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GRAN REPORTAJE

En el valle del terror

En California, el 80% de los braceros son mexicanos sin papeles. El miedo a la deportación se ha apoderado de su día a día

Michael Greenberg (The New York Review of Books) 17/09/2019

<p>Imagen de archivo de braceros trabajando en los campos del sur de California, 1970. </p>

Imagen de archivo de braceros trabajando en los campos del sur de California, 1970. 

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El valle de San Joaquín en California, desde Stockton al norte hasta Arvin al sur, tiene 376 kilómetros de largo y 209 kilómetros de ancho. Si condujeras hasta allí desde el Área de la Bahía, la temperatura pasaría en menos de una hora de 13 a 36 grados centígrados, y seguiría subiendo. Predominan las emisoras de radio en español: rancheras, boleros, corridos, baladas de amor despechado y el característico sonido norteño (percusivo, torrencial, sin instrumentos de viento). En la emisora de radio en inglés una voz indignada aconseja a los oyentes que permanezcan mentalmente alerta ante las “series de televisión, las noticias” y toda esa panoplia de “medios hegemónicos porque son todos la misma basura, provienen de la misma cloaca y todos tienen la misma agenda viperina para establecer un orden mundial único”. La canción de verano de este año se titula Llévate una chica borracha a casa. 

El valle es llano y está bajo una nube constante de polvo, esmog, pesticidas y humo. El esmog proviene del tráfico del Área de la Bahía que trae el viento, los pesticidas de los millones de kilos de químicos que se vierten en la tierra cada año y el humo de los incendios que se producen en el norte y quedan atrapados en el valle, empujados hacia abajo por el calor. La nube se mantiene ahí por la Sierra Nevada que está al este, la cadena costera que está al oeste y la sierra de Tehachapi que está al sur, esa que el escritor de Fresno, Mark Arax, denomina “nuestra línea Mason-Dixon”, porque marca la separación física y psicológica entre el valle y la cultura cosmopolita del sur de California y Los Ángeles. La ciudad de Bakersfield y el área circundante, en el extremo sur del valle, tienen el aire de peor calidad de Estados Unidos. 

En términos de producción anual, el valle de San Joaquín es una de las extensiones agrícolas más valiosas del país, y está dominada por grandes productores que dirigen una mano de obra de trabajadores inmigrantes con métodos que no han cambiado mucho desde que Carey McWilliams los describiera en su libro de 1939, Factories in the fields (Fábricas en los campos). Arax lo compara con un país centroamericano: “Es la región más pobre de California”, me explicó. “Casi no hay clase media. Para encontrar un equivalente en Estados Unidos tendrías que irte a Appalachia o a la zona fronteriza de Texas”.

Pasas, uvas de mesa, pistachos, almendras, tomates, frutas con hueso, ajo y repollo son algunos de los cultivos del valle. Las clementinas que se compran en malla en el supermercado se cultivan aquí, igual que las granadas de las que se obtiene el zumo que según nos dicen nos protege del cáncer. Las ganancias que se obtienen de todos los cultivos que se plantan aquí y en otros lugares de California ascienden a 47.000 millones de dólares al año, más del doble que las de Iowa, el siguiente estado agrícola más importante. La mayor parte de estas ganancias beneficia a unos cientos de familias, algunas de las cuales poseen hasta 8.000 o incluso 16.000 hectáreas de tierra. 

Según un estudio realizado por el propio estado de California, en las ciudades de peones agrícolas apenas hay un 30% de maestros con acreditación

Las plantaciones en la zona oeste del valle son tan grandes que los capataces controlan a los trabajadores sobrevolando los campos en avión. Hay ordenadores monitorizando el agua que se libera y que se suministra a las plantas mediante un intrincado sistema de tuberías y válvulas. “Hay cárceles y plantaciones, nada más”, me comentó Paul Chávez, hijo de César Chávez, el cofundador del sindicato de trabajadores agrícolas, United Farm Workers (UFW). “Ni siquiera puedes recibir una educación en esta zona. Según un estudio realizado por el propio estado de California, en las ciudades de peones agrícolas apenas hay un 30% de maestros con acreditación”. 

Cuando César Chávez comenzó a organizar a los braceros en la década de 1950, me explicó su hijo, un 12 o 14% “eran todavía okies arkies [habitantes de los estados de Oklahoma y Arkansas], los personajes de Steinbeck”, y un 8 o 10% eran afroamericanos que habían traído los plantadores de algodón durante la plaga de gorgojos que tuvo lugar en la década de 1920. Aproximadamente un 12% eran filipinos, y un 55% mexicanos, “la mitad de los cuales eran ciudadanos mexicanos y la otra mitad estadounidenses de primera generación como mi padre”.

Hoy en día, al menos un 80% de los braceros son mexicanos sin papeles, la gran mayoría de ellos, mixtecos y triquis, pueblos indígenas de los estados de Oaxaca, Sinaloa y Guerrero (los más pobres de México), que no hablan o hablan muy poco español, y mucho menos inglés. La mayoría de ellos lleva trabajando en el campo desde hace al menos una década, han formado familias en EE.UU. y viven aterrorizados por la migra, el nombre que recibe el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), y por una deportación o una encarcelación instantáneas que los separarían de sus hijos. 

A finales de junio, visité un campo de tomates en el condado de Fresno, cerca de la ciudad de Mendota. Los campos son propiedad de Gargiulo, uno de los principales productores de tomate del país. Había docenas de coches con abolladuras que estaban aparcados en el extremo de varias secciones listas para la cosecha. Los grupos de trabajadores mixtecos confiaban en el único que hablaba español fluido para comunicarse con el capataz y el representante del sindicato UFW que me había colado en la propiedad. Durante la temporada alta estos campos dan trabajo a 400 personas; aproximadamente 250 estaban trabajando ese día, casi la mitad eran mujeres, y algunas de ellas estaban visiblemente embarazadas. 

A causa del calor, la jornada de trabajo duraba desde las 5 hasta las 10 de la mañana, cuando las temperaturas subían hasta los 45 grados. El sol pegaba duro, pero todos iban cubiertos de pies a cabeza con varias capas de ropa: gorras raídas ancladas en su sitio por capuchas y bufandas improvisadas, camisetas sobre camisetas, dos pares de pantalones, calcetines gruesos y botas; lo único que quedaba al descubierto eran los ojos, las mejillas y los dedos. Esto lo hacían para protegerse de los pesticidas. Las tasas de cáncer entre los braceros del valle son elevadas. La tierra está tan endurecida por los químicos que cuando la agarras con la mano sale en terrones secos, pálidos y duros como la piedra. Con el calor, los químicos emanan de la tierra con intensidad y al cabo de una hora ya podía sentirlos ardiéndome en la boca.

Para recoger tomates hay que “doblar el espinazo”, uno de los trabajos más agotadores y dolorosos que hay, pero los oaxaqueños lo hacían con una velocidad vertiginosa. La paga era 73 centavos de dólar por cada cubo de 22 litros que llenaran, una medida que los trabajadores prefieren a la alternativa de 11 dólares por hora, el salario mínimo de California1. Los trabajadores más jóvenes llenaban dos cubos cada vez, arrancando tomates verdes gigantes de las plantas, sacudiendo los tallos, metiéndolos en el cubo y luego corriendo para volcarlos en un remolque enganchado a un tractor al final de la sección, a 45 o 55 metros de distancia. Luego regresaban corriendo a la fila de recolección, llamándose y gritándose como soldados los unos a los otros para que los ánimos y el ritmo no decayeran. En cinco horas, un peón habilidoso puede ganar entre 75 y 85 dólares.

La temporada del tomate dura cuatro meses, de junio a octubre, después de lo cual los trabajadores se desplazan a la zona este del valle para recolectar cítricos o podar vides y árboles frutales. Con suerte, un bracero diligente puede encontrar trabajo durante ocho o nueve meses al año y ganar entre 20.000 y 23.000 dólares brutos. En 2010, los trabajadores sin papeles pagaron unos 12.000 millones de dólares en impuestos a la Seguridad Social, un dinero que contribuyó a pagar las pensiones de jubilación que reciben los ciudadanos estadounidenses (pensiones que esos trabajadores probablemente nunca recibirán). 

En respuesta al argumento de que los inmigrantes roban el trabajo de los estadounidenses porque cobran salarios más bajos, el sindicato UFW lanzó una página web que ofrecía a los ciudadanos y residentes legales trabajos en el campo en cualquier lugar del país a través de los servicios públicos de empleo. Esto fue en 2010, durante la Gran Recesión. La página recibió unos cuatro millones de visitas, unas 12.000 personas rellenaron los formularios de trabajo. De todas ellas, un total de 12 ciudadanos o residentes legales se presentaron finalmente a trabajar y ninguno duró más de un día. De acuerdo con un reportaje aparecido en Los Angeles Times, Silverado, un contratista de mano de obra agrícola de Napa, “nunca ha tenido una persona blanca, nacida en Estados Unidos que acepte un empleo de principiante, aun después de que la empresa subiera los salarios por hora cuatro dólares por encima del sueldo mínimo”. Un viticultor de Stockton no pudo atraer ciudadanos en el paro por 20 dólares la hora.

La página recibió unos cuatro millones de visitas, unas 12.000 personas rellenaron los formularios de trabajo. De todas ellas, un total de 12 ciudadanos o residentes legales se presentaron finalmente a trabajar y ninguno duró más de un día

La recogida de frutas y verduras es un trabajo de una sola generación: los peones con los que hablé ni querían ni permitirían que sus hijos siguieran sus pasos y trabajaran en el campo. El calor y la exigencia física, combinados con el poder feudal de los productores, hacen que sea preferible trabajar en un hotel con aire acondicionado o en un centro de envasado, en los que se puede estar de pie y sin pesticidas por el mismo sueldo mínimo. 

Esto significa que es necesario un flujo constante de inmigrantes mexicanos pobres que quieran hacer el trabajo. Pero los inmigrantes no están yendo. Desde 2005 hay más mexicanos saliendo de EE.UU. que entrando, y eso no solo es consecuencia de la mano dura en la frontera. En 2000, cuando la frontera era mucho más porosa que ahora, 1,6 millones de mexicanos fueron capturados intentando cruzar hacia EE.UU. En 2016, ese número fue de 192.9692. Ed Taylor, un economista de la Universidad de California, Davis, calcula que el número de potenciales inmigrantes de las zonas rurales de México retrocede cada año en 150.000 personas. Esto se puede explicar en parte por la mejora de las condiciones económicas del norte y centro de México, que ha conseguido reducir el poder de atracción de los trabajos que pagan el salario mínimo en Estados Unidos, y en parte por el coste y el peligro de aventurarse a cruzar la frontera. Si se consigue entrar en EE.UU., los pagos al coyote pueden hacer que un trabajador de salario mínimo tenga una deuda de por vida. 

Hemos sido testigos de familias que son separadas en la frontera, en imágenes que provocan una primitiva indignación, pero las crueldades que visitan a los inmigrantes sin papeles que ya residen en EE.UU., y que ocupan el escalón más bajo de la fuerza de trabajo, han recibido mucha menos atención. Hay miles de ellos que viven acorralados por el miedo, y esa es la realidad de California, a pesar de sus leyes de asilo. Algunos californianos sostienen que las leyes de asilo han empeorado la situación, al convertir al ICE en una fuerza paramilitar itinerante que está reforzada por un presupuesto cada vez mayor y alentada por el desprecio declarado del presidente. 

A todos los lugares donde fui en el valle de San Joaquín, el miedo a la migra era palpable. Algunos braceros tenían miedo a salir de casa para ir al campo, o incluso ir a la tienda a comprar comida, por la presencia generalizada de miembros del ICE, en coches con el logo y en coches secretos. En Radio Campesina, una red de emisoras en español del valle, propiedad de la Fundación César Chávez, la gente llama para avisar a los oyentes de los lugares donde se han visto agentes del ICE (en un supermercado, en una escuela, en un control de carretera improvisado, etc.). “Les contamos a nuestros oyentes lo que está pasando ahí fuera, lo que se pueden encontrar, lo que tienen que evitar”, me explicó el gerente de la delegación de Bakersfield de Radio Campesina. “Damos avisos sutiles, les mantenemos informados. Pero tenemos que asegurarnos de que vienen de llamadas aleatorias o podrían procesarnos por obstrucción a la justicia”. 

La policía federal parece intentar deportar a tantos inmigrantes como puede y hacerle la vida tan imposible al resto que terminen yéndose por su cuenta. Los agentes del ICE recorren el valle buscando mexicanos que hayan entrado en el sistema judicial por infracciones leves (multas, citaciones y, en el peor de los casos, por delitos sin víctimas de conducción bajo los efectos del alcohol). El marido de una mujer con la que hablé fue deportado por una multa sin pagar por exceso de velocidad después de haber vivido en California durante 22 años. 

En las oficinas centrales del UFW en el centro de Fresno, me reuní con un grupo de 12 voluntarios que asesoraban judicialmente a los inmigrantes de todas las ciudades principales de los valles de San Joaquín y Salinas. Todos me contaron que estaban inundados por un flujo virtualmente interminable de trabajadores aterrorizados que estaban muertos de miedo por su futuro. “Nuestro principal trabajo consiste en informar a la gente sobre cómo tratar con el ICE”, me dijo Fátima Hernández, una asesora del UFW que trabaja en la oficina de Bakersfield. “Cómo evitar que los arresten y los deporten”. Las instrucciones son simples y rigurosas: no respondas a ninguna pregunta, no firmes nada, no enseñes ningún documento, no dejes que ningún agente entre en tu casa a menos que pase una orden judicial con tu nombre por debajo de la puerta. Instan a los inmigrantes a que saquen fotos y hagan vídeos, a que anoten los números de placa y modelos de coche: “Prepárate para enseñar exactamente lo que sucedió”. Su principal protección es la Quinta Enmienda, que concede incluso a los extranjeros el derecho a guardar silencio. 

Hernández y sus compañeros parecían estar muy afectados por el clima de miedo que estaba recorriendo el valle “como una descarga eléctrica”. Todos los inmigrantes que han arrestado allí han acabado en Mesa Verde, una cárcel privada de Bakersfield en la que, a causa de la falta de apoyo y la pobreza de los inmigrantes, es casi imposible contratar representación judicial. Ahí es donde intervienen Hernández y los asesores jurídicos, “una gota en el océano”, dice. Los detenidos “comparecen” ante el juez desde la cárcel, mediante una videoconferencia con el juzgado de Sacramento, a 460 kilómetros de distancia. Las sentencias se dictan en cuestión de minutos. El número de casos atrasados es enorme, la corte tiene innumerables litigios pendientes y los hace avanzar sin ninguna sensibilidad.

Desde 2005 hay más mexicanos saliendo de EE.UU. que entrando, y eso no solo es consecuencia de la mano dura en la frontera

Hernández instruye a los padres para que preparen a sus hijos para lo peor. Uno de los temas de conversación es qué pasa si tus padres no regresan hoy a casa. Antes la gente se sentía insegura, pero más o menos tenían la sensación de que su labor era necesaria, que se les valoraba, cuando menos, por su disposición para realizar el trabajo que nadie más quería hacer. Sus hijos podían ir a la escuela y vivir, la mayor parte del tiempo, sin el miedo a que sus padres desaparecieran, incluso durante las agresivas políticas de deportación de Obama. Ahora, ni la gente en situación legal provisional solicita los cupones de comida, las ayudas al desempleo, el programa Head Start (de salud, educación y nutrición infantil) o los servicios para el desarrollo infantil. El Gobierno de Trump anunció hace poco un cambio en las normas que hará que los inmigrantes y los que tienen la green card [la tarjeta de residencia permanente de EE.UU.] queden inhabilitados para la naturalización si han recibido o solicitado ayudas sociales. La gente sin trabajo, como los braceros lo están indefectiblemente durante una parte del año, prefiere pasar hambre antes que arriesgarse a que les pongan en una lista negra del gobierno.

La paranoia se ha apoderado de todos los aspectos de la vida. La actividad cívica, como acudir a las reuniones municipales y a otros eventos públicos, se ha estancado casi por completo. “La gente se cambia el nombre o pide que se oculte su cara cuando accede a testificar o compartir su historia en los medios”, me explicó Eriberto Fernández, un organizador cuyos padres todavía recogen uvas de mesa en el condado de Kern. “Algunos ni siquiera quieren que se les vea en nuestra página de Facebook”. Cuando era niño, sus padres le llevaban al campo porque no tenían a nadie que pudiera cuidarlo mientras trabajaban. “Cuando tenía siete u ocho años empecé a trabajar junto a ellos después de clase. Lo típico”. Hoy en día Fernández inscribe a los latinos para que voten, con escaso éxito. 

La gente nos dice: “Votamos la última vez y las cosas están peor. Ya no votamos más”. La participación en las primarias del 5 de junio registró el nivel más bajo de votantes latinos de la historia en el condado de Monterrey. Sencillamente existe un gran pesimismo entre los latinos de primera, segunda y tercera generación, latinos que son ciudadanos estadounidenses. 

Puede que a algunos de ellos les molesten los ilegales o los miren con desprecio o sencillamente ni piensen en ellos. Una minoría significativa (entre 25 y 30% según la mayoría de registros) apoya la legislación republicana sobre armas y se opone al aborto. 

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En Delano, conocí a una mujer de 18 años llamada Rufina García. Vivía en EE.UU. desde que tenía un año y medio; sus padres mixtecos la trajeron con ellos desde la ciudad de Putla, en Oaxaca. Los dos trabajaban en el campo, se mudaban siguiendo las cosechas y recolectaban cerezas, uvas, mandarinas y naranjas. En 16 años y medio en Estados Unidos habían tenido cinco hijos más, todos ellos nacidos en el valle de San Joaquín.

Llevaban meses observando cómo los agentes del ICE les rondaban y seguían sus movimientos. Los agentes aparecían en el aparcamiento del edificio donde vivían o en la escuela de los niños o sencillamente conducían detrás de ellos, para hacerles saber que habían sido identificados, que les estaban observando. Ni Rufina ni sus padres entendían por qué (por lo general la migra persigue a personas con antecedentes). “Mi hermano se volvió un experto en distinguirlos mientras mi padre conducía”, me explicó. “Se puede reconocer a los coches secretos por la matrícula. Mi padre estaba muy preocupado. Sabía lo que podían hacernos. Podían quitárnoslo todo. No paraba de preguntarme, ¿por qué a nosotros?”.

A las 6 de la mañana del 13 de marzo, sus padres dejaron a la hermana de Rufina en el instituto RFK para que acudiera a una clase temprana de atletismo. Mientras se alejaban con el coche, dos agentes del ICE que habían estado siguiéndolos desde que salieron de casa les dieron las luces para que se detuvieran en el arcén. El padre de Rufina, Santos, obedeció, pero cuando los dos agentes estaban caminando hacia el coche, entró en pánico y apretó el acelerador. Los agentes iniciaron una persecución a gran velocidad. Santos chocó con un poste de la luz y el coche volcó sobre uno de sus lados. El padre y la madre de Rufina fallecieron en el accidente. 

Al final resultó que los agentes del ICE habían confundido a Santos con su hermano, Celestino, al que querían deportar por un delito de conducción bajo los efectos del alcohol, que había cometido en 2013, aunque ese delito no comportara cargos por conducción imprudente y ya se hubiera resuelto en los tribunales de forma satisfactoria. Las muertes conmocionaron a los braceros del valle. Parecía algo más que un accidente; parecía ser el resultado natural de lo que todos experimentaban, de una forma u otra, bajo la vigilancia de la migra. Cientos de personas acudieron al funeral. Los cámaras y los equipos de televisión se precipitaron. Arturo Rodríguez, el afectuoso presidente del UFW, hizo acto de presencia y el funeral adquirió un aura de tímida manifestación. 

Poco después del funeral, los agentes del ICE desplazaron múltiples coches para rodear a Celestino en su casa y apresarlo como si fuera un delincuente peligroso. Le deportaron inmediatamente, y tuvo que dejar atrás a su mujer y a sus cuatro hijos, dos de los cuales son ciudadanos estadounidenses. Firmó bajo coacción sus propios papeles de deportación, lo que significa que le expulsaron de EE.UU. sin juicio y nunca más podrá volver. Rufina cree que el ICE convirtió su arresto en un espectáculo porque había concedido entrevistas a la prensa sobre el accidente y el daño que eso había causado a la familia. “Nos estaba ayudando emocionalmente”, me explicó. “Era como un hijo para mi padre; él lo crió”.

Ahora Rufina (una de las llamadas dreamer [soñadora], sin estatus jurídico reconocido y con la política que controla su destino, la Acción diferida para los llegados en la infancia –DACA, por sus siglas en inglés–, en un limbo judicial) tenía que cuidar de sí misma, de sus cinco hermanos, el más pequeño de los cuales tiene ocho años, y de su propio hijo de un año, William. Tenía los ojos opacos e invariablemente tristes. Tuve la sensación de que estaba viviendo en dos mundos: uno en el que los dos conversábamos educadamente y un mundo de pesadilla del que parecía ser incapaz de escapar o comprender. 

Quería que viera el altar de sus padres junto a la carretera, cerca del lugar donde fallecieron. De camino, pasamos por delante de Forty Acres, el polvoriento solar que antes ocupaba la gasolinera en la que, en 1968, César Chávez realizó un ayuno de 25 días para atraer la atención hacia una huelga contra los Hermanos Giumarra, los productores de uvas de mesa más grandes del valle. Robert Kennedy visitó a Chávez el día que terminó el ayuno, y este acontecimiento hizo famoso a Chávez y otorgó visibilidad nacional al drama de los braceros de California: 70.000 vendimiadores se afiliaron al sindicato en 1970, después de que los huelguistas, con la ayuda de un boicot nacional a las uvas, triunfaran.

En la actualidad, el UFW representa solo a unos 10.000 trabajadores, en parte porque Chávez concibió el sindicato como un movimiento social que facilitaría todo a sus miembros (vida religiosa, vida social y vivienda) en lugar de limitarse a ser un representante de la negociación colectiva que se centrara de forma tediosa (y según Chávez materialista) solo en aumentos de sueldo y prestaciones. En ese sentido, lo que el UFW podía proporcionar tenía un límite y muchos braceros se sintieron atraídos por los Teamsters, que comenzaron a negociar contratos con los productores después del éxito inicial que tuvo el UFW en la década de 1970. En el fondo, Chávez era un católico místico que denominaba a sus ayunos “actos de penitencia”, en lugar de huelgas de hambre. Paul Chávez me contó que habría ido a misa todos los días si hubiera podido.

Existen otras razones por las que disminuyó el apoyo al UFW. Después de convertirse en gobernador en 1983, George Deukmejian devolvió el favor a los productores por el apoyo que le habían prestado desmantelando la Junta de relaciones laborales agrícolas que Jerry Brown había creado, lo que supuso un duro golpe a las capacidades organizativas del sindicato. La naturaleza itinerante del trabajo agrícola, combinada con el hecho de que en la actualidad casi ningún bracero cuenta con la protección jurídica que otorga la ciudadanía estadounidense, hace que organizarse sea más difícil. Los beneficios a largo plazo sirven de poco a unos peones que podrían ser deportados en cualquier momento y que necesitan cada céntimo de sus sueldos para alimentarse ellos y a sus hijos. Vi con mis propios ojos la futilidad de que un representante del UFW intentara conseguir que los recolectores de tomates contrataran un plan de pensiones con el sindicato. El propio concepto les parecía absurdo, era como pedirles que tiraran directamente su dinero al mar. 

El altar a los padres de Rufina estaba situado en una sofocante carretera de dos carriles cerca del desvío hacia la cárcel de North Kern, que podíamos avistar entre el calor, cercada por bobinas de alambre de espino reluciente. ‘CÁRCEL, NO RECOJA A AUTOESTOPISTAS’, se podía leer en un cartel situado junto a la carretera. Al otro lado de la carretera había otra cárcel, para mujeres. Las imágenes de las cámaras de seguridad de la cárcel mostraban a los agentes del ICE a toda velocidad por la carretera vacía persiguiendo a Santos y Marcelina y demostraban que habían mentido cuando le dijeron a la policía de Délano que no les habían perseguido, pero no les procesaron. Una mujer que iba de camino a su puesto de trabajo en la cárcel se detuvo y sujetó la mano de Marcelina a través de la ventanilla del coche volcado mientras fallecía. Los agentes aparcaron a medio kilómetro de distancia y no prestaron asistencia. Cuarenta minutos después, llegó una ambulancia. 

El altar contaba la vida de los padres de Rufina: flores, una lata de té frío Arizona, un jarrón rosa, una cruz con una estatua de la virgen de Guadalupe, un frasco de salsa picante, el faro delantero de un coche viejo, un tiesto con tierra negra y una lata de cerveza Tecate. Rufina apuntó hacia una vela votiva que alguien había dejado ahí en su última visita. Parecía ofrecerle consuelo, puesto que cree en la presencia invisible de los muertos. Me explicó que las cáscaras de huevo repartidas por el suelo habían sido dejadas por personas preocupadas “porque lo que les pasó a mis padres pueda sucederles a ellos”. Con una voz firme, como para asegurarse de que no había malentendidos, añadió: “Dijeron que había sido culpa de mis padres por asustarse y arrancar el coche. Pero no era culpa suya, solo estaban yendo a trabajar”. Un portavoz del ICE culpó de las muertes a las leyes de asilo de California, que “han obligado al ICE a salir de las cárceles y fuerzan a nuestros oficiales a asegurar el cumplimiento de las normas en la comunidad, y esto representa un mayor riesgo para las fuerzas del orden y para el público. De igual modo, aumenta las probabilidades de que el ICE encuentre a otros extranjeros ilegales que todavía no estaban en nuestro radar”. 

La mano dura del ICE es solo uno de los elementos de un plan para deportar a todos los mexicanos sin papeles que ocupan el escalón más bajo del mercado de trabajo y eliminar por completo la nueva inmigración procedente del otro lado de la frontera sur. El Congreso ya está preparando un mecanismo para sustituir a esos trabajadores por un programa completamente nuevo de “trabajadores visitantes”.

Según la ley de trabajadores visitantes en vigor, cuyo objetivo es solucionar las emergencias de escasez de mano de obra, los trabajadores visitantes salen caros: los empleadores deben pagar el viaje de ida y vuelta a su país de origen y proporcionar alojamiento mientras dure el contrato, que no puede sobrepasar el año. La ley está pensada para disuadir a las empresas de diseñar un superávit de mano de obra importando un número ilimitado de mexicanos que rebajen los sueldos de los trabajadores que ya residen en Estados Unidos, como sucedió durante la aplicación del Programa Bracero, entre 1942 y 1964, que se implementó como respuesta a la escasez de trabajadores agrícolas durante la Segunda Guerra Mundial. 

Un proyecto de ley patrocinado por el representante de Virginia en el Congreso, Bob Goodlatte, busca ablandar (y en algunos casos eliminar) los requisitos para los empleadores, como por ejemplo el alojamiento y el transporte obligatorios, con el objetivo de crear una enorme reserva de dos millones o más de trabajadores visitantes acreditados. Si se aprueba la ley, piensan sus patrocinadores, será económicamente viable no contratar a más trabajadores mexicanos indocumentados y deportar a casi todos los que viven ahora mismo en Estados Unidos. 

Con la legislación Goodlatte, los trabajadores visitantes podrían ser contratados durante un máximo de tres años y se les pagaría el salario mínimo del estado al que vayan a trabajar: 7,25 dólares en Texas, 8,25 dólares en Florida, 10 dólares en Arizona y 11 dólares en California, que son los estados que emplean un mayor número de braceros. Y lo que es más importante, no se les permitiría traer a sus esposas o a sus hijos. Solo podrían trabajar para el empresario que les contrate; si les deniegan el pago de su sueldo o les maltratan en el trabajo, no podrían acudir a la justicia ni buscar trabajo en otro lugar; si les despiden, serían deportados inmediatamente, y lo pagarían de su propio bolsillo; si huyen, se les perseguiría como fugitivos; y, por último, al menos un 10% de su sueldo se retendría hasta finalizar el contrato, para asegurarse de que abandonan el país. 

Le pregunté a Arturo Rodríguez (que ya se ha jubilado como presidente del UFW) si esas condiciones atraerían a un número significativo de trabajadores. Me aseguró que sí: “Los trabajadores del campo del sur de México ganan el equivalente a 10 o 13 dólares al día, así que les merece la pena viajar a EE.UU., incluso con esas restricciones. Ahora mismo, ya tienen que sobornar a los encargados de las contrataciones para que les seleccionen como trabajadores visitantes”.

La ley Goodlatte fue rechazada en el Congreso a mediados del año pasado, pero una versión revisada tiene el apoyo de 203 miembros del Congreso, a solo 15 votos del número necesario para aprobarla. El presidente de la cámara Paul Ryan y el presidente del bloque mayoritario Kevin McCarthy, que representa a una parte del valle de San Joaquín, indicaron su deseo de someterlo a votación antes de la investidura del nuevo Congreso en enero de 2019. [NdT: tanto Paul Ryan como Bob Goodlatte abandonaron sus puestos en el Congreso en enero de 2019, por jubilación y relevo respectivamente, y la legislación no ha registrado ningún avance durante este año]. A escala nacional, doscientas agrupaciones agrarias han mostrado su apoyo al proyecto de ley, incluida la Federación estadounidense de cámaras agrícolas. Los productores de California se oponen porque incluye el requisito de que los empresarios sean los encargados de verificar la legalidad del estatus migratorio de sus trabajadores. Este requisito, afirmaron 30 agrupaciones agrícolas de California, les “arruinaría”. Lo que quieren los productores con los que hablé es un suministro puntual y suficiente de mano de obra barata que coseche sus cultivos y que puedan controlar con facilidad. El actual sistema les funciona desde hace un siglo. Y hasta que el anteproyecto de ley Goodlatte o cualquier otro proyecto no les garantice mano de obra barata, seguirán cooperando con la política californiana de restringir las redadas y las inspecciones del ICE en el entorno de trabajo.

Hoy por hoy, existe una escasez de mano de obra cuya magnitud no se ha visto en los últimos 90 años. Esto ha provocado que los productores abandonen cultivos de frutas que requieren mano de obra intensiva para plantar en su lugar almendros, que no necesitan tantos trabajadores. Los precios del alojamiento, especialmente en el litoral del valle, han hecho que sea todavía más difícil atraer y conservar trabajadores. En los últimos años, millones de dólares de cultivos sin cosechar han sido enterrados o se han terminado pudriendo en los campos. 

“Estamos todos compitiendo por el mismo trabajador”, afirmó John D’Arrigo, presidente de D’Arrigo Brothers, el productor más importante de lechuga y brócoli del valle de Salinas, que cuenta con 15.400 hectáreas cultivadas. Las prácticas antisindicales de D’Arrigo fueron el motivo de que se produjera un enconado boicot a la lechuga en la década de 1970, que dirigieron Chávez y el UFW. En el verano del año pasado, la empresa firmó un contrato con el UFW, cuyo único propósito era garantizarse mano de obra constante. El resultado: 1.500 peones ganarán 13,35 dólares la hora y tendrán cobertura médica completa del seguro médico del sindicato que pagará D’Arrigo durante los meses que trabajen. A cambio, el UFW utilizará sus emisoras de radio para difundir el mensaje de que D’Arrigo es un buen patrón y para garantizar que cuando D’Arrigo les necesite, los braceros acudirán a los campos. 

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1. Está previsto que aumente a 12 dólares por hora en 2019, 13 dólares por hora en 2020 y 15 dólares por hora en 2022.

2. En 2014, había 5,8 millones de mexicanos sin autorización viviendo en EE.UU., una cifra inferior a los 6,9 millones que había en 2007. Aproximadamente un 30% reside en California, más que en ningún otro estado con diferencia.

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Michael Greenberg es el autor de Hurry Down Sunshine Beg, Borrow, and Steal: A Writer’s Life.

Traducción de Álvaro San José.

Este artículo se publicó originalmente en The New York Reviews of Books. Agradecemos a los editores el permiso para republicarlo.  


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Autor >

Michael Greenberg (The New York Review of Books)

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1 comentario(s)

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  1. Diego garcia Palomero

    Impresionante artículo. Muchísimas gracias por tan valiosa información y por la forma de contarlo. Esto es periodismo.

    Hace 5 años 2 meses

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