1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

  307. Número 307 · Abril 2024

CTXT necesita 15.000 socias/os para seguir creciendo. Suscríbete a CTXT

Vidas sincronizadas

La tentación del confinamiento

El capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a pegarnos voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una estructura de la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos días más

Santiago Alba Rico 27/04/2020

<p>Una mujer mira por la ventana en Ciudad de México.</p>

Una mujer mira por la ventana en Ciudad de México.

Eneas De Troya

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

Real, escribía hace unas semanas, es la independencia del mundo.

El ejemplo más banal es el hijo. Un hijo es real porque no se puede escapar de él, porque no tiene final; porque no podemos querer –ni siquiera imaginar– su final, aún más real que su existencia misma precisamente porque su existencia es lo más real que existe. No se puede escapar de él; no podemos desprendernos del hijo como de una tablet o de un coche viejo. Nadie, que yo sepa, ha huido de un hijo que llora; es imposible, en efecto, imaginar a una madre de cualquier sexo que, al oír llorar a su bebé, suelta el pañal y huye escaleras abajo. Esa barbaridad pusilánime ni se nos pasa por la cabeza. Si el niño llora en su cuna, acudimos a tranquilizarlo o a alimentarlo o a cubrirlo con una manta. Es completamente real: sabemos que no hay escapatoria.

Todos tenemos la sensación de que estábamos esperando, sin saberlo, esta crisis: nos sorprende justamente porque nos había sido anunciada

Tampoco podemos escapar de los brazos del amado o de la amada. Y mientras estamos ahí, “cual vid que entre el jazmín se va enredando”, nos decimos y hasta lo decimos en voz alta: me pareces un sueño. Todas aquellas cosas de las que no podemos escapar y de las que nos decimos que “parecen soñadas” son reales. La realidad, cuando aparece, parece irreal, lo que no deja de ser ilógico y extravagante. Porque al hijo lo hemos esperado durante nueve meses, sabíamos de su inminente llegada, y, sin embargo, su nacimiento, su existencia, su estancia repentina en el mundo nos parece completamente inesperada. No nos lo esperábamos. Eso ocurre también, sí, con el amor, pero asimismo, a escala colectiva, con la revolución, la guerra o la catástrofe. Por eso mismo la realidad, cuando se presenta, lo hace al modo de un déjà vu. Es inesperado el hijo que esperamos nueve meses; y también al revés, lo inesperado, si comparece, revela hasta qué punto lo estábamos esperando. Creo que todos tenemos la sensación de que estábamos esperando, sin saberlo, esta crisis: nos sorprende justamente porque nos había sido anunciada. Y eso explica en parte, más que el miedo o junto al miedo, la mansedumbre y el sentido de la responsabilidad con que hemos aceptado el confinamiento.

La realidad, cuando aparece, parece irreal. ¿Pero qué ha aparecido en este caso? ¿Y por qué nos parece irreal? 

Por primera vez nuestras vidas, todas las vidas, en Roma, Madrid, Túnez, París, están sincronizadas por el virus. No ha ocurrido nunca antes. La pandemia de coronavirus no es –ni mucho menos– lo peor que le ha ocurrido a la humanidad, pero sí lo primero que le ocurre a la humanidad como sujeto-especie consciente. La amenaza nuclear desde 1945 y el cambio climático, anunciado desde los años 70 del siglo pasado, definía ya una temblorosa Humanidad común, pero inalcanzable para la experiencia cotidiana. Todas las catástrofes, hasta ahora, han sido “locales” o livianamente ignoradas desde lejos. Lo mismo puede decirse de las revoluciones y de los placeres. Por muchos millones de espectadores que vieran una final olímpica o un Madrid-Barça, esa sincronización no era universal y además duraba, como máximo, un par de horas. Por muchos millones de personas que murieran –y mueran– en guerras y tsunamis esa experiencia era –y es– invivible fuera del lugar de la tragedia, donde la realidad común se ciñe a un espacio limitado. La sincronización entre las vidas que produce el virus es por primera vez, precisamente, la vida. Nuestra vida. Nuestra nueva vida, volteada por el virus y regulada por las medidas tomadas contra él. ¿Qué vida es ésta?

He dicho que hasta hoy la humanidad no había compartido nada. No es verdad. Hay una cosa que  compartimos todos los humanos al mismo tiempo mientras estamos vivos: la mortalidad. Ahora bien, de la mortalidad, como de la miseria, sí podemos huir por procedimientos antropológicos, estupefacientes o imaginarios; y eso es normal y casi bueno. Las sociedades humanas serían inviables si estuviesen presididas por la conciencia inmediata de la muerte individual; si escuchásemos sin parar el tic-tac de la degradación de los órganos en nuestros cuerpos. Pero una cosa es no vivir ininterrumpidamente la mortalidad, condición de la supervivencia, y otra muy distinta no tomarla en cuenta ni siquiera delante de un cadáver. De hecho, si algo caracterizaba a nuestras sociedades occidentales es que sus habitantes, más que compartir la realidad de la mortalidad, compartían la ilusión de la inmortalidad, y con tanta más seguridad cuanta más gente de otras razas u otras geografías moría a nuestro alrededor. Y de pronto el virus y las medidas tomadas contra él hacen que nuestras vidas sincronizadas se vean sincronizadas por la realidad irreal de la mortalidad, así como por unas rutinas de confinamiento que alteran de manera simultánea el tiempo individual y el tiempo del capitalismo.

La cuestión es que esa realidad –como el sexo en la conocida película japonesa El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima– se ha vuelto completamente dominante, y ello hasta el punto de que no sólo ha desterrado las ilusiones de la normalidad fantasiosa en la que vivíamos sino que ha puesto fuera de juego, cautelarmente, todas las otras realidades. El 27 de marzo, pocos días después del establecimiento del estado de alerta, en el pueblo donde paso el confinamiento murió un hombre. Murió a sesenta metros de mi casa, a dos calles de distancia. La sacudida de la noticia quedó enseguida sumergida en una indiferencia fría y casi desdeñosa al enterarnos, pocos segundos después, de que no había muerto a causa del coronavirus. ¡Había muerto asesinado a hachazos! Una noticia que en cualquier otro momento habría conmovido y excitado a todos los habitantes del pueblo, y habría generado habladurías febriles y estremecimientos numinosos, y abundante amarillismo periodístico, nos dejó a todos indiferentes y –por qué no decirlo– aliviados. Frente a la sincronía de la pandemia, esa muerte –tan espantosamente real– era una muerte acrónica, a destiempo, que no sincronizaba nuestras vidas sino que más bien las desajustaba de un modo casi inoportuno y, por eso mismo, inatendible e irrelevante. Si no había muerto por el virus, ¡es que no había ocurrido nada! Me acordé de las primeras páginas de La montaña mágica, cuando Hans Castorp empieza a “aclimatarse” al tiempo enfermizo del sanatorio, presidido por la sombra de la Tuberculosis, que va deslizándose en todos los pulmones y que “distingue” –pero como una distinción nobiliaria– a los residentes en tratamiento en la Montaña de los banales hombres sanos del valle (“allá abajo”), donde se muere siempre de otra cosa. Hasta tal punto el bacilo de Koch ha sincronizado esas vidas descritas por Thomas Mann que, cuando uno de los huéspedes acude a la consulta médica aquejado de una enfermedad fulminante que lo matará sin remedio en pocos días, el dr. Behren le dice, tranquilizador, tras examinarlo: “No tiene de qué preocuparse. No es tuberculosis”. Cuando pase la pandemia, me temo, va a quedar un gran vacío en nuestras vidas. Tendremos mono, por así decirlo, de realidad. Nos encontraremos en un mundo vacío de acontecimientos que habrá que llenar de nuevo en una sociedad inevitablemente transformada. ¿Lo haremos mejor que antes? ¿Dejaremos entrar las otras realidades –desigualdades sociales, guerras, catástrofes climáticas– que la ilusión de inmortalidad llamada “normalidad” excluía o buscaremos y nos chutaremos dosis intensas de irrealidad elitista o –del otro lado– de realidad salvaje, instantánea y feroz? ¿Tantearemos una nueva sincronía plural o nos entregaremos al “sálvese quien pueda” de las acronías paralelas y los destiempos sin nexo (época neovieja de solitarios con mascarilla y comunidades enmascaradas y autoconfinadas en identidades de grupo sin ventanas y con troneras)? 

Si algo caracterizaba a nuestras sociedades occidentales es que sus habitantes, más que compartir la realidad de la mortalidad, compartían la ilusión de la inmortalidad

Lo inquietante, en todo caso, es que esta “sincronizacion vital” sin precedentes es indisociable de nuestra dependencia tecnológica, que el confinamiento ha agravado, revelando todas sus ventajas y todos sus peligros. La “conciencia de especie”, digamos, es digital y, por eso mismo, impura, paradójica, llena de riesgos antropológicos. No sólo porque económicamente estamos reforzando el capitalismo digital (Amazon y compañía) sino porque esta dependencia consuma una tendencia o tentación de confinamiento tecnológico ya presente en nuestras vidas “normales” de “allá abajo”.  El confinamiento nos ha encerrado en el espacio físico, del que huimos a través de los intestinos de la red, de cuya existencia sin interrupciones dependemos para abastecernos no menos que para comunicarnos con el exterior. Telatrabajamos, tele-estudiamos, telecompramos. Así que el confinamiento, que entraña la posibilidad de recuperar el cuerpo y su mortalidad, también induce la tentación de abolirlo definitivamente. Especialmente las nuevas generaciones, nacidas y moldeadas en la “distancia social” del móvil y la tablet, ¿sentirán la necesidad de volver a la calle o, por el contrario, la infinita pereza de tener que afrontar de nuevo el espacio lento y sin vida de las plazas, los autobuses, los cuerpos, las montañas? En este sentido aún nos podría ocurrir algo peor que una pandemia: y es un apagón informático, una catástrofe digital que nos confinara en nuestros cuerpos y nos obligara, como en el neolítico, a usarlos para pedir amor y pan. Imagino que en algún momento, antes de eso, cuando se levante el confinamiento, habrá que hacer campañas de recuperación de la fisicidad; y hasta montar piquetes revolucionarios –cuando ya no esté prohibido pero sí mal visto– que agarren manos, roben arrimos y den palmaditas en la espalda a conocidos y desconocidos. Habrá que ver asimismo cómo cambian las relaciones sexuales. ¿Se producirá un estallido de sexualidad indiscriminada o, al contrario, una inhibición onanista a la japonesa? Puede que, tras esta experiencia, un cuerpo desnudo y cercano nos parezca demasiado “crudo”. Y vestido demasiado desnudo.

¿Y el tiempo? El tiempo del aburrimiento es lento, es tiempo estancado en el cuerpo, pero en la memoria, retrospectivamente, se percibe como tiempo uniforme que ha pasado en un solo bloque y de una sola vez. El tiempo de la aventura, de la variedad, del acontecimiento, es al contrario rápido, pero en la memoria se presenta diferenciado, rico y denso. En cuanto al tiempo del confinamiento, es paradójico: porque, encajonado o aprisionado en un espacio estrecho, él mismo se vuelve espacio, de manera que se recorre la jornada en los mismos cuatro pasos con que recorremos la habitación: de un solo paso, sí, ha llegado la noche. ¿Y el tiempo de las nuevas tecnologías? No es tiempo estancado y no es tiempo variado. Es el discurso mismo del tiempo desplegado en una ráfaga erosiva, pulverizado en una aceleración de fotogramas más rápidos que el universo. Hay memoria de la costumbre y hay memoria de la aventura. No hay memoria del tiempo tecnológico. Internet es un órgano rumiante que no distingue entre la ingestión y la evacuación. Y una escupidera que no devuelve la saliva.

El capitalismo no es un sujeto y, por lo tanto, no piensa. Es una estructura que determina los márgenes de intervención de los sujetos –y sus pensamientos– y que se reproduce a su vez a través de las decisiones individuales que moldea. Por este motivo se hace presente, de manera simultánea, como un modo de producción, una civilización y una medida del tiempo que, por su propia dinámica interna, ha acabado por ceñir los límites mismos del universo, por fuera y por dentro: un estado del mundo y un estado del alma, como diría Kafka. Por eso mismo, y al contrario que otros modos de producción y otros modelos civilizacionales, ya no tiene exterior. No hay ningún “afuera” en el que cultivar un huerto ni ningún desierto al que huir de las tentaciones. Todos dependemos de él, los ricos y los pobres, los veganos y los caníbales, los fachas y los comunistas. No cabe ya en él ni un Thoreau ni un Unabomber. O mejor dicho, caben perfectamente en él, y con sus extravagancias reproducen también esa estructura que no piensa ni desea pero que aquilata nuestros pensamientos y deseos; y que no tiene ningún plan pero que obliga a sus gestores y beneficiarios  –heterogéneos y pugnaces– a hacer solo planes a muy corto plazo.

Lo inquietante, en todo caso, es que esta “sincronizacion vital” sin precedentes es indisociable de nuestra dependencia tecnológica, que el confinamiento ha agravado

Que no piensa –y que sólo hace planes a corto plazo– se demuestra en el hecho de que ha generado un sistema de dependencias que, como decía alguien hace poco, no es ni viable ni transformable, y ello precisamente porque convierte todas las bendiciones en maldiciones y todas las utopías en distopías. Un ejemplo particularmente paladino es el del petróleo. Ayer leía en la página The oil crash, de Antonio Turiel, una buena noticia, de la que ofrezco aquí una versión muy simplificada y narrativa: el consumo del petróleo ha disminuido en un 30% gracias a la pandemia y es muy probable que su caída –tanto en consumo como en precio– se precipite en picado todavía más. Esto debería ser saludable para el planeta y esperanzador para las economías individuales. Pero resulta que no. Es una maldición. Porque el capitalismo se ha preparado para producir petróleo, no para dejar de producirlo, y hay que sacarlo de la tierra sin parar, a riesgo de que los pozos se petrifiquen sin vuelta atrás; y el ya sacado no se puede almacenar más de seis meses sin que su putrefacción genere más problemas ecológicos de los que ahorra su combustión en el aire. Así que, con independencia ya de los beneficios, la supervivencia material de todos depende de que minemos sin cesar las condiciones materiales de supervivencia de todos. O de otra manera: el capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a pegarnos voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una estructura de la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos días más. 

Otro ejemplo –para terminar– es el de la medicina. Hace unos días leía con inquietud un artículo de David Cayley, discípulo y amigo del teólogo y filósofo Ivan Illich, en el que se resumían las advertencias recogidas en Némesis Médica, un polémico libro de finales de los años 70 del siglo pasado. Allí Illich exponía los peligros de la institución médica, a partir del presupuesto de que todas las instituciones empiezan haciendo el bien y, si no saben mantener el equilibrio, acaban haciendo el mal. La institución médica, que nació para ampliar a todos los desconocidos –según su visión religiosa– el radio de acción de la caridad cristiana, devino en la segunda mitad del siglo XX un “sistema” autónomo y omniabarcante de anulación y confiscación de los cuerpos, expropiados de sí mismos y de su propia muerte. La medicalización de la vida se tradujo, según Illich, en una dictadura iatrogénica; es decir, en una dictadura de los efectos colaterales negativos de esta intervención médica masiva y minuciosa. Illich se refería no sólo a las muertes en hospitales, por errores o infecciones adventicias, sino, sobre todo, a la iatrogénesis social y cultural; al hecho, es decir, de que los ciudadanos occidentales hemos puesto nuestras vidas –y nuestras muertes– en manos de una Medicina a la que pedimos y que promete garantizarnos una Seguridad Total; una Medicina “sistematizada” que busca anticiparse siempre a todo riesgo y que, en nombre de la protección prospectiva, induce y satisface “un deseo patológico de salud”, colaborando tentacularmente en lo que Foucault llamó “biopolítica”. 

A partir de aquí, David Cayley cuestiona el modo en que se ha abordado, desde este Sistema Médico, la pandemia del coronavirus, apostando de algún modo por la necesidad de “correr riesgos” frente al confinamiento severo y universal. No es que Cayley asuma la posición inicial de Trump o de Johnson. Su texto es provocativo pero prudente. Lo que hace es utilizar las medidas de los gobiernos –dictadas por expertos en epidemiología– para revelarnos esta “dictadura médica” que venimos asumiendo desde hace años como natural y beneficiosa, olvidando no sólo los miles de muertos de la iatrogénesis clínica sino, sobre todo, la dejación de derechos existenciales que ella entraña: de la farmacologización de la vida –de trágica vigencia– a la muerte en residencias, en soledad y sin despedida ceremonial. Y Cayley se pregunta si no habrá muchos abuelos que –como él mismo– elegirían, si se los dejara, sacrificarse en favor de los más jóvenes: que elegirían, es decir, la libertad de arriesgarse y morir en lugar del “confinamiento en la supervivencia” impuesto por una Medicina que, en su afán de asegurar la salud, reprime libertades antropológicas y metafísicas elementales. Este derecho a la “libertad del riesgo”, por cierto, se ha hecho presente en España estos días en las protestas de nuestros mayores, que exigen que no se les excluya, por razones de edad, del futuro alivio del confinamiento y se les reconozca, como ciudadanos mayores de edad, su derecho, no lesivo para los demás, a salir a la calle –y exponerse, si así lo deciden– en igualdad de condiciones que sus vecinos más jóvenes.

Illich y Cayley explican mucho mejor que yo algunas de mis reflexiones de los últimos años. Lo único que le reprocharía a Cayley, quien por lo demás, como digo, es bastante prudente en sus propuestas, es que la pandemia en ningún caso ha permitido plantear una alternativa fuera del Sistema. Lo más inquietante es que esta crisis ha revelado precisamente la ausencia de un exterior y, en todo caso, la lucha entre dos Sistemas muy entrelazados o –dicho del modo más rotundo– íntimamente conniventes, provisionalmente separados por la disrupción de la pandemia. Cuando Trump cuestiona el Sistema médico no lo hace desde el cristianismo illichiano sino desde el Sistema capitalista neoliberal, que sería el que, en lugar del Médico y en lugar del abuelo mismo, decidiría la cuestión de “qué hacemos con el abuelo”. Por desgracia nos movemos en esta disyuntiva, pues hace tiempo que hemos sobrepasado esa fase –“mesopotamia humana”, la llamaba yo, “equilibrio”, dice Illich– en la que los seres humanos estaban lo bastante dotados de cuerpo como para ver en el cuerpo mismo un equilibrio reñido entre la vida y la muerte y no un “sistema” potencialmente confiado a la eternidad y amenazado desde fuera por una muerte siempre injusta y –como el dios de los judíos– ya casi innombrable. El cuerpo como “sistema”, tecnológicamente explorado y vigilado, es nuda vida; el cuerpo previo al sistema era tan vulnerable y friolero que sería un error echar de menos la Peste Negra, pero integraba, en todo caso, la vida y la muerte en un solo molde, confundidas en el mismo lecho. Antes del capitalismo, por así decirlo, éramos bígamos: nos acostábamos con la vida y con la muerte al mismo tiempo; y algo de eso habría que salvar al hilo de la crisis. Creo que la obra de Illich es en estos momentos más valiosa que nunca, no para llamar a dejar morir a los ancianos, claro, sino para entender ese contexto sistémico en el que ya no está en nuestras manos decidir, en ningún campo, sobre nuestros cuerpos. Y mucho menos sobre su final. Pero no nos equivoquemos. Porque la alternativa real, al contrario de lo que piensa o propone Cayley, no es “que decida el abuelo”. En estos momentos –incluso en términos de modelo de Estado– el conflicto no se da entre dictadura médica y libertad de morir; tampoco entre libertad de morir y dictadura de mercado. Se da entre Dictadura Médica y Dictadura de Mercado. “Riesgos” y “sacrificios” ya sólo los pide esa economía neoliberal que niega la corporalidad misma que ella explota, distribuye y encadena. Frente a eso el hospital público, incluso infradotado de recursos, se nos antoja Jauja y Cucaña y Utopía. Habría que arrancar esos términos –como tantos otros– de las manos de los neoliberales que citan a Adam Smith con el propósito de destruir países enteros y devolvérselos a los “cristianos” como Illich y Cayley. No vamos desgraciadamente por ese camino. No queremos ni riesgos ni sacrificios y dejamos, por tanto, que se nos “arriesgue” y se nos “sacrifique” (como ocurre estos días con los trabajadores no confinados o despedidos). Por eso deberíamos aprovechar el confinamiento, que ha desmedicalizado radicalmente nuestra vida cotidiana (porque nadie va ya al hospital si no tiene el coronavirus y porque, según me cuenta un amigo médico, ha disminuido drásticamente el número de ictus e infartos desde el 14 de marzo) para cuestionar también el Sistema Médico, basado en los protocolos tecnológicos, las urgencias “masculinas” y la farmacologización de la existencia. Ahora bien, para poder hacer eso no basta con oponerse al Sistema Médico, que es sólo relativamente autónomo, y defender en su lugar la medicina como ciencia y como arte; atrapados como moscas en la red de dependencias de la civilización capitalista, sólo podremos desmedicalizarnos –y recuperar nuestro cuerpo y su cónyuge la Muerte– si cuestionamos el Sistema Capitalista, secuestrador de cuerpos y cuidados, que quizás es contemporáneamente inviable e indestructible; que quizás sólo permite elegir entre la protección institucional de vidas pasivizadas, con sus efectos iatrogénicos a veces terribles, y la desprotección selectiva de la mayor parte de la población.

Aferrémonos a este quizás con todas nuestras fuerzas colectivas.

Real, escribía hace unas semanas, es la independencia del mundo.

El ejemplo más banal es el hijo. Un hijo es real porque no se puede escapar de él, porque no tiene final; porque no podemos querer –ni siquiera imaginar– su final, aún más real que su existencia misma precisamente porque su existencia es lo...

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí

Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

4 comentario(s)

¿Quieres decir algo? + Déjanos un comentario

  1. Roberto

    ¡Menudo discurso más neoliberal! Reclamando la libertad individual de hacer lo que me dé la gana sin si quiera plantearme que me pueda convertir en vector de contagio. Quejarse de la "dependencia tecnológica" del teletrabajo como si las macroinfraestructuras urbanas, comerciales o de transportes no nos hicieran depender de la tecnología. Razonar que el teletrabajo nos deshumaniza y nos vuelve "más individualistas", convirtiendo así a las macrourbes en algo "necesario y comunitario" y sin alternativa positiva posible... Lo que nos ha dejado claro esta pandemia es que un mundo alternativo a la maquinaria imparable del neoliberalismo que nos empuja cada día más hacia el abismo es posible, existe y es real. Pero esa alternativa no es la que ha defendido aquí el señor Alba Rico...

    Hace 3 años 11 meses

  2. MagicianTal

    No creo que la situación sea tan grave como en Libia en estos momentos...

    Hace 3 años 11 meses

  3. David GG

    Animado por la entradilla más absurda que recuerdo: "El capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a pegarnos voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una estructura de la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos días más", he comenzado a leer con el propósito de tratar de descifrarla o comprender la ironía y he llegado hasta: "es imposible, en efecto, imaginar a una madre de cualquier sexo que [...]" Lo siento, me rindo.

    Hace 3 años 11 meses

Deja un comentario


Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí