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IDENTIDAD

Ser o no ser uno mismo

España, si no puede ser una nación, conviene que sea una guerra civil fría. Enfriémosla durante cuarenta años más, si es que no podemos desactivarla; pero sería mucho más seguro construir por fin alguna Cosa que todos quisiéramos disputar

Santiago Alba Rico 28/05/2020

<p><em>El general Prim en la batalla de Tetuán</em> (1865).</p>

El general Prim en la batalla de Tetuán (1865).

Francisco Sans Cabot

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Cuando Unamuno, con el desempacho bronco que lo caracteriza, reniega en 1913 de su obra anterior y defiende su derecho a cambiar de opinión, a no dejarse esclavizar por sus creencias pasadas, a emanciparse del otro que ya no es, plantea una cuestión muy importante; es decir, la de cuándo uno deja de ser el que fue, de manera que ya no se le pueda hacer responsable de lo que dijo o de lo que hizo. “Habrá de seguro”, escribe, “quien se encuentre más de acuerdo con lo que escribí hace catorce años que con lo que escribo yo. Pero no seré éste yo, seguramente”. ¿Es ello posible? ¿Se pueden marcar umbrales y fronteras, y no sólo transiciones, en la vida del hombre? ¿Y en la historia? ¿Cuándo dejamos de ser el país que fuimos? ¿Cuando España, sin cambiar de nombre, deja –dejó, dejará– de ser ella misma? Quizás el paralelismo no es forzado, pues no deja de haber algo inquietante e inexplicable en la estabilidad de la autonimia, tanto en un caso como en otro; es decir, en la seguridad con la que, incluso cuando nos hemos desmarcado del hombre que amó a esa mujer a la que ya no amo o del que expresó en 1987 esa idea que hoy juzgo peregrina e incluso peligrosa, o cuando nos despegamos del país que expulsó a los judíos y los moriscos o enterró demócratas en las cunetas, hay algo inquietante e inexplicable –digo– en la seguridad con que llamo a esos dos hombres y a esos dos países con el mismo nombre: Miguel de Unamuno, España. Incluso el Unamuno místico y carlista del “sentimiento trágico de la vida” llamaba Unamuno al treintañero un poco gritón que escribía aún en el periódico socialista La lucha de clases. Incluso los demócratas enterrados en las cunetas llamaban España al país que los mató.

En términos de identidad personal, reconocemos dos niveles distintos de gestación. Sólo a uno de ellos le pedimos coherencia. En el ámbito físico o emocional, nadie se atrevería a llamarme “incoherente” por tener ayer pelo en la cabeza y hoy, treinta años después, no tenerlo; o por haber dejado de usar mis piernas a causa de un accidente de coche tras haberlas usado alegremente durante tres décadas. Ni tampoco por haber dejado de amar a Marta después de haberle declarado amor eterno en 2011. Y sin embargo, ¿cada cuánto tiempo se puede cambiar de idea sin ser acusado de inconsecuencia o incluso de traición? ¿Y por qué, al cambiar de idea, no cambiamos de cuerpo y de nombre y por qué, aún más, seguimos recordando –con vergüenza quizás– nuestra continuidad respecto del sujeto anterior? Hay dos Unamunos y dos Wittgenstein y un primer y un segundo Emilio Castelar y tenemos al Marx juvenil de los Manuscritos y al Marx de El Capital y, si mirásemos bien de cerca con un microscopio temporal, descubriríamos quizás docenas de Hegel en la vida de Hegel y cientos de Ortega y Gasset en el pensamiento de Ortega y Gasset. “Identidad” en el caso del hombre quiere decir duración y, por lo tanto, variación bergsoniana en el tiempo. Idénticos a sí mismos son los moluscos –y aún más las bacterias– pero no se trata de enorgullecerse, frente a ellas, de cambiar de forma y de pensamiento cada día. Cambiantes son los copos de nieve y los caleidoscopios, pero no se trata, frente a ellos, de renunciar fanáticamente a reconocer la obra del tiempo y de la historia en nuestra vida y nuestro conocimiento.

Más que coherentes como un molusco, tenemos que tratar de ser honestos como un salmón –que nada contra corriente para poner sus huevos–

Entonces, ¿qué sería la coherencia? Coherente sería no el que no cambia jamás de posición sino el que, habiendo justificado intelectualmente la primera, trata de justificar también tanto la conversión como la segunda posición de ella resultante. Eso –no lo olvidemos– lleva tiempo: menos que la formación de una montaña, más que la gestación de un bebé, el mismo que el crecimiento de un árbol mediano. Como quiera que también se razona en el tiempo y, peor aún, en la historia, donde las transformaciones a veces se traducen en ventajas personales, no hay forma de establecer exactamente un plazo legítimo (un plazo, por así decirlo, index sui et falsi): no sabremos nunca cuándo me está permitido dejar de ser yo mismo –para ser otro– en el plano de las ideas. Así que, más que coherentes como un molusco, tenemos que tratar de ser honestos como un salmón –que nada contra corriente para poner sus huevos.

En términos de identidad nacional, la cuestión es aún más complicada. Porque hay millones de personas que llaman España a cosas muy diferentes. La diferencia aquí no es “sucesión” –primero amo luego no amo, primero soy socialista después carlista- sino “simultaneidad”: el conflicto se despliega en un espacio compartido, pero no siempre común. Una sucesión conflictiva es lo que llamamos identidad personal (el misterio de seguir respondiendo al mismo nombre después de cambiar de opinión o de amante) y los signos que emite se mantienen siempre cerca del cuerpo que señalan, de manera que podemos relacionarlos de un vistazo con su fuente individual, incluso si cambia de ropa o de peinado. Por el contrario, una simultaneidad conflictiva –una nación– sólo puede expresarse identitariamente mediante la sinécdoque, siempre abusiva, una de cuyas expresiones simbólicas privilegiadas es la bandera. La bandera –cuidado– no es la ropa o el peinado de una nación; es una relación separada de los cuerpos allí reunidos y depositada en un soporte material visible. Ahora bien, una bandera no genera identidad común porque todo el mundo vea lo mismo en ella sino porque todo el mundo quiere disputarla. El fracaso de la historia de España como nación se expone del modo más banal e insuperable en esta incapacidad para desprender y separar un símbolo que todas las partes en conflicto quieran disputarse, como ocurre, por ejemplo, en EE.UU. o en Francia, donde tanto el facha como el revolucionario proyectan en las barras y las estrellas o en le drapeau tricolore sus intereses pugnaces y sus emociones encontradas. El debate actual sobre la resignificación de la bandera rojigualda constitucional indica no tanto que una parte –en conflicto– se la haya apropiado sino que España ha fracasado en inducir una voluntad general apropiativa. Es una cuestión más grave de lo que parece, porque la democracia misma, como espacio de convivencia, es indisociable de este deseo de simultaneidad conflictiva recogido y conducido simbólicamente.

Una bandera no genera identidad común porque todo el mundo vea lo mismo en ella sino porque todo el mundo quiere disputarla

La batalla por la resignificación de la rojigualda es muy difícil en la medida en que ha revelado ya, antes de que entremos en liza, un gigantesco fracaso previo, pero comprendemos su necesidad apenas trasladamos la cuestión a la tricolor republicana como alternativa. Los que creen imposible resignificar la bandera constitucional se olvidan a veces de preguntarse qué significa más allá de los votantes de Vox, que la blanden como un cuchillo, y más allá de la izquierda radical, que la ve empapada en sangre; qué significa en esa mesopotamia pobladísima donde habitan millones de españoles que no piensan en la historia de España cuando miran o usan la bandera. Asimismo se olvidan de preguntarse, una vez han entregado la rojigualda a su pobre univocidad partidista, si es posible, a cambio, resignificar la republicana; es decir, si se puede dar a esa emocionante (para mí) franja morada un significado más universalmente conflictivo. La respuesta es claramente no. Nadie –ni en la derecha ni en el centro-izquierda– va a querer disputarnos esa bandera. Que no haya ningún símbolo –o varios– que todos queramos democráticamente disputar es indicio de la debilidad de la construcción nacional española, de la precariedad democrática en nuestro país y de la facilidad con la que una minoría bien organizada, muy ideologizada y sin escrúpulos, puede hacernos retroceder cincuenta años agitando precisamente una bandera que nadie quiere disputarles.

No digo que “haya” que disputarla, la bandera; digo que el que no queramos hacerlo –y aún menos, y con razón, los catalanes o los vascos– da toda la medida de los problemas heredados del pasado pendientes de resolver. Si no hay disputa no hay simultaneidad y, por lo tanto, no hay comunidad. No habrá España, y menos una España realmente democrática, mientras no ocurra que los españoles queramos matarnos los unos a los otros por la misma bandera. Que no haya España, que no llegue a haber España, quiere decir que nunca podremos librarnos de ella; y aún menos los catalanes y los vascos. De hecho, a veces uno tiene la impresión de que los nacionalistas españoles defienden esta no-España (esta España-todavía-no, coherente como un molusco) porque es la única manera, finalmente trágica, finalmente antidemocrática, de no abordar la cuestión territorial. El pasado, como el mar de Paul Valéry, siempre vuelve si no se tiene el valor de dejar de ser lo que se es para llegar a ser otra cosa, sin dejar de llamarse de la misma manera.

En términos religiosos, esta relación tortuosa de la identidad con el tiempo se expresa en la vieja cuestión de la determinación y la gracia. Para los protestantes cada hombre es sus actos, por lo que en cada una de sus decisiones o avatares se revela la voluntad de Dios: el que está salvado puede permitirse cualquier error o pecado, pues “es” ya un hombre salvado, mientras que el condenado no puede rehabilitarse con ningún acierto posterior, ni tampoco mejorar, y por lo tanto sigue siendo hasta su muerte el mismo hombre condenado del primer día. Tanto el salvado como el condenado, digamos, tienen una identidad fuerte: son siempre idénticos a sí mismos. Aunque viven, gozan, sufren, triunfan o fracasan en el tiempo, su destino se ha decidido ya fuera de él, y sus placeres y sus dolores, sus victorias y sus derrotas se limitan a revelarlo en público. El catolicismo, en cambio, separa los actos individuales de la voluntad de Dios; cada hombre es responsable, claro, de sus actos, pero no se agota en ellos. El individuo no “es” lo que hace porque luego, si sigue viviendo, y le ocurre algo nuevo, puede hacer una cosa distinta y puede cambiar de opinión; y esa posibilidad de hacer una cosa distinta y cambiar de opinión implica la idea de perfectibilidad: rectificación, progreso moral y rehabilitación virtuosa. Digamos que el arrepentimiento y la confesión, abominados por el protestantismo, dan al catolicismo esa cintura flexible en relación con el pecado que luteranos y jansenistas tanto reprocharon a la casuística jesuita. 

En términos jurídicos, por último, la aceptación de una lógica “protestante” o “católica” da lugar a dos doctrinas muy distintas, una –la anglosajona– orientada a la penalidad punitiva y a la evitación de la reincidencia y otra –la europea– que contempla la rehabilitación del reo y su posible reinserción social como causa final del proceso penal. La doctrina anglosajona busca a toda costa evitar la repetición del delito, condenando el primero de ellos –una infracción de tráfico o el robo de una gallina– como si en él se expresara prospectivamente toda la vida del acusado. La doctrina europea, de origen ilustrado-católica, valora al contrario actos aislados, sin juzgar al mismo tiempo la personalidad, y mucho menos el destino, del reo. Creo que sería muy interesante conocer cómo funciona el concepto de “prescripción”, en sus fundamentos filosóficos, en una y otra tradición. ¿Prescriben algunos delitos porque se considera superado el daño por el tiempo mismo –porque la época, digamos, ha cambiado– o porque es el acusado el que ha cambiado y se considera que el hombre que cometió ese delito ya no es el mismo que, diez años después, contempla su pasado, como Unamuno contemplaba sus opiniones socialistas? Me parece muy inquietante y muy estimulante la idea misma de “prescripción”, la más filosófica del Derecho, porque trata de pensar las acciones de los hombres en el tiempo, y en un tiempo cambiante que cambia a los que viven en él. La idea de prescripción traslada la noción de “olvido”, indisociable del Tiempo (que hace olvidar los dolores), al terreno del Derecho objetivo, pues es la Ley la que tiene que decidir la fecha de caducidad concreta de cada daño introducido en el mundo, y de cada uno de los yos sucesivos que los introducen.

La Ley considera que es más fácil dejar de ser definitivamente lo que uno ha sido durante mucho tiempo que lo que uno es de repente, en un mal día

La discusión se plantea, en todo caso, en torno a la “teoría de la pena”; es decir, “la fundamentación de la prescripción será diversa en función de cuál sea la teoría de la pena por la que se opte”, según explica el jurista  Manuel Cerrada Moreno. Aunque el lenguaje que utiliza el artículo es alambicadamente técnico, entiendo que se dará mayor o menor margen a la prescripción de los delitos según si la doctrina penal tiene vocación reeducativa, correctiva o punitiva. En todo caso, el gran jurista italiano Luigi Ferrajoli señala una tendencia preocupante en nuestros códigos europeos: “plazos largos (de prescripción) para los delitos más simples pero agravados por la reincidencia, que por lo general no requieren casi ninguna investigación; plazos breves para los delitos más complejos –quiebras, corrupciones, concusiones, estafas y daños al Estado– que requieren investigaciones largas y complejas y cuyos autores son defendidos por hábiles abogados que pueden poner en marcha planteos dilatorios". Esto quiere decir, paradójicamente, que prescriben antes los delitos cometidos a lo largo de mucho tiempo y cuya investigación y enjuiciamiento consume también mucho tiempo y muchos recursos que los actos irrumpientes y puntuales –que puntúan el tiempo una o varias veces en el curso de una vida y son más reconociblemente físicos o materiales. O de otra manera, que la Ley considera que es más fácil dejar de ser definitivamente lo que uno ha sido durante mucho tiempo que lo que uno es de repente, en un mal día, en un minuto de exceso o tentación. ¿Nos sorprende que los delitos con fecha de caducidad más breves sean precisamente los económicos? La filosofía deja aquí su lugar, es evidente, a la lucha de clases.

¿Y los delitos que no prescriben? Hasta el año 2010, en la estela de los juicios de Nuremberg de 1945, los únicos imprescriptibles eran los de lesa humanidad. A partir de esa fecha, sin embargo, se sacan del tiempo asimismo –como sólo se hace con las cosas “sagradas”– los delitos de terrorismo con una o más víctimas mortales. El problema de la imprescriptibilidad, desde un punto de vista filosófico, vendría a reconocer, en realidad, la existencia de actos situados fuera del tiempo y sin ningún sujeto, lo que tiene sentido en el caso de la Humanidad (con independencia de la polémica sobre qué entendemos por eso), pero que resulta muy inquietante en el caso del terrorismo, “ascendido” a categoría semirreligiosa o teológica: el terrorista no es rehabilitable, pues es el Mal mismo, y mata una sustancia sagrada y eterna. Como me señala muy certero y preocupado mi amigo Francisco Fernández Caparrós, filósofo y jurista, esta vuelta de tuerca tiene que ver menos con la revisión de la gravedad de los delitos, o con el perfil del delincuente, que con el papel de las víctimas: “la ampliación de la imprescriptibilidad”, me dice, “alumbraría la mutación de la idea misma de Humanidad en tanto que lo que definiría a ésta en su condición de víctima”. Es exactamente así. No se trata de sacralizar un delito sino de escoger una víctima sacrificial –la más pura, la más sin tacha– para concentrar contra ella el mal también más puro. La cuestión, por tanto, tiene que ver con este proceso de selección de la víctima: ¿cuál de ellas es tan inocente que está situada desde el principio fuera del tiempo y su agresor, por tanto, no puede ser “curado” en el tiempo? Lo interesante y paradójico es que, aceptando esta lógica, es el acto terrorista el que selecciona a la víctima como la más pura y sagrada; la víctima, de hecho, se vuelve pura y sagrada fuera de su propia vida, al margen de la sucesión conflictiva identitaria, y sólo en cuanto que objeto de una “acción terrorista”, espejo negro de la “gracia divina”. Así que el terrorismo cumple una función expiatoria, purificadora, salvífica: todo lo que él ataca deviene limpio, inocente y puro. Todo lo que él ataca deviene “humano” y, por tanto, eterno y sagrado; y la agresión, en consecuencia, imprescriptible. Es muy importante, a mi juicio, pensar sobre este “proceso de selección de la víctima”, pues es la inversión y la prolongación de la lógica del Lager. Al final, como ocurre que es siempre el criminal el que elige la víctima, lo que tenemos que hacer nosotros (nuestros códigos penales) es seleccionar al criminal que selecciona las víctimas. Nuestra sociedad y, sobre todo, nuestra doctrina penal ha escogido al terrorista como vía de acceso a la eternidad.

Somos “sucesión conflictiva” y ello nos autoriza a justificar nuestras variaciones, pero no a reivindicar la variación misma como regla

En definitiva, la cuestión de la identidad en el tiempo tiene que ver con la prescriptibilidad. ¿Cuándo prescribe ese yo que defiende el socialismo y/o que ama a Marta? ¿Qué tiene que cambiar, y dónde, para que prescriban los Reyes Católicos, Hernán Cortés, Flandes, la Inquisición, la guerra civil, Franco? ¿Cuándo prescriben nuestros pecados –si somos religiosos– y nuestros delitos? Somos “sucesión conflictiva” y ello nos autoriza a justificar nuestras variaciones, pero no a reivindicar la variación misma como regla: una idea, incluso errónea, tarda mucho en formarse –menos que una montaña, más que un bebé, lo mismo que un árbol mediano– y no se puede abandonar en la puerta del vecino ni talar en una hora. Somos también “simultaneidad conflictiva” –una nación– lo que implica que cada uno posee algo que todos los demás quieren disputar; si no ocurre eso, es que estamos siempre al borde de la guerra civil, que es su contrario: aquello que pasa cuando cada uno busca fanáticamente la unidad, cuya condición es la eliminación –no la disputa– del otro. España, si no puede ser una nación, conviene que sea una guerra civil fría; enfriémosla durante cuarenta años más, si es que no podemos desactivarla; pero sería mucho más seguro construir por fin alguna Cosa que todos quisiéramos disputar o de la que, los que así lo decidieran, se pudieran separar pacíficamente. En cuanto a los pecados y los delitos, conviene recordar –en esto soy un ateo muy católico– que todo lo que hacemos tiene consecuencias, pero que jamás la consecuencia puede ser la condena eterna o la exclusión social: Dios, como la Ley, deben disputar cada ser humano, sin darlos jamás por definitivamente perdidos.

Cuando Unamuno, con el desempacho bronco que lo caracteriza, reniega en 1913 de su obra anterior y defiende su derecho a cambiar de opinión, a no dejarse esclavizar por sus creencias pasadas, a emanciparse del otro que ya no es, plantea una cuestión muy importante; es decir, la de cuándo uno deja de ser el que...

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Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

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