El salón eléctrico
Turismo: pan para hoy y pandemia para mañana
El cine vaticinó que esta moderna panacea podía llevarnos al desastre, pero no supimos verlo
Pilar Ruiz 17/07/2020
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La palabra mágica. La que abre todas las puertas, bolsillos y voluntades. No es posible cuestionar a la principal industria –¿industria?– de la potencia mundial en sol y playa, toros y fiesta. Y bares, muchos bares: producción nacional puntera en I+D+I. Para los apologistas de este tesoro nacional, y aunque hablen mucho de “turismo de calidad”, los símbolos intocables de nuestra esencia patria lucen con el rojo de la sangría y el gualdo de la paella.
Todo eran ventajas hasta que una pandemia global se alió con un modelo de explotación vetusto y suicida, en el que por pocos euros un low cost te lleva a Praga, a Roma o a Magaluf y un airbnb te aloja en plena Plaza Mayor de Salamanca o junto a la estatua de Pessoa en Lisboa. Virus paseante, remojado y al sol, por todo el globo. ¿Quién dijo miedo? Brindemos con sangría –siempre por la sanidad pública– en un cine de verano.
Porque ha vuelto a pasar: el cine vaticinó miles de veces que el turismo, esa moderna panacea, podía llevarnos al desastre, pero no supimos verlo. Y eso que lleva años insistiendo, ya desde Fraga y su meyba en Palomares, aquella Spain tan different del resto de Europa. El “¡Que vienen las suecas!” es hoy una frase convertida en lema de camiseta hipster, pero entonces sirvió para forjar un mito más sociológico que cinematográfico: el del macho ibérico feo y salido que persigue a turistas rubias por la Costa del sol. Un cine hispano-hirsuto con sus propios especialistas, como Mariano Ozores (Operación Bi-ki-ni, 1968; Manolo La Nuit,1973; Fin de semana al desnudo,1974). Pero es Pedro Lazaga quien, con una obra definitiva, El turismo es un gran invento (1968), radiografía el principio –y previsible fin– del fenómeno turístico en España mejor que cualquier tesis sesuda. Desde los sesenta hasta el día de hoy, políticos de todo color y empresarios de raigambre CEOE han tomado como modelo a Paco Martínez Soria.
Culmen de la propaganda desarrollista, el célebre landismo –debería llamarse fraguismo– se convirtió en un modelo triunfante, con o sin Alfredo Landa, inmenso actor que nunca renegó de las películas que le dieron de comer durante un par de décadas, como a muchos otros: Tony Leblanc, Jose Luis López Vázquez, Florinda Chico, Pepe Sacristán, Gracita Morales, Antonio Ozores… Estrellas de éxitos popularísimos que, con el mismo gracejo, instalaron en la psique del público que el turismo era algo intrínseco a nuestro país.
Se ha llegado a ensalzar al turismo aquel de los sesenta y setenta como responsable último del aperturismo del Régimen al provocar cambios estructurales en la mentalidad carpetovetónica del franquismo y conducirlo hacia una democracia moderna; como si España hubiera pasado del bikini a la urna y 40 años de dictadura fueran solo una mala resaca. A estas alturas ya se sabe que los cambios de régimen tienen que ver con otro tipo de pulsiones un poco más complejas, y si no, recuerden países dictatoriales mantenidos gracias al turismo: bananeros, los llaman. (Cuba: la analogía caribeña que al lobby empresarial no le gusta recordar). Pero las pulsiones siguen ahí: cuando los españoles y españolas dejamos de ser pobres y nosotros mismos nos convertimos en turistas la cosa fue a peor, vean si no cómo acaba la pobre Ana Belén en La pasión turca (Aranda, 1994), y eso que ocurre en la década de oro, los años noventa, cuando el futuro nos sonreía.
También por ahí fuera avisaron de que irse de vacaciones puede resultar de lo más peliagudo y hasta un típico cuento de hadas de Hollywood como Vacaciones en Roma (Wyler, 1954) tiene final agridulce. Pero es el cine de autor quien cuenta de forma realista el deterioro de empeñarse en viajar por esos mundos de Dios: ahí tienen Viaggio in Italia (Rossellini, 1954) o Dos en la carretera (Donen, 1967). Y en pleno histerismo viajero moderno, los aburridos protagonistas de Lost in Translation (Sofía Coppola, 2003), perdidos en un Japón que encuentran rarísimo. Aunque para raras, Las vacaciones de Mr. Hulot (1953), con un Tati mucho más simpático como agente del caos que, por ejemplo, Ryanair o cualquier otra empresa aeronáutica de las que ahora piden rescates con dineros públicos.
Quien se lleva la palma en futurología anti-turística es el cine de terror en versión B: son muchas décadas advirtiendo de la peligrosidad de lugares siniestros como lagos y lagunas, campings, casitas rurales en medio del bosque o islas de playas doradas. Es el caso de Piraña (Dante, 1978) y las eternas secuelas de bichos veraniegos asesinos, subgénero en el que reina Tiburón (Spielberg, 1975), en realidad policíaco de asesino en serie –con aletas–, elevada a mito gracias al talento para la narrativa de género de su director. Como ocurre en la serie negra clásica, la corrupción y el crimen oficial forman parte de la historia: el alcalde negacionista ultra liberal –“La Amity Island que madruga”– elige la economía antes que la salud abriendo las playas a los turistas porque hay que convivir con el virus… Perdón: el tiburón.
Con el turismo de masas en pleno auge, también las pasó canutas Leo di Caprio en La playa (Boyle, 2000) por ir de viajero guay que se niega a seguir la trillada guía de Lonely Planet, y hasta Meryl Streep se metió en líos por ir a hacer rafting en Río Salvaje (Hanson,1994), a quién se le ocurre. No se libran ni los outsiders de las autocaravanas, como la familia del clérigo sin fe Harvey Keitel que se ve primero secuestrada por unos asesinos y después masacrada por vampiros mexicanos en Abierto hasta el amanecer (Rodríguez, 1996). Arruinado el cine por el covid –entre otros virus–, el tema tenía que ser recogido por una serie: Ozark (Netflix, 2020). En este Trip Advisor del Diablo, el contable de un cártel mexicano con afición a sisar se ve obligado a convertir una decadente zona turística en lavandería de dinero negro acompañado por su muy burguesa y –en principio– convencional familia. Es uno de estos bobos salidos de las escuelas de negocios que se creen listísimos solo porque conocen los entresijos de los paraísos fiscales –verdaderos hampones internacionales y quid de tantas cuestiones– sin darse cuenta de que no es más que un currito del negocio del narco, por mucho que riegue con millones sucios hoteles, inmobiliarias, funerarias, cuadras de caballos, bares de estriptis, iglesias, fundaciones de caridad, campañas políticas y casinos. (¿Alguien se acuerda de Eurovegas? ¿Y de Gran Scala, Las Vegas de los Monegros?)
Con unos intérpretes de aplauso continuo, sin efectismos y con pulso de acero, Ozark pone en el punto de mira a las ciudades vacacionales y su fauna: camellos y matones, chivatos y polis, pijos y rednecks, funcionarios y políticos corruptos, forman una corte de los milagros necesaria alrededor del dinero sucio. Jason Bateman crea una acerada y sutil crítica de la dinámica del capitalismo: “El dinero de la droga salvó a los bancos de la crisis del 2008”.En este provinciano lugar de vacaciones ya no hay ni bien ni mal ni justicia ni libertad: solo ganancias y explotación bajo un régimen de terror soterrado donde todos son víctimas y verdugos. Y hablando de verdugos, Berlanga, otro glorioso visionario, anticipó en El verdugo, rodada en 1963 –volvemos al principio– cómo el ascenso social materializado en unas vacaciones en Mallorca pueden convertirse en una pesadilla con garrote vil incluido.
Todos somos José Luis, el verdugo, en vacaciones
La Mallorca de los sesenta choca con la de 2020 en el documental Overbooking (Dioscórides, 2019) que denuncia la destrucción sistemática del medio natural y la convivencia en las ciudades ante el cinismo de la clase política y empresarial, culpables de asesinar a la gallina de los huevos de oro. También El síndrome de Venecia (Pichler, 2015) descubre el demencial negocio que lleva hasta esa ciudad monumento a 20 millones de turistas al año: 60.000 visitantes por día en un lugar con menos de 50.000 habitantes. Ya no se aplauden como hace 60 años la llegada de divisas extranjeras como un maná caído del cielo y las nuevas generaciones descubren la cara tenebrosa de un sector en el que la precariedad, los bajos salarios y la explotación son moneda corriente. De ellos son buena prueba las kelis de Hotel Explotación (Georgina Cisquella, 2018).
El turismo de masas se ha revelado como un modelo insostenible que rompe las ciudades y los derechos laborales, congestiona los servicios públicos, encarece la vivienda, acaba con el comercio tradicional y destroza el medio ambiente. Pero no para todos. Voces de aquí y de allí se alzan irritadas: esto no son más que exageraciones, todo va bien mientras seamos productivos. Quien no lo sea, debe atenerse a las consecuencias. La maquinaria exige seguir viajando, consumiendo espacio y energía, gastando, contaminando, explotando lugares y seres humanos como si el desastre mundial solo fuera un mal sueño, mientras se vuelve a poner todos los huevos de la gallina en la misma cesta. Huevos que, además, ya no son de oro. La máquina lo repetirá de mil modos y maneras: todos somos turistas. La pandemia éramos nosotros.
La palabra mágica. La que abre todas las puertas, bolsillos y voluntades. No es posible cuestionar a la principal industria –¿industria?– de la potencia mundial en sol y playa, toros y fiesta. Y bares, muchos bares: producción nacional puntera en I+D+I. Para los apologistas de este tesoro nacional, y aunque...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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