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César Cuauhtémoc García Hernández / Jurista y profesor de la Universidad de Denver

“La población inmigrante presa más grande de la historia se alcanza con Obama y sigue con Trump”

Álvaro Guzmán Bastida Nueva York , 22/05/2020

<p>César Cuauhtémoc García Hernández.</p>

César Cuauhtémoc García Hernández.

Héctor Muniente

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Cada año, Estados Unidos encarcela a medio millón de inmigrantes. El país del islote de Ellis Island y la Estatua de la Libertad, cuya imagen de sí mismo está forjada en torno a la acogida de los foráneos, ha construido en los últimos cuarenta años el mayor sistema de detención de inmigrantes de la historia de la humanidad. Se trata, además, de un gran negocio. La boyante industria de las cárceles privadas, cada vez más dependiente del sector migratorio, dedica más de tres mil millones de dólares del contribuyente a privar de libertad a quienes esperan resoluciones judiciales sobre su deportación. En su gran mayoría, no han cometido otro delito que permanecer en Estados Unidos sin permiso. Es una realidad que el jurista César Cuauhtémoc García Hernández, profesor de la Universidad de Denver, estudia en su libro Migrating to Prison: America’s Obsession With Locking Up Immigrants (The New Press). García Hernández, autor del blog Crimmigration, atendió a las preguntas de CTXT en una cafetería del Noreste de Nueva York, donde había acudido a dar una charla poco antes de la explosión de la crisis de la covid-19 y el confinamiento de la ciudad. Repasa los orígenes del sistema carcelario de inmigrantes, su construcción institucional y su desarrollo como negocio, así como la entonces incipiente pandemia puede tener consecuencias devastadoras para los detenidos.

En su libro aborda la cuestión recurrente de si Estados Unidos es o no “un país de inmigrantes”. Se trata de una frase que se utiliza con frecuencia como eslogan tanto por la izquierda como por la derecha estadounidense. ¿Es Estados Unidos un país de inmigrantes? ¿Qué dice su investigación al respecto?

Desde luego. Es un país en cuya historia la inmigración ha sido un componente crítico de todos los principales episodios, para bien o para mal. Pero decir que es un país de inmigrantes no implica que siempre haya recibido bien a los inmigrantes. Al contrario. Igual que existe una larga tradición de inmigrantes que han hecho de los Estados Unidos su hogar, hay otra de gente que ya está aquí y se empeña en impedírselo. Y Ellis Island es el mejor ejemplo de esto, simbólicamente, pero también en la práctica. Es el lugar que la gente tiene como referencia como primer punto de llegada para varias generaciones de recién llegados a este país, en especial desde Europa. Y es cierto que lo fue, pero también fue una cárcel para inmigrantes durante décadas, a principios del siglo XX. Era un lugar que Ellen Knauff, que estuvo presa allí, describió como “una perrera con torres de vigilancia”. De manera que Ellis Island ilustra las dos vertientes de la inmigración en Estados Unidos.

Las mismas leyes de 1986, 1988 y 1990 que desarrollaron la respuesta carcelaria a la guerra contra las drogas trajeron consigo el sistema de prisiones de inmigrantes que tenemos hoy en día

A menudo el discurso dominante sobre inmigración se centra en la cuestión de la legalidad. Se dice: “El problema no es que vengan, sino que lo hagan ilegalmente”. Y en Estados Unidos se suele invocar precisamente Ellis Island como ejemplo. Es habitual escuchar: “Mis antepasados vinieron aquí legalmente a través de Ellis Island. Los que vienen ahora de México o Guatemala tienen que hacer cola”. ¿Cuánto hay de verdad en esas aseveraciones? ¿Y cómo casan con el hecho de que Ellis Island fuera, también, una prisión?

Los relatos familiares tienen mucho de mistificación. Cuando la gente me cuenta ese tipo de historias, me doy cuenta de que, a la luz de las restricciones sobre inmigración y cómo han evolucionado a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, en la mayoría de casos esos familiares violaron la ley para venir a Estados Unidos. Los tendrían que haber procesado, o les tendrían que haber impedido el acceso. Puede que mintieran, o que el oficial de inmigración no hiciera las preguntas pertinentes. Había un sinfín de reglas sobre problemas oculares, problemas en los pies, enfermedades contagiosas o pobreza…. Incluso sobre los planes que uno tuviera para trabajar. Hubo un periodo a finales del siglo XIX y principios del XX en el que iba contra la ley venir al país con un contrato de trabajo. Si lo conseguías, una vez aquí no había problema, pero que tus hermanos, tío o quien fuera te consiguieran el trabajo mientras estabas en Italia o Polonia, eso era ilegal. Por muy humano que sea romantizar sobre nuestras vidas y las de nuestras familias, esos relatos no suelen corresponderse con la realidad.

Y usted reitera en su libro el argumento de que los inmigrantes son gente común y corriente, por mucho que se espere de ellos que se comporten como héroes. Hablemos sobre cómo el sistema que ha descrito, el de Ellis Island, se desmontó por medio de una serie de decisiones políticas y sentencias judiciales en los años cincuenta. ¿Qué factores contribuyeron a su desmantelamiento?

En 1954, el gobierno de Eisenhower decide cerrar Ellis Island y una serie de centros similares en ambas costas del país. Esto sucede poco después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa estaba en plena reconstrucción, en el sentido más literal de la palabra, y con el ascenso de la Unión Soviética y la Guerra Fría. La política exterior de Eisenhower se basaba en estrechar alianzas en Europa. ¿Y cómo se atrae a los aliados?  Siendo amable con sus ciudadanos y con los inmigrantes de esos países que ya están en Estados Unidos. Y eso significaba poner en libertad a quienes estaban en Ellis Island. El último detenido en salir de allí, en noviembre de 1954, fue Arne Peterson, un marinero que había ignorado el final de su permiso para bajar a tierra. Ese modus operandi –permanecer en el país demasiado tiempo teniendo permiso para estar en él legalmente de manera temporal– era una violación muy común de la ley migratoria entonces, igual que ahora. Pero lo interesante es que el Estado sabía que había violado la ley migratoria y sabía también dónde estaba. Lo tenía bajo custodia en Ellis Island y aún así, lo metieron en un ferri camino del Sur de Manhattan y lo soltaron allí. El Estado no volvió a saber de él. Todo esto sucedió en plena Guerra Fría, cuando había tanques y sangre en lugares como Corea y los altos poderes del Estado percibían una gran amenaza comunista. El contraste con nuestro tiempo, cuando se demoniza a los inmigrantes en una situación bien diferente, no puede ser mayor.

Como es obvio, la historia no termina ahí. ¿Cómo se pasa del desmantelamiento de Ellis Island al sistema imperante en Estados Unidos, que describe como el sistema de detención de inmigrantes más grande del mundo?

El punto de inflexión se da con la vuelta del racismo como elemento determinante del derecho migratorio, que ya lo había sido en el siglo XIX. Esta vez lo que sucede es que el rostro de la inmigración empieza, literalmente, a cambiar después de una serie de reformas en 1955 y 1976. Empiezan a llegar muchos más inmigrantes de Asia. Históricamente, habían estado excluidos, vetados de Estados Unidos durante décadas. Al mismo tiempo, los inmigrantes de México pedían permiso para entrar en Estados Unidos. Su autorización legal se evaporó de la noche al día al ponérsele fin al Programa Bracero en 1964. Siguieron viniendo, pero pasaron a ser ilegales por el cambio en la regulación. Ya en los setenta y ochenta, a estos dos colectivos se les empiezan a sumar los migrantes de piel oscura, primero los haitianos que huyen del régimen de Duvalier, y más tarde los cubanos, a los que los medios describían como prisioneros y deshechos que Fidel Castro mandaba a Estados Unidos. Estos colectivos fueron demonizados desde las instituciones, en especial a partir de mediados de los ochenta, un periodo en el que se declara la guerra contra las drogas y se desarrolla el sistema de encarcelamiento masivo que la acompaña. No es casual que ambos fenómenos coincidan en el tiempo. Son exactamente las mismas leyes de 1986, 1988 y 1990 las que desarrollaron la respuesta carcelaria a la guerra contra las drogas, por un lado, y trajeron consigo el sistema de prisiones de inmigrantes que tenemos hoy en día.

La policía migratoria y el sistema de detención privado han crecido exponencialmente de la mano

Cuando se refiere al sistema de detención más grande del mundo, ¿cómo se traduce en cifras?

Estamos hablando de entre cuatrocientas y quinientas mil personas encarceladas cada año. La mayoría las detiene la policía migratoria (ICE en sus siglas en inglés), y a menudo están atravesando un proceso judicial migratorio para ver si se les permitirá quedarse en los Estados Unidos. Otros muchos son niños bajo la custodia de la Oficina para la Reubicación de Refugiados (ORR), que han sido separados de sus padres o vinieron a este país solos. Y otro segmento lo forman inmigrantes procesados por el sistema de enjuiciamiento criminal por violar la ley migratoria. Es un delito federal, lo ha sido desde 1929, venir a Estados Unidos sin el permiso del gobierno o hacerlo después de haber sido deportado.

Señala un asunto importante. La retórica imperante y las leyes que la acompañan, habla del “extranjero criminal”. Pero, como apunta usted, a menudo el crimen es el mero hecho de estar en Estados Unidos. ¿Qué problemas acarrea esa etiqueta?

Es posible criminalizar casi cualquier cosa, pero en la práctica, la ley no se aplica por igual para todos. He pasado la mayoría de mi vida adulta en campus universitarios. No se le escapa a nadie que haya estado en uno de ellos un viernes por la noche que se pueden oler los delitos federales. Y no es sólo el consumo de drogas. Casi una de cada tres universitarias sufre abusos sexuales antes de graduarse. Y no por ello vamos al campus que nos pille más cerca a llamar criminales a los jóvenes que allí estudian. No nos referimos a “los universitarios criminales”. Es, simplemente, porque no mandamos a la policía a lidiar con esos problemas. No vamos puerta por puerta a arrestar a esos jóvenes, a mandarlos a la cárcel, a procesarlos criminalmente y condenarlos. Y al no hacer eso, no se le pone la etiqueta de criminal al colectivo. Es evidente que la respuesta policial es diferente según de qué colectivo se trata. Y eso no quiere decir que los abusos sexuales que se producen en la Universidad de Columbia son moralmente mejores, más honorables, que otras actividades criminales. Simplemente, tienen un escudo protector como privilegiados que les libra de sufrir las consecuencias de sus actos. Los inmigrantes no tienen ese lujo.

Volvamos por un instante sobre el asunto del sistema que se desarrolla en lugar del de Ellis Island. Ha hablado antes sobre cómo las mismas leyes que sirvieron para el encarcelamiento masivo de la gente de color tuvieron un impacto directo en el desarrollo del sistema de detención masiva de inmigrantes. ¿En qué medida existe una conexión también con el ascenso de las empresas privadas de detención?

No es que creciesen en paralelo, sino que el sistema de prisiones para inmigrantes y las cárceles privadas están ligadas desde el primer momento. Las cárceles privadas datan del siglo XVII, pero en su iteración moderna, se desarrollan en los años ochenta. Y lo hacen gracias a los contratos que la agencia predecesora a la policía migratoria (ICE) les otorgó a una serie de empresas. Un grupo de inversores había decidido privatizar las prisiones. Eran tiempos de Reagan, cuando se estaba privatizando una gran cantidad de servicios públicos. Así que vieron una oportunidad. Thomas Beasley, fundador de la empresa Corrections Corportation of America, que hoy se llama CoreCivic, uno de los dos gigantes del sector, contaba: “Cuando íbamos a presentar nuestro proyecto, la gente nos decía: ‘¿Prisiones? No, eso es un asunto del Estado’. Así que nos dimos cuenta de que tendríamos que hilar más fino para vender esto”. Y lo hicieron. Llegó un momento en el que vendían cárceles privadas como quien vende hamburguesas. Se trataba de convencer a las autoridades de que necesitaban ese servicio, y que la empresa podía ofrecerlo de manera rápida, barata y eficiente. A los primeros a quienes convencieron fueron al Servicio de Inmigración y Naturalización, predecesor de ICE. Y, desde entonces, tanto la policía migratoria como el sistema de detención privado han crecido exponencialmente de la mano.

Siendo amorales por un momento: ¿Cuál es la clave del negocio? ¿Cómo consiguen las empresas que sea rentable?

Sus ingresos vienen de los contratos con el gobierno federal. Y, como en cualquier negocio, pero aún más en este caso, para resultar atractivas al gobierno, buscan rebajar costes. Eso empieza por romper a los sindicatos. La mayoría del personal de prisiones públicas está sindicado. No así en estas empresas privadas. Al margen de eso, una de las críticas más frecuentes que se les hace tiene que ver con la ínfima calidad de la comida y la atención médica que reciben los inmigrantes presos, que a menudo trabajan por un dólar al día. Además, se buscan lugares remotos y económicamente deprimidos para construir las prisiones. Eso hace que el terreno sea barato, y a veces se consiguen incentivos fiscales por parte de los ayuntamientos o condados, atraídos por la promesa del empleo. De manera que se ha ido desplegando una red de decenas de centros de detención en lugares aislados por toda la geografía del país, donde a los inmigrantes presos no los puede visitar su familia, donde apenas hay abogados, trabajadores sociales, clérigos, ni nadie que se pueda interesar por ellos. A menudo no sabemos lo que ocurre ahí dentro.

Esto no es un fenómeno que empezó en enero de 2017, cuando Trump llegó a la Casa Blanca, y no va a terminar en el momento en que Trump la abandone

Dada la magnitud del sistema que describe, y dadas las condiciones de salud dentro de los centros y los escasos incentivos para proporcionar un tratamiento digno, ¿qué retos plantea una situación como la crisis de la covid-19 para el sistema de detención de inmigrantes?

El sistema no está construido para hacer frente ni siquiera a enfermedades comunes, muchísimo menos una pandemia como a la que nos enfrentamos. En los últimos años, hemos visto a un adolescente morir en un centro de la Patrulla Fronteriza y más de mil presos infectados por paperas en otros dependientes de ICE. Muchas de las medidas de cuidados preventivos con las que cumple el resto de la población –desde el distanciamiento social a la higiene básica– son imposibles dentro de estas prisiones para inmigrantes. Con ese historial, no tengo ninguna confianza en la capacidad del Estado para hacerle frente a la covid-19 de manera efectiva.

Hay un enorme consenso bipartidista histórico entre demócratas y republicanos en torno al proceso que viene describiendo, tanto el crecimiento del negocio del encarcelamiento de inmigrantes como su criminalización y las leyes que la acompañan. ¿Cuál es el papel de ambos partidos en todo esto?

Cuando los haitianos empezaron a llegar en los setenta, Jimmy Carter, demócrata, estaba en la Casa Blanca. Y respondió con detenciones. Aquella respuesta fue ad hoc e informal. Dos años más tarde, con Reagan en la Casa Blanca, empiezan a llegar los cubanos. ¿Qué hizo? Formalizar la política de Carter. Así que empezó con consenso entre ambos partidos y no ha cambiado en absoluto. La población inmigrante presa más grande de la historia de Estados Unidos se alcanza con Obama y se perpetúa con Trump. No es correcto decir que lo que vemos es un fenómeno asociado a Trump. No, es la profundización por parte de Trump de una tendencia previa.

Y, sin embargo, vivimos bajo el mandato de Donald Trump. ¿En qué consiste esa profundización de la tendencia? ¿Qué ha cambiado bajo su mandato y qué le preocupa sobre el presente?

Hoy vemos cómo el Congreso sigue dotando presupuestariamente, sin reparos, a un sistema de detención privatizado que no para de crecer. Y los agentes de la policía migratoria se dan cuenta de que tienen un apoyo casi incondicional del presidente. Así que se han vuelto mucho más flagrantes a la hora de inyectar el miedo en la vida de la gente. Y ese miedo es muy real. Cuando Trump tuitea “vamos a detener a cientos de personas este fin de semana”, como hizo el año pasado, o cuando la policía migratoria anuncia que va a llevar a una unidad de fuerzas especiales a Boston o Nueva York para apresar inmigrantes”, ese miedo se impone y persiste.

Estamos en periodo electoral. Si le dieran poderes para reformar el sistema migratorio, o si estuviera asesorando al nuevo presidente, ¿por dónde empezaría?

En primer lugar, me gusta que seas tan optimista sobre lo del nuevo presidente. No todos vivimos en Nueva York. Uno de los impulsos para escribir este libro fue pasar ocho años bajo el mandato de Obama tratando de tener esta conversación con gente que no quería tenerla. Eran incapaces de aceptar que estuviéramos poniendo entre rejas a tanta gente, que cogíamos a niños y nos los llevábamos a centros de detención en el medio de Texas, a menudo sin sus padres. Y que hacíamos todo esto sin proporcionar algo tan básico como un abogado. Así que es muy importante que mantengamos la perspectiva de que esto no es un fenómeno que empezó en enero de 2017, cuando Trump llegó a la Casa Blanca, y no va a terminar en el momento en que Trump la abandone.

Las leyes y las políticas que han causado esto seguirán estando ahí. Tenemos veinte mil agentes en la policía migratoria y otros tantos en la Patrulla Fronteriza que tienen que hacer algo, detener a gente, encarcelarla, deportarla, todos los días.  Así que hay que empezar por recortar el número de agentes, que son el punto de acceso a todo ese sistema, y dedicar el dinero que nos gastamos en ellos a fortalecer los sistemas de apoyo la gente que se enfrenta a procesos legales migratorios en forma de abogados y trabajadores sociales.

Cada año, Estados Unidos encarcela a medio millón de inmigrantes. El país del islote de Ellis Island y la Estatua de la Libertad, cuya imagen de sí mismo está forjada en torno a la acogida de los foráneos, ha construido en los últimos cuarenta años el mayor sistema de detención de inmigrantes de la historia de la...

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Autor >

Álvaro Guzmán Bastida

Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.

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