:
“Cuando presencio un partido, unos me son más simpáticos que otros. Conquistan espontáneamente la simpatía por cualquier accidente del juego. Y deseo que gane el que más rápidamente captó mis simpatías. Voy al espectáculo deportivo sin prejuicio alguno”.
A Federico le gustaba el fútbol
La cosa viene de mucho antes, ya en 1921 hay retrato del Federico aficionado. Está jugando en el hermoso campo de la Colina de los Chopos el equipo de la Residencia, camisa azul con el orgulloso escudo residente, calzón blanco. El cuadro institucionista no es ninguna tontería, ha quedado campeón de la C madrileña, una tercera división, y ascendido por lo tanto. Aquella tarde se enfrentan al de la Facultad de Derecho, lo sabemos porque la reseña se la escribe años después el alumno José Diaz Ambrona a Margarita Sáenz de la Calzada y esta lo recoge en su libro Los Residentes: “Jugaron por aquellos (los de Derecho), entre otros, José Antonio y Miguel Primo de Rivera. Y en aquella tarde presenté al estudiante José Antonio al incipiente poeta, Federico García Lorca”. Federico estaba en el campo para animar a sus amigos, los compañeros de la Resi, con ellos el ala asturiana, Manolín Merediz y Ramón Argüelles (2) y el vasco José Luis Ituarte. Los tres jugarían luego para el Athletic de Madrid y los dos primeros estarían en la plantilla campeona de 1928. Después de los partidos, en cualquier terraza cerca del Estadio Metropolitano, Federico y dos amigos: José Manuel Aizpurua, el arquitecto del Náutico de San Sebastián que terminaba la carrera en Madrid, y el delantero centro rojiblanco, Marcelino Galatas.
Manuel Rodríguez Arzuaga fue el abrigo del Atlético de Madrid, su generosísimo protector, quien rescató al club de la catástrofe una y muchas veces. A pulmón y monedero. Él pagó las camisetas que trajo Juanito Elorduy de Southampton, rojas y blancas porque no encontró las que el club vestía, partido en dos el pecho de azul y blanco. Él quien donaba los trofeos para que el club pudiera organizar un partido y ganar una taquilla. Él quien cubría las pérdidas, el hielo, el autobús y la cuota arbitral. Y él quien con 49 atléticos más creó la Peña Los 50 para salvar el escudo cuando el número de socios había descendido a doscientos y la desaparición acechaba.
Manuel Rodríguez Arzuaga fue el abrigo del Atlético de Madrid, su generosísimo protector, quien rescató al club de la catástrofe una y muchas veces. A pulmón y monedero
Manuel Rodríguez era del Valle de Laciana, en León. Jugó al rugby en Francia, al fútbol en Inglaterra, remó el Támesis y practicó el atletismo con su club Atlético de Madrid. Era alto, apuesto, adinerado; por sus comportamientos y nobleza de talante, un caballero modelo. Y epéntico, según el término que inventó Federico para agrupar en un club de finura homosexual a quienes lo merecieran por sutileza de espíritu. Era también antiguo alumno de la Institución Libre de Enseñanza, luego su depositario y tesorero. De lo suyo, pagó las casas que sirvieron para que los chicos del Instituto Escuela, de la Residencia de Estudiantes y de la de Señoritas, tuvieran sus centros de verano. Cuando había un agujero en la bolsa, Rodríguez Arzuaga lo remendaba en silencio. Quien ayudaba a que Federico García Lorca tuviera una habitación donde recostarse sobre almohadones para hipnotizar a sus compañeros recitando a Lope con todas las voces, era el mecenas del Atlético de Madrid, Manuel Rodríguez Arzuaga. El historiador Antonio Giménez Landi escribe la magna crónica de la Institución en una obra llena de mérito; se lamenta en ella de la ausencia, otra más, subraya, del tesorero R. Arzuaga. Eran los últimos meses del 36, plena guerra incivil. Don Antonio podía intuir como todos los residentes la ubicuidad económica del tesorero, tantas veces demostrada, pero atribuirle el don de la bilocación ya parece exagerado: en esas fechas, Manuel Rodríguez Arzuaga estaba encerrado en la cárcel franquista de León por su vínculo con la Institución, quizá también por sus gustos. No se repitió lo de Federico en Víznar porque los Rodríguez de León mandaban muchísimo más que los García de Granada.
En 1932 se da La Barraca a los caminos de España. Entre sus jóvenes miembros, el secretario del Club Deportivo de la Facultad de Filosofía y Letras, Eduardo Ródenas, y el futbolista Rafael Rodríguez Rapún. El grupo nace a la idea de Federico, al amor institucionista de la Unión Federal de Estudiantes Hispanos y al orden de Eduardo Ugarte, alter ego del poeta y el único al que consentía broncas medianas. Ugarte estaba casado con Pilar Arniches, hija del comediógrafo, cuñada de Pepe Bergamín que matrimonió con otra de las hijas, y hermana de Fernando y Carlos Arniches Moltó, apasionados defensores de la fe atlética y miembros de la Peña Los 50.
Eduardo Ugarte participaba con Federico de una tertulia que inició en la Casa de las Flores un as del aire, Francisco Iglesias Brage; acudía siempre Carlos Morla, el diplomático chileno, y por eso faltaba a menudo Pablo Neruda aunque vivía en el mismo edificio de Moncloa, justo encima del café. Era de los habituales Manolito Altolaguirrre (3). Paco Iglesias formaba en el clan de los epénticos (4), como Morla. Era un tipo de valor imposible, simpatiquísimo y de grandes dones físicos, los ojos celestes y rasgados como si en lugar de hacerlo en La Coruña hubiera nacido en Mindanao. Cruzó el océano con el Jesús del Gran Poder rompiendo la mayor distancia que jamás trazó un avión sobre el mar. Al encuentro cotidiano acudía siempre acompañado de otro piloto, hijo del fundador de la Aviación española, Paco Vives, que de inmediato amigó con Federico. La guerra rompió la tertulia y todo lo demás. Tras ella, el Atlético de Madrid volvió a agonizar, sin campo, sin caja, sin jugadores. Le salvó su fusión con un equipo nacido en la contienda: Aviación Nacional. A la cabeza del empeño, el primer presidente del Atlético Aviación: Francisco Vives, el amigo de Federico.
A Federico, aquel joven poeta al que le gustaba el fútbol, le pasaban el amistoso brazo por encima los dos salvadores del Atlético de Madrid, Manuel Rodríguez Arzuaga y Francisco Vives
Así que a Federico, aquel joven poeta al que le gustaba el fútbol, le pasaban el amistoso brazo por encima los dos salvadores del Atlético de Madrid, Manuel Rodríguez Arzuaga y Francisco Vives.
Con el balón también le enlazaba su viejo amigo José María de Cossío, presidente del Racing de Santander, directivo de la Federación y delegado de la selección española a temporadas. El prócer cántabro ya había ganado para la causa del pelotón a Rafael Alberti; tenía al de la Bahía curando penas de amor en la Casona de Tudanca: la pintora Maruja Mallo le había dejado el corazón como un filete, vuelta y vuelta; Alberti suspiraba y escribía Sobre los Ángeles, tanta poesía. A Cossío le empezaba a preocupar el regodeo en la tristeza de Alberti que si es buena para crear, termina provocando anemia ferropénica. Se lo llevó al fútbol, vio los tres choques de la final de la Copa entre el Barça y la Real Sociedad en los Campos de Sport del Sardinero, los empates embarrados, la cabeza rota de Platko, la alegría de Gardel por su amigo Sami, el triunfo del Barcelona; escribió una oda al portero húngaro; recibió una contraoda de Celaya que acusaba al árbitro; alegró el talante. El fútbol distrajo su dolor.
Cuenta Cossío en ABC que en una tarde de no hay billetes, fue a ver un partido de la selección con Lorca y otros amigos. Antes de tirar de influencia, lo hizo Federico de desparpajo y saludando con simpática superioridad al portero fue a entrar directamente. La entrada, oiga. Pero ¿cómo? ¿no me reconoce usted? Yo soy Samitier, protestó Federico. Un sinvergüenza, eso es lo que es, fuera, hombre, y ya le iba a atizar con la máquina de picar entradas cuando intervino Cossío con su acreditación federativa y pasaron entre carcajadas de la peña e irrepetibles andanadas del ordenanza. Sucedió el 8 de enero de 1936, el partido que llenó el Metropolitano era de preparación para el combinado nacional, España ganó 2 a 1 a los checos del Zidenice Brno con goles de los oviedistas Herrerita y Lángara. Lloviznaba aquella tarde, lo sé porque Eduardo Ródenas se dedicó a poner pegatinas en los paraguas. Con Federico y Cossío estaba en el campo del Atleti, Rafael Rodríguez Rapún.
Rafael Rodríguez Rapún era estudiante de la Escuela de Minas, la cuna universitaria del Atlético de Madrid, cuando se echó encima de su poderosa espalda el peso secretarial de La Barraca. Un día vaciló a un compinche que cursaba Derecho: eso se hace con la gorra. Pero qué dices, mentecato, a ti me gustaría verte peleando con el Romano. Rafael se encendió con el reto, se matriculó en Derecho sin perder atención para la ingeniería y ya lo terminaba cuando lo del partido contra los checoslovacos. Era alto, fibroso, muy frontal, pelo crespo: un buen mozo. Le gustaban las chicas más que comer con los dedos, contaba su compañero Modesto Higueras, pero se dejó atrapar por el influjo de Federico y en esa red se debatía. El futbolista Rafael era la sombra de Lorca y el amor cerrado del artista. Cuando los comunistas del BEOR (5) se hacen con el control de la Unión Federal de Estudiantes Hispanos hacia la primavera del 36, expulsan a Federico de La Barraca con una carta destemplada y el despido alcanza al secretario Rafael Rodríguez Rapún. El difícil equilibrio amoroso se va quebrando, Rafael atiende a su inclinación sexual en perjuicio de su cesión sexual: gana una Elena primaveral, pierde Federico que le había contado entre lágrimas su lamento a Cipriano Rivas Cherif, capaz de comprenderlo bien. Las balas llegan para abrir distancias. Lorca desoye a Edgar Neville y baja a Granada. No vale la protección cerrada de sus Rosales. La reacción más oscura le atraviesa.
Han matado a tu amigo en Granada, le dice el padre al llegar a casa. Rafael grita desesperado: por mi culpa, es por mi culpa.
El padre de Rafael es de los Rodríguez del Valle de Laciana, en León. Es frutero, es socialista. La madre, María Rapún Otín, de Jaca, en el Altoaragón.
Rafael lleva dentro un héroe. Quienes le conocían, lo sabían. Un héroe cotidiano, de los de absorber en uno los trabajos de muchos y un héroe de la hazaña definitiva. El 18 de agosto de 1938, el teniente del ejército republicano, número 19 de su promoción y destinado al Frente del Norte, Rafael Rodríguez Rapún salta de su posición y encara en solitario al enemigo con un golpe de mano individual. Muere acribillado. Se cumplía un año exacto de la muerte de Federico. Entre sus papeles el carnet de socio del Atlético de Madrid.
Con mi amigo José Manuel Tenorio tuve el privilegio de pasar una tarde escuchando a Sofía Rodríguez Vernis, hija de Tomás el hermano de Rafael, y a Toña, la memoria oral de la familia Rodríguez Rapún. Vimos los papeles, las fotos. Todos ellos se reunirán en un ensayo que prepara delicadamente Alberto Conejero, el depositario de los recuerdos de Tomás y autor de La Piedra Oscura, una maravilla teatral que ha conmovido recientemente la escena española. Y vimos también la hermosa foto, la de unos chavales que forman juntos sobre el campo de La Guindalera antes de empezar un partido. En el centro está el mediocampista Rafael Rodríguez Rapún, 17 años. Su camiseta es roja y blanca, lleva al pecho su escudo de rayas y en un triángulo esquinado, un oso y un madroño. Es el equipo juvenil del Atlético de Madrid. Es el Atlético de Madrid. De Rafael, el futbolista.
Para Rafael Rodríguez Rapún son los Sonetos del Amor Oscuro, la mayor elegía de esgrima amorosa que se escribió jamás. Hoy que pueden, lean muy despacio:
EL AMOR DUERME EN EL PECHO DEL POETA
Tú nunca entenderás lo que te quiero
porque duermes en mí y estás dormido.
Yo te oculto llorando, perseguido
por una voz de penetrante acero.
Norma que agita igual carne y lucero
traspasa ya mi pecho dolorido
y las turbias palabras han mordido
las alas de tu espíritu severo.
Grupo de gente salta en los jardines
esperando tu cuerpo y mi agonía
en caballos de luz y verdes crines.
Pero sigue durmiendo, vida mía.
Oye mi sangre rota en los violines!
¡Mira que nos acechan todavía!
Si en el amor aceptamos como nuestro lo que el otro ama, y lo asumimos, y lo defendemos, y al fin, con nuestro amor somos de lo que nuestro amor es, cómo no intuir a Federico conectado con el equipo de su amor. El Atleti de Madrid. Ese club emocionante.
Publicado en la Revista de Occidente n º 412 Septiembre 2015:
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Notas:
(1) Más o menos lo que acaban de leer fue expuesto en conferencia el 15 de mayo de 2015 en la Sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes dentro de las Jornadas de Cultura en Rojo y Blanco. En el transcurso de la misma, entró la banda. Después de 80 años volvía a sonar coralmente el himno de la Barraca. Por primera vez con música.
(2) Ramón Arguelles Álvarez del Busto es el “jugador perdido” en la historia del Atlético de Madrid. Se le ha confundido con Manuel Arguelles, extremo del Sporting que jamás militó en las filas colchoneras. La precisión del dato se la debemos a Joaquín Aranda, arquitecto e historiador del fútbol asturiano, que en una jornada me resolvió el enigma. Ramón (La Habana, Cuba 1902- Madrid, 14 diciembre 1982) era hijo de Donato Argüelles del Busto, alcalde de Gijón en 1909. Ramón Arguelles realizó los estudios de Ingeniero de Caminos y jugó tres temporadas en el Atlético de Madrid. Se casó con una hija del político Melquiades Álvarez y acabada la carrera fue ingeniero de la Junta de Obras del Puerto de Gijón.
(3) Manuel Altolaguirre estaba casado por esas fechas con Concha Méndez que se había prometido: “este para mi” cuando vio al poeta malagueño desnudo, en plena siesta, y con sus nobles atributos atados con un lazo colorado. Paco Vives había retornado a España maltratado por su esposa, la singular millonaria cubana María Luisa Gómez Mena. María Luisa y Altolaguirre terminaron juntos hasta en la vida: la criolla atrapó al poeta tras una persecución infatigable, le desposó y juntos fallecieron en accidente, su coche se estrelló en la provincia de Burgos; era el primer viaje a España de Altolaguirre tras su salida en el 39. Vives, gran romanceador, no volvió a casarse.
(4) La existencia de este clan, lobby gay avant la lettre, me la hizo observar con agudeza Javier Rubio Navarro, especialista de la época. La dificultad en la que vivían su realidad unía tanto que superaba las barreras políticas: a Gustavo Durán, músico y amante del pintor Néstor de la Torre, luego coronel del V Regimiento, le salva la vida el falangista Felipe Ximénez de Sandoval, miembro del clan. En el mismo puerto de Valencia le obliga a cambiar de barco porque Sandoval, diplomático y jerarca del bando contrario, conoce que ese en el que va a embarcar Durán será detenido nada más zarpar. El mismo Paquito Iglesias, firmante del Manifiesto de la Conquista del Estado y entrañable del gran desconocido Julio Ruiz de Alda, es colocado por el clan como asistente del ministro socialista Fernando de los Ríos, cuyo Ministerio de Instrucción Pública avala la presencia de Iglesias como Comisario de la Sociedad de Naciones, representando el arbitraje de España en el conflicto del Trapecio de Leticia, tremendo lío entre Colombia y Perú.
(5) La eliminación de Federico como primer responsable de La Barraca está aún por contarse detenidamente; es apasionante ir conociendo datos que permiten dibujar el mapa de aquellos días y detectar la influencia fatal que tuvieron en la vida del poeta.
Quien vivió la bronca e inmediata expulsión de García Lorca fue Jorge Campos, en la partida de nacimiento Jorge Renales, que presenció desde su mesa y muy asustado la violenta discusión. Campos era un poeta valenciano, secretario de la UFEH, encarcelado tras la guerra, crítico de El País más tarde y autor de un libro rarísimo de encontrar: Bombas, Astros y otras Lejanías donde se apunta el caso. El prologuista fue su amigo del alma, rector de la Menéndez Pelayo, escritor y pintor, Pablo Beltrán de Heredia, que explica más detalladamente lo que Campos contó: Federico fue apartado de lo que él había creado porque al Bloque Escolar de Oposición Revolucionaria, comunista y nuevo mandamás en la UFEH, no le gustaban las nuevas amistades políticas de Federico.
El poeta de Almansa se acercó a Federico verso en mano; José Pérez Ruiz de Alarcón se llamaba el rapsoda y era secretario del Ayuntamiento. Había promovido el teatro en su pueblo con el principio de siglo y ahora, veterano, se sentía camarada de los monos azules que alzaban el decorado. Era verano...
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