Crítica
Algunas cosas buenas del arte español. Y otras cosas malas
Ante la humillación e infravaloración sufrida, ejercida desde arriba (ministro de Cultura) y desde abajo (indignados ciudadanos ante el anuncio de ayudas al sector), mostrar afecto por algunas obras concretas tiene valor
Juan José Santos Mateo 26/06/2020
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Este artículo fue escrito antes de la pandemia. Publicarlo en ese momento –en realidad, en cualquiera– tenía poco sentido, pero hacerlo después no tenía ninguno. A pesar de que la OMS no había prohibido artículos sobre arte contemporáneo. Ahora, al ritmo de la seguiriya de la desescalada, quizás pueda tener un pase, por una única razón: ante la humillación e infravaloración que está sufriendo el arte actual en España, ejercida desde arriba (el Ministro de Cultura) y desde abajo (algo que se atisba tras leer los comentarios de indignados ciudadanos cuando las autoridades anunciaron las exiguas ayudas al sector), mostrar aprecio y afecto por algunas obras concretas tiene valor. Señalar al arte que vibra, que emociona, que nos estimula a observar una realidad desde otra perspectiva, puede devolver la fe. Y si eso es demasiado ambicioso, al menos, inventariar el arte que me hace vibrar, que me emociona, que me estimula a observar una realidad desde otra perspectiva, aunque solo sea para levantarme el ánimo a mí. Los críticos, aunque no tengamos amigos, tenemos corazón.
Al filo de las campanadas del 2019/2020, un ejército de periodistas tecleaban a tres manos sus listas de lo mejor de la década, las mejores obras de arte, las mejores exposiciones, los mejores cagaderos. Y el debate se abría como un esfínter: que si la década no acaba ahora, que si Jeff Koons podría estar en las tres categorías, que si las listas nos hacen tontos. Como siempre, estos rankings nos ayudan a alargar la procrastinación ad eternum, y, de vez en cuando, nos descubren obras, en este caso de arte, que merecen la pena. Pero mi lista de lo mejor del arte contemporáneo de diez años es extemporánea, conterránea y frustránea. Me interesa explicitar cuales son mis obras de arte español predilectas de una década, pero me niego a convertir una selección de favoritos en mera carnaza. No quiero atraer ni bancos de pirañas ni orcas solitarias. ¿Cómo hacerlo? Planteando justo lo contrario de lo que quieren los editores de medios online: eliminando de un supuesto “top ten” todo el erotismo. Nada de oportunismo: esto no sale el 1 de enero, sino en junio. Ni jerarquías, ni declaraciones de amor interesadas, ni búsqueda de publicidad, ni división por párrafo, ni concesiones al graderío, ni titulares sexys. También voy hacer algo que los clickbait profesionales no aconsejan: argumentar con rigor el porqué de mis gustos. Un poco de profundidad es como la tinta que expulsan los calamares para ahuyentar a los cazadores. ¿Queréis tinta? Tomad. Instant Narrative. Dora García es una de las artistas de la década, y más allá de justificar esta afirmación adjuntando un pdf con su currículo, me limitaré a explicar cómo funciona uno de sus últimos trabajos. En Instant Narrative (versión 2019, aunque fue pensada por primera vez en el 2006), un observante está sentado en una mesa, al final de un pasillo, mecanografiando algo en una máquina de escribir. Frente a ella, y mirando al espectador que entra al pasillo, una pantalla va mostrando líneas descriptivas: “Entra un chico de belleza abrasiva, tiene pinta de periodista de esos que escriben rankings”, por ejemplo. La performance que propone García convierte a los visitantes de la exposición en protagonistas de una narrativa instantánea, en personajes de ficción a tiempo real. Indaga con ello, y de forma tan sencilla como efectiva, en el desdoblamiento de personalidad, en la ansiedad por la fama, en el papel del espectador, en el espectador en el papel. De una forma más juguetona, continúa con su investigación sobre las enfermedades psíquicas, la línea que separa la impostura de la naturalidad, y la relación entre literatura y vida. Más literal es sin duda Santiago Sierra, quien en el 2012 puso boca abajo a los gobernantes de nuestro país en Los Encargados (junto con Jorge Galindo, y con la producción audiovisual del recientemente fallecido Iván Aledo): un desfile en plena Gran Vía madrileña de siete Mercedes Benz negros cargados con un retrato hiperrealista, en blanco y negro, del rey Juan Carlos y los seis presidentes de España desde la restauración democrática. Esa marcha fúnebre iba musicalizada con la Varsoviana soviética, el himno de los anarcosindicalistas españoles. Un Bienvenido Mr. Marshall invertido. A la solemnidad de este happening poco hay que añadir, aunque sea mucho, muchísimo, lo que se podría decir para definir las reacciones que generó. De entre las mejores obras del arte español reciente tienen que haber también trabajos que, a través de la creatividad, sepan confrontar los grandes problemas del país en la década citada. El Pabellón español de la Bienal de Venecia del 2013, realizado por Lara Almarcegui, lo hizo. Y lo hizo deshaciéndolo. Mostró en el interior del pabellón los materiales en los que este fue construido, pero convertidos en escombros. Transformó el edificio en una vitrina que exponía una alegoría del pelotazo urbanístico, que sin duda representa mejor la “Marca España” del siglo XXI, o al menos de una forma más ajustada a la realidad, que un bodegón de Murillo. La exposición Castillos en el aire, que se vio en el Museo Reina Sofía en el 2012, a pesar estar firmada por un artista extranjero, Hans Haacke, merece entrar en esta lista gracias a su indagación en ese mismo problema, el ladrillazo, en el Ensanche de Vallecas. Otro artista que captó el zeitgeist patrio fue Francesc Torres, quien, como Almarcegui, lo hizo bajo los focos de Venecia: su Pabellón catalán en la misma edición, titulado “25%”, estuvo dedicado a los parados. Diez casos que dan voz y rostro a una de las mayores tragedias de la España reciente, y que no dejan de ser, de otro modo, montículos de escombros: los restos del Estado del bienestar. Torres ha sabido investigar entre lo que supuestamente sobra como ningún otro artista: en el 2018 ponía patas arriba la colección del Museo Nacional de Arte de Cataluña con la muestra La caja entrópica, el museo de objetos perdidos. Una clase de historia que ha sufrido un accidente con heridos: un Aston Martin, retablos barrocos, pinturas de desnudos femeninos supuestamente rajadas por seminaristas en 1952, la pornografía a la que era tan aficionado el rey Alfonso XIII junto con fotografías de cadáveres de soldados españoles derrotados en la Guerra del Rif, y, como colofón, la secuencia final de Siete ocasiones (1925), Buster Keaton. Un ejercicio de colisión colectivo: una exposición más que gamberra, canalla, que nos da una lección sobre el pasado invitándonos a descubrir lo que se nos ha ocultado. Otra manera de buscar un giro en la línea narrativa histórica lo encontramos en el vídeo de Cristina Lucas –quien no ha parado en este decenio de ofrecernos obras de arte magistrales– La Liberté raisonnée (2009), en el que la artista se apropia del famoso óleo de Eugene Delacroix La libertad guiando al pueblo, cambiando los papeles de los personajes representados, que pasan de la bidimensionalidad del lienzo al movimiento del audiovisual: en este caso, la libertad es perseguida por los soldados. La moraleja de la perversión de la Revolución francesa es clara: esa lucha por la libertad, la fraternidad y la libertad no incluía a la mujer. Los revolucionarios querían dejar de servir a un rey, pero no querían dejar de ser servidos por sus mujeres. De la Declaración de los Derechos del Hombre nace la declaración de derechos de la excluida: el necesario feminismo. Alejándonos de esta línea crítica nos topamos con un trabajo de un colectivo que, sin dejar de lado la denuncia, anunció un proyecto utópico que, leído desde la parrilla noticiosa del 2020 se nos antoja revelador: La isla de hidrógeno (2010), de PSJM. Una feliz visión de un futuro entrópico basado en combustibles no fósiles, en el reciclaje y en la vida en comunidad que se compone de una maqueta, dibujos, vídeos, y de una novela que continúa la tradición iniciada por William Morris. Este pequeño distanciamiento con respecto a conflictos contemporáneos se acentúa con la inclusión de los siguientes cuatro artistas. El dúo Los Torreznos no han dejado de hacernos reír, con carcajadas que a veces vislumbran el temblor de las grandes verdades, por medio de sus performances improvisadas. En Las posiciones (2012) intercambiaban roles con los espectadores, para acabar generando un caos demencial, pero con un poso reflexivo: qué es entretenimiento, a quién va dirigido, quién dirige a quién. Su capacidad para generar arte a través únicamente de la palabra es un aprendizaje en el que, sin duda, ha tenido algo que ver su admirado Isidoro Valcárcel Medina, un ejemplo que no es ejemplar, como él mismo dice. Cuando le propusieron desde el Museo Reina Sofía hacer una retrospectiva de su carrera en el 2009 él contraofreció Otoño 2009, una exposición sin obras. La muestra se limitó a paseos alrededor del museo, a inclusiones clandestinas en su interior (como caramelos en los mostradores, intervenciones en las audioguías, la exhibición de los planos del edificio, creaciones hechas por los empleados, o marcapáginas colocados en libros de forma aleatoria). El recochineo de Válcarcel Medina, a quien se la sopla casi todo –se dice que le rechazó al comisario más famoso de la actualidad, Hans Ulrich Obrist, una exposición en la Serpentine Gallery de Londres–, quedó patente en un cartel que situó en una esquina del museo: “El autor ruega disculpas por las molestias”. Y paso de un veterano a dos jóvenes, el primero de ellos, caminante de esa misma senda de grandes gestas con gestos mínimos, aunque la que lio cuando le invitaron a la Manifesta de Zurich fue de órdago. En One day ahead (2016) mostraba, por una parte, un vídeo en el que se retransmitían las predicciones de un meteorólogo local de Suiza. El aire acondicionado del plató de televisión se sintonizaba con las temperaturas pronosticadas: es decir, si al día siguiente se anunciaban dos grados bajo cero, esa era la temperatura que sufría el meteorólogo. Por otro lado, Jiménez Landa instaló una sauna en la sala que, en su interior, alojaba un congelador que reproducía la misma temperatura que avanza el pobre experto en el clima. Las fake news, el cambio climático, o las profecías televisadas se relacionan con este trabajo, que, no nos dejemos engañar, tiene como principal objetivo elevar el absurdo a obra de arte. Es el éxito del fracaso. Y un exitoso fracasado a reseñar es Enric Farrés Durán. A él no le tentaron ni un museo ni una bienal, sino un coleccionista. El empresario Josep Inglada, propietario de la Colección Cal Cego, le comisionó una obra de arte. Farrés Durán le contestó que sí, que le haría una, y que esta sería un documental que grabara una especie de vacaciones juntos. En el 2015 el artista se embarcó en un Viaje frustrado: quiso recrear el periplo que hizo su antecedente familiar Josep Pla en 1918, cuando intentó llegar desde Calella de Palafrugell hasta Francia (no lo consiguió, porque el avistamiento de un barco de guerra le hizo dar media vuelta). Farrés Durán insistió, casi cien años después, en echarse a la mar, pero en esta ocasión desde un pequeño barquito amarrado al velero del coleccionista Inglada. Y de una idea tan disparatada surgen varias capas interpretativas que hacen que, para mí, esta obra sea también una de las más atractivas de la década: la frustración del artista en su diálogo con el éxito, la imposible emancipación de la fuente de ingresos, la insidiosa relación artista-coleccionista, la obtención de un producto acabado y tangible, la petición de un adinerado de poseer una obra de arte personalizada, la dimisión de la toma de decisiones por parte del creador. Quebraderos de cabeza que seguro han tenido los artistas anteriormente citados, y los creadores que durante los diez años transcurridos entre el 2009 y el 2019 han comenzado a destacar, nombres propios que estoy seguro nos harán disfrutar en los recién inaugurados felices años 20, por citar algunos: Anna Dot, Ira Lombardía, Blanca Gracia, Paloma Polo, Carlos Irijalba, Alán Carrasco, Luna Bengoechea, Asunción Molinos Gordo, Julio Adán, Belén Rodríguez, Elena Alonso, Irene de Andrés, Paula Rubio Infante, Daniela Ortíz, Nuria Güell o Fernando García Dory. Para poner en su justo valor lo más destacado, favorece citar lo que ha sido, en mi opinión, lo peor de la década, centrándome en la producción artística, no en las corruptelas colindantes. Aunque ambos elementos pueden coexistir, algo que ocurre con las cabezas aplastadas de Jaume Plensa, como la que han clavado en la Plaza de Colón al lado de la bandera de España de José Bono, tan discreta como sus injertos, o el vergonzoso Monumento del Descubrimiento de América, conformando el triángulo de la ignominia en plena Castellana. La tozuda pesadez y el esnobismo anacrónico del agrio pomposo Antonio López, elevado al cubo en su retrato cortesano La familia de Juan Carlos I, la explosión de clichés trasnochados a todo color de Jorge Galindo y Pedro Almodóvar (cuántas veces más tendremos que aguantar los pinitos con los pinceles de genios como él o Nacho Duato...), todos los pseudo-comisariados de Marisa Oropesa y María Toral Oropesa y todas las combinaciones posibles de sus apellidos, esas muestras viejunas en paquete que van encajando allí donde sus amigos lo desean, la inaudita macarrada que le permitieron hacer a Cai Guo-Qiang en el Museo del Prado, los neogallifantes de provincias financiados con la Caja A del PP de Cristóbal Gabarrón –todos, incluso los que aún no ha hecho–, la plaga folclórica y olé de Las Meninas callejeras, la provocación aburrida, narcisista e infantil de las performance de Abel Azcona (de todos sus imitadores, rollo Omar Jerez), la policromada diarrea caleidoscópica de Okuda, la presunta cabeza del oficialmente condenado Carlos Fabra en el presunto aeropuerto de Castellón del presunto artista Juan Ripollés, y todos los Gerardo Rueda auténticos. Los falsos no están tan mal.
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