Tribuna
Reclusión y multa
Al miedo a la enfermedad, a la tragedia que ha golpeado muchas casas, al compromiso voluntario de la inmensa mayoría, se ha sumado un empleo del poder público dirigido no a estimular la responsabilidad, sino al puro amedrentamiento
Francisco Arroyo 6/05/2020
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El Derecho es un sistema de normas y las normas se expresan en nuestros ordenamientos contemporáneos mediante textos legales. Esos textos, esas palabras tienen un valor singular: están respaldadas por la fuerza del Estado, de modo que las reglas expresadas por esas palabras pueden acabar, por ejemplo, con un policía que lanza de su casa a una ciudadana, le arrea un porrazo o la apresa para detenerla. Todo ello, legítimamente.
Una de las paradojas de los ordenamientos jurídicos contemporáneos, basados en normas textuales, es que la población a la que se dirigen no conoce, ni aun con una mera y única lectura, esos textos. No se hacen encuestas sobre el particular, pero creo no equivocarme si afirmo que la inmensa mayoría de la población española, con independencia de su nivel de instrucción, ni ha leído ni leerá en su vida disposiciones tan básicas como el Código Civil o el Código Penal. Los operadores jurídicos (jueces, gestores, abogadas, fiscales, asesores, notarias, ¿parlamentarios?, etc.) somos la excepción, pues no solo hemos leído los textos legales –se supone– sino que somos capaces de dedicar mucho tiempo a dilucidar el significado de una palabra, una frase o un párrafo de una ley. Hay literatura jurídica hasta sobre las comas. Solo los especialistas en las leyes, con toda suerte de instrumentos, mucho tiempo y el siempre impetuoso incentivo del dinero, leen con atención y tratan de entender racionalmente el significado de unas leyes que a todos obligan. A todos. La ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento dice, como quien no quiere la cosa, el artículo 6 del Código Civil.
Y sin embargo todos esos ignorantes –no se me enfaden–, bien que mal, cumplen habitualmente las leyes que nunca han leído. No es un fenómeno paranormal. Es que, como sabemos desde niños, lo normal consiste precisamente en adaptar nuestra conducta a lo que vemos en los demás. El contacto de la ley con el ciudadano no especialista no se produce a través del texto, sino a través de la repetición de la conducta ordinaria de nuestros semejantes y en la evitación de aquella otra conducta que, según vemos, a esos semejantes trae problemas. La observancia de las leyes funciona en la realidad como su propio nombre indica: el ciudadano observa los patrones de conducta de los demás y los repite. De hecho, es más frecuente la reflexión antes de incumplir la ley que antes de cumplirla. Nuestra animal tendencia de seres sociales a comportarnos como borregos es lo que salva al Derecho. El hábito hace al ciudadano, más que al monje. El legislador debe ser consciente del peso de los hábitos al regular, y el ejecutivo, también, al exigir el cumplimiento de las normas.
El legislador debe ser consciente del peso de los hábitos al regular, y el ejecutivo, también, al exigir el cumplimiento de las normas
Ante la macabra epidemia causada por un nuevo coronavirus, el Gobierno de España realizó el 9 de marzo recomendaciones de confinamiento. Seis días más tarde, y visto que las recomendaciones daban poco resultado, decretó el estado de alarma y dictó normas muy severas para lograr, a través del confinamiento, la reducción sustancial del incremento de contagios, de la propagación de la epidemia, de la saturación de los servicios sanitarios y, en fin, de las muertes. El Gobierno no explicó alternativas, ni tampoco las razones por las que adoptaba esas concretas medidas, que buscaban una reclusión generalizada, y no otras. Ante la polémica originada por su oportunidad, si debían haberse adoptado antes, el presidente del Gobierno insistió en que había seguido, a pies juntillas, el criterio científico de los expertos, de forma que las normas publicadas en el BOE eran poco menos que la plasmación de sus recomendaciones. Este planteamiento evadía la responsabilidad del gobernante en la promulgación de leyes y reglamentos. Conciliar los intereses en juego es cuestión de normas que el gobernante tiene que escribir. Los expertos y los científicos le darán información preciosa, pero la decisión es suya, y solo suya.
Las medidas están recogidas en el Real Decreto que acordó el estado de alarma que se publicó el día 14 de marzo y cuya vigencia se ha ido prorrogando por períodos quincenales, y con el asentimiento del Congreso de los Diputados desde entonces. Eran aplicables en todo el territorio español y a toda la población. La generalidad de las normas, aplicables en la ciudad y en el pueblo, en el barrio y en el cortijo, en la isla Conejera y en la urbe madrileña, se une a ese ir a contracorriente del hábito. Porque el Real Decreto perseguía algo tan difícil como evitar el contacto social. Y, esto es lo importante, en la medida de lo posible.
Para conseguir la reclusión la norma adoptó dos estrategias. En primer lugar, el Real Decreto ordenó el cierre de aquellos lugares en los que la gente se reúne al salir a la calle. Los establecimientos comerciales, con excepciones indispensables (y otras no tanto; en tres días las peluquerías se cayeron de la lista, mientras que las clínicas veterinarias accedían al estatus de esenciales). Todos aquellos recintos, cerrados y abiertos, en los que se congrega la gente, para asistir a espectáculos, ver o practicar deporte, así como los equipamientos públicos, como parques infantiles. También los centros educativos. El cierre evita focos de contagio por la proximidad personal e incentiva que la gente se quede en sus hogares –quienes los tengan–, al quitarle buena parte de sus entretenimientos. Todas estas medidas, si bien cambian drásticamente la vida cotidiana y afectan de lleno a numerosos trabajadores y empresas, pequeñas y grandes, son relativamente fáciles de determinar y controlar. Los establecimientos no se mueven y sus responsables están localizados por las licencias y autorizaciones que estas actividades precisan.
Pero el Real Decreto no paró aquí. También acordó la limitación de la libertad de circulación de los ciudadanos “por las vías de uso público”. Con carácter general y saltándose la restricción de esta medida prevista en la Ley que regula el estado de alarma, que solo permite la limitación de la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados. La medida no es una limitación en horas y lugares determinados, sino en todas las vías públicas del territorio nacional, de la caleya de un pueblo abandonado, del sendero de montaña a la Diagonal, la autopista atlántica o la calle Sierpes. Y no en horas determinados, sino de forma permanente, día y noche, 24/7, como escriben los publicitarios. Habrá quien sostenga –al tiempo– que como no estaba restringida la circulación campo traviesa, la determinación de lugares es suficiente. Y que las horas “determinadas” pueden comprender todas las del día.
Con una sintaxis atropellada, fiel reflejo de la precipitación con la que se redactó la norma, se determinaron siete excepciones a esta prohibición generalizada de usar las vías públicas, una colección heteróclita de supuestos, de interpretación incierta, que abarca causas para circular comprensibles y otras que no hay forma de interpretar con tino. Veámoslas.
La primera excepción, por ejemplo, es naturalísima. Como no se trataba de matar de hambre a los españoles en sus casas, los redactores del Decreto repararon en que debían admitir que circulasen para la adquisición de alimentos. Si el vino es un alimento o las hormigas del campo lo son, quedará a juicio del policía. La misma excepción es aplicable para la adquisición de productos farmacéuticos y también de “productos de primera necesidad”. Se nos viene a la cabeza esa búsqueda desesperada de papel higiénico que caracterizó a los primeros días de la alarma. Pero ¿qué es un producto de primera necesidad? No todos tenemos las mismas necesidades primeras. La segunda excepción es también muy lógica, la asistencia a centros, servicios y establecimientos sanitarios. Sepamos que ello incluye a las clínicas de cirugía estética. Nada más oportuno que cambiarse la nariz o el tamaño del pene durante el confinamiento, para sorprender a las amistades al día de la vuelta.
Incluye también el Decreto como excepción, el “retorno al lugar de residencia habitual”. Es enteramente superflua, pues el retorno a la casa está comprendido en cualquier salida, en cualquier interpretación racional que se haga de estas normas. También permite la circulación para la “asistencia y cuidado a mayores, menores, dependientes, personas con discapacidad o personas especialmente vulnerables”, lo que, entiendo, habilitaba a los familiares que habitualmente echan una mano en el cuidado de niños o ancianos a desplazarse, por esta razón, de su domicilio al de su pariente. Sobre esta excepción, sin embargo, las autoridades guardaron silencio interpretativo.
El Ministerio del Interior ha optado por la mano dura con una profusísima actividad sancionadora, con cobertura en la Ley de Seguridad Ciudadana
La excepción c) consistente en el “desplazamiento al lugar de trabajo para efectuar su prestación laboral, profesional o empresarial”, así como la f) “desplazamientos a entidades financieras y de seguros” no están relacionadas con las necesidades físicas o asistenciales de la población recluida. Sino con las económicas. No es cierto que el Gobierno haya antepuesto la seguridad sanitaria o, en fin, las vidas en riesgo a cualquier consideración económica. Desde el principio de la crisis ambos bienes, la salud de la población y la prosperidad del país, estaban en conflicto. Desde el principio, el Gobierno tuvo que dirimir cómo conciliarlos. Y este dilema se intentó soslayar ante la opinión pública, como se escatiman en la comunicación política contemporánea todos los dilemas que la tarea de gobernar comporta. Porque en la decisión adoptada hubo, por ejemplo, una distribución de costes que podemos considerar no equitativa. Quienes trabajaban en los establecimientos y centros cerrados (comerciales y de entretenimiento) se quedaron sin trabajo y sus empresas se quedaron sin ingresos. Y otros no, pese a que comportaban riesgos evidentes por contacto social. Existen centros de trabajo que agrupan a miles de personas en un recinto, las instalaciones industriales. La fábrica de Seat de Martorell congrega cada día a más de 14.000 personas, un número apto, creo, para convertir un foco de contagio en incontrolable. Cierto es que las grandes empresas, además de tener la obligación de conjurarlos –como todas–, disponen de medios –aunque faltaban las directrices y hasta productos tan simples como mascarillas– para reducir los riesgos de sus empleados, cierto que otras disponían de medios para facilitar el teletrabajo. Cierto también que, debido a la retracción de la demanda originada por el confinamiento, muchos de estos centros industriales disminuyeron –y hasta anularon– su actividad. Pero no se puede ignorar que la distribución del daño económico que el confinamiento originó no estaba, en la norma, repartido por igual, ni siquiera en paridad con los riesgos. Los medios de transporte, no asignados por localidad en los que es difícil guardar las distancias entre muchos desconocidos, y masificados a las horas punta, como el metro, los autobuses o los trenes de cercanías, siguieron abiertos. En el aspecto económico, unos se sacrificaban más que otros. Sin embargo, cuando los cantantes o actores se quejaron de su situación, el Ministro de Cultura les vino a decir que apechugaran, que “antes iba la vida que el cine”. El responsable del ramo incurrió en esa falacia y los que protestaron fueron abucheados por la opinión pública.
Por último, la mano del gobernante se abría ante la evidencia de que una restricción de semejante generalidad podía abarcar muchos más casos y situaciones intolerables de los que la apresurada filosofía de estas excepciones podía albergar. Cualquier desplazamiento por “causa de fuerza mayor o situación de necesidad” quedaba autorizado, así como cualquier “otra actividad de análoga naturaleza” a todas las anteriores. Como ustedes supondrán, es imposible saber qué actividad hay análoga a todas las anteriores en conjunto. Y tampoco es fácil discernir qué es una actividad análoga a, por ejemplo, aquella originada por una situación de necesidad. En su primera comparecencia, el presidente del Gobierno habló de pasear al perro. Y, por arte de birlibirloque, pasear al perro se convirtió, prácticamente en la “causa de necesidad” conocida por la población.
Pues bien ¿cómo exigir el cumplimiento de una norma como la comentada, de semejante alcance, generalidad e imprecisión? ¿Cómo exigir el cumplimiento de una norma tan radicalmente contraria a los hábitos? En mi opinión, con información, control, cautela y clemencia. El Ministerio del Interior ha optado, sin embargo, por la mano dura con una profusísima actividad sancionadora, con cobertura en la Ley de Seguridad Ciudadana. Las sanciones, multas de entre 600 y 30.000 euros, castigan la desobediencia o la resistencia a la autoridad o a sus agentes en el ejercicio de sus funciones, cuando no sean constitutivas de delito. Y el Ministerio del Interior ha considerado que “salir a la calle” es una conducta constitutiva, por sí sola, de tal infracción, con una interpretación restrictiva y discrecional de las reglas del Real Decreto del estado de alarma al que se “desobedece”. La Policía ha animado a la población a denunciar “conductas insolidarias”, como pasear en solitario por una calle vacía a las ocho de la mañana, caso, al parecer, del expresidente Rajoy, propagando entre la población el espíritu del confidente y del chivato, que, seguro, ha originado más discordias vecinales. Al tiempo de escribir este artículo, las denuncias cursadas superan las 800.000. El control se ha planteado de forma ejemplarizante, sin atender a las conductas que implican o no implican riesgo, obviando que las pautas para estos controles, por la generalidad y alcance de la norma, se prestan a la arbitrariedad de la actividad policial.
En fin, ante un galimatías normativo totalmente contrario a los hábitos de la población, que restringe el derecho fundamental a la libertad de circulación con un alcance dudoso en su constitucionalidad y justificación, con una generalidad e inseguridad que el mismo legislador reconoce, al tipificar las excepciones, el Ministro de Interior ha acudido al palo y tente tieso, lo que muestra una desconfianza notoria en la responsabilidad de los ciudadanos. Al miedo a la enfermedad, a la tragedia que ha golpeado muchas casas, a una situación económica que supongo angustiosa en muchos hogares, al compromiso voluntario que la inmensa mayoría ha mostrado con el confinamiento, se ha sumado un empleo del poder público dirigido no a estimular la responsabilidad, sino al puro amedrentamiento. Un craso error.
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Francisco Arroyo es abogado. Socio de Santiago Mediano Abogados.
El Derecho es un sistema de normas y las normas se expresan en nuestros ordenamientos contemporáneos mediante textos legales. Esos textos, esas palabras tienen un valor singular: están respaldadas por la fuerza del Estado, de modo que las reglas expresadas por esas palabras pueden acabar, por ejemplo, con un...
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