Parte I: Lo hippie
1. ¿Y si vemos morir San Francisco desde la 306?
El tercer día de la cuarentena en la ciudad, varios personajes cruzan por delante de la misma ventana de un céntrico hotel. Cada uno encarna una parte de su historia
Fernando Mahía San Francisco , 13/05/2020
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Teniendo en cuenta su población o años de historia, pocos lugares pueden presumir de mayor relevancia financiera, histórica, cultural o icónica que San Francisco (EE.UU.). Dos siglos y medio y 900.000 habitantes han dado y siguen dando para mucho. La corta cronología de la ciudad es una sucesión de etapas que le fueron otorgando carácter y que todavía hoy se pueden narrar a través de sus personajes anónimos. Esta serie de artículos son las historias de estas personas y, a su vez, de las diferentes etapas históricas de la ciudad que los acoge. Todas parten de la misma fecha y el mismo lugar: la ventana de la habitación 306 en un hotel del centro de San Francisco, el 18 de marzo de 2020.
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Como desde hace tantas tardes que ni él mismo podría contarlas, el sol del 18 de marzo calentaba la piel de Paul Glodich mientras se asomaba a su ventana en el centro de San Francisco. En la esquina de las calles Post y Taylor, en un hotel donde se mezclan residentes y turistas y trabajadores, vive Paul desde hace 40 años. Y de su habitación, la 306, dicen históricos y habituales del edificio que está llena de libros, revistas, recortes y cintas de vídeo desordenadas; al estilo de un viejo ermitaño de película. “Tendría que recogerla para aceptar algún invitado”, comenta, modesto, respecto a su Diógenes cultural.
Ordenar todo aquello no parece entrar en sus planes a corto plazo, por lo que la 306 suele ser terreno vedado para advenedizos. Así, para ver a este antiguo hippie solo existen dos caminos: uno, asomarse al asfalto de Post Street, desde donde se le puede reconocer asomado a su ventana en las tardes de sol; la otra, estar despierto en las noches que saca a pasear por San Francisco su cuerpo de 70 años, menudo, fibroso y ligeramente encorvado. Su rostro es reconocible: pálido, de él cuelga una perilla atada con gomas elásticas y una coleta canosa.
Pese a ello, cazarlo no es tarea fácil. Casi no deja su habitación y, de hacerlo, camina con una eterna prisa por cualquier parte del hotel. Tampoco se relaciona con la mayoría de huéspedes. Para ellos, Paul es un misterio. Solo se exceptúa el trato que mantiene con algunos recepcionistas del turno de noche, con quienes le une cierta hermandad horaria. A estos les expone sus profusas teorías sobre las cosas más insospechadas. Las narra lentamente, con una voz profunda y como falta de energía, acompañada de un leve tartamudeo. Dicha oratoria, la nocturnidad, su aspecto y un sempiterno y muy antiguo chándal de franela le otorgan a Paul la capacidad de empañar cualquier situación con un aire de irrealidad.
Así es él, otro excéntrico personaje más en Frisco.
Una ciudad que, aunque en su última época se ha ido poblando con perfiles en las antípodas sociales del inquilino de la 306 –profesionales de la industria tecnológica atraídos por Google, Facebook, Apple y un largo etcétera de compañías con base en la Bahía de San Francisco–, todavía se puede contar, radiografiar, a través de gente como Paul. También a través de otras personas que el 18 de marzo pudo ver desde su ventana. Esa desde la cual ha visto morir y resucitar a su ciudad durante los últimos 40 años.
El 18 de marzo era la tercera jornada en San Francisco de shelter in place, una especie de confinamiento sin tantas restricciones, aplicado por el ayuntamiento de San Francisco como medida frente a la covid-19. Pocas tardes debió ver Paul tan desérticas, tan desangeladas como aquella. Post, la calle a la que da su ventana, suele agitarse desde la mañana hasta bien entrada la madrugada. Pero aquel miércoles 18 lucía completamente vacía. E igual que los peces regresaron a los canales de Venecia y los pájaros a los cielos de las ciudades, algunos residentes del hotel aprovechaban para jugar al fútbol en el asfalto. La covid-19 como la vuelta a los orígenes. Y Paul, desde su ventana, que contemplaba la escena. Y se reía.
Tan vacío de turistas como la calle estaba el hotel donde reside Paul. Algo que también es poco habitual en San Fran, eterno destino para viajeros y turistas. A estos, las razones históricas, estéticas o naturales que los atraen suelen ser de lo más variadas. Y, sin embargo, hay un punto concreto de la cronología de la ciudad que ha servido como catalizador para muchas de ellas, así como para contar ahora la historia de Vincent Paul Glodich. El año es cuestión, claro, es 1967, el del verano del amor de Haight-Ashbury.
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Los orígenes de lo hippie y de su relación con Frisco vienen de la década de los 50. Por aquel entonces, la ciudad ya contaba con un carácter diferente, único en Estados Unidos. Herencia de los buscadores de oro, los marineros y los músicos de jazz que la fueron poblando, San Francisco era hedonista, no juzgaba –al menos, no tanto– y en ella imperaba una especie de haz-lo-que-quieras-mientras-no-me-molestes. Como en todos lados, el sexo, la vida nocturna, las drogas y el jazz eran parte del día a día, pero aquí lo eran de forma abierta.
Ésta fue razón de más para que la generación beat de Kerouac, Ginsberg, Cassady, Ferlinghetti y compañía hiciera de la ciudad su santuario. Oriundos en su mayoría de la Costa Este, la Universidad de Columbia y el Greenwich Village neoyorquino, los beatniks se asentaron en el barrio de North Beach en SF, donde todavía sobrevive uno de sus monasterios, fundado en 1953: la librería de Lawrence Ferlinghetti, City Lights. Poco tiempo después, en octubre de 1955, tuvo lugar en la ciudad otro de los puntos culminantes de esta generación literaria, como fue la lectura por parte de Allen Ginsberg del poema Howl en el Six Gallery. Así, el nombre de los beatniks quedó inevitablemente unido al de San Francisco.
En la filosofía beat –donde se mezclaba el orientalismo, la liberación sexual y moral, la apología de las drogas y, básicamente, el cuestionamiento de los valores norteamericanos de la época– se puede encontrar el nacimiento de la contracultura norteamericana. Y dicha amalgama de pensamientos, difusa o no, marcó de forma irremediable a la siguiente generación, sus hijos culturales, los que acabarían tomando San Francisco en el año 1967.
El 14 de enero de aquel año, unas 20.000 personas se juntaron en los aledaños del Golden Gate Park de San Francisco para la celebración del festival Human Be-In. Fue una jornada en la que corrió el LSD, actuaron referentes de la psicodelia como Grateful Dead o Jefferson Airplane y en la que una frase, pronunciada por el psicólogo y activista por el uso del ácido, Tim Leary, definió a lo que estaba por llegar: “Turn on, tune in, drop out”. Algo así como como colócate, conéctate y desapégate.
De aquellos miles de jóvenes que habían llegado de todas partes, muchos nunca se fueron de San Francisco y se asentaron en el barrio adyacente al Golden Gate Park, que sacaba su nombre del cruce de dos calles: Haight y Ashbury. Los meses que llegaron tras aquel 14 de enero fueron el preludio al Summer of Love de 1967 en el Haight-Ashbury y del movimiento que se asentó en Frisco hasta la década de los setenta. Ya por aquel entonces se les conocía por el nombre con el que pasarían a la historia: hippies.
Llegaron de todas los rincones de Estados Unidos y más allá. Y entre ellos, mucho antes de convertirse en el ermitaño de la 306, apareció Paul. Tenía 18 años cuando llegó a Haight-Ashbury para quedarse. Era el 31 de diciembre de 1968.
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Nacido en 1950 en una familia de clase obrera de Detroit, Vicent Paul Glodich rememora que todo a lo que se aspiraba en su barrio era a seguir el legado familiar en las fábricas de Motor City. Eran tiempos felices, donde “el salario de una fábrica mantenía a toda una familia”, pero eso estaba por cambiar. A mediados de la siguiente década, cuando todavía era un adolescente, Paul había decidido abrir un nuevo camino: “No es que fuera un hippie, porque por aquel entonces nadie sabía en Míchigan qué significaba eso; pero yo ya tenía claro que no iba a trabajar toda mi vida en una fábrica para jubilarme a los 65 años”. Su emancipación pasaba, curiosamente, por el ejército: “Mi idea era servir 15 años, ganarme una pensión de por vida e irme a vivir a una caravana”.
El plan tenía sus fallas, no obstante. La idea del ejército acabó por sonar mucho menos tentadora cuando el fantasma de Vietnam y los espectros que de allí regresaban tocaron en su puerta. Por ello, a principios de 1968 se escapó de su base militar en San Diego, California, donde esperaba ya acuartelado a marcharse al Sudeste Asiático. Cuenta que se convirtió en un fugado, un “outlaw” y, cual protagonista de una canción de The Allman Brothers, se fue en autostop a Nueva Orleans, luego a Nueva Inglaterra y, finalmente, de vuelta a su casa a Detroit. A los meses se iría a San Francisco. Y de allí ya no se movería.
En Slouching Towards Bethlehem, su ensayo-reportaje sobre el Haight-Ashbury de comienzos de 1967, Joan Didion afirmaba que aquella San Francisco era el lugar donde se podían encontrar los niños desaparecidos de todo Estados Unidos. Y la definición de la escritora, referencia a la hora de retratar la contracultura californiana, podría ser el preludio perfecto para la historia de Paul. En 1968 y a sus 18 años, Paul necesitaba que no lo encontrase nadie: “Me podían caer cinco años por deserción y escuché que había un sitio en el que podías desaparecer, lo llamaban Haight-Ashbury”.
Desde que llegó a The Haight, el futuro inquilino de la 306 tuvo tiempo para todo. Vivió en la calle, en casas ocupadas, en coches y en furgonetas hasta que pudieron alquilar una habitación para su grupo de amigos. “Good times”, rememora de aquel tiempo “yendo al Golden Gate Park, leyendo muchos libros, conociendo a la gente más interesante que había conocido nunca, vendiendo yerba y LSD… era libre, tenía dinero, ¿qué más podía pedir? El verano de 1969 fue el mejor de vida”.
Pese a todo, en aquellos años la decadencia ya había llegado a la capital hippie de Haight-Ashbury. La heroína empezó a reclamar sus deudas vitales y aquel supuesto movimiento –si es que tuvo algo de eso, más allá de ser la reunión lisérgica de miles de jóvenes olvidados por la sociedad norteamericana– se desvanecía. La familia de Charles Manson o el People’s Temple de Jim Jones fueron algunos de los capítulos más sonados de aquella resaca. A Paul, ésta le llegó en 1974. “Muchos de mis amigos nos metíamos heroína, pero sin llegar a ser adictos; el problema fue que a mi mejor amigo, Rick, lo pillaron robando para pagarla y se fue a la cárcel cinco años”, cuenta. “Unas semanas después, mi padre murió en Detroit… recuerdo que aquel mes de octubre llovió mucho”, narra, como asumiendo cierta causalidad entre los tres hechos.
A partir de 1974, la vida de Paul entró en una etapa “oscura”. Una que prefiere no rememorar. De aquellos años, solo hay una cosa segura: en 1980 llegó para quedarse a un hotel en la esquina de Post con Taylor. Hace cuatro décadas. Y contando.
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Igual que ocurrió con todas las otras épocas de San Francisco, el capítulo hippie fue fugaz, con una muerte joven como la de algunos sus ídolos –Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Jack Kerouac–. Sin embargo, esto no minó su influencia en todo el mundo y, sobre todo, en la cultura de la ciudad. En ella permaneció un progresismo social incontestable, la tolerancia respecto a cualquier inclinación sexual o cultural, también ante el uso de cualquier droga, especialmente de la marihuana o el LSD. Y, aunque cada vez sean menos, algunos supervivientes de todo aquello.
Hoy, aunque el barrio de Haight-Ashbury queda lejos –filosófica, temporal y geográficamente– del Distrito Financiero de San Francisco, es por este último sector de rascacielos por donde se le puede ver a Paul caminando en ciertas noches de la semana. Se mueve entre los edificios caminando muy rápido y siempre en ángulos rectos, como en un videojuego antiguo en el que no existe la curva. Por ello y por una tendencia a imponer de manera súbita sus razonamientos, pasear con él es como defender a Messi, se debe estar sujeto a cualquier cambio de dirección inesperado.
Extremadamente metódico o maníaco, el sistema Paul Glodich de organizar la vida no solo abarca su forma de caminar, sino de hablar, leer y enlazar ideas; todo está razonado al extremo en su día a día. En sus paseos, va a esta sucursal del Bank of America, no a aquella, porque fue la primera que ofreció billetes de 100 dólares. Toma los donuts aquí, no en ningún otro sitio, porque esta cafetería abre hasta cierto momento. Tiene que volver a casa a esta hora, no a ninguna otra, porque empieza tal programa en la televisión pública francesa. Cruza en este paso de cebra aquí, no allá, por sabe dios qué.
También la concepción del tiempo, como casi todo en su vida, tiene algo de particular. Sus tardes de los domingos, por ejemplo, están reservadas para tomar algo con su “nuevo grupo de amigos”. Los conoció, cuenta, en la década de los 90.
Actualmente, exceptuando dichas tardes dominicales y paseos nocturnos, este viejo hippie invierte el resto del tiempo en su habitación, en la 306, la enigmática cueva del hotel de Post con Taylor. Allí lleva a cabo su rutina interior, estrictamente rígida y que no permite que se vea interrumpida. Son las ventajas o consecuencias, se supone, de haber vivido aislado durante 40 años.
Su rutina comienza cada día cerca del mediodía y se estira hasta bien entrada la madrugada con yoga, meditación, lecturas de lo más variopintas, programas televisivos y, por supuesto, la salida de rigor a la ventana. Desde ese marco de madera gastado, en el que un insecto lleva disecado años y años porque no es capaz de quitarlo de allí, ha visto muchas de las vidas y muertes que han definido San Francisco. La que le hizo llegar y de la que es protagonista, aquella en la que el movimiento hippie tomó las calles de Haight-Ashbury, murió dejando ciertos sedimentos.
Algunos son inmateriales pero obvios, y pasaron a formar parte de la cultura de Frisco. Otros son tangibles pero escurridizos. Como Paul.
Teniendo en cuenta su población o años de historia, pocos lugares pueden presumir de mayor relevancia financiera, histórica, cultural o icónica que San Francisco (EE.UU.). Dos siglos y medio y 900.000 habitantes han dado y siguen dando para mucho. La corta cronología de la ciudad es una sucesión de...
Autor >
Fernando Mahía
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