Odio político
Distancia social como guerra civil
Pensar en el adversario dialéctico no como un malvado sino como en un equivocado nos aproxima a la esencia del debate democrático y nos aleja de la violencia
José Luis Ocasar 1/06/2020
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Desde hace dos meses uno de mis mejores amigos ha dejado de hablarme por mi simpatía con un partido de la coalición gobernante. Por la misma razón, una persona inteligente y con sentido del humor con la que comparto club de lectura ha decidido abandonarlo. Hace ya muchos años que la política es un tema proscrito de mi familia por su potencial aniquilador. Las actuales manifestaciones contra el Gobierno, que tanta inquietud y secreta complacencia (nosotros somos mejores, nosotros nunca haríamos eso en plena vigencia del estado de alarma) provocan en la izquierda, ponen a las claras el creciente clima de polarización y antipatía, cuando no odio y enfrentamiento, que se está produciendo en las sociedades posmodernas.
Dos hechos paradójicos conviven en nuestras sociedades abiertas: por un lado, se alcanzan unos niveles de vida altamente satisfactorios –o que al menos provocan la ilusión de satisfacción– que, por tanto, minimizarían las razones de descontento; por otro, la intransigencia, el insulto y el uso de argumentos falaces e inaceptables desde cualquier punto de vista se manifiestan en las discusiones informales y generan un nuevo vocabulario. Haters, trolls, covidiotas, perroflautas, machirulos, feminazis, y tantos otros términos recientes parecen indicar un fuerte componente creativo del odio social. Pareciera que, como afirmaba Guy Debord en 1967, “un nuevo malestar surge en el corazón de la abundancia”. Hans Magnus Enzensberger hablaba de “perspectivas de guerra civil”.
La separación entre los ciudadanos que ha impuesto el coronavirus, y que en principio solo atañe al alejamiento físico, se ha denominado “distancia social”, ampliando a la sociedad lo que se refiere a los cuerpos. Quizás haya sido un acto fallido del poder, quizás obedezca a una oscura intención, pero lo cierto es que hace pensar en el comienzo del fragmento 25 de La sociedad del espectáculo: “La separación es alfa y omega del espectáculo”. El poder nos quiere desunidos y este proceso lleva muchos años fraguándose. Ahora, con un cierto aire distópico, ha pasado de abstracción intelectual a vivencia experiencial. Los lazos ciudadanos se aflojan en un ensayo quizás de lo que está por venir y que es imprevisible, aunque podemos adivinar sus contornos entre la niebla.
No solo separamos nuestros cuerpos. Este es el último peldaño de una escalera en la que ya estábamos, más o menos inadvertidamente. Nuestras sociedades nos alejan de nosotros mismos satisfaciendo nuestros deseos, individualizándonos mediante la mercancía. La hiperabundancia de ofertas, como decía Vicente Verdú, tiende a crear un tipo de persona sin acritud, ejemplificada en un hombre tirado en su sofá con un mando a distancia, recorriendo los infinitos canales de su televisor (ahora las infinitas películas de cualquier plataforma). Un ser educado para la plétora, para el cual el rechazo tiene un aire tan indiferente como la aceptación y para el cual la inacción toma la forma de una decisión mínima y trivial. Solo mediante esta indolencia podríamos soportar la tensión de tanto elegir.
Este ser está vacunado contra la otredad. La incomodidad, la dificultad, lo otro y distinto generan frustración e irritación; hay una cara oscura de la diversidad que muchos se niegan a afrontar. Quizás es que no todo sea riqueza en la otredad. Esto parece contraintuitivo, porque nos tenemos por tolerantes y abiertos, dado que, como muestra Byung-Chul Han, la flexibilidad de horarios y de disposición vital, el culto al viaje y a la reinvención, al cosmopolitismo y al descentramiento forman parte, como ahora se dice “de nuestro ADN”. Entonces, ¿cómo es posible que este occidental rico, viajero, tolerante, demócrata (o así se ve él mismo) albergue dentro a su némesis simétrica, un odiador despreciativo? Este Gollum interior, ¿de qué se alimenta?
Y aún más: aunque las personas de izquierdas nos vemos alegres, desprejuiciadas, amistosas, pacíficas y conscientes, desde el otro lado del espectro nos ven como liberticidas, odiadores, mediocres, totalitarios y alienados. La explicación desde este lado es obvia: son ellos los alienados, ellos los odiadores, ellos los que ven lo que llevan ya dentro. Pero podríamos sospechar que esta es una falacia de sesgo confirmacional: interpretamos la realidad en los términos más beneficiosos a nuestros postulados. No queremos entrar en estos recursos metanarrativos. Baste constatar que la visión del otro no como equivocado sino como moralmente repugnante y degradado es paladinamente simétrica: ambos lados pintan al adversario con la misma paleta de colores.
La distensión y no acritud han sido virtudes generadas por el sistema capitalista, que necesita compradores indolentes y pasivos
La distensión y no acritud han sido virtudes generadas por el sistema capitalista, que necesita compradores indolentes y pasivos, atentos a su deseo como única guía. Pero aquí cabe recordar a Nietzsche cuando afirmaba que hay una tolerancia nacida de una phronesis sabia, al tiempo que existe otra tolerancia “por incapacidad para el sí y para el no”. La apertura posmoderna no nace de la reflexión y la práctica virtuosa, de la comprensión benevolente ante la otredad, sino de una lasitud de la conciencia, estirada y despedazada por una infinitud de estímulos en lucha entre sí. Narcisistas educados en el “no tenemos sueños baratos”, “just do it”, “porque yo lo valgo”, “date un respiro”, “your fragancy, your rules”, “¿quieres ser millonario?”, “impossible is nothing”, “me lo merezco” y tanta lluvia fina de instrucciones para vivir a las que estamos sometidos, sentimos que florecemos contra el otro, convertido en un obstáculo y un rival en la lucha por nuestras fantasías (los integrados las llaman sueños, pero, como dijo Ray Loriga, “Los sueños que se adaptan a las circunstancias no son sueños, se llaman anuncios y los utilizan para fastidiarte las películas”).
La víctima de los efectos colaterales de este homo democraticus es, paradójicamente, la democracia misma. Los aplausos en los balcones han sido la expresión de un deseo de unión reiterado por los medios de comunicación y las instituciones: “Juntos venceremos al virus”. Estos mensajes de unidad son inequívocamente nostálgicos de algo que se siente perdido y al tiempo representativos de una idea social errada. Pues la democracia no es la creación de consensos, sino la administración de las discordias.
Y las discordias se abordan hablando, negociando, dialogando. Para ello es necesaria una predisposición dialógica, una decisión de argumentar según unas reglas compartidas, con un vocabulario común. Nada de esto se fomenta desde las instituciones públicas o privadas, a pesar de que todas hacen alarde de hacerlo. Argumentar requiere esfuerzo por encontrar las mejores razones, adaptación de tu discurso al de tu adversario, al que debes seguir en su razonamiento al tiempo que tratas de que te siga él en el tuyo. Esta concepción clásica de la retórica decae frente a los nuevos paradigmas de la propaganda política. Desde que Lakoff estableció que gana quien impone su marco ideológico y argumentativo en los cerebros de la audiencia, nos hemos llenado de “significantes vacíos”, luchas por el relato, estrategias de simulación, ocupación de espacios argumentativos. ¿Discutir plausiblemente con la razón? Eso quedó atrás en una carrera por entrar en el bando de los buenos.
La discusión política –y, cabría decir, social– se formula ahora como una conquista de un lugar de superioridad moral
La discusión política –y, cabría decir, social– se formula ahora como una conquista de un lugar de superioridad moral. No se trata ya de que un programa o un argumento sea superior a otro, sino de que el ajeno es totalitario, genocida, liberticida, abyecto; las contradicciones se convierten en hipocresía; las incoherencias, en expresión de una agenda oculta de dominio.
El Otro, una de las figuras predominantes de la antropología moderna, adquiere caracteres inquietantes. El éxito de las películas y series de zombies (Guerra mundial Z, La invasión de los ultracuerpos, Walking dead, Soy leyenda, Explosión, Contagio) muestran los miedos de nuestra época: son los otros, nuestros conciudadanos, los que nos amenazan.
Todo esto es sabido. Si en los 70 el programa de debate era La clave, ahora es Sálvame o sus similares, donde el grito y el aspaviento son las expresiones de lo que impera argumentativamente: la “actitud”. Y para tener actitud no hace falta pensar o saber, sino adaptarse en los modos y gestos a ciertos parámetros imperantes: chulería, seguridad en uno mismo, ingenio cruzado de vulgaridad; se dialoga mediante “zascas”: gana el que logra el insulto definitivo, al modo en que, en las peleas de gallos, el rapero que logra el insulto definitivo con una buena rima obtiene la victoria. La verdad no está involucrada.
Este panorama no es exclusivo de España, claro, pero ha arraigado en nuestros lares como en un ecosistema propicio. Desde la Edad Media España es un país del que los buenos modos argumentativos están exiliados. En una obra de 1654, Lope de Vega dice de los españoles: “batallas son para ellos las disputas” […] “Raros son los que tratan de investigar la verdad; de ostentar ingenio y erudición, todos” y “de los faltos de letras, los que en aquella buena disposición de ingenio más sobresalen, son los más intolerables”. Poco antes del estallido de 1936, Antonio Machado escribió: “Te libre Dios de tarascada de bruto cargado de razón”, porque embiste con ella. En nuestro siglo XX y XXI, nuestra guerra civil así como la ausencia de una guerra “unitiva” contra el extranjero han dejado cicatrices disolventes en nuestro tejido moral.
Puede ser que estemos mezclando las churras del esencialismo con las merinas del pronóstico, aderezado todo con la salsa del catastrofismo. Pero ya hemos asumido casi todos que el futuro cercano postcovid traerá cambios en nuestra convivencia, y estos cambios incumben al aspecto más físico de nuestra interacción, el contacto, con su carga de afectividad positiva (para darnos de puñetazos la distancia no será un obstáculo). Sabemos que estaremos más separados. ¿No traerá esta separación consecuencias de psicología social? Quizá entonces descubramos que la naturaleza pacífica de nuestras sociedades occidentales es un efecto secundario de nuestra riqueza. Hemos desterrado la violencia porque no la necesitamos en nuestra vida y supervivencia diaria; solo la exportamos un poco en secreto.
De hecho, la existencia de lo violento y, aún más, su visión nos perturba. Mas nuestro malestar no es indicio de un progreso moral del que enorgullecernos: el pacifismo es un subproducto del bienestar. Y de esta forma, si la inexorable crisis que nos viene, con una bajada prevista del PIB del 9% para España, se cumple, habrá que ver dónde queda nuestra aversión a la agresividad. Un paisaje a lo Mad Max, con padres de familia poniendo un cuchillo en el cuello de otro conciudadano más afortunado puede dejar de ser una secuencia de película apocalíptica.
Pero volvamos de los terrenos de la imaginación plausible a los del panorama visible. Si el conflicto civil que algunos agoreros y malasombras vemos asomar a medio plazo se mantiene por el momento en las redes sociales, y su aparición en nuestras vidas es meramente biográfica y aún no estructural, eso no obsta para que advirtamos que este ejército de las sombras que vive en una dimensión paralela tiene sus terminales en este mundo de carne ahora alejada. El troll virtual confirma la existencia de un ciudadano que se sienta a nuestro lado… o a metro y medio. Los que hemos sido educados con los cómics de Marvel sabemos que, sea en Asgard, sea en la tierra, desde inmensos agujeros abiertos en el espacio tiempo aparecen hordas de monstruos dispuestos a destruir el mundo el día del Ragnarök. Pasar de las ridiculeces de Vox a los monstruos del apocalipsis por la vía de la guerra civil puede ser una muestra de los perniciosos efectos de las drogas lisérgicas sobre la mente humana. Pero querría perseverar. Este conflicto doméstico de insultos y divisiones familiares que ha prolongado el confinamiento puede aún paliarse volviendo a hablar. No quisiera resultar demasiado habermasiano, pero urge imponer una ética del diálogo y devolver la confrontación al terreno argumental. Podríamos empezar recordando que existe un principio de caridad interpretativa, que nos insta a reconstruir el argumento de nuestro oponente en su versión más sólida y rigurosa y no en la caricatura y la irrisión que campean en nuestros debates. No solo es una señal de respeto a un interlocutor (y aquí yace la vertiente ética de este principio): estratégicamente, como hace notar Montserrat Bordes, una victoria argumentativa se hace mayor cuanto mejores son las razones del oponente; según el adagio oriental, “vencer al insensato en una discusión no es timbre de gloria para el hombre sabio”. Antiguo, ¿verdad?
Que la confrontación sea de argumentos y no de personas supone básicamente alejar el espectro de la guerra civil del panorama imaginable. Pensar en el adversario dialéctico como en un equivocado y no como un malvado nos aproxima a la esencia del debate democrático y nos aleja de la violencia. En su delicioso Arte de injuriar Borges incluye una historia que cuenta De Quincey sobre un caballero a quien en una discusión arrojaron un vaso de vino a la cara y respondió: “Esto, señor, es una digresión; espero su argumento”.
Ojalá, llegado el caso, pudiéramos todos tener esa angélica elegancia.
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José Luis Ocasar es profesor de la Facultad de Educación en la Universidad Complutense de Madrid.
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