GENEALOGÍAS FEMINISTAS
Alexandra David-Néel, la mujer sin límites
El incalculable legado intelectual, espiritual y antropológico de esta escritora influyó no solo en el filósofo Alan Watts, sino en la generación ‘beat’ que la reconoció como referente
Fátima Frutos 1/09/2020
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Alexandra fue una nómada fascinante que traspasó todos los límites del amplísimo conocimiento que tuvo a su alcance. Feminista, anarquista, escritora, exploradora, antropóloga, cantante y compositora; en su juventud fue también discípula del gran Élisée Reclus. Llegó a hablar tibetano, a escribir más de una treintena de libros, a dar clases de sánscrito y a renovar su pasaporte a la edad de cien años, además de convertirse en lama a los 78. Fue la primera occidental que entró en la ciudad santa de Lhasa, en el Tíbet.
El hecho de nacer en 1868 a orillas del río Marne, en la Isla de Francia, lugar de numerosas batallas desde Teodorico y Atila hasta ser punto de inflexión dentro de la llamada “guerra de movimientos” durante la Primera Guerra Mundial, pudiera ser el motivo de su carácter temerario, inconformista, tenaz y poliédrico.
Ser hija de un profesor hugonote, librepensador y militante republicano, que tenía como amigos a Reclus y a Víctor Hugo, y de una devota católica de origen escandinavo condicionó su infancia. Alexandra bebió desde joven de la biblioteca de su padre, huido a Bélgica por la feroz represión que siguió a la Comuna de Paris, donde, a pesar de su largo linaje burgués, participó activamente. Julio Verne, Stirner, Hegel, Marx, Bakunin fueron los autores en los que la inició el que fuera su tutor político e intelectual, Reclus, quien prologó su primer libro, Elogio a la vida. En esa primera obra ya escandalizó por la aseveración que expuso: “Obedecer es morir”.
Más tarde recaló en La Fronde, de Marguerite Durand. Es obligado recordar aquí la enorme importancia de esta publicación dreyfusard y diaria, que debe su denominación a la rebelión de la Fronda en 1648 contra la monarquía, en la que los sublevados portaban frondes, tirachinas. Fue dirigida, escrita, editada y vendida por mujeres, y trababa temas de igualdad, política y literatura. Su fundadora decidió poner en marcha este periódico feminista tras haber sido enviada por Le Figaro al Congreso Feminista Internacional. La rebeldía de Alexandra hizo que allá no parase mucho tiempo, pues ella no estaba por la lucha a favor del voto femenino, sino por la emancipación económica de las obreras. Contradicciones aparte, se lanzó a conocer mundo a los 18 años gracias a la herencia de su abuela. Primero en bicicleta, con tan sólo un impermeable y las Máximas de Epicteto; sola, transitando por España, Italia y Suiza. Luego iría hacia la India y Ceilán.
Cuando la pequeña fortuna se acabó se puso a trabajar como actriz, periodista, fotógrafa y soprano, ya que había completado estudios en el Conservatorio Real de Bruselas y era una virtuosa del bel canto. Fue Massenet quien la apadrinó para que formase parte de la ópera de Hanói y ello le dio la oportunidad de viajar por Indochina, Grecia y Túnez. En este último país, convivió desde los 32 hasta los 43 años con su mejor amigo, el ingeniero Philippe Néel, con el que llegaría a casarse. Durante toda su vida mantuvo con él una entrañable e ininterrumpida correspondencia de la que solo se conservan las cartas de ella. escribir sobre feminismo (Le féminisme rationnel, Féministe et Libertaire), los viajes en velero y las excursiones al desierto junto a su marido no terminaban de convencerla. “Marcharse o marchitarse” era su lema, así que dejó que Philippe administrara las propiedades familiares para costear su vida errante y salió en 1911 de nuevo hacia la India en un viaje del Ministerio de Educación francés. Se despidió para 18 meses y volvió 14 años después con un hijo que sería adoptado por ambos bajo el nombre de Albert Arthur Jongden.
En Nepal, el marajá puso una partida de elefantes a su disposición, en Sikkim, a los pies de los montes Himalaya, conoció al joven lama de 14 años, Aphur Yongden, que desde entonces sería su asistente, traductor y una vía hacia ese otro mundo en el que se adentraba. Este fue reconocido como un tulkou, emanación de Buda que regresa para ayudar a seres sintientes. Sus cenizas se arrojaron al Ganges junto a las de Alexandra, después de que esta le sobreviviese 14 años.
“El camino solo es atractivo cuando ignoramos adónde nos conduce”, así se expresaba y tal era su afán aventurero y su espíritu de alteridad, cultivado desde una visita al Museo Guimet en Paris, donde descubrió una estatua de Buda y quiso sentir “el sereno distanciamiento de todas las cosas”.
En su periplo por Oriente adquirió un ingente conocimiento trascendental y practicó el tantra. En Calcuta descubrió la técnica de los faquires e ingresó en la masonería; en Benarés aprendió sánscrito y Filosofía; en Japón estuvo con Beatriz Erskine Lane, trabajadora social y teósofa, casada con el filósofo, traductor y erudito zen D.T. Suzuki; en Kalimpong conoció al decimotercer Dalai Lama y se preparó para el gran viaje de su vida a Lhasa con los consejos del monje Ekai Kawaguchi y un formidable entrenamiento físico, psíquico y espiritual.
En diez años realizó cinco intentos de llegar a la capital del Tíbet, estudió manuscritos nunca vistos por un occidental, atravesó China de este a oeste, viajó a través del Gobi, hizo caminatas de 40 kilómetros diarios, practicó meditación en una cueva a más de 4.000 metros de altura vistiendo únicamente una fina túnica de algodón, y tradujo en su estancia de tres años en el monasterio de Kumbum el Prajnaparamita. Fue arrestada por funcionarios chinos y colonialistas ingleses, que le impidieron entrar en Tíbet. Enfermó y, por fin, concibió un plan que surtió efecto. Pero lo que en un principio iban a ser tres meses hasta Lhasa se convirtieron en tres años.
La hégira emprendida (más de 12.000 km a pie o a caballo y pasos a 5.000 metros de altitud) fue de una profundización mental, espiritual y física sinigual. Lo hizo a una edad en la que otras atraviesan ciertos declives ligados a la menopausia. Ella, en cambio, se cubrió la cara con cenizas de cacao y grasa, se puso vistosos pendientes y largas coletas de pelo de yak y junto a Jongden, con un equipaje escaso, se hizo pasar por la viuda de un brujo. Siguió el curso del río Mekong y realizó la primera escalada, la del monte Kawagarbo. A partir de ahí, la forja de un sueño: lagos donde se miran los vertiginosos picos, cascadas junto a bosques, crecidas de ríos, horizontes de luz cegadora, cielos estrellados, nieves perpetuas, una brisa cortante que dejaba los labios tumefactos, acampadas sobre el fango helado, soledades desprovistas de toda vida, caos de rocas, mugre, hambre, fieras, bandidos, fiebres, puertos inclinados en pendiente hacia estepas desiertas… Viajaban por la noche y descansaban de día. Se equivocaron varias veces de trayecto, pues iban lejos de los recorridos habituales, remontando el valle del río Po Tsangpo, un pequeño afluente del Brahmaputra. Estuvieron a punto de morir congelados, y se salvaron gracias a la técnica de meditación tummó (generación de calor interior). En alguna ocasión, se alimentaron del cuero de sus botas hervido y de hierbas. Hasta que, por fin, a lo lejos, vieron erguirse el palacio de Potala desde la montaña Hongshan. Poco después entrarían en Lhasa: era febrero de 1924 y Alexandra tenía 56 años.
Allí permanecieron unos meses hasta que, al ser descubierta, fue denunciada ante el gobernador inglés. En 1925, vuelve a los Alpes franceses con su hijo-guía. En Dignes-les-Bains construye su “fortaleza de meditación”, escribe sus principales obras (La India en que viví, Viaje a Lhasa, Místicos y magos del Tíbet), donde cuenta los prodigios de los que fue protagonista y testigo, como por ejemplo la creación de un tulpa –vida física materializada a partir del propio pensamiento– o los lung-gom-pas –monjes en trance desplazándose a gran velocidad–.
Más tarde llegarían los reconocimientos: Caballera de la Legión de Honor, Medalla de Oro de la Sociedad Geográfica de París, portada del Times… A los 67 años se sacó el carnet de conducir y a los 69 años se puso de nuevo en camino con su hijo hacia China, en plena guerra con Japón. Lo hizo en el tren Transmongoliano de Moscú a Beijing, hasta volver a parar en Tachienlu, donde hicieron un nuevo retiro de cinco años.
Es incalculable el legado intelectual, espiritual y antropológico aportado por esta extraordinaria mujer libre, que influyó no solo en el filósofo Alan Watts, sino en toda una serie de escritoras/es que la reconocen como referente, la llamada generación beat: Allen Ginsberg, William Burroughs, Denise Levertov, Elise Cowen y Jack Kerouac, entre otras.
Así mismo, es preciso conocer a Alexandra David-Néel para entender el pensamiento de la periodista y escritora estadounidense Suzanne La Follete, miembro de una prominente familia de políticos y del Comité para la defensa de León Trotsky, como lo es para adentrarnos en otra gran feminista libertaria, la escritora y activista pro derechos civiles Audre Lorde.
“Cada minuto de vida en libertad es una auténtica gloria”, el anarquismo de Alexandra le llevó a largarse de esta vida, no sin antes darse el gusto de ver a la juventud francesa del 68 gritar aquello de “Prohibido prohibir”. Eran las tres de la madrugada, finalizaba el verano del 69, una apacible noche para volver a hacer cumbre, dejándonos su propio espíritu e irse diluida en una nada hecha inmensidad.
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Fátima Frutos es agente de igualdad y escritora.
Alexandra fue una nómada fascinante que traspasó todos los límites del amplísimo conocimiento que tuvo a su alcance. Feminista, anarquista, escritora, exploradora, antropóloga, cantante y compositora; en su juventud fue también discípula del gran Élisée Reclus. Llegó a hablar tibetano, a escribir más de una...
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