Reportaje
Una oración por América
Relato de un viaje de Nueva York a Miami en autobús y en tren a mediados de mayo. Ciudades fantasmas y un último cóctel antes del toque de queda
Arnon Grunberg Nueva York , 16/07/2020
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Cuando regresé a Nueva York a mediados de mayo encontré la ciudad igual de vacía que cuando la dejé en abril. La tintorería a la vuelta de la esquina, al igual que cuatro semanas antes, solo abría un par de horas los lunes, aunque el propietario coreano parecía más preocupado; tras la puesta de sol, Park Avenue seguía estando habitada principalmente por indigentes; y a las siete de la tarde había aplausos, cuyo entusiasmo iba disminuyendo. Ya no había caceroladas, únicamente mi vecino de enfrente tocaba la trompeta a las siete en punto y su música se había convertido en una tediosa invitación al rezo.
En la calle 42 había más tráfico que antes. Central Park seguía siendo un oasis, aunque había muchos ornitólogos aficionados al acecho. Gente bajo los árboles mirando hacia arriba con los prismáticos. Después de Dios y la humanidad, ahora la gente depositaba sus esperanzas en los pájaros.
En el parque había voluntarios repartiendo tapabocas –sigue siendo mejor hablar de mascarilla– con tanta alegría que parecía que trataran de vender una nueva bebida saludable. Mi entrenador de krav maga había empezado a ofrecer clases particulares en el parque. Me sentí en la obligación de ayudarle y reservé una clase. Una anciana con sombrero de paja nos observaba con horror.
En la esquina de la calle 55 y Park Avenue, los Ferrari del concesionario de Ferrari brillaban como si no pasara nada. ¿Un vestigio del ancien régime? ¿O una señal de que los ricos pronto regresarán a la ciudad, la promesa no cumplida? The New York Times documentó cada lugar al que huyeron y publicó un pequeño mapa con flechas. Huyeron por doquier, parecía que hubiera tenido lugar una nueva diáspora.
Un amigo me dijo: “La América que amábamos ya no existe”.
“Podría regresar”, dije yo.
Se mostró dubitativo.
Empecé a preguntarme si había llegado o no el momento de huir, no porque quisiera pertenecer a los ricos, sino porque es necesario tomarse en serio la extraordinariamente pequeña posibilidad de que América se hunda. Y por cierto, si América se hunde, Europa también se derrumbará. Y fue en ese momento cuando apareció la carta de Trump, cuya llegada esperaba más tarde. “Esperamos que esta prestación le proporcione un apoyo significativo durante este período”, escribía Trump. El cheque de 1.200 dólares que había prometido a los americanos iba en un sobre aparte.
Es necesario tomarse en serio la extraordinariamente pequeña posibilidad de que América se hunda
La interpreté como una señal y decidí usar la prestación de Trump –aunque en realidad no sea suya– para viajar a Miami en autobús y en tren. Me pareció oportuno invertir el dinero del gobierno americano en una modesta investigación sobre el país.
Y huir es como el tenis: cuanto más lo practicas, mejor es el resultado a la hora de la verdad.
Nueva York - Baltimore
El día que América contabilizaba cien mil víctimas mortales por coronavirus fui a Penn Station antes del mediodía para viajar a Baltimore, mi primera parada de camino a Miami. El domingo anterior The New York Times había publicado en su portada el nombre de varios fallecidos junto a una breve descripción de sus vidas tipo: “Jack Butler, 78, Indiana, vivía en la casa en la que se crió”.
En Twitter alguien escribió que el 25 de enero de 1991, cuando América contabilizaba la víctima mortal número cien mil a causa del SIDA, tuvieron que conformarse con un breve artículo en la página 18 del mismo periódico. Una catástrofe es distinta a otra.
Penn Station es la estación de ferrocarril principal de Nueva York, viajar desde Grand Central Station, que es mucho más atractiva, está limitado a la zona norte de los estados de Nueva York y Connecticut. La subterránea Penn Station siempre ha sido el culmen de la mugre de Nueva York.
Este miércoles por la mañana en la estación solo hay un puñado de personas, la tensión va en aumento. La gente se vigila mutuamente. Por cierto, calculo que, en la estación, por cada viajero hay tres indigentes.
Esta mañana también debemos llegar a la conclusión de que, en tiempos del coronavirus, los americanos blancos apenas viajan en tren, si alguno lo hace.
Una amiga, Vere, viajará conmigo a Baltimore. Aunque al principio no la reconozco con la boca cubierta, destaca: una mujer blanca, relativamente joven, la primera con la que me cruzo aquí.
El tren: de 3 a 4 pasajeros por vagón.
El vagón restaurante está abierto para adquirir agua, café y bolsas de patatas fritas. La vendedora está ocupada con la contabilidad en una de las mesas: la contabilidad por delante de las ventas.
Sin los trabajadores que realizan el trayecto a diario ni turistas a la vista, la gente se pregunta: ¿quién viaja? Debemos de estar acabados, ¿por qué viajamos, por cierto?
Un hombre blanco, achaparrado, vestido con pantalones cortos habla por teléfono y no deja de repetir: “Tranquilo, pronto llegaré a casa”. Está acabado pero sigue siendo amable.
En Baltimore, Vere dice: “Esta ciudad está reluciente”.
“Es cierto”, replico, “pero quizás esté más limpia en comparación con Nueva York”.
En la calle nos topamos incluso con menos gente que en Nueva York; se trata de una ciudad reducida a la apariencia de un plató de rodaje sin actividad, un circo sin artistas, sin público.
Varias lanchas motoras y un velero de tres mástiles están amarrados en el puerto interior, y hay patines a pedales con forma de dragón. Hay uno en mar abierto, van dos personas, infunden una plácida vivacidad al decorado.
Más adelante, un hombre nos asusta cuando, de forma inesperada aunque natural, sale de un rosal.
Al acercarnos, nos damos cuenta de que ese rosal es su casa.
“El Show de Truman”, digo, “todo esto es un plató, la gente son actores”.
Justo detrás de los rosales parece que hay un lugar de acampada bien camuflado.
Baltimore
El centro de Baltimore parece un páramo arquitectónico sin ningún escaparate a la vista, seguramente los americanos enseguida lo llamarían “desierto de comida decente”. Sí, hay un Dunkin’ Donuts, un restaurante vietnamita, un Cheesecake Factory, donde un tipo corpulento nos vende una botella de San Pellegrino, pero cuando le pedimos un abridor de botellas replica diciendo: “No hay camarero”.
No hay camarero, no hay abridor.
El hombre trata de abrir la botella con las manos pero pierde la batalla. Han pasado dos días desde que George Floyd fuera asesinado en Minneapolis, aquí todavía no se ha encendido la mecha, el coronavirus sigue llevando ventaja.
Hay museos, por supuesto cerrados, que ofrecen algo de color: el National Aquarium tiene una fachada que evoca a Mondrian. En el cercano American Visionary Art Museum la brillante palabra ‘amor’ ilumina su frente exterior con neón. El vacío parece imbuir esta pieza artística del mensaje: la gente desaparecerá, el amor permanece.
Según la página web del museo lo fundó Rebecca Alban Hoffberger, cuyo deseo es hacer hincapié en “creaciones imaginativas, intuitivas”. Participó en el programa People Helping People Inc. (Gente que ayuda a gente, S.A.) del departamento de psiquiatría del hospital Sinai de Baltimore.
Cerca del Radisson Hotel Baltimore Downtown-Inner Harbor, donde pasaré la noche, prevalece la prostitución callejera. Una de las mujeres, de unos treinta y cinco años, lleva el pelo tan morado que brilla como un pequeño sol.
El hotel nos recibe con letreros: “No hay baños públicos”.
La prostitución en la calle parece continuar dentro del hotel, convirtiéndolo en un hotel temporal de citas.
Ceno en mi habitación con Vere, compartimos unas gambas. El repartidor las trajo amablemente hasta el piso 17. Soy generoso con la propina. Ahora que sé la estirpe a la que pertenezco, la estirpe de las últimas personas, he doblado las propinas que doy; en lo que respecta a las propinas también es ahora o nunca.
Hacia las nueve llevo a Vere a la estación de Baltimore, regresa a Nueva York. Dos señores aparecen en el vestíbulo principal, son españoles, quizá latinos. Llevan maletas y de una sobresale un palo de escoba, lo cual logra que la escena parezca una performance.
Un policía se lleva a los señores. “¿Por qué se los llevan?”, pregunta Vere.
“No llevan billete”, replica el policía, “llevan todo el día deambulando por aquí”.
Más tarde, recibo un mensaje de texto de Vere: “Los señores saltaron la valla con las maletas y acabaron en el andén, pero la policía ferroviaria se los ha llevado”.
A la mañana siguiente estoy en el ascensor del Radisson, me acompaña la prostituta del pelo morado. Lleva un neceser de baño bajo el brazo y unas bonitas zapatillas de andar por casa negras, que no llevaba el día anterior, adornan sus pies.
Richmond
La estación Amtrak de Richmond está a unos doce kilómetros a las afueras de la ciudad en una sencilla tierra de nadie. No hay un solo taxi. Otros seis pasajeros desembarcan conmigo en este mediodía del jueves. Esperamos a que nos vengan a buscar, nadie abre la boca; la pandemia da validez al temor a los demás por razones médicas.
Adrian, mi conductor de Uber, parece más locuaz. Me cuenta que ha estado todo el día escuchando una emisora de radio cristiana y que están recaudando dinero para esta estación y para Jesús. Y añade: “No es un buen momento para recaudar dinero para Jesús, por mucho que le ame”. Estoy de acuerdo.
Ya han pasado tres días desde que el policía Derek Chauvin matara a George Floyd en Minneapolis, pero en Richmond aún no se oye hablar de protestas. Por el momento el país no ha explotado, al menos no más que hace varios años.
El Hilton Richmond Downtown está abierto pero desierto. Tenía la esperanza de que al avanzar hacia el sur encontraría más vitalidad, pero por el momento, en Richmond, Virginia, hay más de la misma catalepsia.
El recepcionista, un joven tan sencillo como la estación Amtrak, sentado tras una mampara de plexiglás, coge mi tarjeta de crédito, me la devuelve y se empapa las manos con desinfectante de manos. Un sensato reflejo médico, aunque me voy con la sensación de que soy un huésped especialmente sucio.
En el lobby hay un hombre con su ordenador portátil, más allá están los pasillos vacíos e interminables, la persistente música del ascensor para levantar el ánimo. Se oye la televisión de una habitación.
El centro de Richmond, finales de mayo de 2020: la gente que no tiene un motivo para salir, no sale.
Frente a Pop’s Market on Grace, un café-restaurant en el 415 de East Grace Street, me encuentro una cola de seis personas. Me pongo a la cola, nadie parece contento.
“¿Qué tipo de comida tienen aquí?”, le pregunto a la mujer asiática delante de mí.
“Hay que pedir la comida online”, dice.
“¿Está buena?”
Hace un gesto con la cabeza. Supongo que es un “sí”, aún así, me esfumo educadamente.
En el bar del Hilton –aquí también soy el único cliente– sirven bistec o salmón para que la gente se lo lleve a su habitación en una bolsa de plástico.
Escojo el salmón y pido una copa de vino blanco que el camarero vierte en un vaso de plástico de Starbucks. Luego dice: “Es la hora feliz, puede pedir otra copa”. Vierte más vino en el vaso.
“¿Hasta cuándo dura la Hora Feliz?”, pregunto. Durante estos días, el alcoholismo me parece vital en Richmond.
“Desde el coronavirus siempre hay hora feliz”, replica el camarero, “pero cerramos a las nueve”.
Charleston
Unos instantes antes de llegar a Charleston el revisor anuncia que tenemos que esperar porque hay una persona caminando por las vías. Dice: “Por la seguridad de todos tenemos que encargarnos de esto primero”.
Un padre y su hijo de casi diez años se vuelven a sentar.
El revisor lleva un tupé que se atusa a un ritmo frenético.
El 9 de enero de 2015, Dylann Storm Roof, nacido en 1994, asesinó a nueve afroamericanos durante una catequesis en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel de Charleston. Al parecer, asistió a la catequesis durante aproximadamente una hora antes de empezar a disparar. Roof creía en la supremacía blanca. La iglesia está recolectando dinero para un monumento. Según la fiscalía, Roof se había autorradicalizado. Con el actual presidente ya nadie tiene que autorradicalizarse. En Carolina del Sur, los restaurantes y los bares están abiertos, el recepcionista del King’s Courtyard Inn dice: “Es el primer día de nuestra reapertura”. Suena como si hubiera deseado que el King's Courtyard Inn hubiera cerrado para siempre.
“¿Puede recomendarme algún restaurante?”, pregunto.
“Algunos están abiertos y otros cerrados. Había alguno abierto, pero tuvieron que cerrar porque algunos empleados se infectaron”. Consigue que la palabra ‘infectar’ suene a acto sexual placentero aunque profundamente perverso.
Acabo en el Anson Street Café, donde reina un ambiente como de Tennessee Williams: el calor sofocante, el alcoholismo, la violencia es el pasado y el futuro.
Esta tarde, en Charleston, George Floyd solo es un rumor.
Desayuno: los huéspedes son blancos, el personal es negro. Un hombre vestido con una camisa roja lleva el pelo peinado firmemente hacia atrás, pero su cráneo al descubierto brilla magníficamente. Cerca del mediodía me voy a cortar el pelo. Junto a mí hay un chico cortándose el pelo, su madre no para de hablar. “Somos de Connecticut”, dice ella. “Se escribe mucho acerca de los muertos, pero no dicen nada acerca de la gente que se ha curado”.
Hay modestos carros con turistas por las calles, frente a la iglesia donde asesinaron a nueve afroamericanos un hombre rastrilla hojas.
Cuando al final del día salgo hacia la estación, tenemos que desviarnos por las protestas. Después leo que los manifestantes se dirigían a la calle principal, King Street, donde estaba mi hotel. También decían que algunos turistas tuvieron que huir.
Un amigo holandés me escribe: “Tu nueva patria está que arde”.
Esta serie también es una oración por mi nueva patria: una oración no necesita un Dios; dondequiera que la desesperación haya perdido su tacto amable, las oraciones llegarán de forma natural. También rezo por mi antigua patria y por todas las patrias venideras, Dios sabe que en estos tiempos que corren tener dos patrias no es suficiente.
Savannah
El tren de Nueva York a Miami hace una parada nocturna en Savannah con el único objetivo de continuar el viaje a Miami hacia las cuatro de la madrugada. Un hombre de veintitantos años se baja del tren. Daniel me lleva en coche de la estación a mi hotel. Es un joven negro hablador que me explica que su padre es dentista, su hermano está a punto de ser dentista y que su padre quiere que él también sea dentista, pero él tiene dudas.
“Espero que aquí no llegue el caos que hay por todo el país”, dice.
Cuando nos despedimos, Daniel pregunta: “¿Cómo se dice ‘nos vemos’ en alemán?”. Me dice que le gustaría ir a Alemania cuando se reabran las fronteras y haya ahorrado suficiente dinero.
En Hitch, cerca de mi hotel, aún puedo comer algo. En Taco’s también sirven cócteles.
En el bar hay una mujer de pelo largo sentada con sus dos hijas, o una hija y una amiga de ésta. En la otra punta del bar hay dos hombres negros sentados. Para variar, los empleados son todos blancos.
Hacia la medianoche, uno de los camareros está tan borracho que reparte chupitos, evita a los huéspedes que no le gustan. Yo pertenezco a este último grupo.
Cuando, a la mañana siguiente, le pregunto al recepcionista si puedo dejar el hotel un poco más tarde, me contesta: “Puede, pero estamos esperando una manifestación violenta hacia las dos frente al hotel, puede que no consiga salir”.
No me gusta la idea de verme atrapado entre la brutalidad policial con mi maleta, así que decido alargar un día mi estancia.
Esa mañana no hay ninguna señal de violencia. Al igual que en Charleston, los carros llevan turistas y un cementerio sirve como parque para los dueños de perros. Almuerzo en la zona exterior de un café. Junto a mí hay un grupo de cinco negros. La camarera pregunta: “¿Habéis venido por la manifestación?”
“Somos de Alabama”, responde uno, “estamos de escapada”.
La manifestación tiene lugar frente al ayuntamiento. Habla el alcalde, hablan varios líderes espirituales. El ambiente es afable, nos arrodillamos. La policía mantiene la distancia, algunas personas se unen a la manifestación como si fuera una recepción.
Por la noche vuelvo a Hitch, el camarero dice: “Hay toque de queda, no podemos servir nada más a nadie”.
Apaga y vámonos. El benévolo recepcionista me da una manzana.
Desde mi balcón veo a tres personas jugando en la piscina, un helicóptero de la policía se cierne sobre nosotros.
Tengo la sensación de que estoy viajando a través de una ensoñación de colapso. Pero me siento como en casa, quizás porque siempre lo he sabido: se puede vivir en la ensoñación del colapso.
Savannah-Jacksonville
En la calle Liberty de Savannah, junto a una pequeña fuente, está sentado David Alexander, sostiene tres globos y lleva sandalias. Me imagino que tiene sesenta y muchos años y le pregunto si es su cumpleaños.
“No”, dice, “soy artista”.
Alexander me cuenta que, de forma temporal, no vive en la calle y que tiene un empleo en las elecciones, solo por un día; no para las elecciones presidenciales de noviembre, sino las primarias demócratas de principios de junio.
Cuando le pregunto qué tipo de arte hace, responde: “Vivo”, y añade: “Por un dólar puedes hacerme una foto”.
Como he alargado mi estancia en Savannah debido a los disturbios que afortunadamente no han tenido lugar, no puedo continuar mi viaje en autobús y cojo un Uber. Son dos horas de coche a Jacksonville.
Cualquiera que llegue en coche a Jacksonville desde el norte pensaría que ha llegado a una ciudad tomada por los indigentes
Me lleva Gary. Al cruzar la frontera con Florida hay un control de coronavirus; ya me habían dicho que no se podía entrar a Florida sin más.
Una joven nos pregunta: “¿De dónde vienen, a dónde van?”
Gary se indigna. “Soy conductor de Uber, llevo a un cliente, tiene que ir a Jacksonville, deberíais haber cerrado las playas antes y ahora me estáis retrasando”.
“Vale”, dice sorprendida. “Continúen”.
Gary sigue quejándose. ‘“¿Qué se creen que están haciendo?”, dice. “¿Para qué hacen controles en la carretera?”.
Cuando estamos llegando a Jacksonville, pregunta: “¿Qué pasa aquí? Solo veo indigentes”.
Cualquiera que llegue en coche a Jacksonville desde el norte pensaría que ha llegado a una ciudad tomada por los indigentes.
Ese mediodía, el comisario de arte Aaron Levi Garvey lo explica, lleva años viviendo en Jacksonville.
“Jacksonville tiene un centro de detención en el centro de la ciudad, una cárcel que acepta detenidos por un máximo de 364 días a la espera de juicio. Como suelen meterlos por delitos menores, frecuentemente sueltan a los detenidos antes del año y los obligan a vivir en la indigencia hasta que acaban volviendo a la cárcel”.
Me muestra el acomodado barrio de Avondale, el Beverly Hills de Jacksonville. “Esta ciudad vive de del turismo sanitario, viene gente de todas partes para tratarse el cáncer y muchos bancos tienen su sede central aquí”.
Pasamos por delante de una pequeña manifestación, Garvey toca la bocina para mostrar su apoyo.
Aquí tampoco apenas hay nadie en la calle, pero dice: “El centro de la ciudad siempre está desierto, la verdad”.
Por recomendación suya ceno en el restaurante Orsay. Una demacrada pareja de unos setenta años celebra su aniversario.
El camarero dice: “Lo que aquí llamamos bullabesa, no se parece a la bullabesa”.
Ese mediodía, después de que Trump diera su conferencia de prensa y caminara desde la Casa Blanca hasta la iglesia de St. John, un sensible reportero de la CNN había dicho: “Nos encontramos al borde de una dictadura”.
La gente de Jacksonville parece pensar: también sobreviviremos a una dictadura.
Jacksonville - Daytona Beach
En la estación de Jacksonville por fin encuentro el ajetreo de la gente, unas cien personas esperando, en su mayor parte negros y latinos, pero también veo a un hippie blanco de mediana edad, que anda por allí, al principio descalzo, después se pone unas sandalias que saca de su mochila.
Un hombre alto y desgarbado lleva una mascarilla en la que se lee “que le den a Donald Trump”. La gente espera en silencio o charla un poco. El tren con destino a Miami saldrá a las 9:34 AM, el tren que va hacia el norte sale media hora más tarde.
Dos trenes se han presentado en la estación. Como el tren que va a Miami sale primero, presupongo que será el primero que abra sus puertas, ni el andén ni el tren muestran ninguna información.
En los espacios públicos, incluso en la estación, tiendo a comportarme como un animal de carga, y no solo por mi propia sensación de seguridad. Se rumorea que estamos a punto de embarcar. Como una gran bestia gigante, la multitud se dirige pesada y pacíficamente hacia el tren, pero el revisor la obliga a retroceder.
En la estación de Jacksonville se representan escenas sacadas de Las vacaciones del Sr. Hulot (1953) de Jacques Tati. En repetidas ocasiones, la bestia avanza hacia el tren para que la hagan retroceder otra vez.
Finalmente estamos todos en el tren, pero diez minutos después queda claro que es el tren que va a Nueva York, ser un animal de carga también tiene sus inconvenientes. Hacia las doce del mediodía me encuentro de vuelta en Savannah. Me criaron para que amara Savannah, pero esto es demasiado.
No llegaré a Miami, con la ayuda de un Uber llego a Daytona Beach, que no está lejos de Cabo Cañaveral, donde Trump asistió al lanzamiento de un nuevo cohete.
En Daytona Beach, tanto el virus como las protestas parecen estar muy lejos. La playa está plagada de pececillos muertos.
Daytona Beach - Miami - Nueva York
Mi taxista de Uber es un surfista muy delgado, de largo pelo gris, que me lleva de Daytona Beach a Miami con un displicente desprecio por la vida. De vez en cuando me pregunta: “¿Le estoy asustando?”
Aquí apenas hay transporte público.
Miami Beach, antaño un paraíso erótico, ahora es, tal y como explica el surfista, una ciudad fantasma
La lluvia es intensa en el sur de Florida. El surfista dice: “La gente de Daytona Beach comemos sano, hacemos yoga, esa es la razón por la que el virus no nos ha atacado, o muy poco”.
“Puede ser”, digo.
Miami Beach, antaño un paraíso erótico, ahora es, tal y como explica el surfista, “una ciudad fantasma”.
La playa está cerrada, no solo a causa del virus, sino debido al toque de queda. Está prohibido circular en coche por Ocean Drive.
En la puerta del Hotel Ocean, donde había hecho una reserva, una nota dice: “Vayan al hotel Victor”.
Victor está abierto, me asignan una habitación al borde de su pequeña piscina y me marcho enseguida.
Ocean Drive: unas cuantas personas haciendo footing. La calle que hay detrás de la playa, donde normalmente las multitudes son sinónimo de negocio, está prácticamente vacía. Aquí y allá se ve gente durmiendo en los arbustos. Detrás del Loews Miami Beach Hotel me siento brevemente acosado por un hombre que blande un frasco de perfume, es avasallador y grita: “¿Quiere comprar un perfume?” Es una de las pocas veces que me he sentido en peligro durante este viaje.
En Collins Avenue, un gran cartel indica a partir de qué hora entra en vigor el toque de queda: “Medianoche”.
Cuando regreso al hotel me encuentro a unos jóvenes rusos al borde de la piscina. Después de cenar hay una pequeña fiesta junto a la piscina en la que participan dos hombres y mujeres de raza negra con cócteles y marihuana. Uno de los hombres choca su puño contra el mío.
Me voy a cenar a otra zona de la ciudad.
El paraíso erótico de ayer es la ciudad fantasma de hoy para espíritus semimuertos, un último cóctel antes del toque de queda.
Al día siguiente cojo un vuelo de regreso a Nueva York, donde el toque de queda entra en vigor cuatro horas antes. Tres cuartas partes de las tiendas de Madison Avenue están clausuradas.
Antes del toque de queda visito a una amiga, me pregunta si albergo alguna esperanza por este país. Ella ya no.
“Indudablemente”, digo, si quisiera perder la esperanza debería haberlo hecho muchísimo antes. Nunca he pedido o esperado nada más que la gente sea tolerante conmigo. Yo diría que la aceptación es algo extraordinariamente bueno. Una relación afectiva construida sobre la tolerancia mutua también puede ser esperanzadora.
A las siete y media me dirijo a casa: no hay que correr riesgos innecesarios. La policía se congrega en muchos cruces.
Rezo para que algo cambie de verdad, pero mantengo la esperanza de que la revolución se contenga. Hay una cosa sobre la que no tengo dudas: si la anarquía nace de la revolución, el fascismo será lo siguiente. La historia nos enseña la ley y el orden primero, los derechos civiles después.
--------------
Traducción de Paloma Farré.
Cuando regresé a Nueva York a mediados de mayo encontré la ciudad igual de vacía que cuando la dejé en abril. La tintorería a la vuelta de la esquina, al igual que cuatro semanas antes, solo abría un par de horas los lunes, aunque el propietario coreano parecía más preocupado; tras la puesta de sol, Park Avenue...
Autor >
Arnon Grunberg
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí