ESTADO SOCIAL Y DE DERECHO
Paisajes para después de una pandemia
Tenemos una tarea inaplazable para restaurar o construir de nuevo alguna de las columnas que sostienen el estado del bienestar
José Antonio Martín Pallín 15/05/2020
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Para escoger el título de estas reflexiones me he inspirado en un libro de mi admirado Juan Goytisolo, titulado Paisajes para después de una batalla. En estos tiempos convulsos que estamos viviendo a causa de la pandemia del coronavirus se han utilizado metáforas bélicas para describir el despliegue sanitario y los confinamientos domiciliarios; se habla de una guerra en la que resultaremos vencedores si conseguimos arrinconar al virus y reanudar la normalidad perdida. Para librar con éxito una batalla de estas dimensiones, es imprescindible combinar la inteligencia de los gobernantes con el buen sentido del pueblo.
La inteligencia de los gobernantes debe ser cuestionada, en una sociedad democrática, siempre con racionalidad y lucidez. El buen sentido del pueblo se ha demostrado, mayoritariamente, más que suficientemente probado. En estos momentos que nadie podía prever al iniciarse la legislatura y la formación de un Gobierno de Coalición, el Ejecutivo ha tenido que aparcar su programa para enfrentarse a una situación tan complicada como inesperada. La aceleración de la pandemia le ha llevado a tomar la inevitable decisión de declarar el estado de alarma, con las restricciones y limitaciones de todo género que necesariamente conlleva.
La derecha extrema y la extrema derecha han decidido que su única aportación, “útil y solidaria”, pasa por sembrar el odio y la descalificación
Gran parte de la oposición, la derecha extrema y la extrema derecha, en lugar de centrarse en el peligro común que a todos nos acecha y aportar soluciones para la tragedia que todos estamos viviendo, ha pensado que debía aprovechar el momento para derribar un Gobierno que considera “ilegítimo”. El Partido Popular y Vox han decidido que su única aportación, “útil y solidaria”, pasa por sembrar el odio y la descalificación, sacando de su guardarropía los viejos ropajes de la guerra civil que sabe que todavía están arraigados en algunos sectores de nuestra sociedad. Para adobar su discurso, hace al Gobierno responsable de toda clase de torpezas e, incluso, en un ejercicio descabellado, irracional e impúdico, le atribuye la responsabilidad de la muerte de los miles de fallecidos. Creen haber encontrado un caldo de cultivo idóneo para cuestionar, a ultranza, sin plantear alternativas, cualquier medida que se adopte para afrontar, de la mejor manera posible y factible, los distintos frentes –sanitarios, económicos y sociales– que inevitablemente provoca una pandemia.
Todos los filósofos, economistas y politólogos se han puesto a repensar cuál puede ser nuestro futuro después de una pandemia mundial de estas características. Se ha acuñado y ha calado entre la opinión pública el término nueva normalidad, expresión que no comparto. Se trata de buscar salidas a la situación excepcional en la que nos ha colocado el explosivo impacto del coronavirus. En plena pandemia sanitaria, intelectual, política y económica que el virus ha originado, comienzan a surgir iniciativas y propuestas que nos demuestran que nada nuevo nos acecha en un futuro incierto y que lo racional y lógico es buscar fórmulas para consolidar ideas e iniciativas que había sido postergadas y que ahora se nos presentan como apremiantes e insoslayables.
Cuando podamos retomar la totalidad de nuestras actividades y relaciones nos vamos a encontrar con un paisaje ciertamente desolador. Un campo sembrado por un número de cadáveres difícil de asimilar, que han regresado a la tierra en forma de cenizas. Al mismo tiempo, muchos pilares que sostenían nuestra sociedad, que ya daban muestras inequívocas de agrietamiento, prácticamente se han derrumbado por la presión insoportable del coronavirus.
Los muertos y sus familiares solamente pueden esperar nuestra condolencia y nuestro homenaje, pero tenemos una tarea inaplazable para restaurar o construir de nuevo alguna de las columnas que sostienen el estado del bienestar. Si no nos ponemos a la tarea y no nos enfrentamos a los obstáculos que, con toda seguridad, opondrán los poderes hasta el presente dominantes, seríamos responsables de transmitir la sensación de que todo lo sucedido ha sido en vano, un mal sueño, como si hubiéramos estado en una sedación que ha durado varios meses. Todos los que hemos pasado por este trance en alguna ocasión, sea o no duradera, no tenemos conciencia de lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor mientras nos encontrábamos bajo los efectos de los narcóticos. Pero al despertar nos encontramos con una realidad que no era nueva, sino el reencuentro con lo que habíamos dejado en el momento de entrar en la UCI. Nuestra tarea consiste en recuperar la normalidad, tratar de modificarla y evitar el peligro de recaer en la vieja anormalidad.
Dentro de este clima, a veces irrespirable, contemplo con optimismo la puesta en marcha, en el Congreso de los Diputados, de una Comisión para la Reconstrucción Social y Económica con la finalidad de consensuar medidas para hacer frente a todas las consecuencias, presentes y futuras, del coronavirus. El presidente Patxi López ha invitado a los participantes a huir de la polémica y actuar “con sentido de Estado”. “Esto no es una sesión de control”, ha recordado. “Nuestro objetivo consiste en buscar acuerdos ante una crisis que se va a agravar y que tendrá efectos devastadores si no hacemos nada”. López ha señalado como metas “reforzar el sistema sanitario y el de bienestar para mejorar la igualdad, tomar medidas para la recuperación de la economía, tejer una red de solidaridad y protección social y conseguir que Europa sea Europa para el rescate ciudadano”. También ha invitado a los diputados a “buscar el mejor diagnóstico y actuar con responsabilidad, apostando por el trabajo conjunto”.
Comparto prácticamente en su integridad este discurso porque ha señalado, con precisión, los pilares a los que me refería. Han sido dañados de tal manera que no creo que haya ninguna parte de la sociedad que no esté de acuerdo con estas propuestas. Ojalá puedan llegar a un acuerdo sobre estas bases que me parecen elementales e irrenunciables.
Somos una sociedad muy dada a magnificar nuestras conquistas y con escasa capacidad crítica. Se proclamaba, con énfasis “patriótico”, que disfrutábamos de uno de los mejores sistemas sanitarios de el mundo. El choque brutal con la realidad nos ha demostrado que tenemos los mejores médicos y sanitarios, equiparables a los de cualquier otro país desarrollado. Lamentablemente, la estructura del sistema público de salud, la cobertura médica universal y la atención primaria se habían venido abajo debido a una política deliberada de recortes, basados en la austeridad de las cuentas públicas y la potenciación del sector privado.
El virus neoliberal ha debilitado la sanidad pública a costa de una sanidad privada que no podemos decir que funcione mal, pero que no resulta accesible a todos los ciudadanos y que, por otro lado, tiende al ajuste en inversiones en medios materiales y en salarios con la finalidad, en pura lógica neoliberal, de obtener el mayor beneficio económico posible.
Lo único “positivo” de la pandemia ha sido su expansión universal y, por desgracia, la magnitud de sus efectos devastadores. Ningún país que quiera salir adelante puede renunciar a estudiar las carencias y articular la forma de ponerles remedio. Si queremos disfrutar de una sanidad eficaz y universal debemos comprometernos a intensificar, lo que sea necesario, la dotación presupuestaria y dar prioridad al sistema público. Una vez consensuado este extremo serán los técnicos los que deban diseñar la manera de convertirla en un eficaz servicio público, independientemente de la rentabilidad económica. Un servicio público debe retribuir dignamente a sus servidores. El salario más bajo debería superar el doble del salario mínimo interprofesional.
Siempre me ha llamado la atención el debate que existe en nuestro país sobre dos clases de impuestos que me parecen inobjetables: el patrimonio y las herencias
El sistema educativo también necesita de un nuevo enfoque basado en una educación pública y en una reducción paulatina de la enseñanza concertada para que, sin grandes traumas ni sobresaltos, pasemos a un sistema equiparable, por ejemplo, al de Francia o de nuestro vecino Portugal. Es decir, una escuela pública basada en los valores cívicos y constitucionales, gestionada por profesionales debidamente retribuidos que dediquen su vocación a este importante pilar de cualquier sociedad que quiera tener perspectivas de futuro. Una vez más, aparece el factor inversión y su plasmación en los presupuestos generales del Estado. Es un mandato constitucional que redunda en beneficio del interés general y además respeta el derecho de los padres a elegir un sistema de enseñanza pública o privada que deseen para sus hijos, sin que en ningún caso se puedan relegar los valores constitucionales.
La tragedia se ha cebado en los centros asistenciales y residencias de personas mayores, atrapadas en un sistema basado exclusivamente en la rentabilidad económica. Los especuladores financieros deben ser expulsados de este sector. El número y la calidad de la residencias, la capacidad de personas que pueden ser acogidas, las dotaciones médicas y sanitarias, son un objetivo irrenunciable que deben comandar y dirigir las Administraciones públicas. El sector privado, si desea atender esta necesidad, debe ajustarse estrictamente al cumplimiento de las reglas y normas reguladoras. Las carencias del presente han sido clamorosas, intolerables y en algunos casos criminales. Una vez más, inversión y sobre todo un derroche de generosidad, respeto y cuidado.
Estaríamos escribiendo en el agua si no reformamos, a fondo, el sistema tributario. Los expertos que trabajan en los servicios de la gestión tributaria del Estado han denunciado, con precisión técnica y grandes dosis de valor, las carencias del sistema y su ineficacia a la hora de recaudar los tributos legales y de evitar los fraudes fiscales. Por supuesto que tendrán que ser los políticos los que fijen las pautas del sistema tributario, pero sin olvidar que la Constitución, que algunos tanto invocan, impone un sistema tributario justo, inspirado en los principios de igualdad y progresividad. Siempre me ha llamado la atención el debate que existe en nuestro país sobre dos clases de impuestos que me parecen inobjetables: el patrimonio y las herencias. El impuesto sobre el patrimonio existe en muchos países cercanos y ciertamente en otros se sustituye por otras alternativas. Me gusta el nombre que tenía en Francia: Solidaridad sobre la fortuna. Con seguridad, el coronavirus hará reflexionar a muchos sobre su necesaria implantación. El impuesto de sucesiones es quizá el más antiguo en la historia de la civilización y tiene su origen en Derecho Romano. Por supuesto se deben modular y ajustar a las miles de variantes que se presentan en la vida diaria. En todo caso debe ser un impuesto nacional y me causa asombro y un profundo rechazo que alguien lo califique de confiscatorio. No entiendo que se hable de solidaridad y que se permita que algunas Comunidades se conviertan en “paraísos fiscales”.
El mantenimiento de la situación actual es un factor de corrosión del sistema democrático. La insolidaridad no tiene cabida en un Estado social y democrático de Derecho.
Para escoger el título de estas reflexiones me he inspirado en un libro de mi admirado Juan Goytisolo, titulado Paisajes para después de una batalla. En estos tiempos convulsos que estamos viviendo a causa de la pandemia del coronavirus se han utilizado metáforas bélicas para describir el despliegue...
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José Antonio Martín Pallín
Es abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
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