TRANSFORMACIÓN Y PROGRESO
Lo real distópico
Lenguajes y usos pandémicos
Irene D. Castellanos 7/05/2020
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Adoro las distopías. Por sus críticas a los sistemas reales y por sus dosis de fantasía que me permiten desplazarme a escenarios en los que me encanta imaginar mi probabilidad de sobrevivencia. Me planteo cómo protegería a mi familia, si me escondería, si me rebelaría contra el malvado orden opresor, si me uniría a algún bando, si huiría, si sabría luchar cuerpo a cuerpo –improbable–, si aprendería a utilizar alguna clase de arma –no muy claro–, si la usaría contra otra persona –…–. Sin embargo, las famosas ficciones distópicas sirven para el después, no para el durante. Suelen colocarse directamente tras la hecatombe o, como mucho, pasan en panorama o breve analepsis las gestas intermedias. Será porque la incertidumbre no tiene mucha épica visual, pero ¡ojo qué tensión! Pase lo que pase en unos días, unos meses, incluso unos años, despierte en una realidad completamente nueva o el dinosaurio siga ahí, todas las posibilidades con las que juego se despliegan en el campo mítico estructurado por la pandemia, cuya vigencia en el imaginario colectivo sucumbirá a la vez que la incertidumbre que lo ha fundado. Pero, para eso, falta un tiempo indeterminado. En estos instantes, el contenido, de la índole que sea, creado en dicho campo mítico responde a lo real distópico. El desconcierto impacta a tal nivel que no se dispone de un lenguaje prefigurado ni de un vocabulario oportuno. No hay términos para referir de forma no subjetiva lo que no existía antes. El realismo se tiñe de distopía.
Detesto el aislamiento. La incertidumbre no me permite buscar alternativas a las ilimitadas problemáticas que conjeturo en el horizonte mítico. Estrictamente, sólo dispongo de opiniones para pensar, hablar, escribir, emitir mi opinión sobre una realidad a la que no tengo acceso y que, de esta forma, no puedo saber si es real. El tinte distópico tiene base acuosa pero una gran adherencia. Si antes de la cuarentena tenía una visión sesgada, en cuarentena tengo una visión completamente parcializada. Ante el desmoronamiento de la percepción común de la realidad y la apertura a las creencias, la comunidad deja de existir para dejar sola a la individua. Yo, en mi caso. La pregunta es cuán consciente soy de esta parcialización desde donde yo miro, con las opiniones que yo elijo recibir, sin contacto con el exterior. No sé si se trata de una pregunta retórica o debo intentar responder. El confinamiento forzoso me debilita intelectualmente y me hace ser más vulnerable que nunca a las falacias, a las posverdades y a otras estrategias de dominación más discretas alimentadas por la ausencia de un lenguaje no contagiado, ausencia que desde luego no enmudece. Para hacer frente a los vacíos léxicos se desempolvan lenguajes, reutilizados, divulgados y contrargumentados con lenguajes a su vez desempolvados. Es decir, la terminología subjetiva se basa en una apropiación o reapropiación de lenguajes conformados en y para otros contextos. La dinámica es regida por leer, pensar, escribir, traducir, publicar rápido. Curioso: a pesar de la parálisis sistémica, la prisa infecta la producción intelectual. Para empeorar la situación, las apologías de bar se trasladan al soporte escrito y la comunicación social se entabla mediante un lenguaje ciberoral –nombra Paul B. Preciado– posteado en redes sociales que viraliza en las subjetividades individuales ciertos usos lingüísticos vinculados al estado de alarma. Mi intención no es buscar dardos en las palabras, sino explorar los límites del lenguaje en el campo mítico estructurado por la pandemia.
Gran parte del sector intelectual de izquierdas parece desterrar de sus filas posmarxistas la crítica feminista y el uso del lenguaje inclusivo
El mayor riesgo de contagio masivo lo representan los casos asintomáticos. Un contagio que se extiende sin poder identificar el foco. De forma similar tiene lugar la perpetuación subrepticia del lenguaje machista. Y el lenguaje es, siempre, un arma. Lo comparo con un caso asintomático porque no quiero referirme al vocabulario propagandístico del sector sabidamente machista, antiintelectualista y neofascista. Lo verdaderamente preocupante es que un poso machista se está generalizando en ideologías de izquierda y las prisas no justifican este uso como descuido. No se trata de erratas ni despistes por falta de revisión; se trata de falta de premeditación. Gran parte del sector intelectual de izquierdas, muy enfocado a idealizar la utopía en lo real distópico, parece desterrar de sus filas posmarxistas la crítica feminista y el uso del lenguaje inclusivo. Es decir, parece desterrar el pos-. Lo que no logro entender es a qué sistema neoliberal se presume enfrentar de esta manera. Textos y textos como, por ejemplo, el de Santiago Alba Rico y Yayo Herrero, donde utilizan el masculino genérico, pero para referirse al personal de enfermería escriben “enfermeras”, ayudando a calar en la ideología de la izquierda la feminización machista del trabajo. Un reflejo identificativo de cómo el pensamiento feminista es excluido sin porqué. Como si la atención a la crisis sanitaria fuera incompatible con la urgencia de igualdad, cuando son necesariamente simultáneas.
Un uso que me resulta altamente irritante, particular de quienes quieren, ya no ser o no ser, sino parecer feministas es la salpicadura inclusiva. Consiste en decir el primer vocativo en ambos géneros y después seguir en masculino acudiendo a la economía lingüística. Se puede volver a recurrir al desdoblamiento en alguna frase con el fin de recuperar el postureo. Es el uso predilecto de las portavoces del actual Gobierno. Puede que sea uno de los más peligrosos, pues lo que hace es subrayar que lo femenino, por defecto, se contiene en lo masculino, pero jamás al revés. De este modo, crea la ilusión de lenguaje inclusivo, progresista e igualitario, cuando implicita que la mujer se incluye en el mundo, los oficios, la vida del hombre. ¿Igualdad? ¿Dónde?
Serias dudas surgen en el uso del lenguaje filosófico, que por el momento no parece contemplar la inclusión en ciertas estructuras arcaicas y herméticas propias de su esfera. Las grandes filósofas de nuestro tiempo, denunciantes del patriarcado y del sistema neoliberal, conservan en sus escritos formas exclusivamente masculinas. Porque para evitar deshumanizar a “la mujer” empleando “el hombre” se utiliza como recurso “la humanidad”, pero no se contemplan alternativas para referirse al “sujeto” o al “individuo”. No existen femeninos en el lenguaje filosófico. Un ejemplo de escritora feminista es Patricia Manrique, quien utiliza el femenino genérico o lo desdobla, pero el lenguaje filosófico del que se sirve es plenamente masculino. Si no se dispone de un lenguaje filosófico inclusivo hay que inventarlo, por erróneo que suene al principio, como ocurre con las formas femeninas de ciertos trabajos que tiempo atrás no eran desempeñados de manera oficial por mujeres. Lo que mina cualquier posible cambio hacia el progreso es leer “limpiadoras”, “enfermeras” y “médicos” o “patriarcado” e “individuo” en el mismo texto.
María Galindo en Desobediencia, por tu culpa voy a sobrevivir, un ejercicio propositivo en más de un sentido, exhibe todas o casi todas las innovaciones lingüísticas, formales y gráficas que surgen en la evolución hacia una sociedad feminista. Femenino genérico, desdoblamiento y masculino genérico se entrelazan con la creación de formas neutras en e y las marcas x y @ para simbolizar la presencia morfológica de ambos géneros. Lamentablemente, parece que los experimentos lingüísticos desde el feminismo se quedan relegados a hacer crítica feminista o a composiciones más artísticas o literarias, como es el caso del texto de María Galindo. Sin embargo, apremia buscar nuevos usos lingüísticos, redefinir acepciones y formar palabras nuevas. Para lograrlo, hay que superar lo normativo y perder el miedo a lo incorrecto. La lengua es un continuum. El tiempo y no la academia es quien “fija” los estándares. A mis amigas: el feminismo no está en cuarentena.
Según el mito, Pandora, la primera mujer, es creada con el fin de seducir a Epimeteo y liberar todos los males para que se propaguen irremediablemente por el mundo de los hombres. Entre los males están la avaricia, la pobreza, la enfermedad y el odio inicial sin el que no habría mito. Parece que no hay demasiada inventiva en los principios elaborados por Joseph Goebbels, resumibles en individualizar a los adversarios en un único enemigo y atribuirle todos los males, creando al mismo tiempo impresión de unanimidad. Este adoctrinamiento respalda culpar del origen de la pandemia a escala mundial al estilo de vida chino y del crecimiento exponencial de la epidemia española a las manifestantes del 8 de marzo. Queda feo y es políticamente incorrecto identificarse con el odio, pero ahí quedan los prejuicios, naturalizados mediante artificios oratorios cuya finalidad es influir en la voluntad subjetiva individual. Con más o menos consciencia es lo que ocurre en la esfera política al utilizar los pronombres en primera persona, masculino, plural. El uso constante de “nosotros” ensalza al estado macho, masculiniza a la población, abole simbólicamente la existencia de clases y exalta peligrosamente el sentimiento de unidad nacional. Pretender que todas las personas que habitan un territorio entren en ese “nosotros” es una medida de dominación. Como consecuencia, en el plano psicosocial, el miedo sustituye a la empatía. Este concepto, construido mediante la otredad, enmascara una postura victimista y ofensiva desencadenada por la amenazante pérdida de privilegios. Atmósfera perfecta para buscar en el saquito del rencor.
Sopa de Wuhan, la antología de pensamiento contemporáneo en tiempo de pandemia de Pablo Amadeo, es un gran ejemplo de cómo la hostilidad se propaga también culturalmente bajo los estados de excepción. Lo que podría haber sido un proyecto editorial interesante dedicado a recolectar comentarios diversos de la realidad actual –o no tan diversos– se ve reducido en su título desacertado y en su portada agresiva a un ataque directo a la población china. Sin un solo testimonio asiático (a este respecto me permito no contar a Byung-Chul Han, filósofo surcoreano, por vivir en Berlín, escribir en alemán y pensar desde Europa), el diálogo interno que debería establecerse en la lectura dirigida de los textos no funciona –o sí, según se mire–. La réplica perfecta a la ofensa de Amadeo se encuentra en un texto publicado unas semanas antes: Contagio social, un análisis realista de la epidemia en China y de la pandemia mundial. Firmado por el colectivo Chuang, en sus páginas se demuestra la falacia que es achacar la pandemia al comercio y a la alimentación china en un mundo capitalista y globalizado.
Una vez destapada la vasija y culpado a Pandora, qué mejor estrategia comunicativa contra el mal que la apropiación del lenguaje bélico, en el que además tampoco se estilan los femeninos. Al parecer hay un “enemigo” al que “nosotros” vamos a “vencer” (emoji perplejo). El uso de este tipo de retórica siempre incluye alguna forma de violencia que no se explica de ningún modo con la crisis sanitaria. La aplicación de medicina táctica es indemostrable, pues no hay zona de combate, ataques violentos ni pacientes heridas por fuego enemigo. Hay hospitales colapsados y personas enfermas por contagio. No se aplica medicina de guerra porque no se trata de víctimas de guerra. Se recurre a esta imagen por no disponer de otra capaz de ilustrar mejor el nivel de crisis al que se enfrentan en los hospitales. A lo mejor el problema es que existe un término para la medicina de combate y no para la de pandemia, que la ontología identifica la guerra con la condición humana y no la pandemia. Buscar términos eufemísticos como “catástrofe capitalista” para fomentar la lectura biopolítica y remarcar una postura ideológica tampoco lo veo necesario. En cambio, las propuestas de Patricia Manrique de utilizar “lenguaje e imaginario que promovieran la inmunidad comunitaria, no a la inmunidad batallante” y la de María Galindo de fomentar la ayuda comunitaria sobre individualización y la pérdida de derechos me parecen, al menos, constructivas.
El idealismo en tiempos de pandemia es un lujo geopolítico y de clase. La lucha ideológica activada entre la vasta bibliografía publicada con motivo de la pandemia aviva el populismo
Conjuntamente, el uso de “nosotros” y el lenguaje bélico sedimentan una falsa creencia de igualdad batallante. La campaña “este virus lo paramos unidos” es un resumen perfecto. Sin embargo, el virus no “ataca” –como dice Judith Butler– a todas las personas por igual, sino dependiendo de la comunidad, la región y la clase social. No es debatible que las personas mal nutridas o desnutridas, sin acceso a medicamentos y sin atención sanitaria son más vulnerables a las enfermedades. Lo que ocurre es que este tipo de realidad parece ajena a los países desarrollados y afecta de forma transversal a la praxis del bienestar. Si bien la desigualdad es más radical que nunca aún dentro de cada país. Difícilmente puede existir un “nosotros”.
Pero al fondo de la vasija, Pandora encontró la esperanza. El idealismo en tiempos de pandemia es un lujo geopolítico y de clase. La lucha ideológica activada entre la vasta bibliografía publicada con motivo de la pandemia aviva el populismo. De un lado, las falacias neofascistas preocupadas por salvaguardar el capital y los privilegios que de él emanan. Del otro, el intelectualismo que se vale de un lenguaje reaccionario tan rancio como la misma opresión contra la cual se rebela, aspirando a acabar con el neoliberalismo desde una postura intrasistémica. No obstante, la creencia en la caída del capitalismo es una experiencia muy satisfactoria tanto para quien la escribe como para quien la lee, no lo voy a negar. La lectura es gozosa hasta tal punto que hace pasar por alto el uso de lenguaje machista y el trasfondo de insulto a la pobreza. Hasta que algo hace clic.
Como llamamiento antisistema y para desprestigiar el uso generalizado del lenguaje bélico, lundimatin publica su Monologue du virus. El virus, literariamente personificado, se dirige en primera persona a su narrataria, la humanidad, para constatar que la única guerra que existe es intrínseca a la especie humana. Después ridiculiza la sociedad del bienestar e invita a la reorganización social. Sin embargo, se opta por el masculino genérico, una vez más se feminiza la enfermería y en Monólogo del virus –traducción oficial del original francés del Grupo Coquelicot revisada por un amigo– leo “No por no tener dinero se va a dejar de comer”. Clic. Entonces me corrijo: el narratario es el individuo cuyas necesidades básicas están cubiertas y no peligran. Aunque la utopía suceda al poscapitalismo, la brecha económica sigue existiendo. Hasta el desplome la economía y la anulación de las deudas, la propiedad y los sistemas monetarios, unas personas dejan de comer antes que otras. Por lo tanto, incluso en la protoutopía poscapitalista, la sobrevivencia se jerarquiza económicamente. Para sobrevivir a la caída del sistema económico hay que tener dinero.
Idealizar el día después de la pandemia implica cierta aceptación de la historia de la salvación divina
Tras aprender a convivir con los males gracias a los consejos falaces de la esperanza, Pandora tiene una hija, Pirra, la única mujer que sobrevive al Diluvio y de quien desciende la humanidad. Idealizar el día después de la pandemia implica cierta aceptación de la historia de la salvación divina. Así, la ilusión de la caída del neoliberalismo cohesiona con las creencias religiosas apocalípticas y el vocabulario escatológico –también reflexionado por Giorgio Agamben– da lugar a la creación de miedos irracionales y supersticiones fácilmente manipulables. Según Bifo, el virus, leviatán aceleracionista, logra la parálisis que mata el sistema. Por lo tanto, no queda más que esperar. Tras la muerte del sistema, comenzará la vida. Por el contrario, como el propio Bifo reconoce, Srecko Horvat señala desde una postura más realista que el virus propicia el ambiente perfecto para la ideología neoliberal, restringiendo la libre circulación de personas y dejando impune la circulación de mercancías. Para Bifo hay dos opciones: salir de esta situación como dice Srecko Horvat o con ganas de abrazar. La segunda opción la respalda en el entorno de falsa igualdad creado por la pandemia del que ya he hablado. Recurrir a la romantización de la cuarentena no es un recurso de Bifo en exclusiva. Personalmente, veo una diferencia abismal entre potenciar la empatía como medio para derribar las desigualdades existentes y trivializar el amor como cura de todo mal sin promover cambios sociales mínimos. El romanticismo también es un producto del capital.
Las posturas idealistas se valen de un pasado mítico para imaginar un futuro utópico. Al igual que la mayoría de las ficciones distópicas, critican el antes y visualizan el después, sin pasar por el durante. En la revisión antropológica de pandemias anteriores, se ve que las sociedades son obligadas a transformarse. Apostar a que esa transformación se incline hacia un lado o hacia otro es jugar con lo real distópico. Tras un tiempo indeterminado en vez de apuestas habrá que formular soluciones y el tiempo presente es el de cultivar la ideología como operadora de las futuras decisiones. La lengua, los diferentes usos y lenguajes son las herramientas para incentivar el progreso. Sin cambios lingüísticos no hay cambios ideológicos y viceversa. Como defiende Donna Haraway, las nuevas soluciones pasan por la aplicación de nuevos lenguajes. Y esta es la única revolución que puedo empezar en confinamiento.
Adoro las distopías. Por sus críticas a los sistemas reales y por sus dosis de fantasía que me permiten desplazarme a escenarios en los que me encanta imaginar mi probabilidad de sobrevivencia. Me planteo cómo protegería a mi familia, si me escondería, si me rebelaría contra el malvado orden opresor, si me uniría...
Autora >
Irene D. Castellanos
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