Genealogías feministas
Annemarie Schwarzenbach, la mujer sin fronteras
Periodista, fotógrafa, historiadora, arqueóloga y escritora, saltó sobre todo lo prohibido hasta que la muerte la encontró antes de cumplir los 35
Fátima Frutos 22/07/2020
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Para Annemarie Schwarzenbach el camino era abismo. La recuerdo al iniciar una serie de genealogías feministas, tal y como nos enseñó la antropóloga mexicana Marcela Lagarde. En el caso de Annemarie nos hallamos ante una persona polifacética. Periodista, fotógrafa, historiadora, arqueóloga y escritora, saltó sobre todo lo prohibido hasta que la muerte la encontró antes de cumplir los 35 mientras iba en bicicleta. No entraré en la polémica sobre su muerte, deliberada o no, pero sí fue el fin de sus precipicios. Su existencia nos ha dejado, sin embargo, muchas enseñanzas y un buen puñado de libros.
El disparo de salida en su peregrinaje vital fue París. De allí, tras frecuentar ambientes bohemios, volvió con tres novelas y no eran las primeras
Emparentada con lo más granado de las élites europeas, descendiente de una familia de comerciante de sedas y pariente de los Von Bismarck, tenía una madre tirana, amante de la soprano Emmy Krüger, que apoyaba al nazismo, incluso económicamente. Tanto es así que su tío materno, Ulrich Wille, proveniente de una estirpe de escritores –Eliza y François Wille– organizó en la residencia familiar de Schönberg, lugar donde Wagner compuso Tristán e Isolda, un acto con Hitler para recaudar fondos. Paradojas de la vida, años después, una prima de Annemarie, hija de Ulrich, se casaría con el eminente Carl Friedrich von Weizsäcker, físico y filósofo, de los más clarividentes que parió la Germania Magna, gracias al cual el führer no obtendría la bomba atómica, convirtiéndose en uno de los científicos (Göttinger Achtzehn) más activos en contra de las armas nucleares.
Pero, volviendo a la madre, la obsesión de esta por convertir a Annemarie en un varón cuyo único sentimiento fuera el de la ira resultó demoledor, pues poseía una acusada hipersensibilidad, síndrome de Stendhal, y también rasgos esquizoides que terminaron por colocarla en medio de un maremágnum de contrastes, convirtiéndose en una veinteañera adicta a la morfina.
De su periplo de tres semanas por España con Marianne Breslauer, fotógrafa de enorme fuerza, nos ha quedado testimonio. Juntas vinieron a nuestro país en la primavera del 33, siguiendo un ensayo de Kurt Tucholsky, pero, también, fascinadas por Fiesta de Hemingway.
No sorprende, dada su personalidad, la admiración de Schwarzenbach por autores como Tucholsky o Georg Trakl. De Trakl, farmacéutico, dramaturgo y poeta expresionista austríaco, digno heredero de Hölderlin y Rimbaud, le llama, además de la afición a los psicotrópicos, su fijación por el desarraigo y la muerte, como se puede ver en el poema Grodek, escrito en la Primera Guerra Mundial cuando sirvió como oficial médico. A Tucholsky le siguió como a un padre literario; este, a su vez, era continuador de Heine. Tucholsky había hecho de todo: economista, abogado, corresponsal en el frente, crítico, poeta, pero, sobre todo, era periodista y editor de marcado cariz antibelicista, demócrata de izquierdas y gran defensor de la República de Weimar. Acabaría silenciado y desterrado en Suiza.
Volvamos a la España del 33, año en el que moriría su también idolatrado Stefan George. Aquí Annemarie y Marianne hicieron la ruta Girona, Barcelona, Montserrat, Pirineo oscense, Pamplona, San Sebastián. Se toparon con un país en el que por primera vez, el 23 de abril, se permitía en unas elecciones municipales votar a las mujeres, gracias al artículo 36 de la Constitución Republicana del 31. Al retornar a Berlín no se les consintió publicar ese material, de un realismo poético subyugante, ya que Breslauer era judía. Tuvo que ser en Suiza donde los textos y las fotografías salieran a la luz. Partieron de un país que entraba en el bienio negro y se metieron en una lucha antifascista que, a una la llevó al exilio y a la otra a remontar el río de El corazón de las tinieblas, literalmente, y a través de sus viajes por el mundo.
Muchas veces me he preguntado qué hubiese sido de esta escritora andariega y rebelde en tiempos del coronavirus. Ella, que no hacía otra cosa que saltar fronteras y cuyo matrimonio con un diplomático francés tuvo como único objetivo poseer un salvoconducto con el que moverse entre países en total libertad hasta el punto de ser considerada espía y, si bien no lo fue, lo cierto es que manejaba información privilegiada que volcaba en su militancia antifascista. De ahí que, tras su fallecimiento, su familia la considerase una renegada y destruyeran sus cartas y otros escritos de gran valor.
El disparo de salida en su peregrinaje vital fue París. De allí, tras frecuentar ambientes bohemios, volvió con tres novelas y no eran las primeras. Ya en Zúrich había escrito una obra dedicada a la que sería uno de sus grandes amores, Erika Mann, la hija de Thomas Mann. Después vino Venecia, donde se alojó en un palazzo con Karl Vollmöller, arqueólogo, filólogo y poeta que se negó a desempeñar cargos políticos dentro del nazismo, al igual que su ya mencionado referente, Stefan George. Su auténtico despegue o caída, según se mire, ocurrió en el Berlín de entreguerras, donde la noche, de tan intensa, nunca acabaría. Ahí llegó para escribir la biografía de Carl Burckhardt, ensayista e historiador, pero ella en realidad se dedicaría a descubrir el rostro del vicio, de la lujuria más liberticida, del jugoso infierno de los perdidos en la causa abisal. Se movía por la noche berlinesa como una rapaz insaciable: orgías, clubs de ambiente, cabarets, jazz hasta el amanecer con zambullidas en champagne y polvos deletéreos… Pero el dolor no remitió en mitad de su pecho. Persistía la angustia, la sensación de ser una traidora a su familia, el saberse distinta por sus apetencias eróticas, el ansia de libertad, de nuevo el incesante abismo... Sólo sorteaba ese vértigo poniéndose en ruta o escribiendo. Escribir era (sobre)vivir, vivir era viajar.
Se lanza a recorrer Escandinavia con Mopsa Sternheim, escenógrafa y diseñadora, hija de extraordinarios autores judíos-alemanes prohibidos por los nazis y que apoyaron a Kafka en sus comienzos. Mopsa tenía una habilidad pasmosa para conseguir todo tipo de estupefacientes, amar compulsivamente a la actriz y escritora Ruth Landshoff-Yorck y planificar a diestro y siniestro escaramuzas antinazis dada su militancia comunista, lo que hizo que acabase en el campo de concentración de Ravensbrück, donde asistió desolada al aniquilamiento de la escritora y periodista checa Milena Jesenská.
Tras la España republicana del 33, a la que volvería con los Mann, Erika y Klaus, ¡ni más ni menos que en el 36 a Mallorca! mientras Robert Graves abandonaba con lo puesto la isla en el destructor británico Grenville, se enrola en el Orient-Express prodigándose por todos los burdeles y garitos de las ciudades en donde había parada, bebiéndose las noches y sus avernos sin más límite que su insaciable sed de penumbra. De esta etapa sale Invierno en Oriente Próximo, una joya literaria sin parangón.
A su vuelta, se le niega su condición de ciudadana en una Europa aplastada por el nazismo. Entonces lidera la revista literaria Die Sammlung que sería dirigida por Klaus Mann y en donde escribirían desde su compromiso político Aldous Huxley, Heinrich Mann, Bertolt Brecht, Joseph Roth, Ernest Hemingway y Jean Cocteau. Se va a Moscú donde trata a Malraux y le entiende en su síndrome de Tourette. A continuación, sale escopeteada hacia Teherán, con intención de participar en una misión arqueológica. Es allí donde vive su etapa más feliz. Escribe su obra maestra Muerte en Persia, dedicada a la mujer de quien se enamora perdidamente, Yalé, enferma de tuberculosis e hija del embajador turco en Teherán. Curiosamente en el valle de Lahr, el valle feliz, donde contrae la malaria, comienza su dicha y también su desconsuelo por la pérdida que se cierne sobre ella: “… el sol albea el valle. Hacia las cinco, cuando sacamos las cañas de pescar de detrás de las tiendas, las sombras comienzan a alargarse. El agua aún reviste tintes plateados, pero pronto se tornará negra. Todavía es un placer desnudarse y zambullirse en el río…”.
Nunca estará ya a salvo tras Persia y Yalé. Tendrá más razones para la perenne huida. Pensilvania y las ciudades industriales de EE.UU., donde testimonia sobre la violencia racial y la explotación de los obreros, Afganistán con Ella Maillart, viaje que daría para sendos libros de ambas, Nueva York con Margot von Opel y su marido, en trío, y, de pronto, otro amor brutal, arrasador y destructivo con la escritora Carson McCullers que le dedicaría una obra literaria exquisita. Psiquiátricos, intentos de suicidios, expulsiones y, por fin, Lisboa para lanzarse a Brazzaville, donde los hombres de De Gaulle le impiden trabajar en la radio por sospecha de espionaje. De ahí a Lisala, al río Congo, siguiendo a Conrad, desde Kisangani a Mbandaka. En Molanda, bajo la protección de la dueña de una plantación, se enamora de nuevo. A la vez escribe cartas encendidas a Carson y redacta El milagro del árbol, la historia de un hombre y una mujer que deciden no saber nada el uno del otro para respetar la independencia de sus almas. Y desde África, otra vez Lisboa, después Sevilla, Madrid… Nadie nos puede asegurar a estas alturas que Annemarie no siga con su pálpito, envuelta en cúrcuma e incienso, perdida en la villa de Meshed, frente a la ancestral ruta de Samarcanda, de nuevo en camino.
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Fátima Frutos es agente de Igualdad y escritora.
Para Annemarie Schwarzenbach el camino era abismo. La recuerdo al iniciar una serie de genealogías feministas, tal y como nos enseñó la antropóloga mexicana Marcela Lagarde. En el caso de Annemarie nos hallamos ante una persona polifacética. Periodista, fotógrafa, historiadora, arqueóloga y escritora, saltó sobre...
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